Capítulo 9

—¿Puedo hacerte una pregunta? —le demando, necesitando aligerar el ambiente.

—Dispara.

—¿Qué hiciste el sábado? —le pregunto, esbozando una sonrisa.

—Tomé chocolate con churros con la pelirroja que dibujaba vestidos a todas horas —me contesta, guiñándome un ojo antes de llevarse un poco de ensaladilla a la boca, y lo contemplo mientras la degusta, demorándome en el movimiento de sus labios.

—Sabes que no me refiero a eso —insisto, deslizando la mirada de sus labios a sus ojos.

—Mejor no quieras saberlo —me responde, con una media sonrisa que encierra cientos de posibilidades.

—El caso es que me muero de curiosidad —no cejo en el intento, incapaz de dejar de sonreír.

—Piensa en algo que tú no harías... pues eso mismo —suelta, sonriendo más.

—Hay muchas cosas que yo no haría; te aseguro que el abanico es muy amplio.

—¿Qué no harías? —se interesa esta vez él, con curiosidad.

—Subir en tu moto, tirarme en paracaídas, emborracharme, drogarme...

—Yo tampoco me drogo ni me junto con gente a la que le vayan esas mierdas —me corta con seriedad—; simplemente me gusta pasarlo bien, y tú deberías hacer lo mismo.

—¿Y quién ha dicho que no lo paso bien? —replico, de repente molesta, porque este tema ya está cansándome. Está claro que él es más joven y que quemará la noche y todas esas cosas, pero yo tampoco soy un muermo y es lo que está pareciendo.

—¿Y quién ha dicho que no lo puedas pasar mejor? —me rebate, enganchándome a su mirada.

—Contigo, ¿verdad?

—¿Ves a alguien más? —inquiere con sorna.

—No necesito estar contigo para divertirme —le aseguro, sin poder alejar mi mirada de la suya... o igual sí puedo, pero no quiero.

—¿Estás segura?

—Totalmente —sentencio, convencida—. Mira, se está haciendo tarde, deberíamos irnos ya —le digo, levantándome.

—Estoy de acuerdo —acepta, con un brillo en su mirada que no entiendo, y, cuando se dirige a la barra, me obligo a moverme para colocarme a su lado—. Yo te invito —me dice sin volverse antes de que me dé tiempo a decir nada, cogiendo la nota que le tiende el camarero que lo ha saludado antes.

—Gracias, pero prefiero que vayamos a medias —le indico, procurando hacerme con ella sin llegar a conseguirlo.

—Te he dicho que yo te invito —insiste, tendiéndole un billete al camarero—. Quédate con el cambio —le comenta a él, para luego volverse hacia mí—. ¿Sabes, pelirroja? Tengo un reto para ti —me plantea mientras me pongo el abrigo.

—No quiero saberlo y tampoco quería que me invitaras —replico, girando sobre mis tacones para encaminarme hacia la puerta.

—No quieres que te invite, no quieres verme más, no quieres salir conmigo —empieza a enumerar una vez estamos en la calle, poniéndose la chaqueta al tiempo que lo observo en silencio, cruzándome de brazos y preguntándome a dónde querrá ir a parar—, no te relajas a mi lado y no quieres subir en mi moto. Necesitamos liberarnos de tanta negación —me señala, ajustándose el cuello de la prenda, atrapándome con sus movimientos, su voz y el brillo de su mirada.

—Lo que necesito es perderte de vista —afirmo, sonriendo sin percatarme de ello.

—Seguro que es eso —musita, acercándose a mí, y clavo mis tacones en el suelo—. Vamos —me anima, aferrando mi mano, sorprendiéndome porque pensaba que iba a... a nada.

—¡Espera! ¿A dónde? —le pregunto cuando echa a andar, tirando de mí.

—Te lo he dicho, vamos a liberarnos de tanta negación —me responde sin dejar de avanzar, y lo sigo, percibiendo la fuerza con la que me apresa; la justa para que no me duela, la justa para que sepa que no va a dejarme ir tan fácilmente.

—Espero que sea currando, porque yo estoy hasta arriba de trabajo y no tengo...

—Tiempo que perder, lo sé, pelirroja —me interrumpe, deteniéndose—, pero déjame decirte una cosa: el tiempo, por si no lo sabes, es algo muy relativo —declara con gravedad, clavando su intensa mirada en la mía—, porque una hora puede ser eterna o pasar en un minuto, y una vida puede durar cien años y pasar en un segundo. Ya sé que tienes trabajo y que crees que no tienes tiempo que perder, pero te aseguro que, mientras lo vivas, de verdad, no lo estás perdiendo, aunque no estés currando.

