11

Volvía a ser la hora azul y el calor seguía sin disiparse. Al abrir la puerta para salir del coche, River notó cómo se quejaban los músculos de su estómago y, antes de que consiguiera erguirse de todo, su mano derecha ya hurgaba en el bolsillo de los vaqueros en busca de los analgésicos que Louisa le había dado. Quedaban cuatro, los sacó uno tras otro del blíster y los engulló en seco. El último se le quedó en la garganta, lo que iba a mantenerlo entretenido alrededor de un minuto.

Louisa cerró la puerta del conductor.

—Creo que nos han estado siguiendo.

—¿Ah, sí?

—Lo han hecho con discreción, manteniéndose a unos tres coches de distancia, y han desaparecido en la última intersección, pero estoy segura.

River asintió, aunque no muy convencido: un seguimiento como ése sólo podían llevarlo a cabo profesionales y, si se trataba de profesionales, Louisa no los habría descubierto. Pero expresar esa opinión podía resultar peligroso, y sus testículos aún no se habían recuperado completamente.

—Tendrías que habérmelo comentado.

—Bueno, no estaba segura del todo. —Lo miró de forma abiertamente retadora—. Pero ahora sí.

—Genial —repuso él.

En cualquier caso, quien sea que los hubiera seguido a esas alturas ya habría desaparecido del radar.

Se encontraban en lo que Lamb hubiera descrito como un lugar «a distancia orinable» de las vías férreas que salían del oeste de Londres discurriendo entre depósitos de gas, aparcamientos del aeropuerto, cementeras y depósitos de maquinaria pesada. Acababan de estacionar el vehículo en un solar vacío con edificios bajos de oficinas en tres de sus cuatro costados. Eran estructuras discretas para los estándares de Londres, de tan sólo seis plantas, y en otro tiempo debían de haber sido de color blanco. Entre ellas, trazando una diagonal, había espacio de sobra para que pasara un coche; dos estaban conectadas por una pasarela a la altura del tercer piso.

Todo el complejo parecía haber sido abandonado años atrás; las ventanas carecían de cristales y las paredes de los pisos superiores estaban cubiertas de arriba abajo por desvaídos grafitis, los típicos y reiterados chillidos del descontento urbano: TÓXICO, MUTANTE, CLOACAS... A nivel del suelo, ninguno de los edificios tenía paredes, por lo que podían verse las gruesas columnas redondeadas que los sustentaban, dispuestas cada pocos metros. Algunas estaban chamuscadas allí donde los sintecho o los adolescentes en busca de juerga habían acampado, y el suelo estaba lleno de cristales y basura de todo tipo. La brisa traía los diversos olores de las alcantarillas hasta el lugar en el que River y Louisa se encontraban, una enorme plancha de hormigón cuarteada y llena de baches y agujeros, de cuyas grietas emergía alguna que otra planta empecinada en sobrevivir.

River podía notar cómo el calor del hormigón iba calentando las suelas de sus zapatos mientras el suelo se estremecía ante el ruidoso paso de un tren de alta velocidad.

Se diría que el tercero de los edificios estaba en fase de renovación, aunque era difícil valorar hasta qué punto era así. La pintura de las paredes tal vez no fuera reciente, pero al menos no parecía estar evaporándose, y las ventanas tenían cristales; pese a todo, no dejaba de tener un aspecto bastante lóbrego, como si supiera que estaba en mala compañía y las cosas no iban a terminar bien. El cuarto lado de la plaza (por llamarla de algún modo) estaba ocupado por una fábrica abandonada —«De plásticos o pinturas», pensó River— con una rechoncha torre rectangular en uno de sus extremos. Junto a ella, una alta chimenea encalada ascendía a tanta altura como las edificaciones vecinas. La vieja fábrica contaba con un anexo construido tiempo atrás: una estructura con un tejado en pendiente hecho de hierro corrugado y paneles de plástico de cuyas canaletas pendían unos alambres de púas que hacían pensar en una corona de espinas mal puesta. Cada pocos pasos, unas chapas de metal en la pared con la figura de un perro pastor alsaciano sugerían que todo intruso sería, como poco, devorado. Un boquete irregular en la fachada, casi al nivel del suelo, indicaba que alguien no se había tomado muy en serio la amenaza.

A pocos metros de allí, tres neveras y un colchón formaban un túmulo junto al que yacían un montón de postes metálicos de vallado de tres metros de largo, encadenados los unos a los otros por sus extremos y amarrados al suelo por una argolla de hierro. A su lado, se veía un contenedor naranja volcado cual juguetito desechado por un gigante.

El motor del coche de Louisa emitía un ruido acompasado, como si estuviera llevando una inquietante cuenta atrás.

—Este lugar me suena de algo —afirmó River—, creo que salía en una peli de zombis...

—Más bien podría haber sido un documental titulado Al oeste de los mejores barrios —contestó Louisa.

El teléfono de River empezó a sonar: era Lamb.

—¿Por qué tienes el móvil encendido?

—Está en modo vibración —mintió River—. Acabamos de llegar. Todo parece tranquilo...

—Hasta que tu móvil ha empezado a sonar, querrás decir.

River se mantuvo a la espera mientras oía la dificultosa respiración de Lamb al otro lado de la línea.

Finalmente, fue este último quien rompió el silencio:

—Esos dos militares, Donovan y...

—Traynor.

—Traynor, eso. En cuanto tengan lo que les interesa, os vais: no tratéis de seguirlos, dejadles que se vayan.

—¿Y qué pasa con Catherine?

—Vosotros ocupaos de lo vuestro —contestó Lamb—. Ah, y no lo olvidéis: la que mueve los hilos de todo este asunto es Ingrid Tearney, y los cortará cuando más le convenga.

—Tendremos cuidado con los títeres que caigan del cielo —dijo River.

—No te pases de listillo. Te recuerdo que sois un par de drones de escritorio, no Batman y Robin...

—«...a estas alturas ya deberíais saberlo» —River acabó la frase por él.

Lamb colgó.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Louisa.

—Que nos andemos con cuidado, por increíble que resulte. —Se guardó el móvil en el bolsillo—. Pero se le han acabado las analogías con las novelas de Enid Blyton.

Otro tren pasó ruidosamente, ganando velocidad y haciendo sonar su silbato con un melancólico pitido a la vieja usanza. Un cuervo que picoteaba junto a una de las neveras abandonadas levantó la vista, emitió un graznido entrecortado y volvió a concentrarse en lo que fuera que se estuviera comiendo.

—Había un automóvil detrás, estoy segura —insistió Louisa—, pero no he visto bien ni el modelo ni el color.

—Genial —repuso River.

Se salvó de tener que añadir algo más porque dos sombras aparecieron por detrás de una de las columnas del edificio más próximo.

Ahora que los demás se habían marchado, Roderick no podía dejar de notar el silencio imperante en la Casa de la Ciénaga. Generalmente, el silencio no le molestaba: la mayor parte de los días hacía todo lo posible para no ver a los otros, salvo cuando se colaba en la cocina para ver si Louisa estaba por allí.

