Tras dejarse caer por el hueco, River fue a parar a una pequeña cámara con el suelo de hormigón. El pequeño topetazo fue suficiente para que todos los huesos del cuerpo le recordaran que tenía una cuenta pendiente con Nick Duffy. Guardó ese pensamiento para más tarde, miró hacia arriba y le gritó a Louisa.
—Todo en orden.
Louisa bajó a su vez, aterrizando con más elegancia, y enseguida recorrió las paredes de la galería con el haz de su linterna: un amasijo de cables rojos y azules discurría de arriba abajo hasta desaparecer por el techo y por el suelo. En el centro había una manivela dispuesta en horizontal sobre un bloque de hormigón que parecía la compuerta de una alcantarilla.
—¿Qué es eso? —preguntó River.
—¿Una especie de alcantarilla?
—No, lo que tienes en la mano.
—Una linterna.
—Eso ya lo veo, pero ¿cómo es que tiene forma de cerdo?
—Porque representa a un cerdo.
—Ah, vale.
—Es la linterna que llevo en la guantera, ¿qué quieres que te diga? Si hubiera sabido que íbamos a hacer de exploradores, habría cogido otra más adecuada.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo River—. Ilumina un momento eso de ahí.
Acababa de distinguir en la pared lo que parecía ser una caja de fusibles con una abrazadera metálica que la mantenía cerrada.
Louisa la iluminó mientras River trataba de liberar la abrazadera, que no quería darse por vencida. Cuando por fin cedió, la puerta de la caja se abrió de golpe revelando un teléfono de disco muy bien conservado a pesar de los años.
—¿Tú o yo? —preguntó.
—Tú mismo.
River acercó la mano al auricular, pero antes de que pudiera tocarlo, el teléfono sonó.
Catherine se acordó de una historia que había oído por ahí, sobre un senderista que se embarcó en una larga excursión por los Alpes. Era antes de que existieran dispositivos electrónicos de lectura, así que el tipo llevaba consigo una novela cuyas páginas iba arrancando a medida que terminaba de leerlas para aligerar el peso de su mochila. La moraleja era muy sugerente: conviene vivir la vida cargando con el menor equipaje posible, viviendo a fondo cada momento y desechándolo después para que el futuro sea prístino en vez de diluirse en lo vivido con anterioridad. Hay que estar siempre en la primera página: nada de volver la vista atrás y revivir de algún modo los antiguos errores.
Encerrada en aquella calurosa buhardilla, se sentía un poco achispada, aunque no tanto como para no poder valorar esa sensación por lo que era. Se parecía a lo que la gente llamaba estar «borracha», pero la gente no tenía ni idea, al menos los que no habían estado realmente borrachos ni una sola vez en la vida. De hecho, ni siquiera los que lo habían estado una sola vez en la vida podían saber lo que era estar de veras borracho.
La botella de vino seguía en la bandeja, apenas camuflada entre el sándwich, la manzana, la barrita energética y el agua, que ella había borrado ya de su cabeza. El color del cielo a través de la ventana le decía que había transcurrido un día entero desde que salió a la calle y oyó la voz de un espectro:
—¿Catherine...?
Como tantas otras cosas, ese episodio podría haberse evitado si ella hubiese sido más minuciosa, si hubiera dado media vuelta, como una buena espía, para volver a la Casa de la Ciénaga en cuanto Sean Donovan apareció de la nada. Una palabra suya y Charles Partner habría entrado en acción junto con toda la maquinaria del servicio: era la ventaja de llevarse bien con un hombre situado en lo más alto. Cuando existía confianza, una palabra bastaba para que el otro acudiera en tu ayuda...
Excepto porque Charles Partner estaba muerto tras haberse volado la tapa de los sesos en una bañera, claro: su jefe ahora era Jackson Lamb, y hacía falta algo más que confianza para conseguir que Lamb pasara a la acción.
Había borrado de su mente el agua, la barrita, la manzana y el sándwich porque allí no pintaban nada: la lucha por el control de la habitación tenía sólo dos protagonistas en pugna, ella y la botella de vino, una botella que, de forma inexplicable, ya no estaba en la bandeja, sino que se las había arreglado para teletransportarse —cual marioneta siniestra en una película de terror— y de pronto descansaba en su mano.