—Esa teoría puede valer para ti, pero no para mí —le rebato, fijándome en la calle en la que nos encontramos—. ¿Y qué hacemos aquí? Tu estudio no está en esta dirección.

—Cierto, pero mi moto, sí.

Y es entonces cuando la veo, aparcada frente a nosotros. ¡Venga ya!

—No pienso subir en tu moto —le garantizo, y es algo que tengo tan claro como que me llamo María Eugenia de la Rúa.

—Ricura, ya te he dicho que tenemos que liberarnos de tanta negación, y un paseo en moto es exactamente lo que necesitamos. Vamos, deja de hacerte de rogar de una vez, ¿quieres? —me pide, subiendo en ella y, sí, no hay nada más sexy que un tío sexy sobre una moto de gran cilindrada, pero solo eso, yo no pinto nada en esa ecuación.

—No pienso montar en ese trasto. O regresamos a tu estudio o me marcho. —Y, maldita sea, no sé por qué no me habré ido con Pilar y Sonia.

—Sube —me ordena con autoridad.

—Baja —replico, utilizando el mismo tono.

—Pelirroja —me advierte.

—María Eugenia, si no te importa —remarco, viendo su incipiente sonrisa, lista para ensancharse—. ¡Vete a la mierda! —le espeto, dándome la vuelta para largarme de una condenada vez, que es lo que tendría que haber hecho desde el principio.

—Joder, cuánto trabajo vas a darme —oigo su voz a mi espalda, para, casi al segundo, notar sus brazos rodeando mi cintura y alzarme del suelo, tal y como hizo en las cuadras, cuando me negué a montar en el dichoso caballo.

—¡Que me sueltes! ¡No pienso subir en tu moto y estoy hasta las narices de ti! —exclamo, disgustada con todo... con él, conmigo y con esta situación, porque, ¡hostias!, no puede cogerme así.

—Mírame —me exige con firmeza, dejándome en el suelo y volviéndome para que quede frente a él.

—¡No vuelvas a cogerme así! —casi chillo, dándole un manotazo en el brazo.

—Pues no vuelvas a marcharte —me ordena con voz contenida, y ahí está, ese hombre que se oculta tras esa fachada atestada de insolencia y despreocupación—. Te aseguro que no vas a caerte, ni a romperte el cuello, ni mucho menos a morir —me dice, llevándome con sus palabras, de nuevo, a esa cuadra rodeada de viñedos—. Créeme, el mundo no va a detenerse porque te diviertas un poco. Diez minutos, pelirroja, ¿puedes concederte eso? Luego te prometo que nos encerraremos en mi estudio y no saldremos de él hasta que no esté esa selección hecha, pero necesito que te relajes, que dejes de estar tensa cuando estás a mi lado y, si no es mucho pedir, poder oír el sonido de tu risa...

—No vas a oír mi risa subida en tu moto, más bien oirás mis gritos de pánico, porque, para que te enteres, odio las motos y, ya puestos, a ti también —lo corto, fulminándolo con la mirada—. O nos ponemos a currar o me marcho.

—Sabes que no me odias —me rebate, convencido, atrapándome con el azul de su mirada, y, cuando levanta su mano y la hunde en mi densa melena, contengo la respiración—. Diez minutos, pelirroja —repite, pero no proceso sus palabras, porque solo puedo concentrarme en lo ronca y rasposa que ha sonado su voz y en lo cerca que está ahora de mí—, y te prometo que luego...

—No me fío de tus promesas —suelto con dureza, alzando mi mano para posarla sobre la suya y retirarla de mi pelo con brusquedad.

—Y te prometo que luego curraremos sin parar. Lo tomas o lo dejas.

—¿Eres consciente de que podría decirte que me las mandaras todas y hacer yo esa selección desde D’Elkann, cómodamente sentada en mi silla, sin tener que soportarte, verdad? —le pregunto, completamente indignada.

—¿Y tú eres consciente de que no tengo la menor intención de enviártelas sin haberlas seleccionado previamente, verdad? —objeta, con una sonrisa impertinente que le borraría de un guantazo si pudiera.