Louisa... que le había echado una mirada algo más que significativa antes de salir, una mirada de complicidad que le decía que no tenía ningunas ganas de irse, que preferiría quedarse en la Casa de la Ciénaga en lugar de llevar a cabo la ridícula misión que le habían encomendado: asegurarse de que un par de antiguos militares conseguían robar los Expedientes X. Ho le correspondió de un modo no menos significativo, enarcando la ceja y viniendo a decir: «Tú y yo estamos en el mismo barco, preciosa», pero ella ya estaba saliendo por la puerta. Tenía que ensayar esa mirada: si hubiera sido más rápido, ella la habría captado a la primera.

Apagó los ordenadores y echó un vistazo de despedida a su reino. Ahora que Longridge y Dander eran historia, no estaría de más asomarse a su despacho por si habían olvidado algo que pudiera ser de utilidad. Longridge tenía una bonita bufanda de seda que, desde luego, no iba a ponerse con este calor, por lo que era muy probable que la hubiera dejado colgada en la percha.

No obstante, cuando estaba a un paso de salir por la puerta tuvo que reconsiderar sus planes.

—¿Se puede saber adónde vamos?

—Eh... a casa, ¿no?

Lamb le plantó la manaza en el pecho y siguió andando, de modo que él se vio obligado a recular hasta que la parte posterior de sus muslos chocó contra el borde del escritorio. Sólo entonces Lamb bajó la mano y se acercó a la ventana, dándole la espalda.

En la calle, el ruido de la ciudad comenzaba a atenuarse. El tráfico continuaba siendo denso, pero matizado por la fatiga: los exhaustos oficinistas y demás empleados volvían a casa después de una nueva jornada en el frente de combate, y ya no se parecían en nada a los ambiciosos guerreros de la mañana. Al otro lado de la calle, una mujer salió del edificio de la clínica dental, un lugar que tenía más bien el aspecto de un laboratorio, como si su interior albergase experimentos a gran escala y no modestas intervenciones odontológicas. Se detuvo un segundo, como si quisiera disipar algún recuerdo desagradable, pero enseguida negó con la cabeza y echó a andar hacia el metro.

—High Wycombe... —dijo Lamb.

La granja que Ho había encontrado, la casa de campo alquilada por Sylvester Monteith.

—¿Eh? Ah, sí... está un poco más allá de la autovía, con el GPS no tendrá ningún problema en encontrarla.

—Yo prefiero el sc —dijo Lamb.

—¿Cómo?

—El Sentido Común: gracias a él me libero de las tareas degradantes que puedo endosar a mis subalternos.

—Ah, vaya... ¿quiere una taza de té?

—¿Dónde tienes el coche?

Iban en un monovolumen negro con los cristales tintados, un vehículo ideado para operaciones militares en entornos urbanos que, sin embargo, había triunfado entre las estresadas mamás de clase media, que lo usaban para ir de la escuela de los niños al supermercado más próximo. Ella le había hecho ese comentario a Marcus más de una vez, pero no venía al caso volver al asunto ahora mismo: se había quedado callado después de pasarse un rato insultando a Lamb, y eso sólo podía querer decir que estaba esperando para lanzarse contra ella.

—¿Se te ha pasado ya?

—¿Otra vez con eso?

—No es un chiste, Dander: hace un rato llevabas un colocón de cuidado. ¿Se te ha pasado ya?

Shirley pensó en mentir, pero sólo por un segundo.

—Ha sido una rayita de nada, por Dios. Ni siquiera me ha quitado el hambre.

—Joder, Dander. ¡Joder!

—No te pongas como una moto: el subidón no me ha durado ni media hora; media hora como mucho, de verdad.

—¿Has olvidado lo que habíamos hablado?

—No, «compañero», no lo he olvidado, aunque es lo único que me ha permitido seguir trabajando toda la tarde, después de que te dieras el piro.

Se encontraban en un atasco provocado por un accidente que dejaba un solo carril libre, lo que no mejoraba precisamente el humor de Marcus.

—¿Así que ahora la culpa es mía?

—A ver, que quede claro: yo me hago responsable de mis propias cagadas, pero no pienso permitir que me endoses las tuyas.

Marcus maldijo en voz baja, luego en voz alta, y finalmente pegó un manotazo en el volante.

—¡Mierda! ¿Tú tienes idea del marrón que me ha caído encima?

—El mismo que a mí —repuso Shirley—: de pronto te has quedado sin trabajo y la vida es un verdadero asco.

—Yo tengo una familia. Lo sabes, ¿no? Tengo bocas que alimentar y una hipoteca que pagar, ¡no puedo perder el trabajo!

—Me alegra ver que tienes las cosas tan claras, Marcus. Es una pena que hace un par de horas no fuera así.

—No te pongas tonta conmigo, niña, porque te bajas del coche y sigues andando.

—Tú vuelve a llamarme «niña» y verás cómo no vuelves a andar en la vida.

Los dos guardaron un silencio rabioso mientras el monovolumen dejaba atrás lentamente el vehículo accidentado. Una joven los miró a través de la ventanilla con expresión desolada.

—Me bajo por aquí, donde mejor te venga —le dijo Shirley finalmente—. Por Dios, a pie hubiera ido más rápido...

—Será porque tienes mucha prisa, ¿no? Te has quedado sin curro y en casa no te espera nadie.

—Gracias por recordármelo, pero no hacía falta: me basto yo sola para darme cuenta de que mi vida es una mierda.

—Nunca hay que perder el optimismo, igual encuentras un poco de speed entre los cojines del sofá. Ya sabes, como la gente normal encuentra monedas sueltas y...

—¿Cómo es posible que alguien como tú se atreva a juzgarme? Yo por lo menos no me dejo el salario de una semana jugando a las tragaperras.

—¡Yo no juego a las tragaperras!

—¡Y yo no me meto speed!

Marcus viró con brusquedad para entrar en un aparcamiento y la nuca de Shirley chocó contra el reposacabezas.

—¡Mierda!

—¡Mierda!

Volvieron a guardar silencio mientras su rabia buscaba nuevas salidas. El tráfico pasaba retumbando en medio del calor, casi visible, y el reloj del salpicadero empezó a ralentizarse, como jugueteando con ellos: cada nuevo segundo parecía tener que superar innumerables obstáculos.

Marcus fue el primero en rendirse.

—Vale, muy bien —dijo—: los dos la hemos cagado hasta el fondo.

A Shirley le hubiera gustado replicar, pero se contuvo y se limitó a decir:

—Es posible.

—¿Te parece que ese cabrón de Lamb podría cambiar de idea?

—Estaba muy cabreado.

—Eso ya lo sé.

—Realmente cabreado.

—Lo tengo bastante claro —volvió a decir Marcus—, ¿y ahora qué?

—Según tengo entendido, en Black Arrow necesitan gente.

—Pues qué bien.

Se hizo un nuevo silencio, esta vez sólo un poco menos incómodo. Shirley tiró del cinturón de seguridad y lo soltó, dejando que le golpeara el pecho. Marcus empezó a tamborilear con los dedos en el volante.