Bueno, eso tenía sentido: si iba a tener que luchar, debía ejercer un control férreo sobre sí misma, y tener la botella férreamente controlada subrayaba el carácter simbiótico de la relación entre ambas. La botella constituía la clave de su pasado, de todas aquellas páginas de las que había tratado de desprenderse. Para releerlas una a una, no tenía más que desenroscar el tapón y beberse el contenido de un solo trago. Por supuesto, si lo hacía, la botella se quedaría sin futuro —ya no sería más que un recipiente vacío—, pero ésa era la naturaleza de la codependencia: una de las dos tenía que morir. Bastaba con ver lo que le había ocurrido a Charles Partner.
Estaba sentada en la cama con la espalda contra la pared, y la sensación de tener la botella en la mano y cogerla cómodamente resultaba reconfortante. La cápsula de papel metálico sobre el tapón de rosca no podía ser más endeble, casi pedía a gritos que la rompieran girando el tapón...
Se acordó de todas aquellas veladas en el despacho de Jackson Lamb, viendo cómo su jefe se cepillaba unas botellas mucho más grandes. Era la prueba más dura a la que había tenido que enfrentarse, pero ahora se encontraba a solas y corría el riesgo de caer. Ahora bien, esa caída tampoco tenía por qué ser tan peligrosa: sólo era cuestión de relajarse un poquito y volver a ser lo que siempre había sido pese sus esfuerzos por convencerse de lo contrario.
No era una traición tan grave, ¿no?
Ladeó la cabeza y se mantuvo a la escucha, como si esperase que las voces regresaran y le susurraran una respuesta al oído, pero no sucedió nada. A lo lejos, un automóvil cambió de marcha, eso fue todo. Parecía que la habitación estuviera oscureciéndose un poco. Bueno, era lo que pasaba en todas las habitaciones cuando llegaba el atardecer, ¿no? Aquello no tenía nada de particular: no pasaba de ser otro momento que arrancar del libro de su vida para tirarlo después.
De forma casi involuntaria, Catherine desenroscó el tapón rasgando la cápsula.
La voz estaba distorsionada electrónicamente: sonaba como si procediera de un cubo de basura de metal.
—Levante su identificación del servicio y enséñela.
—No veo ninguna cámara —dijo River.
—No hace falta que la vea, ella sí lo ve a usted.
Louisa, a sus espaldas, puso los ojos en blanco.
River repescó la tarjeta del bolsillo y la sostuvo al nivel de los ojos. Pese a que sostenía el auricular entre el hombro y la oreja, se diría que estaba conversando con un fantasma.
La voz, eléctrica y monótona, recitó su número del servicio.
—Vale —dijo River—, le creo: sí que hay una cámara.
—Su tarjeta no es biométrica.
—No, se les pasó renovárnoslas.
Para siempre, quizá.
—River Cartwright —declaró la voz—. Ahora, la mujer que lo acompaña.
River se hizo a un lado sin soltar el auricular y Louisa colocó su propia tarjeta ante el teléfono.
La voz leyó de nuevo los números al oído de River e indicó:
—Louisa Guy, pero lleva el cabello de otro color.
River se volvió hacia ella.
—Llevas el cabello de otro color —le dijo.
—Sí, a veces me lo cambio.
La voz preguntó:
—¿Dónde está la Casa de la Ciénaga?
—¿Qué es esto? ¿Un concurso de preguntas y respuestas?
—¿Dónde está la Casa de la Ciénaga?
—En Aldersgate Street.
—Ustedes dos no trabajan en Regent’s Park.
—No —convino River armándose de paciencia—, somos de Aldersgate Street. Tenemos que consultar los archivos que trasladaron a este lugar el mes pasado.
Silencio.
—¿Sabe de qué archivos hablo?
—Nadie me ha avisado de que fueran a venir.
—Ya, pero seguramente le han dicho que era posible que alguien viniera en algún momento, ¿no es eso cierto? —preguntó River.
Silencio.
—Y bueno, ese momento ha llegado —agregó River.
—¿Tienen autorización?
—Verbal.
—No puedo dejarlos pasar sin una autorización por escrito.
Louisa se acercó al auricular para oír mejor y dijo:
—Ya ha visto nuestras identificaciones, y se corresponden con lo que aparece en su pantalla, ¿no es así?
—Pero nadie me ha hablado jamás de esa Casa de la Ciénaga.
—Bueno, es comprensible: usted es un simple subcontratado.
