Capítulo 21

Con la curiosidad instalada y creciendo en mi interior, accedo a su casa, y qué distinta a cómo la imaginaba. Me gusta mucho lo que estoy viendo; suelos de mosaico en el suelo, esos que alguien colocó hace años y que otro decidió mantener; puertas antiguas de esas que casi tocan el techo; paredes blancas y fotografías de paisajes cubriéndolas; muebles actuales y antiguos, compartiendo espacio y sin desentonar los unos con los otros; alguna planta dándole ese toque fresco que aporta el color verde, y libros, muchos libros por todas partes.

—Y yo pensando que la librería estaba abajo y resulta que está aquí arriba —suelto, sonriendo, atrapando su atención—. Tienes un montón —susurro con admiración, encaminando mis pasos hacia la estantería, supongo que hecha a medida, de madera y hierro negro, que ocupa toda una pared—. De todos estos, ¿cuál es tu preferido? —le pregunto, volviéndome para mirarlo, y contemplo cómo se desprende de la chaqueta, que deja en el respaldo de una silla, para luego acercarse a mí.

«Me gusta cómo se mueve. Me gusta cómo me mira. Me gusta todo de él», reconozco, y creo que, en algún instante, he dejado de sonreír para comérmelo con los ojos.

—Este, sin ninguna duda —me dice, sacando un ejemplar y tendiéndomelo.

De tapa dura y de un color azul grisáceo, carece de imágenes o de un título llamativo que pueda atraer la atención del lector y, en cambio, tiene toda la mía, «porque este libro debe de tener tantos años como el mosaico del suelo de su casa», deduzco, localizando el título que los años casi han borrado, en el lomo. Rebeca, Daphne du Maurier, Editorial Planeta... y he tenido que dejarme los ojos para poder leerlo.

—¿Cuánto hace que lo tienes? —indago, observando el color amarillento con el que el paso del tiempo pinta las páginas, abriéndolo y sonriendo ampliamente al ver el dibujo de un sol con un sombrero junto al título—. ¿Y esto? —le planteo, divertida.

—Pues no sabría decirte si esta obra de arte pertenece a mi hermana o a mí —me cuenta, esbozando otra sonrisa, llevando una de sus manos a su pelo para desordenarlo, y sonrío ante este gesto que bien podría hacer un crío travieso tras una pequeña trastada.

Sin dejar de sonreír, voy pasando las páginas, captando ese olor a pasado que atesoran los libros en su interior y acariciando, con la yema de los dedos, esa letra pequeña y apretada que tanto me recuerda a la letra de la máquina de escribir que tiene mi madre en casa.

—No tengo ni idea de cuantos años tiene, supongo que la tira, porque este libro se lo compró mi madre cuando era joven. Mi hermana lo descubrió entre los cientos que tiene y me lo descubrió a mí. Me gustó tanto y lo releí tantas veces que, cuando me mudé a Madrid, mi madre me lo regaló —me explica, y por supuesto que debe tener la tira de años, solo hace falta echarle una mirada por encima.

—¿Y qué lo hace especial? ¿Qué tiene para que lo hayas leído tantas veces? —le formulo con curiosidad.

—Deberías leerlo. Quédatelo y luego me lo cuentas tú —me dice con voz ronca.

—¿Estás seguro? —inquiero, porque este ejemplar, solo por lo antiguo que es, ya es especial, y también porque es de su madre, aunque ahora sea suyo.

—Tú solo cuídalo bien y, cuando lo leas, piensa en mí —me pide, atrapando mi mirada con la suya, acercándose a mí, y detecto el brillo que se ha instalado en ella y que ha cambiado en un segundo, pues ya no es tranquilo ni sereno, sino que está lleno de peligro—. Tú y yo habíamos empezado algo en el ascensor —musita con voz rasposa, cogiendo el libro y dejándolo de nuevo en la estantería, para, seguidamente, apresar mi cuerpo con el suyo—, y no soy de los que deja las cosas a medias —prosigue, mordiendo mi labio inferior y llevando una de sus manos a mi trasero, presionando con ella para arrimarme a su erección, ya lista para mí, y acelerando mi respiración—. ¿Qué te hace a ti especial? —me plantea, subiendo su mano por mi cuerpo hasta colarla por debajo del suéter, y no sé si está preguntándomelo a mí o a sí mismo, pero siento cómo mi piel respira ante su tacto, recordándome una flor que se abre ante la primavera—. ¿Qué tienes para que no pueda estarme quieto? —añade, liberándome del suéter, erizando mi piel, y no por el frío, sino por sus preguntas, por el tono de voz que está empleando y por su forma de besarme, tocarme y mirarme.