—He avisado a Cassie de que esta noche tengo un trabajo especial —dijo finalmente.

—¿Y qué?

—Que no está esperándome.

Shirley dejó que el cinturón la golpeara de nuevo.

—Si te propones echarme los tejos, te despellejo la jeta con una cuchara.

—Dander, por Dios. No te lo tomes a mal, pero sólo me han despedido, no me han hecho una lobotomía.

—No me lo tomo a mal, tranquilo: sólo lo digo porque estás demasiado calvo y demasiado viejo para mí, ya sabes. —Cambió de postura en el asiento y añadió—: Este operativo que ha montado Lamb...

—El del fichero gris.

—Es una parida de cuidado.

—¿Ah, sí? No me digas.

Shirley volvió a estirar el cinturón de seguridad, pero Marcus lo agarró antes de que volviera a darle en el pecho.

—¿Quieres dejar de hacer eso? Es una parida de cuidado, vale, pero ¿y si no lo es?

—¿Tú le encuentras algún sentido?

—Ese tal Donovan... —dijo Marcus— antes de que lo echaran del ejército apuntaba muy alto, ¿no?

—Ya has oído a Cartwright —recordó ella—: comisiones en el Ministerio de Defensa, representante británico en un comité de la ONU, contactos en Regent’s Park... no era un soldado del montón, eso está claro.

—Y resulta que está obsesionado con el clima.

—Todo el mundo está obsesionado con el clima, Marcus: se ha convertido en una parida de cuidado. Inundaciones, olas de calor... joder, ya tarda en llegar un buen huracán, la verdad.

Marcus ignoró el comentario.

—Así que todo el mundo da por sentado que lo que anda buscando no tiene ningún valor, que tan sólo lo quiere porque está mal de la cabeza. Pero ¿y si no lo está? ¿Y si sabe algo que se nos escapa? Ese tipo ostentaba un cargo de alto nivel en el Ministerio de Defensa, probablemente tenía acceso a muchas de las operaciones encubiertas que se llevaban a cabo. ¿Qué ha dicho Louisa sobre esa organización, HAARP?

—Ahora mismo no caigo.

—Algo sobre la instrumentalización del clima... ¿y si Donovan no está tan desquiciado como parece? ¿Y si en el puto fichero gris hay algo que tiene auténtica importancia: la prueba definitiva de que los proyectos de esa clase son una realidad?

Ella negó con la cabeza y miró hacia el otro lado de la calle. En el bar de enfrente, un joven vestido con pantalones cortos de tela vaquera y un chaleco de cuero sin camiseta estaba sacando brillo a las mesas. Se preguntó si de verdad estaba limpiando o si era un reclamo promocional.

Marcus seguía a lo suyo:

—En el fichero gris también están las conclusiones de alguna que otra comisión de investigación. Documentos oficiales, ya sabes.

—¿Y?

—Bueno, a Donovan lo expulsaron del ejército, ¿recuerdas? Es posible que esté tratando de vengarse, que se le haya ocurrido montar un numerito a lo Julian Assange para joder la marrana.

—Me encanta cuando te pones fino. —Shirley desvió su atención del camarero—. ¿Y a nosotros qué más nos da? Por si no lo recuerdas, los dos estamos en la puta calle.

—Tal vez.

—Claro: Lamb estaba hablando en broma. Muy gracioso por su parte.

—En serio, Shirl. Si Donovan no es el lunático que nos ha estado haciendo creer, entonces la operación que ha montado no es una simple gilipollez, y una vez tenga lo que quiere no va a dejar testigos con vida.

—Lamb no va a readmitirnos sólo porque ahora nos mostremos aplicaditos.

—Es posible que no, pero ¿qué otra cosa vamos a hacer? ¿Te están esperando en casa? A mí no, acabo de decírtelo.

Shirley contempló su dedo pulgar como si meditara arrancárselo de un mordisco y murmuró algo.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que a la mierda —dijo Shirley de forma más audible—: a la mierda con todo. Pongámonos en marcha.

Pasar de la luz del sol a la sombra del ruinoso edificio era como ir de un horno encendido a otro apagado. El calor era más sucio y estaba lleno de los olores propios de un lugar abandonado: una mezcla de moho, polvo y podredumbre, de cerveza y meados a los que se sumaba un aroma dulzón y nauseabundo; «el cadáver de algún animal», supuso River. Los pedazos de ladrillo y los trozos de cañería de plomo tirados por el suelo hablaban de peleas entre pandilleros. Los dos hombres se mantenían a la espera junto a la columna; algo en su porte hizo que River se acordara de Marcus. El más corpulento, un individuo en los cincuenta y tantos, con los hombros anchos, el pelo grisáceo cortado a cepillo y nariz de boxeador, dio un paso al frente cuando se acercaron.

—¿Cartwright?

En su voz había cierto deje irlandés, aunque sin la calidez que habitualmente se asocia a ese acento.

River asintió.

—Y tú debes de ser Louisa Guy.

Ella simplemente se lo quedó mirando.

—Sean Donovan, ¿no? —dijo River—. Acompañado de Ben Traynor, claro está.

Este último estaba cortado con el mismo patrón que su jefe, aunque era más joven y, a diferencia del encanecido Donovan, medio calvo. Llevaba el poco pelo que le quedaba rapado hasta tal punto que parecía una continuación de la barba rala. No se inmutó al ser identificado por River, siguió mirando a Louisa, que acababa de dar un paso para situarse justo al lado de su compañero.

—Ya sabéis qué es lo que queremos —dijo Donovan.

Louisa respondió antes de que River reaccionara:

—Sabemos qué es lo que decís que queréis.

—Mejor no complicar las cosas, ¿no crees? Hemos venido a recoger lo que nos interesa, y punto.

River se arrepintió de no haber ido armado a ese encuentro. Le había parecido un detalle sin más importancia —¿para qué iban a necesitar una pistola en una misión como aquélla?—, pero ahora, ante los dos agentes de Black Arrow, se le antojó una idea francamente descabellada: estaba claro que ese par llevaban armas hasta para ir a mear.

Aunque lo de «agentes de Black Arrow» tampoco tenía mucho sentido a esas alturas, pensó: matar a tu jefe era motivo más que suficiente de despido, Lamb no dejaba de repetirlo en la reunión semanal.

—¿Cómo sabías que existía este sitio?

Donovan lo miró sin emoción.

—Del mismo modo que sé que existe la Casa de la Ciénaga: yo hago bien mi trabajo, Cartwright, ¿y tú? ¿O será que tienes por costumbre dejar las cosas a medias?

En vista de que la respuesta correcta era «sí», River se abstuvo de contestar.

—¿Dónde está Catherine? —preguntó Louisa.

—La pondremos en libertad sana y salva en cuanto tengamos el fichero gris.

—Y hemos de fiarnos de vuestra palabra, claro —repuso ella en tono neutro.

—Nuestra palabra basta —intervino Traynor por fin.

