Capítulo 23

—Vaya, esto sí que no lo esperaba —me suelta con dureza y, «vamos a ver, tampoco es para tanto», me digo, frunciendo el ceño.

—Lo siento, ¿vale? He tenido un día muy complicado y...

—No te estoy pidiendo explicaciones —me corta con frialdad, sin invitarme a pasar.

—Qué chica más bien vestida y qué guapa, ¿verdad? —le comenta la señora, y me vuelvo para mirarla, percatándome de que se ha referido a mí como chica—. ¿No vas a dejarla entrar? —le pregunta, provocando mi sonrisa.

—Amparito, ¿cuántas veces he de advertirte de que no abras a desconocidos? —replica, molesto, y me vuelvo para mirarlo mientras, de fondo, oigo a la tal Amparito contarle que me había equivocado.

«Maldita sea, está claro que no ha sido buena idea venir», reconozco, ya sin rastro de la sonrisa en mi rostro.

—¿Me hubieras dejado en la puerta? —le planteo, sintiendo cómo algo difícil de explicar se asienta en mi garganta; algo que duele, que late y que me impide tragar o respirar con normalidad.

—¿Has tenido tú algún problema en no contestar mis mensajes? —me rebate.

—¡Pero, hombre, no seas así y déjala entrar! —insiste la anciana y, si no estuviera doliéndome tanto, me haría hasta gracia.

—No se preocupe, Amparito, me marcho ya —le digo, volviéndome para largarme, y puede que yo me haya equivocado a lo largo del día, pero él, ahora, no es que esté haciéndolo mucho mejor que yo.

—Pasa —me ordena, y me giro para encontrarme con su mirada cerrada, ¡y una mierda voy a entrar ahora!

—Olvídalo, no me gusta que me hagan favores —siseo entre dientes, encaminando mis pasos hacia el ascensor.

—Pues no haber venido —oigo que me recrimina y, cuando aferra mi brazo con fuerza, me suelto de un tirón.

—Eres idiota, y yo más por estar aquí —afirmo, accediendo al ascensor completamente obcecada, sintiendo cómo la decepción y la ira se enredan entre sí. Lo lleva claro si piensa que voy a ir tras él. Antes me tiro por un puente.

—¡Me cago en la hostia! —exclama, para, casi al segundo, agarrarme por la cintura con ímpetu, pegando mi espalda a su pecho y elevándome con una facilidad pasmosa, para sacarme del ascensor ante la mirada encantada de Amparito, que debe de estar pasándoselo en grande.

—Haz el favor de soltarme —gruño, sujetando sus manos para obligarlo a hacerlo, pero me tiene fuertemente asida y, al final, desisto—. ¡Que sea la última vez que me coges así! —le advierto, cabreada, volviéndome para encararlo, cuando mis pies tocan el suelo de la entrada de su casa.

—¿Puedo saber qué haces aquí y a qué debo el honor de tu presencia? Por cierto, ¿necesitas que extienda la alfombra roja o tus ocupados pies pueden pisar un suelo corriente? —me pregunta, yendo hacia el salón, sin molestarse en mirarme, y lo sigo, viendo, de reojo, la biblioteca donde sigue ese libro, esperando a que lo coja.

—¿Se puede ser más idiota de lo que eres? —replico, y puede que esa no sea la mejor respuesta, pero es la que se merece, visto lo visto.

—Por supuesto, ponme a prueba —me contesta con insolencia, sentándose en el sofá, con una postura totalmente despreocupada, mientras siento la tensión dominar mi cuerpo.

—Oye, ya me he disculpado. ¿Necesitas que me flagele para que tu estúpido orgullo cierre el pico de una vez?

—Deberías irte, estoy cansado y no me apetece discutir contigo —me dice, esta vez con seriedad, «y, sí, debería hacerlo», coincido, sosteniéndole la mirada durante unos minutos; una mirada en la que no puedo ver nada, por mucho que intente hurgar en ella, y es curioso, cuando siempre he visto tanto.