—No voy a volver a trabajar contigo, que te quede claro —le aseguro con sequedad, pasando frente a él para dirigirme a su moto y terminar de una maldita vez con esto—. Por cierto, estás libre el sábado por la noche, acabo de recordar que no me van los críos insolentes a medio hacer y que no tengo por qué cumplir mis tratos cuando tú no cumples los tuyos. Cuando quieras; estoy hasta la triple costura de perder el tiempo —sentencio frente a este trasto del diablo, contemplando cómo se acerca a su moto destilando arrogancia por todos los poros de su piel, y alzo el mentón cuando se pone a mi altura.

—¿Necesitas ayuda para subir? —me pregunta, bajando su mirada hasta mis piernas.

—¿Necesitas un chupete? —le formulo con insolencia, provocando su carcajada, ¡y maldita sea con él!

—Adelante, pelirroja —oigo que me dice, ya sobre la moto, ¡y maldita sea de nuevo!

—¡Cómo te odio! —exclamo con todo el sentimiento que soy capaz de atrapar, levantando ligeramente mi vestido para poder alzar una pierna, solo que tengo un problema... es demasiado ceñido. Hostias ya—. Mira al frente, ¿quieres? —farfullo entre dientes cuando vuelve la cabeza para posar su mirada descarada sobre mis piernas. «¡Oh, my Dior! ¡No puedo creerlo! No puedo creer que vaya a hacer esto y encima sin casco; esto es como mantener relaciones sexuales sin preservativo», me lamento, recordando a mi hermana. ¡Por favor!—. Como me suceda algo y no pueda ser la diseñadora de Dior, arruinaré tu vida y tu carrera para siempre, te lo advierto —lo amenazo ya sobre este trasto, observando mi vestido convertido en una minifalda indecentemente corta. Ay, Señor, quién me ha visto y quién me ve—. Si pasamos frente a un puente, házmelo saber —le pido dramáticamente.

—Cógete bien a mí —oigo que me dice. «Lo lleva claro si piensa que voy a pegarme a él», pienso, mirándolo todo lo mal que puedo a través del espejo retrovisor—. Pelirroja... —me advierte mientras mantengo las manos sobre mis piernas, retándolo con la mirada—. Como quieras, espero que tengas buenos reflejos —añade, volviéndose ligeramente para mirarme, y me echo más para atrás, sintiendo la vibración del motor en mi trasero y en todo mi cuerpo.

—¡Mierda contigo! —le grito, cogiéndome de su chaqueta cuando arranca, y casi me caigo de culo—. ¡Eres imbécil! —le dedico, arrimándome a su espalda, y, cuando acelera más, me cojo como si me fuera la vida en ello, que me va, oye.

Por Dior y por Dios, tengo los pechos aplastados contra su espalda, la falda levantada hasta casi el ombligo, bueno no tanto, pero mucho, y las braguitas... «¡Ay, mira, ni lo pienses!», me digo, enfureciéndome todavía más, y con toda mi mala leche me aventuro a soltar una de mis manos de su cintura para colarla por debajo de su ropa y darle un buen pellizco en el costado que le ponga los ojos del revés, ensañándome y percibiendo, casi al instante, la vibración de su risa en todo su cuerpo, solo que no contaba con que le diera gas antes de poder retirarla y, ¡por Dior bendito!, «no sé si estoy tocando piel, acero o mármol», alucino, ocultando el rostro tras su ancha espalda mientras mantengo mi mano sobre sus abdominales.

«Si sus abdominales son así... ¡¿cómo será el resto de su cuerpo?! —me pregunto, apoyando mi mejilla en su espalda—. Dior mío, pero si tienen hasta relieve», percibo, abriendo un poco más la palma para tocarlos mejor... y, sí, lo sé, esto está completamente fuera de lugar, pero no he podido evitarlo.

—Ya sé que soy irresistible, pelirroja, pero ¿te importaría no apretarme tanto? —oigo su voz guasona y suelto todo el aire de golpe, frunciendo el ceño y dándole otro pellizco—. ¡Joder! —se queja entre risas—. ¿Sabes que tienes muy mala uva?

—¿Y tú sabes que eres idiota? Dime que ya se ha terminado esta tortura y que podemos ponernos a trabajar de una vez —le pido con voz afectada cuando detiene la moto. Cuando gira la cabeza hacia mí es como si estuviera viendo el maldito anuncio de una colonia en el que el chico malo se vuelve para recordarte que te mueres por él por mucho que te empeñes en negarlo, y, en serio, no puedo creer que haya pensado eso, solo me ha faltado la música de fondo, ¡¡hostia!!