—¿Eso le decíais a Sylvester Monteith?

—Monteith se metió en este asunto sabiendo lo que arriesgaba —repuso Donovan—. Catherine es una civil: la liberaremos sin hacerle ningún daño en cuanto tengamos lo que nos interesa.

—Eso espero, por vuestro bien.

River decidió intervenir:

—De acuerdo, ¿cómo vamos a hacer esto?

—Entráis primero y comprobáis que todo está en orden. Luego, cuando hayáis asegurado la zona, abrís las puertas y os seguimos.

—No parece muy complicado —dijo Louisa.

—Por lo que he oído, los de la Casa de la Ciénaga sois los desechos del servicio secreto. Si la cosa fuera más complicada que abrir una puerta, habría recurrido a otra gente.

River estaba empezando a hartarse ya de que todo el mundo le recordara lo bajo que había caído.

—Supongo que secuestrar a una mujer indefensa tampoco fue muy difícil, ¿no? ¿Lo hicisteis los dos solos o necesitasteis ayuda?

La sonrisa de Donovan no se extendió a su mirada.

—¿Ahora nos ponemos quisquillosos? Pórtate bien, vamos. Ve y convence al guardia de la puerta de que nos deje entrar, ¿te parece?

River estuvo a punto de soltar que esperaba retomar esa conversación más adelante, pero recordó que ya había dicho algo parecido esa misma mañana, así que se contentó con mirar a Louisa y asentir.

Los dos salieron de las sombras del edificio en ruinas y cruzaron la desolada plaza bajo los rayos del sol, en dirección a la vieja fábrica.

Nick Duffy los observaba con sus prismáticos desde el tercer piso de otro edificio en ruinas. Cuando empezó a seguirlos desde el Barbican, tuvo la impresión de que habían reparado en él, a pesar de que el vehículo que llevaba era un anodino cinco puertas plateado, parecido a casi todos los demás coches que circulaban por la calzada. Louisa Guy había dado ciertas muestras de inquietud en su forma de conducir: al encontrarse con un primer semáforo en ámbar, por ejemplo, había ralentizado demasiado la marcha, y luego había pisado el acelerador justo cuando se ponía en rojo, pero él sabía exactamente qué hacer en esos casos: mantener la calma y dar por sentado que el tráfico y las normas de circulación habituales harían el resto; seguir avanzando a una velocidad adecuada y confiar en que su objetivo reaparecería en el siguiente cruce. Y si eso fallaba, siempre podía contar con un segundo vehículo de apoyo.

Bueno, no siempre. Ahora mismo no, por ejemplo.

Aunque sí contaba con cierta ventaja, dadas las circunstancias: sabía adónde iban, Ingrid Tearney se lo había dicho.

—Están ayudando e incitando a un ex convicto a perpetrar un delito que implica una violación de la seguridad nacional —le había explicado con su habitual estilo imperturbable.

Él sospechaba que, incluso si tuviera que anunciarle una catástrofe nuclear inminente, lo haría en el mismo tono, aunque en esas circunstancias sin duda remataría la frase con un «mi querido amigo»: su muletilla preferida a la hora de comunicarte una mala noticia.

—¿Y quiere que los detenga? —había preguntado él.

—No va a ser necesario.

Se encontraban en el despacho de la Dama Ingrid, en cuyas vistas el verdor habitual había dado paso a un marrón generalizado: desde la limitación del uso de mangueras de riego, la flora del parque que se extendía detrás de las ventanas estaba agonizando. No era la primera vez que ocurría, pero en este caso resultaba difícil creer que las cosas pudieran volver a normalizarse: daba la sensación de que se había llegado a un punto de no retorno y que la ciudad —y tal vez el planeta entero— se enfrentaba a un declive irreversible.

Pero, como ni él ni nadie podían hacer nada al respecto, se olvidó del asunto y se concentró en lo que la Dama Ingrid le contaba sobre Sylvester Monteith y su equipo tigre, cuyos integrantes se habían vuelto contra su líder y le habían arrancado la cabeza de un mordisco.

Después de hablar con Lamb, Ingrid había hecho algunas averiguaciones por su cuenta, rastreando exactamente las mismas pistas que había seguido River. Le explicó a Duffy que el principal sospechoso era un tal Sean Patrick Donovan.

—Eso de dejar el cadáver tirado en pleno centro de Londres suena a mensaje, a aviso de algún tipo —había observado él.

Y también explicaba lo que River Cartwright había intentado aquella mañana en Regent’s Park, había pensado. En cuanto al hecho de que hubiera salido indemne de aquella incursión, permitía imaginar que, con independencia de lo que pudiera estar ocurriendo, el incidente no iba a quedar registrado en ningún documento oficial.

A él ya le iba bien: llevaba suficiente tiempo siendo un Perro como para saber a quién había que menearle la cola. Si la Dama Ingrid necesitaba que le hicieran un trabajito con discreción, él era el más indicado.

—Los informes que hay en ese fichero no tienen el menor valor —aseguró Tearney—: son simple material de archivo de carácter más bien disparatado. Sospecho que el señor Donovan ha vivido la vida con una intensidad... digamos que un tanto excesiva, ya fuera en el ejército o durante su estancia en prisión, y por lo visto ha terminado convirtiéndose en un paranoico. Es una lástima que una carrera como la suya se haya torcido hasta ese punto.

—Entonces, ¿le parece bien que ese Donovan se salga con la suya?

—Mi querido amigo, cuando llegue a mi edad comprenderá que nadie se sale jamás con la suya. Pero en este caso específico, sí: me parece bien que dé la impresión de que nuestro hombre se ha salido con la suya.

El término «impresión» se quedó flotando entre ambos durante un segundo antes de desvanecerse en su propia ambigüedad.

—Quiero que siga a ese hombre hasta su guarida, señor Duffy, que lo siga hasta donde haga falta y que se asegure de que su paranoia no va a llevarlo a cometer nuevos despropósitos.

—Entendido.

—No esperaba menos de usted. ¿Está dispuesto a llevar a cabo esta misión sin el apoyo de un equipo?

—Sí, por supuesto, estaré encantado de llevarla a cabo por mi cuenta.

De hecho, actuar sin apoyo quebrantaba todos los protocolos del servicio, pero la Dama estaría en deuda con él y, en vista de su último encontronazo con Lady Di, le convenía tener a una amiga en lo más alto.

Además, había nacido para llevar a cabo precisamente ese tipo de misiones: propinarle un par de sopapos al agente indisciplinado de turno no estaba nada mal, sin embargo ahora se trataba de acabar con un enemigo en potencia del Estado...

Cartwright y Guy entraron en la fábrica abandonada por una puerta lateral y desaparecieron. Duffy bajó los prismáticos y se enjugó el sudor de las cejas. Aún no había anochecido, si bien las sombras comenzaban ya a alargarse en el solar vacío que se extendía ante él. En los próximos minutos, las cosas se precipitarían de una forma u otra, pero él contaba con un asiento de primera fila y no se le escaparía nada.