—Si me marcho, ¿solucionaré algo? ¿Dejarás de estar cabreado o dejaré de estarlo yo? —le planteo, quedándome de pie frente a él—. Sé que lo he hecho mal y que debería haber encontrado un momento para contestarte, pero mi vida, a veces, es así y, por mucho que piense en una persona, soy incapaz de encontrar ese momento; es más, puede incluso que hasta olvide contestar un mensaje o devolver una llamada, pero porque tengo cientos de cosas de las que ocuparme y, si esto eres incapaz de entenderlo, mejor no empecemos nada, porque esta puede ser la primera bronca de las muchas que tendremos y, sinceramente, a mí tampoco me apetece discutir contigo —sentencio, dándome media vuelta para largarme, a pesar de que no es esto lo que quiero, «no cuando está doliéndome tanto», reconozco, dirigiéndome hacia la puerta con toda la decisión que soy capaz de encontrar dentro de mí.

—Espera. —Él, y su mano aferrando mi brazo. Y si la piel puede respirar con el contacto de otra, la mía está respirando ahora—. Perdona —murmura, y me vuelvo para darme de frente, esta vez sí, con la infinidad del cosmos y lo insondable del océano—. Yo también lo siento —prosigue, acercándose a mí para hundir su cabeza en mi cuello, y me pego a su cuerpo para abrazarlo, para respirar y para dejar de sentir este dolor ilógico que había empezado en mi garganta y que, palabra a palabra, había ido descendiendo hasta mi pecho, donde estaba haciendo un charco, como si estuviera llorando por mí.

—Iba a contestarte; de hecho, lo estaba haciendo, pero había olvidado que tenía una reunión y luego las cosas se han ido complicando —me justifico, abrazándolo con fuerza.

—No me des explicaciones, joder. Lo siento. Te juro que no soy así y que normalmente soy un tío comprensivo que no se cabrea por estas cosas; en serio, no sé qué me ha pasado —se disculpa mientras yo solo puedo aferrarme a su cuerpo y respirar con sus palabras.

«Yo tampoco sé qué me está pasando ni por qué me siento así —asumo, sintiendo las lágrimas asomarse a mis ojos—, y ni se te ocurra llorar por esto —me advierto—. Venga ya, hostias —maldigo, inspirando profundamente para intentar mantenerlas a raya, sin llegar a conseguirlo—. Menuda estupidez —gimoteo mentalmente, mojando su camiseta—. No lloro por las cosas importantes y voy y lloro por esta tontería, porque ha sido una tontería», reconozco, dejando de frenarlas para dejarlas ir.

—Si pretendías que me sintiera como una mierda, lo estás consiguiendo —me dice con gravedad, moviéndose para atrapar mi mirada con la suya, y, aunque giro la cara para evitarlo, al final logra salirse con la suya.

—Oye, que te quede claro que no soy una tía llorona; de hecho, ni siquiera pude llorar cuando fallecieron mis abuelos, pero luego lloro por chorradas como esta, o con el anuncio de El Almendro o con ese que hacían antes de la lotería y el calvo... y eres tan joven que igual ni siquiera conoces ese anuncio —comento, mosqueada, alejándome de él, sustituyendo el dolor por un enfado, también irracional, mientras él sonríe, cabreándome más—, así que no te creas lo que no es. ¿Sabes qué?, que me largo a mi casa. Suficiente he tenido con mi lunes como para encima tener que aguantar a un crío insolente a medio hacer que se cabrea porque no le contestas un condenado mensaje.

—Ya me he disculpado.

—¡Y ya ves lo que me importa! —exclamo, molesta, abriendo la puerta, que él cierra antes de que pueda llegar a hacerlo del todo.

Ni siquiera sé cómo me siento ni lo que quiero, y esto también es algo nuevo para mí.

—¿En serio lloras con el anuncio de El Almendro? —me pregunta a mi espalda, rozando mi oreja con sus labios y posando su mano en mi vientre para adherirme a él.

—Sí —admito con sequedad, negándome a ceder.