River le dio un pequeño codazo de advertencia y añadió:
—La Casa de la Ciénaga es ultrasecreta. Y no estoy autorizado a dar más detalles a través de una línea telefónica convencional.
—Ésta no es una línea convencional.
—Ya, claro, pero supongo que estará familiarizado con el protocolo.
—Hice un cursillo, sí.
—Hizo un cursillo —murmuró Louisa.
—Si nuestras tarjetas fueran falsas, ya habría hecho sonar la alarma. Y está claro que no es el caso, así que déjenos entrar, ¿de acuerdo?
Louisa volvió a acercar el rostro.
—Nos han asignado una misión importante. De nivel Scott, ¿entendido?
—¿Nivel Scott?
—No le podemos dar más información por teléfono —intervino River—, déjenos entrar y se lo explicaremos todo.
Se produjo una pausa, no del todo silenciosa porque siguió oyéndose una respiración traducida al lenguaje electrónico del cubo metálico, y enseguida sonó un clic: el tipo había colgado.
Entonces se oyó otro ruido, más fuerte y chirriante, y la manivela encajada en el bloque de hormigón a sus espaldas empezó a girar poco a poco.
• • •
Lamb contemplaba con consternación los campos situados a uno y otro lado de la autovía; por suerte, la oscuridad los disimulaba, pero de algún modo seguían estando allí, lo que no era de recibo. Sólo aquí y allá se distinguía alguna casa aislada en medio de un campo inmenso o, a lo más, grupos de cuatro o cinco viviendas.
—Espero que no te estés equivocando —le advirtió a Ho—. Como se te haya ocurrido traerme a estos andurriales de mala muerte por pura torpeza, ya puedes decirle adiós a tu bonus de este año.
Aquel tramo preciso de andurriales de mala muerte tenía seis carriles de ancho y un tráfico considerable.
—¿Este año me corresponde un bonus? —le preguntó entonces Ho.
—No, ¿es que no escuchas? —Lamb acariciaba la idea de encender otro cigarrillo, aunque él mismo percibía que el aire en el coche era poco menos que tóxico—. ¡Por Dios! Si no lo veo, no lo creo: por aquí vive gente que seguramente no ha visto un taxi en su puta vida. —La idea le resultó tan deprimente que se decidió a prender el pitillo—. Más que nada lo siento por los chavales —prosiguió; era casi seguro que pronunciaba esta frase por primera vez en su puta vida—, obligados a crecer a kilómetros de distancia de la civilización. Más les vale aprender a hacerle el puente a un coche a la voz de ya si no quieren seguir cumpliendo condena en este agujero hasta el día que la diñen.
—Yo sé hacerle el puente a un coche.
—Vaya, y yo que siempre di por sentado que el delincuente juvenil había sido Longridge —repuso Lamb—. No es que me guíe por estereotipos: yo no estigmatizo a nadie, pero él... bueno, es... —Se detuvo—. Me explico, ¿no?
—¿Negro?
—¡Por Dios! Me refiero a que es del East End: los inmigrantes os apuntáis enseguida a las burlas racistas, ¿eh?
—Yo...
—Pero cuéntame, ¿cómo es que sabes hacer un puente? Yo pensaba que tu única habilidad era ejercitar las muñecas. —A manera de explicación, hizo un gesto a medio camino entre la acción de teclear y la de ordeñar una vaca—. De una forma u otra, ya sabes.
—En internet hay información de todo tipo —explicó Ho—, así que soy experto en muchas cosas.
—En internet también hay mucha pornografía —recordó Lamb—, y no por eso estás hecho un Casanova. A ver, ¿qué dice ese cacharro tuyo?
Ho miró el GPS.
—Hay que torcer por la segunda salida.
—Bien. Y espero que se te haya ocurrido un plan. —Se dejó caer en el asiento como si se propusiera pegarse otra siesta de campeonato—. Porque a mí no se me ocurre ninguno.
Ho sonrió nerviosamente, pero al observar el rostro de Lamb por el retrovisor, volvió a ponerse serio.