De hecho, se sentía orgulloso de que rara vez se le escapara algo.

—¿Dónde tienes el coche? —preguntó Lamb.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque se me ha ocurrido que igual viene bien pasar por el túnel de lavado... Por Dios, ¡responde a lo que te pregunto!

Ho señaló por la ventana en dirección a los cercanos bloques de pisos de protección oficial: tenía un permiso de estacionamiento prioritario extendido a nombre de una vecina que difícilmente iba a enterarse porque tenía noventa y tres años y estaba confinada en casa. Ahora que lo pensaba, igual se había muerto ya...

Por lo demás, seguramente había una norma que establecía que tu jefe no podía obligarte a que le prestaras el coche... aunque, claro, si dicha norma existía lo más seguro es que Lamb se la saltara a la torera.

—Bien, aprovecharé la espera para ir al váter y soltar lastre.

—¿La espera?

—Sí: mientras vas a buscar el coche y vuelves. ¿Estás despierto? Te recuerdo que dormir en horas de oficina es causa de despido justificado.

Un brillo en la mirada sugería que Lamb le había pillado el gusto a despedir a sus subordinados.

Ho se resistía a llegar a la conclusión evidente, pero la cosa terminó por caer por su propio peso.

—Quieres ir a High Wycombe, ¿verdad?

—Y pensar que en tu informe anual pone que eres un poco corto de entendederas. —Lamb negó con la cabeza ante semejante injusticia, aunque de forma no del todo convincente porque él mismo se había encargado de redactar aquel informe.

—¿Y quieres que te lleve precisamente yo?

—Tampoco es eso, por Dios. Lo que pasa es que no hay nadie más a mano.

—Ya, si no hubieras despedido a...

La expresión de complacencia en el rostro de Lamb le impidió terminar la frase.

—Sigue, sigue, hijo mío. ¿Qué ibas a decir? Siempre me he enorgullecido de mi disposición a aceptar las críticas.

—Es que no creo que yo pueda serte de mucha ayuda —dijo Ho.

—Yo tampoco, la verdad, así que demuéstrame que los dos estamos equivocados. —Cogió una lata de Red Bull que estaba sobre el escritorio de Ho y la agitó para sopesar su contenido: nada en absoluto. Suspiró y la dejó caer—. Vamos a ver... si tú fueras el secuestrado, ¿no crees que Standish haría lo posible por liberarte?

Contrario a su costumbre, Ho meditó la pregunta durante unos segundos. Standish lo llamaba «Roddy», cosa que nadie más hacía; de vez en cuando elogiaba sus habilidades informáticas sin pedirle ningún favor a continuación; en cierta ocasión, a la hora de comer le había ofrecido un túper con ensalada casera diciéndole que «no comía más que pizzas», fuera lo que fuese el significado de aquello. Una vez superada la irritación inicial, se había sentido hasta tal punto conmovido por el detalle que había tirado la ensalada donde era poco probable que Catherine la descubriera.

También se dijo que, de entre todos los caballos lentos, Standish seguramente era la que más se alegraría cuando se enterara de lo de él y Louisa Guy. Por supuesto, en la Casa de la Ciénaga ahora había menos caballos lentos que antes, si bien eso tan sólo alteraba los porcentajes, no los hechos.

Concluidas estas consideraciones, murmuró:

—Sí, supongo que sí.

—Más vale que tengas razón, porque ningún otro de los capullos que corren por aquí lo haría, créeme. Y ahora ve a por el coche y tráemelo como si fuera un arroz tres delicias. Vamos, vamos, que ya tardas.

Estaba a mitad de las escaleras cuando Lamb le insinuó desde lo alto:

—Oye, ¿no te habrás tomado a mal eso del arroz tres delicias? Espero que no vayas a pensar que tengo prejuicios raciales.

—No.

—Sólo lo digo porque los chinitos a veces os mosqueáis por cualquier chorrada.

El trayecto hasta High Wycombe iba a hacerse muy largo.

La información sobre el centro de almacenamiento de datos situado fuera de Regent’s Park estaba en la intranet del servicio, al alcance de cualquiera que supiera dónde buscarla, y había contraseñas a disposición de los agentes con buena reputación; o sea, no para los caballos lentos, pero sí para Jackson Lamb. Ni Louisa ni River consideraron oportuno hacer ningún comentario al respecto mientras Ho obtenía el código correspondiente, que les permitió acceder a un sumario donde constaba que dicho centro se hallaba bajo un polígono industrial abandonado, en un complejo subterráneo construido como refugio antiaéreo en los años treinta y reacondicionado dos decenios después.

Después de aquella gigantesca ampliación, el complejo pasó a tener capacidad para albergar a ciento veinte funcionarios locales del gobierno que —quizá por razones no del todo ajenas al hecho de que ellos mismos habían intervenido en la planificación de aquellas instalaciones— se consideraban imprescindibles para la supervivencia de la civilización tras una crisis nuclear. Se extendía casi dos kilómetros al oeste de su ubicación original, y los corredores estaban llenos de curvas y pendientes para eludir la línea del metro —en su día, los trabajos de remodelación se habían hecho pasar como obras de mantenimiento de dicha línea—. Allí, la decisiva labor de dirigir la economía y la fiscalidad del país seguiría adelante por mucho que el mundo exterior tiritara bajo el invierno nuclear.

Ése era el plan, al menos. Sin embargo, a finales de los setenta el lugar pasó a manos del MI5. Teniendo en cuenta que el Armagedón atómico seguía siendo una posibilidad, estaba claro que los funcionarios locales del gobierno habían llegado a considerarse desechables, pero nadie se quejó: el tiempo, las generosas jubilaciones anticipadas y la mentalidad notoriamente cortoplacista imperante entre los funcionarios públicos se combinaron para que la existencia misma de la instalación se considerara un mito. Por lo demás, los muros eran lo bastante gruesos como para que pasara desapercibida mientras hubo actividad en el polígono industrial de la superficie y, cuando dicha actividad cesó, víctima del milagro que había transformado el Reino Unido en una gran economía de servicios, el complejo siguió en activo tan discretamente como siempre, con periódicas actualizaciones destinadas a afrontar amenazas más actuales que una posible guerra nuclear: brotes virales, cataclismos meteorológicos e incluso la justificada indignación de un electorado que ya no aguantaba más.

Casi inevitablemente, el lugar hacía pensar en las chorradas de las pelis de James Bond.

—¿Crees que la gente que trabaja aquí irá vestida con monos de trabajo plateados? —preguntó River mientras se adentraban en la fábrica abandonada.

—Estás pensando en rubias.

—Bueno, no todas rubias; alguna pelirroja habrá...

—Y en un tren secreto.

—Y en un panel de control con un cronómetro con la cuenta atrás y un gran botón rojo.

Louisa estuvo a punto de añadir algo más, pero se detuvo de pronto y, como si alguien de verdad hubiera pulsado un botón rojo, cerró la boca y apretó los labios.

—Te das cuenta de que este lugar ahora mismo no pasa de ser un almacén, ¿no? —dijo finalmente.