—Y con el del calvo —continúa, acercando sus labios a mi cuello, y siento que algo que no es nuevo para mí llega para borrar el dolor y el enfado; algo que me hace echar la cabeza hacia atrás para apoyarla en su cuerpo y que llena mi interior de calidez. El deseo. Ese deseo que tiene la capacidad de vaciar mi mente de palabras y de pensamientos para llenarla solo de emociones y sentimientos—, y, aunque soy un crío insolente a medio hacer, sé a qué anuncio te refieres —añade, deslizando sus labios por mi cuello hasta llegar a mi mandíbula, y esta vez no vuelvo mi rostro para evitarlo, sino que voy al encuentro de sus labios, alzando una mano para llevarla hasta su cara, ansiando encontrarlos—. Yo también he pensado en ti —declara antes de darme la vuelta para dejarme frente a él— y te he echado muchísimo de menos —me confiesa, descansando su frente en la mía mientras sus manos aprisionan mi cintura con fuerza, arrimándome más a él y arrancándome un suave suspiro, y me gustaría decirle que no ha sido el único en eso de echar de menos, pero no lo hago y guardo silencio, porque es mejor así y porque las palabras, a veces, solo sirven para complicarlo todo demasiado.

Lo beso acallando las suyas, sintiendo cómo ese charco que tenía instalado en mi pecho empieza a secarse, como si sus labios o sus manos fueran ese sol que, con sus rayos, evaporara el agua... «y de nuevo el sol, de nuevo el infinito del cosmos y de nuevo lo insondable del mar; de nuevo él y todo lo que provoca en mí», constato antes de dejar de pensar para darle la bienvenida a su lengua cuando se adentra en mi boca y para hundir mis manos en su pelo y pegarlo más a mí.

«Cómo lo he echado de menos —reconozco, rodeando su cintura con mis piernas cuando me alza—. Cómo había deseado esto —asumo, sin poder dejar de besarlo, sintiendo la suavidad de su pelo en la yema de mis dedos, su respiración alterada en mis labios y la fuerza con la que me apresa en mi piel—. Quiero tocarlo —pienso, colando mi mano por debajo de su camiseta—. Necesito tocarlo», admito, incorporándome cuando, con cuidado, me deposita en la cama, y ni siquiera me había percatado de que había empezado a andar.

De rodillas, me deshago de su camiseta mientras él se deshace de mi suéter, con nuestros labios unidos, con nuestras lenguas buscándose y con nuestros gemidos resonando en la habitación, hasta ahora sumida en el silencio.

—Pelirroja —musita con voz entrecortada, acunando mi pecho con su mano, para luego apretar mi pezón y arrancarme un gemido que instala la urgencia entre mis piernas.

—Te quiero dentro de mí —le pido, sintiendo la piel de su pecho acariciar la mía mientras seguimos de rodillas en el centro de la cama y, sin poder frenarme más, llevo mis dedos al botón de sus jeans para desabrocharlos.

—Y yo quiero estar ya dentro de ti —responde con voz ronca, tumbándome para deshacerse de la poca ropa que me queda y, también, de la suya, y gimo sin que me haya tocado siquiera, porque puedes gemir de anticipación, puedes gemir ante lo que tienes frente a ti e incluso puedes arquearte con una sola mirada y, por Dios, no puedo más.

—Ciro, por favor —murmuro con voz entrecortada—. Ven, ven aquí —ruego, incorporándome, quedando de nuevo de rodillas delante de él para rodear su cuello con mi mano y hacer que se tumbe sobre mí, y no estoy pensando, solo estoy dejándome llevar por todo lo que siento, que es mucho.

—Espera, no llevo el condón —me avisa con voz rasposa cuando rodeo su largo con mi mano para llevarlo a la entrada de mi sexo, y quiero sentirlo así, necesito sentirlo sin nada que me prive de la sensación de su piel contra la mía.