Louisa se dijo que era poco menos que inevitable: aquella voz de cubo de basura, ya descodificada, no podía más que pertenecer a un hombre con pinta de escoba. Y efectivamente, el tipo tenía uno de esos cuerpos tiesos y alargados en los que los codos, muñecas y rodillas hacen daño a la vista, como si se los hubieran injertado después de sufrir un accidente. Iba vestido con una camisa blanca de manga corta abotonada hasta el cuello y pantalones marrones de pana. Su pelo rojizo claro comenzaba a escasear, por lo que se había dejado bigote a modo de compensación. Era imposible adivinar cuánto tiempo llevaba trabajando en ese lugar, pero tuvo que esforzarse para reprimir el impulso de aconsejarle que lo dejara de una buena vez. Pese a que los hombres estaban lejos de ser una prioridad para ella, no pudo evitar pensar que los cuatro pelos de color zanahoria desperdigados sobre su labio superior parecían una especie de autolesión.
Se llamaba Douglas, según les dijo después de que abrieran la escotilla, pasaran a una especie de compartimento estanco y bajaran por una escalerilla metálica a la sala con aire acondicionado emplazada abajo.
—¿Es su nombre de pila o su apellido? —le preguntó Louisa mientras la escotilla se cerraba herméticamente sobre sus cabezas obedeciendo a un resorte manejado por el propio Douglas.
—Mi nombre de pila.
—Vale.
—No tengo ninguna intención de decirles mi apellido.
—Vale.
—Toda precaución es poca —añadió el guardia.
«Una verdad como un templo», pensó Louisa, que prefirió abstenerse de mencionar que el propio Douglas ya había perdido ese tren al dejarlos pasar.
La sala era vasta y espaciosa, casi todas las superficies visibles eran de metal reluciente y frente a una de las paredes había una consola de trabajo cuya silla giratoria se contoneaba con desenfado ahora que Douglas la había dejado libre.
Louisa advirtió que el panel de monitores estaba conectado a cámaras de circuito cerrado y que una de ellas mostraba el espacio que acababan de abandonar; otras enfocaban distintos ángulos del solar de la superficie, todavía más deprimente que diez minutos atrás, y otras más mostraban el interior: puertas, corredores y numerosas salas de almacenamiento con estanterías de tipo industrial repletas de cajones de plástico, cajas de cartón y, por lo que parecía, kilómetros y más kilómetros de papeles conservados en archivadores y carpetas. Entre ellos estaría el fichero gris, de eso no había duda. Se preguntó cómo se habrían catalogado los documentos; de no haber seguido un orden sistemático, podían pasarse varios meses revolviéndolo todo hasta que llegara la Navidad, y aun así no encontrarían lo que andaban buscando.
Eso sí, en ese lugar por lo menos estarían fresquitos... Sin poder evitarlo, extendió los brazos como si fueran las alas de un avión dejando que el aire refrigerado se colara bajo su blusa y le acariciara la piel.
Douglas estaba mirándola.
—Su cabello es ahora de un color muy diferente, lo digo en serio —comentó.
—Lo hice a propósito.
—¿A modo de disfraz o algo por el estilo?
—Sí —convino ella—, algo por el estilo.
River preguntó:
—¿Cuánta gente forma parte de su equipo en este lugar?
Douglas lo miró con unos aires de superioridad que le sentaban tan bien como el bigote.
—Eso es información clasificada.
—«Información clasificada...» —repitió River—. Entendido. —Se quedó callado unos segundos—. ¿Puedo ver su identificación del servicio?
—¿Mi qué?
—Su identificación, para verificar de qué nivel es su habilitación de seguridad.
—No tengo tarjeta del servicio.
—Ya.
—Yo no pertenezco al servicio, eso ya lo sabían.
—Ya —repitió River—. Pero mire, aquí es donde se complica la cuestión de la confidencialidad. Porque mi habilitación de seguridad está por encima de la suya. De hecho, usted ni siquiera tiene habilitación de seguridad.
—Pero antes de contratarme me investigaron —alegó Douglas.
—Eso salta a la vista —intervino Louisa. Con la mirada, River la instó a ser precavida, pero ya era demasiado tarde—. Lo han puesto al cargo de esta instalación y está claro que tiene... lo que hay que tener. Sin duda lo investigaron a fondo, pues de lo contrario no le habrían adjudicado esta gran responsabilidad. —Volvió a ahuecarse la blusa para que circulase más aire bajo la tela—. Lo que pasa, Douglas, es que nosotros también tenemos obligaciones, de ahí que nos hayan dado carta blanca para acceder al material reservado, al material que nos pone cachondos de verdad... ¿entiende lo que estoy diciéndole?
El vigilante se aclaró la garganta.
—Eh... sí, creo que sí.