—Sí.

—Y si es un almacén, tendrá muy poco personal.

—Sí, claro. —A River le entraron ganas de decirle que se relajara un poco, pero de pronto se le ocurrió que quizá acostumbraba a reírse de esas chorradas del 007 con Min, así que se contuvo—. Tenemos que buscar la esquina situada más al suroeste, ¿cuál te parece que sea?

Louisa le señaló la dirección con el móvil en la mano y la aplicación de la brújula abierta en la pantalla.

—Espero que la trampilla esté bien engrasada.

Sin embargo, no encontraron ninguna trampilla, sino una tapa de alcantarilla con el asidero cubierto de porquería solidificada.

—Uf, genial —dijo River mirando a su alrededor en busca de un palo o cualquier otra cosa que le sirviera para limpiarla.

—Quizá podríamos probar por la entrada principal.

Esa entrada estaba en el punto más al sur de todo el complejo, y también funcionaba como túnel de acceso al sistema de alcantarillado de la ciudad, construido en la era victoriana. Eso la convertía en una atracción turística y, pese a que a esas horas ya estaría cerrada, no era difícil pensar que habría algunas personas rondando por ahí —desde luego, más de las que podía esperarse que hubiera en una fábrica abandonada—; para colmo, un larguísimo trecho la separaba del centro neurálgico del complejo, situado directamente bajo sus pies... a no ser que efectivamente hubiera un tren secreto.

—Ya estamos aquí... —dijo River.

Había encontrado un trozo de revestimiento metálico de unos treinta centímetros de longitud que usó como palanca para levantar la tapa de la alcantarilla. El interior de la antigua fábrica ya olía mal por sí mismo, pero cuando por fin consiguió abrir, les llegó una bocanada de aire fétido.

—Por Dios...

—¿Qué esperabas? —dijo Louisa—. ¿Un pasillo de metal reluciente de última generación? Es una entrada secreta, por si no te habías dado cuenta.

River empujó la tapa a un lado y el chirrido que emitió al desplazarse por el suelo recorrió su columna vertebral de arriba abajo.

—¿Entras tú primera?

—Gracias, te concedo el honor.

Louisa sacó una linterna, la encendió, dirigió el haz de luz a la abertura y River se dejó caer en la oscuridad.

Ingrid Tearney estaba firmando las actas de la reunión del comité de control presupuestario que había tenido lugar aquella tarde. Sus iniciales al pie de cada página eran una obra de arte: no apartaba la pluma ni un milímetro del papel al dar fe de una serie de consideraciones que, una vez transcritas, resultaban incomprensibles... Sin embargo, todos los asistentes se iban de allí convencidos de que habían sido tenidos en cuenta y habían logrado abrir una ventana a un rincón sucio del servicio secreto que, a partir de ese momento, estaría limpio y bien ventilado. Con el tiempo, terminarían por descubrir que la ventana continuaba cerrada a cal y canto y con las cortinas echadas pero, cuando se lo reclamaran a la Dama Ingrid, ésta se mostraría sorprendida y les enseñaría las actas que confirmaban que se había procedido estrictamente según lo que estaba firmado.

Solía decirse que, para trabajar en el servicio secreto, era imprescindible contar con la capacidad de abordar los problemas con originalidad, pero aún era más importante saber cómo darles la vuelta a las mentes ajenas y hacer que la opinión de tu interlocutor sobre esto o aquello diera un giro de ciento ochenta grados. Ahora que lo pensaba, por eso Peter Judd constituía una amenaza tan formidable: porque era tan bueno como ella misma a la hora de manipular a sus interlocutores en el curso de una reunión. Por suerte para ella, el intento de Judd de saltarse a la torera los procedimientos oficiales lo había dejado en una situación vulnerable.

Pese a la satisfacción que le daba todo aquello, se recordó que la suerte no era un factor en el que ella acostumbrara a confiar.

Encajó el capuchón en la pluma, cogió el vaso de agua y, meditabunda, bebió un pequeño sorbo. Tal como estaban las cosas, ella tenía las de ganar. La operación montada por el equipo tigre al servicio de Judd, que tenía por objetivo subrayar la debilidad con que llevaba las riendas del servicio secreto, había acabado con una moraleja inesperada: que la arrogancia de un ministro podía costarles la vida a otros, lo que suponía un fiasco de tal magnitud que podía acabar con la carrera política del más pintado, incluido Peter Judd, hasta entonces inmune a escándalos de todo tipo. Ahora era cuestión de no dejar ningún cabo suelto, por eso Nick Duffy tenía instrucciones de seguir a Donovan hasta su escondrijo una vez que el fichero gris obrara en su poder: una cosa era permitir que aquel antiguo soldado se hiciera con el ridículo botín que andaba buscando —lo que supondría otro clavo en el ataúd de Judd, cuya insensata iniciativa había conducido a ese resultado—, y otra muy distinta permitir que reinara la anarquía.

Duffy era algo así como una solución de emergencia: Donovan moriría como el soldado que era, el fichero volvería a su lugar en el gran archivo subterráneo, los caballos lentos —vaya apodo ridículo— podrían continuar con sus mediocres existencias y ella seguiría reinando sin inmutarse, con la satisfacción añadida de saber que quien supuestamente le señalaba el camino que debía seguir en realidad estaba a su servicio. Y en lo tocante al futuro, tampoco era imprescindible frustrar las ambiciones de Judd: el hecho de tener a un ministro del Interior comiendo de su mano la convertía en poco menos que indestructible, pero si ese ministro llegaba algún día a presidir el gobierno prácticamente tenía garantizada la canonización.

Así que, en general, las cosas estaban saliendo a pedir de boca.

Aunque no del todo, pues una irritante vocecilla insistía en recordarle que, en último término, el factor decisivo había sido la suerte: si Donovan no hubiera resultado ser tan impredecible, todo habría salido según lo planeado por Judd.

Se dio cuenta de que llevaba un buen rato poniendo y quitando el capuchón a su pluma, lo que, en el caso de un ser humano menos sublime, sería un indicio de nerviosismo. La dejó en el escritorio con decisión: había llegado la hora de salir a dar un paseo.

Tras saltarse todo tipo de señales y meterse en contrasentido por un callejón, Marcus había cambiado de dirección y avanzaba hacia el oeste, maniobrando por las calles como si estuviera en un videojuego y la peor perspectiva fuera un GAME OVER. Shirley había tenido que contener la respiración cuando el monovolumen se saltó la línea continua e invadió el carril contrario, y a partir de entonces iba aferrada al reposabrazos de la puerta con tanta fuerza que habría hecho falta una llave inglesa para que se soltara.

—¿Estás seguro de que vas lo bastante rápido? —preguntó con una voz que sonó más chillona de lo que pretendía.

—En cuanto lleguemos, reduciré la velocidad.

Shirley esperaba que eso sucediera sin que antes arrollaran a unos cuantos peatones en un paso cebra o, peor aún, sin que ella misma saliera proyectada a través del parabrisas.