—No puedo arriesgarme a que a la futura diseñadora de Dior le suceda algo. Baja, pelirroja, voy a por los cascos —me informa con voz ronca, deslizando su mirada de mis labios hasta llegar a mis piernas, donde la deja.

—Pues mira al frente —siseo, molesta, bajándome del cacharro este cuando hace lo que le pido y, mira tú por dónde, estamos frente al edificio donde tiene su estudio y yo ni me había enterado—. Ya que estamos aquí y has encontrado un sitio para aparcar, ¿por qué no nos quedamos? Ya he subido en tu moto, ya te has reído un ratito y ahora ya puedes concentrarte —le digo, empleando el mismo tono que utilizaría con un niño de cuatro años.

—El problema, pelirroja, es que no he tenido suficiente y, por si lo has olvidado, aquí la que tiene que reírse y relajarse eres tú, no yo, y estás más tensa que antes —me asegura, dedicándome esa media sonrisa que también podría ser de anuncio.

—¿Y por qué será? —inquiero, obligándome a ser la mujer dura y decidida que soy y no una pánfila a la que le tiemblan las piernas a la primera de cambio.

—Dímelo tú.

—Y yo creyendo que me leías cojonudamente.

—Justo por eso, no seré yo quien te lo diga —me responde, enigmático, mientras me cruzo de brazos, enarcando una ceja—. Te encanta mentirte, ricura, y no tengo la menor intención de arriesgarme a que me des otro pellizco —me garantiza, guiñándome un ojo—. ¡Cógelas! ¡Ahora bajo! —me suelta como si nada, lanzándome las llaves, y me afano en pillarlas al vuelo.

—Puede que cuando bajes no estemos ni las llaves ni yo —suelto, alzando la voz, antes de que cruce el portal del inmueble donde tiene su estudio.

—Entonces iré a buscarte a donde haga falta —asevera, volviéndose hacia mí antes de desaparecer finalmente tras la puerta.

«Esto me está sucediendo porque quiero —reconozco, frustrada, bajando la mirada, disgustada, hasta sus llaves, que descansan sobre la palma de mi mano—. Aunque me moleste admitirlo, si estoy aquí es porque quiero y porque... porque... porque... ¡me joroba hasta pensarlo! —asumo, cerrando la palma y apretando las llaves entre mis dedos—. Y tanto que me joroba. Es un crío insolente, me saca de quicio. Es un encanto y no puedo con él. Es imbécil, sexy, y no es tan crío —claudico, soltando un bufido imperceptible—. Podría haberme ido con Pilar y Sonia, pero ni siquiera lo he valorado seriamente. Podría haberme ido cuando me ha propuesto la estupidez esta del paseíto en moto, pero he cedido, y ahora podría marcharme y terminar con esta idiotez, pero aquí sigo, esperando a que baje, y lo peor de todo es que la más inconsciente soy yo, porque iba a dar ese paseo sin el casco.»

—Y yo pensado que iba a tener que recorrer todo Madrid en tu busca y resulta que sigues aquí, pelirroja —oigo su voz guasona y vacilona a mi espalda, y me vuelvo para fulminarlo con la mirada.

—Y yo pensando que había contratado a un fotógrafo serio y resulta que me he encontrado con un niñato con más ganas de jugar que de currar —contraataco con sequedad.

—Te equivocas, pelirroja, todavía no hemos comenzado a jugar, solo estamos calentando, pero, cuando estés lista, házmelo saber, porque me muero de ganas de empezar —me responde, insolente, esbozando esa media sonrisa que me saca de quicio, y lo miro con toda la frialdad y prepotencia que tengo a mi alcance—. Otra cosa: que tú seas adicta al curro no significa que todos tengamos que serlo. Hemos trabajado toda la mañana sin parar un instante, creo que nos merecemos un descanso, incluso tú, que no tienes tiempo que perder. Toma, póntelo —me ordena, esta vez con seriedad, tendiéndome el casco, y lo cojo con rabia, porque, maldita sea, tiene razón.

Lo veo ponerse el suyo y subir con fluidez a su moto, como si llevara años montándola o fuera una prolongación más de su cuerpo, y no sé por qué estoy pensando esto... «Menuda gilipollez», me digo, echando la cabeza hacia atrás para sacudir mi melena y retirar los mechones de mi rostro para luego ponerme el casco, que me percato que huele a él, por lo que lleno mis pulmones con su fragancia, sintiendo cómo se adentra en mi interior, como si de un conquistador en busca de nuevas tierras se tratara... «Y de nuevo estoy con esta sarta de estupideces —me riño, molesta, sin poder creer que haya fabulado esta chorrada, pero ¡menuda novedad!—. Últimamente solo pienso burradas», prosigo mi cháchara mental mientras subo mi falda, de nuevo, hasta convertirla en una minifalda indecentemente corta.