—¿Qué tienes tú para que no pueda dejar de pensar en ti? —replico, liberándolo de la sudadera, sintiendo la urgencia adueñarse de mis manos, y esa pregunta ha escapado de mis labios tan veloz que mi cabeza ni siquiera ha sido capaz de procesarla y frenarla.

—Lo mismo que tienes tú, pelirroja —musita antes de atrapar mis labios con ímpetu, arrancándome un gemido cuando su lengua se encuentra con la mía, y siento cómo se cuela dentro de mí, de la misma manera en la que el perfume se adentra en tu interior a través de tus fosas nasales, solo que la fragancia de ese perfume desaparece tras la inspiración, y él, por el contrario, toma fuerza tras ella—. Solo con las gafas, acuérdate —me pide, contrayendo mi vientre, y llevo las manos al botón de sus jeans para desabrochárselo. «Y qué tendrá este gesto que a mí me resulta tan sexy», me cuestiono, soltando un gemido cuando él desabrocha mis pantalones—. Me flipa tu cuerpo, pelirroja —me regala, y siento cómo una carcajada sube fulgurante por mi garganta hasta explotar en ella.

—Me encanta que me digas esas cosas —admito, llevándolo hasta el sofá y empujándolo suavemente para que se siente en él, quedando frente a su mirada, atestada de deseo, solo con las gafas, el sujetador de encaje negro y mis pantalones de piel del mismo tono.

—El qué, ¿que me flipa tu cuerpo? —inquiere, recorriéndolo con la mirada, y nunca nadie me había mirado como me mira él, y nunca nadie había conseguido que pudiera sentir una mirada en mi cuerpo, como si me estuviera tocando con ella.

—Y que estoy buenísima —le recuerdo con una sonrisa, desabrochando mi sujetador, dejándolo caer al suelo y permitiendo que un suspiro escape de mis labios cuando su mirada no solo me toca, sino que incendia mi piel.

—Es la pura verdad. Estás buenísima, pelirroja, y, si dependiera de mí, estaría follándote a todas horas —me confiesa con voz rasposa, sin perder de vista mis movimientos mientras me desprendo del pantalón y más tarde de las braguitas, también de encaje, hasta quedar desnuda frente a él, solo con las gafas, tal y como me ha pedido.

—¿Te digo yo lo que haría a todas horas? —inquiero, arrodillándome delante de él, sin dejar de mirarlo, liberándolo de sus jeans, con su ayuda. Y, «por Dios», pienso, llevando mi mano al interior de sus slips para hacerme con su erección.

—La hostia. Hazlo, pelirroja —adivina, y no me hace falta oír más para metérmela por completo en la boca y enloquecer con ella, porque es justo lo que estoy haciendo, enloqueciendo con su sexo entre mis labios, con sus dedos en mi pelo, tirando de él, y con el deseo más morboso, caliente y excitante instalado entre mis piernas, mojándome e incluso doliéndome de pura necesidad—. Espera, para —masculla entre dientes, obligándome a que me aleje de él, y alzo la mirada hasta encontrarme con la suya, desbordada de demasiadas cosas—. No quiero correrme en tu boca. Hoy, no —sentencia, levantándose para ir en busca de un preservativo y regresando unos segundos después.

—A mí también me flipa tu cuerpo —reconozco en voz alta y, de nuevo, mis palabras han corrido más que mi mente.

—Fóllame, pelirroja —me pide, sentándose en el sofá y cogiéndome del brazo con fuerza para que me siente a horcajadas sobre sus piernas, y no puedo esperar, así que encajo la punta de su sexo en mi mojada abertura.