Al parecer, River estaba sufriendo una reacción alérgica al aire frío, porque acababa de llevarse el índice y el pulgar a la nariz y estaba apretando con fuerza.
—Estupendo, Douglas. —Louisa soltó la blusa y se pasó la mano por el pelo—. En tal caso, estamos del mismo lado, ¿no le parece?
—Sí... es lo que parece.
—Fantástico. ¿Cuántos más están aquí abajo con usted, Douglas?
—¿Ahora mismo o normalmente?
—Ahora mismo.
—Ninguno.
—¿Y normalmente? —se interesó River.
—Bueno, normalmente... ninguno.
—¿Ninguno?
—Eso sí, una vez a la semana hay una visita de inspección: mi jefe viene y lo revisa todo para asegurarse de que no hay ningún problema. —Se llevó un dedo al labio superior como si quisiera comprobar cómo le estaba creciendo el bigote—. El resto del tiempo estamos solos.
—¿Estamos?
—Max y yo —aclaró Douglas ruborizándose un poco—: es el nombre que le he puesto a mi ordenador.
—El nombre que le ha puesto a su ordenador... —repitió Louisa en un tono completamente inexpresivo.
—Es que... responde a las instrucciones de voz.
También lo hacía el llavero que Louisa llevaba en el bolso, aunque no por ello había establecido una relación con él.
Douglas tiró del cuello de su camisa imitando inconscientemente el gesto de Louisa.
—Bueno, entonces... ¿qué buscan ustedes exactamente? ¿Tiene que ver con los otros dos de antes?
—¿A qué otros dos se refiere? —preguntó River.
—A los que han estado paseándose por la zona, entre los edificios de arriba.
—Ah, ésos. Un hombre de cincuenta y tantos, robusto y canoso, y otro con la cabeza rasurada, ¿no?
—Sí, creo que son ésos. Bueno, por arriba circula mucho vagabundo, pero estos dos eran diferentes.
—No se preocupe por ellos, Douglas —dijo Louisa—: no suponen un problema.
—De vez en cuando también vienen equipos de rodaje: el lugar no puede ser más indicado para hacer explotar un coche.
—Lo tendré en cuenta.
—Tiene su gracia, no se crean. A veces están rodando una película ahí fuera y yo los observo por los monitores sin que ellos siquiera lo sospechen. Es como...
Entrelazó los dedos para ilustrar la compleja interconexión entre la vida real y la fantasía que ocurrían en paralelo por encima del suelo y por debajo.
—Ajá —respondió Louisa.
—También hay chavales que vienen en coche a follar, eso casi cada día.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí?
—Tres años.
Louisa estuvo a punto de preguntarle cuánto duraban sus turnos de trabajo, pero prefirió no saberlo: la posibilidad de que Douglas llevase tres años seguidos metido en ese agujero a solas sin haberse tomado ni un respiro parecía demasiado real.
River estaba observando el panel de monitores y las inanimadas escenas que aparecían en sus pantallas. Señaló la sala con las estanterías repletas de cajas y archivadores.
—¿Esto de ahí es lo que llegó el mes pasado?
De mala gana, Douglas dejó de mirar a Louisa.
—Pues sí, necesitaron dos días enteros de trabajo para traerlo y colocarlo ahí.
—Seguro que resultó muy interesante —apuntó Louisa—. O sea, en comparación con...
Con no ver ni a una puta mosca, quería decir, pero Douglas era de otra opinión.
—Bueno, desde aquí todo resulta la mar de interesante... porque nadie tiene ni idea de que estoy aquí.
Dijo esto último como en un susurro, como si la naturaleza subrepticia de su trabajo se extendiera a toda su existencia.
—Reconozco que ha molado mucho que el teléfono sonara por fin —añadió—. Me dije que... que por fin había llegado el momento, que había sucedido.
—¿Que había sucedido?
—Sí, ustedes ya me entienden: este sitio se construyó como un refugio y me imaginaba que por fin había tenido lugar una... bueno, una incidencia.
Quería decir una bomba atómica o un ataque químico, cualquier cosa que pudiera empujar a la población a buscar refugio en el subsuelo, o al menos a los que tuvieran la habilitación de seguridad adecuada para acceder a los búnkeres.
—Se habrá llevado una decepción.
—Ya, joder. Cosas que pasan.
—¿Lo que nos interesa está lejos de aquí? —preguntó River.