—Mira al frente —le ordeno, dándole un manotazo en la espalda cuando me libro de mis pensamientos y me doy cuenta de que tenía la vista clavada en mi cuerpo.

—Pelirroja, eres un espectáculo para la vista —me halaga, con la voz cargada de admiración.

—Seguro que sí —le replico, fastidiada, posando mi mano en su cintura para ayudarme a subir—. Maldita sea, cómo te odio —sentencio dramáticamente una vez que me encuentro arriba de este trasto—. Espero no volver a verte en años —añado, rodeando su cintura con fuerza.

—Si sigues apretándome así, posiblemente tu deseo se cumpla y muera por asfixia antes de que termine nuestro paseo —se burla, y lo aprieto más fuerte solo por tocarle las narices y, por Dios y por Dior, es como abrazar una perfecta estatua de mármol. En ese instante, el sonido de su carcajada se cuela en mi interior de la misma forma en la que antes lo ha hecho la fragancia de su colonia.

«Y es cierto que odio las motos y a él, pero mentiría si dijera que no estoy disfrutando —reconozco unos minutos después mientras mis brazos siguen rodeando su cintura, ya con menos fuerza, y mis piernas abrazando su cuerpo—. Puede que sea porque percibo la seguridad con la que conduce, a pesar de lo rápido que vamos, o porque me he vuelto una inconsciente, pero estoy tan a gusto que no tengo ninguna prisa por regresar», asumo, dejándome ir y gozando el momento, dejando de ser roca para empezar a ser agua, esa que fluye, que busca el camino y se adapta en el proceso, como mi cuerpo al suyo mientras nos movemos al unísono, como si fuésemos uno solo... y entonces rememoro otro momento a su lado...

—¿Por qué no podías limitarte a dar un simple paseo, como estaban haciendo ellos? —le recriminé entonces.

—Porque eso, ricura, es un coñazo, y porque quería tenerte para mí solo —soltó como si nada.

«De nuevo me tiene para él solo, como aquel día en los viñedos, y no sé cómo lo hace para conseguir siempre lo que desea o para darles la vuelta a las cosas, porque yo no quería verlo más y, en cambio, no he dejado de hacerlo desde entonces —asumo, comprobando cómo toma la dirección de Vallecas—. Diez minutos», pienso, mordiéndome el labio inferior para frenar la sonrisa que amenaza con aparecer, y, cuando le da más gas al motor, me aferro más a su cuerpo, y no porque tenga miedo, sino porque quiero hacerlo y porque aquí, sobre su moto, será el único lugar en el que permitiré que nuestros cuerpos estén tan pegados.

Aminora la velocidad en cuanto llegamos al parque del Cerro del Tío Pío, un parque del distrito de Puente de Vallecas al que también se le conoce como el parque de las siete tetas por la forma que tienen sus colinas, desde las cuales puedes admirar una panorámica espectacular de Madrid, sobre todo al atardecer.

—Diez minutos, ¿eh? Me encanta tu concepto del tiempo. Por cierto, las motos suelen dejarse en el exterior y aquí se llega andando —lo reprendo cuando detiene el vehículo, tiñendo mi voz de sarcasmo, y, cuando deja su casco en el suelo, hago lo propio.

—Fíjate —me pide, haciendo caso omiso a lo que le he dicho, con la vista al frente, y contemplo lo mismo que él: Madrid a nuestros pies—. Tú estarías ahí ahora mismo, currando en uno de esos edificios, encerrada entre sus cuatro paredes, sin tiempo que perder y perdiéndotelo todo —me asegura, volviéndose para mirarme, y me sumerjo en el dorado de su pelo y en el azul del mar de sus iris—. Cuando te encierras en tu mundo, dejas de ver el mundo, dejas de ver lo que te rodea, incluso lo que tienes delante de ti —añade, mirándome con seriedad, mostrándome al hombre que se oculta tras esa fachada de crío insolente.

—¿Te estás refiriendo a ti? —le pregunto, enarcando una ceja, y no tengo muy claro en qué momento he empezado a sonreír.