Sosteniéndole la mirada, hundo los dedos en su pelo para tirar de él mientras bajo sobre su largo hasta empalarme completamente. Y por supuesto que el infinito aparece cuando te cargas los límites, las barreras y las fronteras. «Él es mi infinito, ese que nunca hubiera imaginado, pero porque nunca se me hubiese ocurrido imaginar algo así», admito, sintiendo cómo copa todo mi interior. Cuando impulsa sus caderas hacia arriba, con ímpetu, echo la cabeza hacia atrás. «La Virgen», atino a pensar cuando sus manos apresan mis caderas con esa fuerza que mi cuerpo parece necesitar cuando estoy con él, y correspondo a sus exigencias mudas moviéndome al unísono, gimiendo con él, siguiendo su ritmo, como cuando vamos en la moto y dejamos de ser dos para ser uno.

Y de nuevo siento que estamos unidos por algo invisible, algo que no vemos pero que sí sentimos, como un cordón umbilical imaginario que nos mantiene conectados hasta convertirnos en un solo cuerpo con dos corazones latiendo acelerados.

—Déjame a mí ahora —musito entre gemidos, aferrándome a su cuello, necesitando ser yo la que marque el ritmo esta vez—. Tenía que follarte yo, ¿lo has olvidado? —le formulo, y es curioso el lenguaje que empleo cuando estoy a su lado, y es más curioso todavía que no me sienta incómoda utilizándolo.

—Joder, sí, hazlo —me pide con voz entrecortada y, durante un instante, no lo hago, no puedo, impresionada como estoy por la admiración que se ha instalado en su mirada, porque jamás nadie me había mirado así, «y no es la primera vez que lo pienso», me digo, quedándome enganchada a ella.

Y si el mundo puede detenerse con una mirada, nosotros acabamos de detenerlo ahora. Y ojalá supiera qué decir. «Ojalá hubiera algo, una palabra o cientos de ellas, que definieran cómo me siento —me planteo, percibiendo la suavidad de su pelo en la yema de mis dedos y la enormidad de su sexo llenándome por entero—, pero no tengo palabras ante esto o no quiero tenerlas», reconozco, descansando mi frente en la suya, cerrando los ojos y disfrutando de cómo sus brazos rodean mi cuerpo con fuerza, pegándome más al suyo.

Cuando sus labios buscan los míos, encuentro la forma de expresar todo lo que siento, porque hay besos que hablan por ti cuando tú ni siquiera sabes qué decir. Hay besos que se meten bajo tu piel y la erizan, pero no de frío, sino de bonito, de intenso, de especial, como esto que estamos viviendo. Hay besos que llegan para que no los olvides; besos repletos de sentimiento que te arrancan un suspiro tras otro. Besos que emocionan. Besos que evolucionan hasta pedirte más; que busques su lengua y que gimas cuando la encuentras. Besos que llegan a tu sexo para latir en él y exigirte que te muevas, que busques otro modo de hablar, de sentir, de gemir... y lo hago, me dejo llevar por ese beso que todavía siento bajo mi piel, y que no voy a olvidar, para empezar a moverme rápido, subiendo y bajando sobre su miembro, sin soltarme de su cuello, mi punto de agarre, gimiendo en sus labios. «¡Por Dios!», grito mentalmente, sintiendo el orgasmo empezar a formarse en el centro de mi vientre y de mis piernas.

—¡Sí, sííííí, síííí! —exclamo entre gemidos, moviéndome más rápido, más exigente, más delirante, mientras voy en busca de mi placer, estallando unos segundos antes de que lo haga él y, «Dios mío», pienso, sintiendo los últimos coletazos del orgasmo latiendo en mi interior.

Cuando empieza a cantarme, con voz entrecortada, el estribillo de esa canción, +, dibujo una sonrisa en la piel de su cuello, donde tengo los labios pegados, y ojalá no estuviera tan cansada y pudiera moverme para encontrar su mirada, pienso mientras él sigue cantándomela con voz ronca, y me muerdo el labio inferior, sin poder dejar de sonreír, sabiendo que él sí que ha encontrado la manera de decirme cómo se siente

—Nunca me habían cantado —susurro, y ya no tengo tan claro que quiera dar con su mirada.