—Solo un poco, por favor, dos minutos —le pido con la respiración completamente hecha un caos, mirándolo a los ojos, con nuestros labios rozándose—, dos minutos, solo eso —susurro, alzando las caderas para invitarlo a entrar y, cuando lo hace y su miembro accede a mi interior, mi gemido se une a su rugido. «¡Por Dios, qué sensación», me digo, buscando sus labios, su lengua y a todo él, «ya no voy a querer que se aparte», asumo, sintiendo cómo sus manos buscan las mías para entrelazar nuestros dedos por encima de mi cabeza.

Y si dos almas pueden conectar, las nuestras lo están haciendo ahora.

Aparcando esa urgencia que parece dominarnos cuando estamos juntos, empezamos a movernos despacio, deseando solo sentirnos, deseando solo disfrutar al máximo de este momento; de su mirada atestada de infinitos sosteniendo la mía; de mis labios en los suyos y de los suyos en los míos; de nuestros dedos enlazados y de nuestros cuerpos pegados, y, durante un breve instante, recuerdo cuando antes he sido incapaz de encontrar nada que no fuera el vacío instalado en su mirada, solo que, tras el vacío, puede llegar el todo, uno que sea solo el principio de algo. «Puede que este sea el nuestro, nuestro principio», acepto, alzado las caderas, sintiendo su piel deslizase con suavidad en mi interior.

—Pelirroja —me advierte entre dientes, insertándose hasta el fondo para luego detenerse, y percibo la fuerza con la que está aferrando mis manos, esa fuerza que no puede ejercer en sus caderas, y gimo, intentando alzar las mías para obligarlo a moverse—. Hace mucho que han pasado esos dos minutos —añade, descansando su frente en la mía—. Joder, como empiece a moverme en serio, no voy a poder parar —me previene y, ahora, más que nunca, somos un solo cuerpo con dos corazones.

—No quiero que te pongas el condón; quiero sentirte así, solo un poco más, por favor, dos minutos más —le pido entre gemidos y, cuando se mueve, sacando su largo para, de un empellón, volver a insertarse con fuerza en mi interior, gimo con esa misma fuerza... y tenía razón y yo tampoco voy a poder parar.

—Sííííí, no te pares —gimoteo, moviéndome con él y ¡por Diossss...!

—¡Joder! Piensa en papillas y en pañales —masculla, apretando la mandíbula, y esas palabras son suficiente motivación como para alejarlo con energía de mi cuerpo.

—¡Mierda! Tienes razón, maldita sea, se me estaba yendo la cabeza —admito, sentándome sobre la cama mientras él se levanta para hurgar en uno de los cajones de la mesilla de noche, de donde saca una caja de preservativos.

«Menos mal que ha dicho esas palabras o en este momento estaríamos haciéndolo como locos sin protección.»

—Suerte que hay un adulto en esta relación —suelta, socarrón, acercándose de nuevo a mí, y sonrío mucho.

—¿No creerás que eres tú el adulto?

—No, qué va, eres tú, que quería follar a pelo —me contesta, insolente, acostándose sobre mí, y hago ver que no lo oigo, haciendo a un lado todo lo que le diría para solo gemir cuando se inserta de nuevo en mi interior, «y qué distinto es esto a lo otro», reconozco, alzando las caderas para ir al encuentro de las suyas.

«La Virgen, síííííí —gimo mientras él comienza a moverse con un ritmo demoledor y delirante, entrando y saliendo con ganas de mi interior— y, no, esto tampoco se asemeja en nada a lo otro», asumo, siguiéndole el ritmo, gimiendo y gritando ante sus contundentes acometidas, y, cuando el orgasmo llega fulminante, me dejo arrastrar por su fuerza de la misma forma en que lo hace él.

Con su corazón latiendo apresurado cerca del mío, veo llegar, en mi imaginación, a ese mismo niño rubito con los ojos azules y la mirada traviesa que he visto antes en la consulta del ginecólogo, «y no sé a qué viene esto —me riño, para casi al instante visualizarlo con un impermeable rojo a juego con sus botas de agua, saltando sobre los charcos o corriendo hacia mí para abrazarme—, y qué tontería», me sigo reprendiendo, clavando la mirada en la televisión de plasma que tiene frente a la cama.