—Podría ser, pero... no, me estoy refiriendo a todo en general —me contesta, alejando su mirada de la mía para premiarme con su perfil—, Dime la verdad, ¿ha sido tan malo como pensabas? —me formula, mirándome de reojo, y de nuevo pienso en el anuncio de una colonia en el que él es el protagonista... el chico malo, el que sonríe perdonándote la vida y el que consigue todo lo que se propone; el que reta a la cámara y detiene tu maldito mundo con su mirada, por mucho que tú te empeñes en encerrarte entre tus cuatro paredes para no verla.

—Mientras no te dé por ir a columpiarte o a tirarte por el tobogán, no, no ha sido tan malo como esperaba —reconozco, haciendo a un lado la estupidez que acabo de pensar y quedándome enganchada a esa sonrisa que, aunque todavía no ha asomado a su rostro, sé que está ahí, lista para ensancharse en cualquier instante.

—¿Sabes, pelirroja? No me importaría en absoluto subirte a un columpio —me confiesa, y por el brillo de sus ojos sé que no se está refiriendo a ningún columpio para niños.

—Y a mí no me importaría, en absoluto, perderte de vista durante el resto de mi vida y, mira tú por dónde, no consigo librarme de ti ni un condenado día —le respondo con todo el aplomo que soy capaz de reunir, porque, maldita sea, me he excitado de tan solo imaginarme en un columpio de esos, desnuda, atada y con él...

¡Por Dios!, no puedo creerme que haya pensado eso.

—Y ahora es cuando lo has imaginado, ¿verdad? —adivina, divertido, esbozando finalmente esa sonrisa que estaba frenando y que yo ya había visto o, al menos, intuido.

—Ya quisieras. Por si no te has enterado todavía, a mí me van los maduritos interesantes, no los críos insolentes a medio hacer —le rebato, mirándolo todo lo mal que puedo, algo en lo que me estoy convirtiendo en toda una experta.

—Y yo soy el crío insolente a medio hacer, ¿no es así? —me plantea, chasqueando la lengua.

—Mira qué listo.

—En cambio, no puedo decir lo mismo de ti, porque, a pesar de que no dejo de repetírtelo, aún no te has enterado de que con este crío insolente a medio hacer te divertirías muchísimo —replica, descarado.

—No, gracias —sentencio, convencida, solo que lo hago con una sonrisa que resta credibilidad a mis palabras.

—Tú te lo pierdes —me rebate, sonriendo conmigo, solo que la suya es una sonrisa cargada de peligro.

—Créeme, podré vivir sin saberlo —le aseguro, percatándome de lo cómoda que me siento con él, como antes, durante la comida, o como el sábado, en la chocolatería, pues tiene algo que consigue relajarme, como si a su lado fuera capaz de encontrar el botón de pause de mi vida, uno que desaparece cuando desaparece él.

Y, durante unos segundos, lo mantenemos pulsado, admirando el paisaje que nos rodea, cada uno sumido en sus propios pensamientos.

—El sábado me dijiste que, si volvíamos a vernos, me contarías por qué habían cambiado tus objetivos —le recuerdo, rompiendo el silencio y percibiendo cómo echa su espalda hacia atrás, apoyándose ligeramente en mi pecho, y, sin ser consciente de ello, apoyo mi barbilla en su hombro, y no ha sido algo premeditado, sino que ha surgido de manera natural, como cuando subes los pies descalzos al sofá; algo que haces sin pensar cuando te sientes cómoda y «en casa».

—No es cierto, te dije que, si volvíamos a vernos, cabía la posibilidad de que te lo contara algún día —replica en voz baja, sin apartar la mirada de la ciudad que late a nuestros pies.

—Siempre haces lo mismo —le recrimino, rodeando su cintura con los brazos y, de nuevo, es algo que ha surgido de manera espontánea, como si no hubiera otro lugar en el que colocar mis brazos.

—¿El qué? —me pregunta, sacándome de mis cavilaciones.

—Dejarme a medias —afirmo en voz baja, sintiendo cómo la fragancia de su colonia se cuela en mi interior, como antes, cuando me he puesto su casco, solo que ahora ya me resulta familiar.

—¿Tú crees? —inquiere, soltando una carcajada, y percibo la vibración de su vientre en la palma de mis manos—. Además, ¿qué importancia tiene? Al fin y al cabo, soy un crío insolente a medio hacer —me rebate, y me muerdo el labio inferior, sabiendo que es mucho más que eso.

—¿No vas a contármelo?

—Puede que lo haga el sábado, o puede que no —me vacila, dirigiendo su rostro ligeramente hacia mí.