—Eso te pasa por salir solo con maduritos interesantes —suelta son sorna, hundiendo sus manos en mi melena, para luego apresar mi cuello, siendo él quien mueve la cabeza para enfrentar mi mirada.

—Suerte que he dejado de hacerlo —le indico, sin dejar de sonreír, hundiendo también mis dedos en su pelo, deslumbrada de nuevo con su suavidad.

«Puede que nunca me hayan gustado los hombres más jóvenes que yo. Puede que no sepa si esto tiene futuro o no. Puede que las certezas, a su lado, me rehúyan tanto como las palabras, pero qué más dará cuando me siento tan bien con él, cuando es capaz de detener mi mundo con una sola mirada y cuando conectamos de una forma tan íntima, incluso fuera de la cama. Además, tampoco es que acertara demasiado cuando salía con mis maduritos interesantes y creía que lo sabía todo —me digo, recordando a Alberto—. Yo estaba tan segura de él, tan segura de lo nuestro... y qué hostia me di», rememoro y, en algún momento, he dejado de sonreír.

—¿Me lo cuentas? —me pregunta con seriedad, todavía encajado en mi interior, y debería moverme para que saliera y también guardar mis pensamientos para mí.

—Nada, que me alegra haber empezado esto —balbuceo, porque, al final, es un buen resumen.

—Ya, y por eso has dejado de sonreír, ¿verdad? Oye, no me gusta que piensen en otro tío estando conmigo —me espeta con sequedad, y siento cómo mi pecho se contrae ante el tono de voz que ha empleado.

—Ya, pero, te guste o no, no puedes controlar los pensamientos ajenos. ¿Dónde está el baño? —inquiero, moviéndome con rapidez para sacarlo de mi interior y levantarme.

Y está más que claro que esta no era la respuesta correcta.

—Es esa puerta —me indica con un gesto, y me afano en llegar a él para cerrar la puerta.

«Qué mal lo he hecho —me recrimino, llevando las manos a mi cabeza para luego hundir los dedos en mi pelo, y qué distinto es el mío del suyo—. Como nosotros —concluyo de repente—, porque él es dulce, atento y un encanto, y yo soy seca, áspera y, a veces, muy idiota —me machaco, apoyando la espalda en la puerta—. Y me gustaría saber por qué me cuesta tanto hablar de mis sentimientos con él», reconozco, llenando mis pulmones con una honda inspiración.

Me hago a un lado para permitirle el acceso cuando noto cómo el pomo de la puerta se mueve y, cuando accede al baño y mi mirada tropieza con la suya, me siento indefensa, perdida y flotando en ese mar infinito en el que mis pies no tocan el suelo. «Siempre puedo aferrarme a él, solo tengo que querer hacerlo —me instigo, sin soltarme de su mirada—, y siempre es un buen momento para intentarlo, para buscar ese punto de agarre que incluso pueden ser mis palabras.»

—No estaba pensando en Alberto, al menos, no como crees —le aclaro, apoyando la espalda en la pared, bajando la mirada hasta el suelo de mosaico, en esta estancia de color blanco y negro—. Ya no estoy enamorada de él y, créeme, me ha costado mucho poder decir esto, porque lo estuve durante años, incluso cuando ya no estábamos juntos —empiezo a relatarle, esforzándome al máximo por hacerlo bien y ser lo más sincera posible—. Yo siempre he apostado por relaciones en las que ellos me sacaban unos cuantos años, por un tipo de hombre muy concreto, y no era algo que eligiera conscientemente, sino que, simplemente, surgía así. Tú y esto que tenemos es todo lo opuesto a lo otro, y no sé qué va a suceder entre nosotros ni si tiene futuro o no, pero no me importa, porque me gusta este cambio, porque me siento bien a tu lado y porque me cantas canciones bonitas que me hacen sonreír. Es fácil estar contigo —le confieso y, en algún momento de mi discurso, su dedo ha alzado mi barbilla y su mirada ha atrapado la mía— y me gustas —sigo confesando, «y no ha sido tan difícil», acepto, sonriendo discretamente cuando lo hace él—. Total, tampoco es que acertara demasiado con mis anteriores elecciones —admito, encogiéndome de hombros—. Eso estaba pensando antes... bueno y que me di la hostia de mi vida con Alberto, eso también —concreto, esta vez con seriedad, sintiendo el frío del azulejo en la planta de los pies—. Se me están quedando los pies helados —gimoteo, mordiéndome el labio inferior, llevando la planta del pie derecho a mi pie izquierdo para que solo se me hiele uno, provocando de nuevo su sonrisa y sonriendo, de nuevo, con él.