Miró a Marcus: su «compañero». ¿Seguía siendo válida esa palabra, ahora que los habían puesto de patitas en la calle, o se encontraba ante otro semidesconocido, uno de tantos en su vida —y cada vez había más— que salían pitando cuando las cosas se complicaban? El hecho era que él no había salido pitando, ¿verdad? Hacía una hora que las cosas se habían complicado oficialmente, pero Marcus seguía a su lado, avanzando como un torbellino por las calles de la ciudad, dirigiéndose a toda pastilla a lo que a lo mejor acabaría siendo otro molino de viento más.

Y hasta era posible que Marcus ya fuera capaz de leerle la mente.

—En la unidad de asalto teníamos un chiste —contó entonces—: «¿En qué momento una puerta deja de ser una puerta...?»

—¿Cuando está entreabierta?

—«Cuando la conviertes en un montón de putas astillas» —respondió él—. No éramos especialmente sutiles.

—Ya lo veo.

—Cuando existe la posibilidad de que algo malo suceda, lo importante es estar allí antes de que suceda, de lo contrario uno acaba encontrándose a la defensiva, justo lo que menos interesa cuando empieza el rollo chungo de verdad.

Estaba dejándose llevar por el rollo de gallito tan propio de sus viejos tiempos en el servicio, comprendió Shirley. Aun así, algo bastante poco habitual en ella, actuó con tacto y no le reprochó su actitud.

Una luz ámbar se convirtió en roja un par de segundos antes de cruzarla, levantando una furiosa andanada de bocinazos a su paso.

—Por eso hay que pisar el acelerador.

—Para llegar antes de que empiece el rollo chungo de verdad —remató Shirley.

—Eso mismo.

—Y para que, con un poco de suerte, nos readmitan en el trabajo.

—Es posible.

—Y para evitar que dejen a Cartwright y a Guy como dos coladores.

—Bueno, eso también.

—Sigo pensando que harías bien en ir menos rápido —indicó Shirley.

—¿Por qué?

—Porque acabas de dejar atrás a un coche de policía.

Un segundo después, esa información se volvió obsoleta, pues las luces centellearon en el techo del vehículo en cuestión mientras el familiar lamento de dos tonos ascendía en espiral exigiendo la atención de todos, pero específicamente la de ellos.

Roderick Ho estaba muy orgulloso de su coche. Por lo que sabía, algunos caballos lentos —estaba pensando en Cartwright— ni siquiera tenían un automóvil propio, menos aún un Ford Kia azul eléctrico con ribetes color crema, asientos también color crema con costuras azul eléctrico a juego, el parabrisas levemente tintado —lo justo para que los mirones no supieran a qué atenerse— y un equipo de sonido verdaderamente castigador —le gustaba la música que venía con advertencias sanitarias en letra gótica—. En la red, donde él se convertía en Roddy Hunt, el dj superestrella, le había puesto el apodo de Chick Magnet, «un imán para las tías», y en la vida real lo mantenía inmaculado y lo rociaba regularmente con un espray que olía a automóvil nuevo de fábrica.

Por desgracia, lejos de agradecérselo, el coche se negaba obstinadamente a estar a la altura de su apodo, algo que él achacaba a su condición de vehículo de segunda mano: el propietario anterior debía de haber exprimido hasta la última gota de su suerte.

Aun así, seguía siendo un placer conducirlo. «Casi tan satisfactorio como un polvo de verdad», pensó mientras se detenía junto al tramo de acera donde Jackson Lamb estaba esperándolo con un café en un vaso de papel en la mano.

Negó con la cabeza y dijo:

—Dios mío, qué lástima.

Ho bajó la ventanilla.

—¿Cómo?

—Da igual, seguro que no lo entenderías. Si me siento detrás, ¿vas a sentirte como un lacayo?

—Sí.

—Excelente. —Se metió como pudo en la parte posterior, derramando un poco de café aquí y allá—. ¿Por qué huele a queso aquí dentro?

La tarde por fin estaba cayendo: una o dos farolas acababan de encenderse, aunque otras continuaban sumidas en el letargo, quizá simplemente porque se encenderían más tarde, quizá porque estaban averiadas. En las aceras, los oficinistas y otros empleados que volvían a sus hogares habían dejado paso a aquellos que se proponían disfrutar de la velada y se dirigían al Barbican para asistir a algún evento o a los bares de Old Street para echar unos tragos. Ho miró por el retrovisor y vio que Lamb sacaba las manos de los dos bolsillos a la vez blandiendo un cigarrillo en una y un mechero en la otra.

—No te me pongas nervioso —indicó—: es uno de esos cigarrillos electrónicos.

—No es verdad.

—¿Ah, no? —Lamb examinó la punta encendida con suspicacia—. Joder, los del estanco me la han colado otra vez.

Ho interrumpió su protesta cuando vio que Lamb se ponía a mirar el permiso de estacionamiento en el parabrisas.

—Es una tapadera —se excusó.

—Una tapadera —repitió Lamb.

—Y una forma de evitar el robo de identidad.

La risotada de Lamb acabó convirtiéndose en un violento ataque de tos; soltó una bocanada de humo tan espesa que parecía una fogata hecha con leña húmeda.

—¿Robo de identidad? Hazme caso, chaval: nadie querría tu identidad, ni regalada.

Ho torció el gesto.

A sus espaldas, Lamb se arrellanó en el asiento y cerró los ojos. Algo brotó de sus labios, el inicio de un ronquido o el final de una risita, no era fácil decirlo, pero finalmente se sumió en el silencio. Con la ayuda del GPS, Roderick siguió conduciendo a través de la ciudad hasta dejarla atrás. Se dirigían al lugar donde tenían retenida a Catherine Standish... o donde esperaban que estuviera retenida.

—Diana —dijo Tearney.

—Estaba a punto de marcharme...

—Por supuesto, querida: no hay ninguna necesidad de que te quedes hasta tarde.

—Ya son más de las...

—Tan sólo me preguntaba si habías firmado las facturas enviadas por el personal asignado al traslado de documentos.

«Traslado de documentos», y no «transporte» o «mudanza»: al fin y al cabo, se trataba de personal especializado, por mucho que su cometido consistiera en llevar unas cajas de cartón de un lugar a otro.

La Dama Ingrid siguió a Diana hasta su despacho, cuya iluminación se encendió de forma automática: una fría tonalidad azulada que imitaba la luz del sol en una tarde de primavera, pero que le erizó los pelos de la nuca. Atribuyó la sensación a un exceso de electricidad en el ambiente, como si escapara de unos enchufes que no funcionaban bien, pero le pareció notable que esos pocos pelos siguieran aplicándose a la labor de detectar sensaciones desagradables después de que hubiera perdido el resto de su cabello cuando apenas era una adolescente. Nadie había conseguido explicarle esa pérdida satisfactoriamente, pero en el fondo ella misma reconocía que aquello debía de tener menos que ver con la ineficiencia de la ciencia médica que con su poca inclinación a darse por satisfecha.