—¿Estás bien? —oigo que me pregunta, y, no, no estoy bien, por lo que muevo mi cabeza para mirar el techo.

—Sí, lo estoy —le miento mientras él se mueve para salir de mi interior y me levanto para ir hacia el baño—. ¿Te importa si me ducho? —inquiero, echando a andar, aparcando la imagen de ese niño rubio que por momentos va desdibujándose, y mejor así.

—No si puedo ducharme contigo, señora adulta —se burla de mí, provocando mi sonrisa.

«A veces, sobre todo en momentos como este, me gustaría saber qué tiene la vida reservado para mí; me gustaría que se dejara de tantos misterios y que me mostrara lo que va a suceder», pienso, anudando mi pelo para evitar que se me moje.

—Vas a tener que dejarme ropa interior, otra vez —le digo, girándome para mirarlo, sonriendo cuando me encuentro con su sonrisa.

Puede que todavía tengamos muchas cosas que solucionar, pero no es el momento de hablarlas ahora, no cuando podemos hacerlas a un lado un poco más, como tampoco es el momento de calentarme la cabeza con cosas que, por mucho que lo intente, no voy a saber.

—Venga, reconócelo: te gusta más mi ropa interior que la tuya —me indica, socarrón, consiguiendo que sonría más.

—Puede ser —musito, guiñándole un ojo para luego entrar en la ducha seguida por él.

—¿Y puede ser que cenes conmigo y te quedes a dormir? —me plantea, abriendo el agua y, cuando sale gélida, suelto un respingo.

—¡Mierda! ¡Está helada! —grito al tiempo que él suelta una carcajada, alejando el monomando de nuestro cuerpo, solo que no puede estarse quieto y acaba salpicándome a propósito, provocando que me pegue todo lo que puedo a la pared, entre risas y con la piel erizada por el frío.

—¡Pero qué idiota eres! —chillo, aferrando el monomando con ganas para que le caiga toda el agua sobre la cabeza, solo que he olvidado que estoy jugando con un crío y, al final, la que termina bajo el chorro, y también entre sus brazos, soy yo. «Suerte que ahora ya sale templada», me consuelo entre risas. A la mierda el pelo.

—No me has contestado —me dice cuando cesa mi ataque de risa, pegándome a su cuerpo, «y estamos abrazados de nuevo», me percato, sintiendo el agua ya caliente correr por nuestros cuerpos.

—Pensaba que ya habrías cenado —le confieso, echando la cabeza hacia atrás para retirar los mechones que tengo adheridos a la cara y, maldita sea, «llevo rímel», recuerdo de repente.

—Estaba esperando a que una pelirroja insoportablemente ocupada se decidiera a dar señales de vida —suelta con insolencia, «y cómo le brillan los ojos», me fijo, sonriendo cuando lo hace él, olvidándome del maquillaje—. ¿Qué dices?

—Que cocinas tú.

—Vaya cosa, cocino todos los días —me contesta, ensanchando más mi sonrisa, y es un encanto y es irresistible.

—Dime que no parezco un oso panda —le pido, haciendo una mueca.

—No recuerdo cómo son los osos panda —me miente, carcajeándose, y, mierda, lo parezco—. Lo siento, pelirroja, sigo sin tener jabón desmaquillante —añade, pues ayer ya se lo pedí—. Vas a tener que conformarte de nuevo con este —me indica, tendiéndome el gel, y me encojo de hombros, resignada a quedarme sin pestañas.

Me seco el pelo mientras él prepara la cena y, vestida con uno de sus pijamas, con su ropa interior y sus zapatillas de ir por casa, llego hasta la cocina, donde está dándole la vuelta a una tortilla, y si yo creía que no había nada más sexy que un tío sexy en moto era porque no había visto a un tío sexy cocinando.

—Huele de fábula —comento cuando consigo reaccionar, pues me había quedado embobada mirándolo.