—No voy a salir contigo el sábado —me reafirmo, sonriendo con él cuando la sonrisa aparece en su rostro—, y te sale fatal eso de querer ir de interesante —le aseguro, sintiendo la piel de su mejilla acariciar la mía.

—Tienes razón, para eso ya estás tú —replica con voz ronca y, esta vez, soy yo la que se carcajea.

Qué fácil es estar con él. Qué fácil es olvidarme de mi mundo para estar en el suyo. Y qué fácil es ser agua cuando decides dejar de ser piedra.

—No voy de interesante, simplemente no quiero estar contigo —asevero, a pesar de que soy consciente de que mis palabras pierden credibilidad con la postura de mi cuerpo, pues mis brazos siguen rodeando su cintura y mi mejilla, rozando la suya.

—No estás conmigo, al menos no como yo quiero que estés —me dice con insolencia, y niego con la cabeza, mordiéndome el labio inferior de nuevo y sintiendo su respiración en la palma de mis manos.

—Antes me tiro por un puente —sentencio finalmente, provocando de nuevo sus risotadas.

—Cuando quieras, mientras lo hagamos juntos —me responde con voz grave, y siento el abrazo invisible de la complicidad en torno a nosotros; tan fácil, tan sencillo, tan natural.

—No me digas que haces puenting —lanzo, sin poder dejar de sonreír, y hacía mucho tiempo que no me sentía tan relajada con alguien.

—Si no quieres, no te lo digo —suelta, socarrón, esbozando una media sonrisa y apoyando su antebrazo en una de mis piernas, y resulta algo tan natural como que mi mejilla esté acariciando la suya o que mis brazos estén rodeando su cintura.

—Conduces rápido, haces puenting, quieres exprimir cada segundo y disfrutar de tu vida —enumero en voz baja, sintiendo cómo algo caliente y excitante llega para asentarse entre nosotros, y lo miro de reojo, preguntándome si él estará sintiendo lo mismo.

—Entre otras cosas... —contesta, enigmático, y, durante una breve fracción de segundo, imagino un agujero negro atestado del color azul de sus ojos y una partícula solitaria vagando por el cosmos infinito. Yo soy esa partícula y él, mi agujero negro, uno que tiene la fuerza necesaria como para desviarme de mi trayectoria.

—... que no vas a contarme —adivino, sintiendo el calor de su mano traspasar mi piel, y es un calor excitante, que contrae mi vientre suavemente y que me hace desear más.

—Hay cosas que es mejor mostrar —me asegura, con voz ronca, volviéndose ligeramente para mirarme, y estamos tan cerca y tan pegados...

—No sé si quiero verlas —musito, cortando el hilo de mis pensamientos, sintiendo cómo el temor llega tímidamente para colocarse a mi lado, y no es un temor cargado de miedo, sino un temor cargado de posibles consecuencias.

—No iba a mostrártelas realmente —me responde, clavando su impresionante mirada azul sobre la mía, convirtiendo en caos mi respiración cuando echa su brazo hacia atrás, con su mano deslizándose, en una caricia, por mi pierna hasta llegar al borde de mi falda... y observo sus labios, a un escaso suspiro de los míos.

«Posiblemente debería alejarme —pienso, sin moverme un centímetro—. Posiblemente debería retirar su mano de mi pierna o separar mi rostro del suyo. Sí, posiblemente debería hacerlo, solo que no lo hago.»

—Joder, pelirroja, tendrías que apartarte si no quieres que te bese —me dice con la voz inundada de deseo; uno que, al igual que su colonia, está colándose en mi interior, solo que no se detiene en mis pulmones, sino que continúa su descenso hasta llegar a mi centro, donde se instala, humedeciéndolo.

—No quiero que me beses —susurro de forma casi imperceptible, solo que ya no sé si es cierto o simplemente estoy repitiendo algo que me he repetido hasta la saciedad para poder creerlo.

—¿Y por qué no te apartas? —me plantea, retirando su mano de mi pierna para hundirla en mi densa melena, y, cuando atrapa algunos mechones de mi pelo con sus dedos y pega mi cabeza más a la suya, cierro los ojos, rindiéndome a lo que deseo realmente.

—No lo sé —admito en un murmullo, sintiendo el roce de sus labios sobre los míos, tan cerca que nuestros alientos se han convertido en uno solo, como nuestros cuerpos, y, sin planteármelo y dejándome llevar por lo que estoy sintiendo, presiono la palma de mis manos para pegarlo más a mí, para sentirlo más cerca, para...