Sin sentarse, Diana Taverner tecleó algo y empezó a buscar en la pantalla. Acercó el rostro y entrecerró los ojos levemente mientras las carpetas iban apareciendo en rápida sucesión, saliendo las unas de las otras sin que ninguna le brindara la información que quería.

—Lo tengo por aquí...

—No hay prisa, querida.

Ingrid era plenamente consciente, dada su larga experiencia, de que nada aturullaba más a un subalterno que decirle que no había prisa.

Mientras esperaba, contempló a través de la pared de cristal a los chicos de Regent’s Park —lo de «chicos» los englobaba a todos, independientemente de su edad o de su experiencia—: la lealtad los había empujado a trabajar aquí, aunque «lealtad» era un término extraordinariamente polisémico; al principio, solía aludir al encomiable propósito de servir a la reina y al país, pero con el tiempo podía ascender a una cota aún más espléndida: la de jurar vasallaje a la directora del MI5. No obstante, también podía degenerar hasta transformarse en el afán incondicional de complacer a su superiora inmediata; Diana Taverner, en este caso. Si la suerte no era la única responsable del repentino vuelco de las circunstancias ese día, entonces la causa debía de buscarse en aquel departamento: Operaciones. Por supuesto, Diana era muy capaz de recurrir al engaño cuando lo consideraba necesario, pero si finalmente resultaba que había sobornado a su gente para que le ayudase con el trabajo sucio, sería preciso hacer una purga. Lo cual estaba muy bien: una buena purga no hacía daño a nadie; bueno, sí, a los que caían bajo las ruedas, pero de eso se trataba precisamente, ¿no?

En cualquier caso, a ella no le gustaban los cabos sueltos: si no todo había sido cuestión de suerte, necesitaba saber de qué forma había ocurrido y por qué, y también cuál era el objetivo último.

—Aquí tiene.

El tono brusco la hizo ver que Diana estaba impaciente por irse, así que se quedó un momento en silencio, absorta en sus pensamientos, antes de decir:

—Ah, sí... perfecto. ¿Me lo puedes imprimir? Es que eso de las pantallas es un fastidio, ¿no te parece? A nuestra edad...

Diana tuvo que tragarse su respuesta, y no le gustó. Dos segundos más tarde, la impresora de la estantería cobró vida y le entregó el documento a Ingrid.

Ella lo miró durante unos segundos y finalmente sentenció:

—Ha salido bastante caro.

—Teníamos un problema y ya se ha resuelto —repuso Diana—. Por lo demás, me ha parecido entender que los de contabilidad estaban satisfechos. ¿No es lo que usted misma ha dicho esta mañana?

—Es posible que haya suavizado un poco las palabras para no incomodar a los caballeros presentes —dijo Tearney—: las chicas tenemos que guardarnos las espaldas las unas a las otras.

—Sin duda.

La Dama dobló la factura, volvió a mirar a los «chicos» situados tras el cristal y preguntó:

—¿El nombre de Sean Donovan te suena de algo?

—¿Tendría que sonarme?

—Es una pregunta simple, Diana.

—Puedo hacer que lo busquen, a ver si...

—No, lo que quiero saber es si alguna vez has tratado personalmente con ese tal Donovan.

—Puede que... —respondió ella, después fingió pensarlo un momento y caer en la cuenta de pronto—: ¿No formó parte de una comisión conjunta de inteligencia hace unos años, como representante del Ministerio de Defensa?

—¿Y desde entonces no has estado en contacto con él?

—Tampoco tuvimos demasiado contacto entonces: no pasaba de ser un militar más, aunque con experiencia personal de combate contra insurgentes.

—Ya veo.

—¿Por qué lo pregunta? ¿Hay algo que debería saber? —Señaló a los miembros de su equipo—. ¿Hay algo que podamos hacer?

Ingrid la sometió a una prolongada mirada abstraída, como si estuviera esforzándose en recordar algo y su presencia se lo impidiera: se trataba de una técnica útil para extraer información del subordinado más recalcitrante, pero ella mantuvo una expresión de sincera inquietud y sincera disposición a ayudar en vez de decir nada.

Finalmente, Ingrid negó con la cabeza y dijo:

—No, querida. Su nombre ha sido mencionado hace poco, eso es todo. —Agitó el papel en el aire—. Estoy segura de que con esto bastará. Como bien has dicho, el problema ha sido resuelto y lo caro, a la larga, resulta más barato.

—Hice lo que se me indicó en el informe.

—Material hasta el nivel Virgil, ¿correcto?

—Hasta el nivel Virgil, como también se me indicó en el informe. ¿Hay algún problema, Ingrid? Parece un poco intranquila.

—¿Intranquila? No, por supuesto que no. Siento haberte entretenido. Disfruta de tu velada.

A esa hora los pasillos estaban ya prácticamente en silencio, y hasta el sonido de sus tacones le pareció desacompasado, como si sus pasos no avanzaran al mismo ritmo que sus pies.

Una vez en su despacho, tomó asiento, pero no en la butaca de su escritorio, sino en el sillón situado en un rincón junto a la mesita baja para el té: era donde se sentaba cuando se tomaba un gin-tonic al atardecer, la modesta recompensa tras una jornada bien empleada, donde se sentaba cuando se avecinaba una de sus ocasionales apariciones públicas, para preparar una frase o dos con el gancho suficiente como para divertir a los oyentes y conseguir su divulgación en Twitter, donde se sentaba si necesitaba sentirse protegida, cuando su escritorio le parecía demasiado expuesto.

Como Ingrid Tearney sabía, la mayor parte del personal a sus órdenes creía que no estaba enterada de que los actuales códigos de seguridad estaban basados en la vieja serie de televisión de los Thunderbirds —de ahí los nombres de Virgil y Scott—. A ella no le importaba: ya le iba bien que la subestimaran en asuntos de poco calado. Estaba segura de que casi todos pensaban en ella como en una especie de chupatintas en jefe, y también de que las instrucciones impartidas a Diana Taverner no incluían la reubicación de los archivos de nivel Virgil, pues Ingrid había decidido mucho tiempo atrás que el mejor lugar para esconder información sensible era entre los documentos de segundo nivel de confidencialidad. Los del primer nivel, el Scott, eran los más vistosos y fascinantes: información sobre los operativos de espionaje al viejo estilo, que eran la joya de la corona de todo servicio secreto. Los expedientes de nivel Virgil, en cambio, incluían datos que tan sólo podían interesar a un apasionado de los números obsesionado con las cuestiones presupuestarias: qué se había gastado en el proceso de actualización del software; a cuánto ascendía la partida dedicada a la cafetería o cuál había sido la inversión en la renovación de las moquetas. Así que, si la Dama Ingrid tenía algún ominoso secreto oculto entre los archivos del servicio, sin duda estaría escondido entre los clasificados con el código Virgil.

Y cualquier observador entusiasta sabía que, lejos de ser una mera chupatintas en jefe, contaba con secretos ominosos.

Al cabo de un rato, sacó el móvil del bolso.

Nick Duffy respondió de inmediato.

—Cambio de planes —le dijo ella.