«Me gusta mirarlo —admito, echando a andar para colocarme a su lado—. Me gusta cómo se mueve, su cara de concentración cuando está haciendo algo, como ahora, o su gesto desdeñoso y vacilón cuando está tomándome el pelo. Me gusta su pelo, siempre revuelto, y el brillo de sus ojos», divago, apoyándome en la encimera y percatándome de que ya ha puesto la mesa e incluso ha encendido velas.

—Qué bien te sienta mi ropa —me halaga, guiñándome un ojo, y lo miro enarcando ambas cejas, sonriendo tanto como es posible.

—Si tú lo dices —replico, oyendo de fondo una canción. «¿De qué me suena?», me pregunto, mordiéndome el labio inferior—. Esta canción la pusieron en el pub, ¿verdad? —inquiero, deslizando la mirada por la estancia.

«Me gusta la reforma que ha hecho, pues, a pesar de que es una cocina actual, mantiene la esencia de la casa, y me gusta su casa y me gusta él», reconozco, deteniendo la mirada en las velas que ha dispuesto sobre la mesa; velas, cena y música. Es un encanto.

—¿No la has incluido en tu playlist? —me plantea, esbozando una sonrisa, sacándome de mis pensamientos.

—No recuerdo el título —contesto, dibujando la mía en mi rostro, y es su sonrisa; esa que viene envuelta de timidez.

—Voy a patentar esta sonrisa como mía, y cada vez que sonrías así vas a tener que pagarme con un beso —declara, consiguiendo que sonría más—. Ocean, de Karol G —me aclara mientras yo no sé qué decir.

—¿Estamos escuchando tu playlist? —indago, viendo cómo termina de aliñar la ensalada.

—Sí, y vas a encontrarte un poco de todo.

—Es cierto, había olvidado que tus grandes eran Marifé de Triana y Concha Piquer —comento, sonriendo mucho y arrancándole una carcajada—. Oye, ¿te ayudo? —le pregunto, comprobando la buena pinta que tienen la ensalada y la tortilla.

—Toma, llévala a la mesa —me pide, tendiéndome el plato con la ensalada, y o yo soy muy lenta secándome el pelo o él es increíblemente rápido entre los fogones.

—¿Esta tortilla de patatas es de esas que venden ya hechas? —inquiero, viendo cómo la pasa al plato, y debe de ser eso, porque tampoco he tardado tanto.

—No, y tampoco es tortilla de patatas al uso, sino tortilla de patatas exprés o, lo que es lo mismo, tortilla de patatas fritas de bolsa —me aclara, siguiéndome, y me vuelvo para mirarlo frunciendo el ceño. ¡Venga ya!

—¿Qué dices?

—¿Nunca la has probado? —demanda al tiempo que nos acomodamos en la pequeña mesa.

—No sabía ni que existía esa opción —admito mientras él corta un trozo para servirme a mí primero.

—Si hubiese sabido que ibas a venir, me hubiera esforzado un poco más, pero te aseguro que esta tortilla está casi tan buena como la otra. Venga, pruébala —me anima y, aunque no estoy muy convencida, lo hago—. ¿Algo que decir al respecto?

—Vaya... está buenísima —expreso, sorprendida.

—Como tú, que también estás buenísima —suelta como si nada, arrancándome una carcajada.

—Sí, claro —musito, acompañando el comentario con esa sonrisa que quiere patentar—. Por cierto, tienes una vecina que es un encanto. ¿Cuánto años tiene?

—Ochenta y tres, y no solo es mi vecina, es mi abuela postiza. —Y, si estuviera contando mis sonrisas, ya habría perdido la cuenta.

—¿Y eso? —indago, probando la ensalada—. Oye, yo creo que la cocina, a partir de ahora, va a ser siempre cosa tuya, porque está todo riquísimo. ¿Lleva miel? —le pregunto, sintiendo cómo el queso de cabra se deshace en mi boca y, Dios, está impresionante—. No me había dado cuenta del hambre que tenía, no he comido nada desde el almuerzo —le cuento, «y estoy parloteando sin parar», me percato, alzando la mirada para encontrarme con su sonrisa—. ¿Qué?