—¿El material que trajeron? Al final del pasillo. —Señaló un par de puertas en el lado opuesto de la sala—. ¿Necesitan recuperar algo?
—Más o menos.
—Vale, de acuerdo. Supongo que tienen la debida habilitación.
—Ah, una cosa más —dijo Louisa—. En relación con los otros dos tipos de antes, los que vio andando por ahí arriba. Dentro de un rato vendrán a reunirse con nosotros.
—¿Trabajan con ustedes?
—Exacto —confirmó River.
—No hay problema, lo único que necesito para dejarlos entrar es que me enseñen sus pases.
—Sí, ya, pero en ese punto vamos a tener que salirnos del guión.
Douglas se los quedó mirando con cara de no haber pillado el chiste.
—No pasa nada, Douglas —lo tranquilizó River—: somos de la Casa de la Ciénaga.
En esa época del año los atardeceres eran largos, pero en absoluto perpetuos, así que las sombras empezaban a enseñorearse de la maltrecha y cochambrosa plancha de hormigón enclavada entre los edificios ruinosos, y los trenes que pasaban con lentitud iban asemejándose cada vez más a cajas luminosas recortándose contra la creciente oscuridad. No hacía ni cinco minutos que los dos ex militares habían seguido a la pareja de la Casa de la Ciénaga al interior de la fábrica, pero el teléfono móvil que Nick Duffy sostenía en la mano se había convertido en una bomba de tiempo. La llamada de la Dama Ingrid —«Cambio de planes»— la había activado, y las que él había hecho posteriormente eran la cuenta atrás previa a la explosión.
Había hablado con algunos de los Perros en los que podía confiar, los que sabían cómo funcionaba el mundo de verdad y tenían claro que en ocasiones era necesario no hacer preguntas y olvidarse de según qué cosas; también con el trajeado que aparecía como director de Black Arrow en el portal de la empresa: no había tenido que esforzarse mucho para convencerlo de la necesidad de recurrir a sus unidades paramilitares de alquiler; y finalmente con su novia, para cancelar la cita de esa noche. Esa última llamada era la que le iba a costar más cara, pero nadie había dicho que su trabajo fuera fácil.
Desde la ventana del tercer piso, trató de visualizar lo que estaba por llegar. El plan absolutamente perfecto no existía, y siempre era posible que una operación acabase de mala manera, pero la Dama Ingrid le había dejado claro en un principio que Sean Donovan tenía que salir vivo de allí incluso en el peor de los casos; y a saber por qué, ahora resultaba que no.
Así que era preciso inundar la zona de efectivos.
Los de Black Arrow no eran precisamente soldados de élite, pero al menos eran muchos. Además, estarían francamente motivados ante la idea de vengar su honor: él mismo se había encargado de decirle al tipo del traje que esa noche iban a por el sujeto responsable del asesinato de Sly Monteith. «Tenemos orden de neutralizarlo», añadió. Los chupatintas que se las daban de tipos duros se ponían cachondos con las expresiones de ese tipo, y nada les gustaba más que enviar hombres a una zona de combate, cuantos más, mejor.
—¡A por ellos! —había respondido el ejecutivo, como si fuera un pistolero del salvaje Oeste enfundándose el revólver antes del duelo en la calle principal.
Parecía no ser consciente de que el equipo de Black Arrow estaba formado por aficionados apenas pertrechados con material para el control de multitudes: porras, gases lacrimógenos... con un poco de suerte, algunas pistolas táser, quizá un par de bombas de aturdimiento. Por fortuna, ese material serviría para que los dos ex militares se entretuvieran un rato acribillando a estos infelices hasta hacerlos picadillo; entonces, él mismo entraría en acción con sus profesionales personalmente escogidos y terminaría el trabajo.
Volvió a examinar el terreno con los prismáticos, tomando nota mental de las líneas de avance y los puntos en los que podrían parapetarse: el contenedor, el montón de postes de vallado... El complejo del subsuelo se extendía a lo largo de centenares de metros, un factor que ya había tenido en cuenta; existía otra entrada —la principal— situada alrededor de un kilómetro y medio al sur, y ya había previsto que un equipo de Black Arrow se apostara allí —consultó su reloj— en cuestión de uno o dos minutos.
En ese momento, su teléfono móvil zumbó en el bolsillo de la pechera.
—¿Puedo hablar con Alice?
—Lo siento, pero se ha equivocado de número —respondió.