—Vaya, cuántas cosas has pensado, pelirroja —suelta, alzándome por las caderas para evitar que mis pies descalzos toquen el suelo, y rodeo su cintura con las piernas de la misma forma en que rodeo su cuello con mis brazos.

—Creo que no he sido la única en hacerlo.

—Crees bien. Joder, me he puesto celoso —reconoce, hundiendo su rostro en mi cuello y, si no estuviera abrazándolo ya, lo abrazaría con fuerza.

—Nunca volvería con Alberto —sentencio en voz baja, y esto es algo que tengo tan claro como que estoy viva—. Incluso cuando todavía seguía enamorada de él sabía que era algo que nunca haría.

—¿Por qué? —me pregunta, alzando la vista para buscar mi mirada—. Si lo querías, ¿por qué no?

—Porque no estuvo a la altura y porque, mientras yo luchaba a contracorriente, él simplemente se dedicó a nadar detrás de mí para no tener que enfrentarse a ella. Me decepcionó tanto que dejé de admirarlo, a pesar de lo mucho que lo quería. —Y no sé por qué esto sigue doliéndome tanto, pero lo hace, y siento cómo las lágrimas llegan con rapidez a mis ojos para brotar de ellos sin darme tiempo a frenarlas. Maldita sea, no quiero llorar; no ahora, cuando lo tengo superado—. Mierda —farfullo, soltándome de su cuello para quitarme las gafas y secarlas mientras él se mueve para sentarse sobre la tapa del váter y abrazarme tan fuerte como lo he abrazado yo antes, cuando ha admitido que se había puesto celoso.

—Oye, no pasa nada por llorar.

—Ya lo sé, pero es que me repatea que siga afectándome así cuando eso está más que superado —le comento al tiempo que las lágrimas no dejan de fluir y, «hostia conmigo», me riño, alargando el brazo para dejar las gafas en la encimera de mármol.

—Si lloras es porque no lo está —adivina, y apoyo la cabeza en su hombro, sintiendo la caricia de sus dedos en mi espalda—. Puede que ya no estés enamorada de él y hayas superado esa ruptura, pero no has superado el dolor, por eso sigue ahí el llanto.

—Sigo enfadada con él —farfullo en voz baja.

—Pues perdónalo, pelirroja. Las cosas son tremendamente fáciles, somos nosotros los que las complicamos innecesariamente, aferrándonos a sentimientos que solo nos dañan. Hasta que no lo perdones, seguirás regresando a ese pasado, una y otra vez, como haces ahora, y seguirá doliéndote, como te duele ahora. Piensa en hoy... ¿cuántas veces has pensado en él? —me pregunta, y no tiene sentido que le mienta cuando las ha pillado todas o, al menos, eso creo.

—Unas cuantas, pero porque lo comparaba contigo.

—No quiero que me compares con él ni con nadie. Él y lo que viviste a su lado no tiene nada que ver conmigo ni con lo que vas a vivir junto a mí. Se te están quedando los pies helados de nuevo —deduce con una sonrisa, y es cierto, los tengo congelados—. Vamos a darnos un baño y a calentar esos pies —me propone, levantándose, sin soltarme y llevándome en brazos hasta la bañera.

—Está helada —me quejo cuando mis pies tocan la porcelana, sintiendo cómo mi vello se eriza, y esta vez sí que es por el frío.