—Por partes. Es mi abuela postiza porque nos hemos adoptado y nos cuidamos entre los dos. Ella es viuda y no tiene hijos, así que yo la llevo al médico cuando se pone enferma y le hago la compra cuando no pueden traérsela, llueve o hace demasiado frío y no quiero que baje a comprar, y luego ella abre a pelirrojas que vienen a buscarme —me dice, provocando mi sonrisa— y también me hizo la comida y la cena todos los días que duró la reforma de esta cocina. Es bueno tener a alguien cuando no tienes a nadie —comenta, y alargo una mano para coger la suya, y no podía estar más equivocada con él cuando lo conocí.

—Menuda suerte tiene Amparito de tenerte.

—También puedo adoptarte a ti si quieres. ¿Qué me dices? ¿Quieres que nos cuidemos? Yo te hago la comida, la cena o lo que quieras y tú me sonríes así todo el tiempo.

—¿Yo solo tengo que sonreírte?

—De entrada, luego ya iré pidiéndote más cosas. ¿Qué te parece?, ¿nos adoptamos? —Y no se puede sonreír más de lo que yo estoy sonriendo—. Eso sí, si aceptas, tienes que permitir que cuide de ti y no puedes volver a marcharte sola cuando todavía no ha amanecido —me advierte, esta vez con seriedad—. Quiero que me despiertes para que te lleve a tu casa.

—Oye, sé cuidar de mí misma, llevo años haciéndolo, y te aseguro que no voy a despertarte para que me lleves a mi casa cuando puedo ir en taxi.

—Tengo claro que sabes cuidar de ti misma y que un taxi puede llevarte, pero el tema no es ese; el tema es que, cuando nos adoptamos, nos cuidamos y nos preocupamos también del otro. Yo cuido de ti y tú cuidas de mí. Tan fácil como eso. Sí o no, ¿qué dices?

—Que es otra forma de conjugar verbos.

—Así es, pelirroja.

—¿Y yo cuido de ti solo sonriéndote?

—Bueno, esto iba a pedírtelo más adelante, pero casi mejor si ponemos todas las cartas sobre la mesa ahora —responde, mirándome fijamente, y acabo de ver su sonrisa esconderse en la comisura de sus labios—. Tienes que encontrar un momento para contestar mis mensajes, sonreírme como estás sonriéndome ahora y ayudarme a cuidar a Amparito; se porta bien, por eso no te preocupes... en realidad cuida ella más de mí que yo de ella, ya verás qué lentejas y qué cocidos hace —añade, liberando su sonrisa y apoyando su peso en el respaldo de la silla para levantar las dos patas de delante—. Y, por supuesto, tienes que jugar mucho conmigo, ya sabes que soy un crío y necesito que me entretengan a todas horas. ¿Qué me dices, pelirroja? —vuelve a plantear, consiguiendo que me carcajee con ganas.

—Digo que sí.

—¿A todo?

—A todo —musito, sin poder alejar mi mirada de la suya—. ¿Has ganado ya? —inquiero, provocando que esta vez sea él quien se carcajee con ganas.

—No, no he ganado todavía, pero ahora te llevo más ventaja que antes —afirma y, sin poder borrar mi sonrisa, niego con la cabeza.

—No vas a anillarme —le aseguro, convencida.

—Cierto, pero voy a cuidar de ti y tú, de mí —replica, dejando de apoyar su peso en el respaldo para sentarse bien y mirarme, esta vez con seriedad—. Te prometo que, con eso, tengo suficiente, al menos de momento.

—Ya —susurro, bajando la mirada hasta mi plato y pinchando un trozo de queso para llevármelo a la boca, y ambos sabemos que ha mentido, solo que opto por callar, porque esta casilla en la que me encuentro ahora es la mejor de todas... Adoptarnos y cuidarnos, qué forma más bonita de decirme que quiere estar conmigo y de decirle que quiero estar con él.