—Pues deberías pensarlo, ¿no crees? —me pregunta, y abro los ojos en el mismo instante en el que retira su mano de mi pelo y aleja su cuerpo del mío—. Ya han pasado esos diez minutos, pelirroja. Ha llegado el momento que tanto estabas deseando —me dice con seriedad, sin saber, o sabiéndolo de sobra, que ahora anhelo otra cosa, enganchándome durante unos segundos al brillo de su mirada, en la que veo instalado el deseo, que sin duda es el mismo que debe abarrotar la mía.

«Qué largo puede ser el camino cuando desconoces a dónde vas y qué corto se hace cuando tienes claro a dónde te diriges —reflexiono cuando llegamos de nuevo frente al edificio donde tiene su estudio—. Ha estado a punto de besarme —asumo, quitándome el casco cuando aparca la moto—. He tenido su mano sobre mi pierna; de hecho, todavía puedo percibir su calor instalado en ella —admito, bajando de la moto y sacudiendo mi melena para poner un poco de orden en ella—. He tenido sus labios a escasos centímetros de los míos y sus dedos enredados en mi pelo, con esa fuerza controlada que utiliza para hacerme saber que no va a hacerme daño, pero que tampoco va a dejarme ir tan fácilmente, a pesar de que esta vez lo haya hecho», me lamento, llevando mis dedos al borde de mi falda para bajarla y dejarla al largo original del diseño, recibiendo como respuesta un chasquido de su lengua. Como respuesta, miro, sonriendo y negando con la cabeza, a mi chico de anuncio, a mi crío insolente a medio hacer y al hombre que está adentrándose en mi interior con la misma facilidad con la que lo ha hecho su fragancia; con una simple inspiración.

—Pelirroja, tienes unas piernas demasiado bonitas como para llevar una falda tan larga —suelta, guiñándome un ojo cuando pasa frente a mí.

—¿Larga es por la rodilla? —le pregunto, enarcando una ceja y rompiendo finalmente ese silencio en el que me había sumido.

—Larga es toda la tela que cubra tus piernas —me asegura con esa media sonrisa cargada de peligro, que forma ya parte de su sello de identidad.

Abre la puerta, haciéndose a un lado para facilitarme el acceso, y, devolviéndole la sonrisa, paso frente a él. Cómo han cambiado las cosas en esos diez minutos, que, por supuesto han sido muchos más, porque he pasado de decirle que lo odiaba a pensar en él como en mi chico de anuncio.

—¿Ha funcionado? —inquiere una vez que estamos en el ascensor, y me fijo en cómo cruza los brazos a la altura del pecho y en cómo apoya la espalda en una de las paredes, destilando arrogancia por todos los poros de su piel.

—No sé a qué te refieres —le miento descaradamente, porque por supuesto que lo sé.

—Joder, cómo te gusta mentirte —musita, bajando la cabeza, para negar a continuación con ella.

—Si tú lo dices —le rebato, viendo cómo alza su mirada, en este caso desdeñosa, para posarla sobre la mía, y sonrío, huyendo del azul de sus ojos, de sus cejas enarcadas y de esa pose de chico de anuncio que tanto va con él.

—Ha funcionado —afirma, convencido, soltando sus brazos para echar a andar hacia mí, y me obligo a mostrar indiferencia—. No has vuelto a decirme que me odias —sentencia, atándome a su mirada—, has sonreído muchas veces, como estás haciendo ahora mismo, e incluso te has carcajeado —prosigue, sin quitarme la vista de encima, apoyando su mano en la pared del ascensor, con su cuerpo a escasos centímetros del mío—. No te has caído, no te has roto el cuello y Dior puede respirar tranquilo porque su futura diseñadora sigue viva —añade con guasa, provocando que una risotada burbujeante suba por mi garganta hasta brotar en mis labios, a pesar de lo excitada que estoy—, y vuelves a reírte... Joder, pelirroja —susurra con la voz llena de demasiadas cosas; cosas buenas, de esas que doblan tus piernas y que te hacen desear cientos de cosas más—. Por supuesto que ha funcionado —afirma de nuevo, acercándose más a mí, y, cuando su frente roza la mía, siento cómo mi vientre se contrae con fuerza—. Vamos, ricura, creo que ya nos hemos divertido bastante —me dice, volviendo su rostro ligeramente hacia las puertas cuando estas se abren y alejándose de mí para abandonar este pequeño cubículo en el que yo me hubiera quedado encerrada durante horas. Y por supuesto que ha funcionado.