—Dame dos minutos —comenta, abriendo el grifo y cerrando el tapón cuando el agua comienza a salir caliente—. Ven aquí —me dice, sentándose, y hago lo que me pide, apoyando la cabeza en su pecho y sintiendo cómo, casi al segundo, sus brazos me envuelven—. Yo también me siento bien a tu lado, a pesar de que no me cantes canciones bonitas —oigo su voz ronca mientras apoya la barbilla en mi cabeza, y sonrío con sus palabras— y, si dijera que estar contigo es fácil, estaría mintiendo, pero me gustan los retos y me gustas tú. Y yo tampoco sé qué va a suceder, pero no me importa, porque voy a disfrutar cada momento a tu lado y, lo que tenga que venir, que venga —me asegura, rotundo, y me mantengo silencio, con la mirada fija en el agua, que está empezando a cubrir nuestro cuerpo.

—Gracias por hacerlo tan fácil —musito poco después, entrelazando mis dedos con los suyos— y por entenderme tan bien —añado, y, aunque le diría cientos de cosas más, opto por callar, porque no sé por dónde empezar entre todas las que siento copando mi pecho.

—No me las des, pelirroja —replica para luego guardar silencio, y no es un silencio incómodo, pero sí uno que podríamos romper si nos atreviéramos a seguir sincerándonos—. Se te va a mojar el pelo —me advierte, y veo cómo el agua ya cubre gran parte de nosotros.

—¿Tienes secador?

—Sí; seguro que es más básico que el tuyo, pero puede valerte —contesta, «y qué bien me siento a su lado», pienso, cerrando los ojos, dejándome mecer por el arrullo del agua y el sonido de su voz.

—¿Podemos quedarnos así hasta mañana? —inquiero sin abrirlos.

—Podemos hacer todo lo que tú quieras —me responde, y sonrío, sintiéndome cuidada y también querida, y es que, a veces, no necesitas que te lo digan para saberlo.

—Me gusta tu casa; es muy de antes, pero, a la vez, muy actual —comento unos minutos después, tras abrir los ojos y observar detenidamente su baño.

—Como yo —afirma, divertido, consiguiendo que una enorme sonrisa domine mi rostro.

—¿Sabes que la imaginaba de otra forma? Con muebles blancos de líneas rectas, alguna pared roja, muy moderna, no sé... Creo que lo último que esperaba encontrar era esto —reconozco, viendo cómo, con la mano que no está aferrando la mía, acaricia mi brazo y, bueno, si lo comparo con lo nuestro, también vale, porque lo último que esperaba vivir a su lado era esto.

—Me gusta lo de antes, y, aunque los muebles que se llevan ahora no están mal, prefiero otra cosa —me explica, y no puedo estar más de acuerdo con sus palabras—. Cuando encontré esta casa fue amor a primera vista. No he reformado nada, excepto la cocina; el suelo, las puertas, e incluso esta bañera, son los originales.

—Por eso te gusto yo, porque soy de antes —bromeo, provocando su carcajada, que resuena en su pecho y también en el mío.

—Tú también eres un poco idiota cuando quieres. Oye, siento decírtelo, pero no eres tan mayor como piensas. Joder, que solo tienes treinta y ocho años.

—Sé que no soy mayor, pero, si me comparo contigo, sí... No sé, es que tú eres tan joven... —susurro, restándole protagonismo a esa sonrisa que dominaba hace unos segundos mi cara.

—Sí, claro, acabo de cumplir los dieciocho, ¡no te jode! ¿Quieres dejar de ser tan cuadriculada? Déjame hacerte una pregunta: ¿te importaba que tus maduritos interesantes fueran mayores que tú?

—No, porque la joven era yo, y ahora soy tu madurita interesante... y no me gusta —reconozco, sonriendo, sintiendo la vibración de su pecho al carcajearse de nuevo.

—Pues va a tener que gustarte, porque la edad es algo que no podemos cambiar y no va a interponerse entre nosotros. ¿Lo tienes claro? —me plantea, posando su mano en mi mejilla para volver mi rostro hacia él.

—Lo tengo claro —murmuro cuando mi mirada tropieza con la suya, moviéndome para besarlo, sintiendo cómo mi pecho se llena de cosas buenas, esas que te hacen sentir bien; en realidad, muy bien.