Si el otro hubiera preguntado por Betty, el mensaje sería que el operativo estaba «en Bancarrota». La mención de Alice, en cambio, indicaba que las cosas avanzaban «según lo Acordado»; es decir, que el grupo de Black Arrow ya estaba frente a la entrada principal. Quince efectivos en total, a los que se habrían sumado dos de sus propios hombres encargados de la coordinación de las acciones. Tenían órdenes de no intervenir mientras los de Black Arrow reducían a los guardias de seguridad: era lo más adecuado pues, como sucedía en tantas otras instalaciones del servicio consideradas como secundarias, la seguridad había sido subcontratada, de manera que el enfrentamiento se produciría entre dos grupos de zopencos.
A continuación, seguiría la indispensable labor de desatascar las cañerías: avanzarían por el túnel empujando la mierda —Donovan y los demás— en dirección al otro único desagüe, la escotilla situada en la fábrica en desuso, y cuando reaparecieran en el solar, él estaría allí para asegurarse de que no irían más allá. Era posible que ni siquiera llegaran a salir propiamente y, con un poco de suerte, no quedarían cadáveres a la vista.
Aunque habría cadáveres, sin duda, porque de allí no debía escapar nadie. Por un momento se acordó de River Cartwright y Louisa Guy; el primero era un coñazo de marca mayor que pedía a gritos fallecer víctima de un accidente, pero el caso de Guy era distinto, y lo hacía sentir incómodo. Apenas un año atrás, un coche había arrollado a su novio en la zona de Blackfriars, lo que constituía para él una especie de vergüenza profesional. La incomodidad, pues, podía tener su origen en el remordimiento o en la irritación provocada por un recuerdo desagradable. En cualquier caso, esa misma noche haría borrón y cuenta nueva. No tenía nada personal contra Louisa Guy, pero tampoco era culpa suya que la pobre chica tuviera tan mala suerte.
—¿A los de la Ciénaga también? —le había preguntado a Tearney.
No quería la menor ambigüedad al respecto.
—A todos —fue la respuesta de Tearney, y para despejar cualquier duda añadió—: A los de la Casa de la Ciénaga también.
Más claro, el agua.
Volvió a meterse el teléfono en el bolsillo y continuó estudiando el terreno que se extendía a sus pies mientras la luz iba desapareciendo poco a poco y las sombras se aventuraban sigilosamente desde los rincones.
El reloj del salpicadero indicaba que ya habían pasado catorce minutos y Marcus seguía plantado en la acera discutiendo con el policía. Habría sido más rápido aceptar que le quitaran puntos, pagar la multa, cumplir una breve condena de cárcel... pero cualquiera de esas opciones suponía declararse culpable, lo que no era fácil para un hombre acostumbrado a tirar puertas a patadas y más que dispuesto a volver a hacerlo si le buscaban las cosquillas, algo que no podía descartarse del todo si aquellos catorce minutos se prolongaban mucho más allá.
Shirley contemplaba la escena desde el asiento del pasajero del monovolumen, pensando que lo normal en esos casos sería que ella también bajara del coche para apoyar a Marcus, entre otras cosas porque las discusiones con uniformados se le daban de maravilla, sobre todo cuando su propio bando llevaba claramente las de perder. Pero sabía que los polizontes tienen un sexto sentido para detectar los rollos raros y no tenía ganas de someterse a un análisis de consumo de drogas ni dentro de dos horas ni dentro de dos semanas. Y además, Marcus sabía arreglárselas solito. En el peor de los casos, seguramente conocía quince maneras distintas de cargarse a un oponente desarmado, y más de quince si lo dejaban usar las dos manos.
Esos talentos no le habían servido de nada en la Casa de la Ciénaga, que para colmo ya era historia. Ella empezaba a tomar conciencia de lo sucedido: al día siguiente despertaría en la cama, torcería el gesto al pensar en lo que la jornada de trabajo iba a depararle y de pronto recordaría que se había acabado lo que se daba... y para siempre. Se vería convertida en algo todavía peor que un caballo lento: una ex jamelga lenta sin planes ni perspectivas de futuro.
En cuanto a Marcus, si le daba por asestarle un mamporro al policía y dejarlo fuera de combate se enteraría de lo que vale un peine cuando uno ya no forma parte del servicio.
En la calle seguía habiendo movimiento —por lo visto había gente que tenía cosas que hacer—, los peatones atenuaban el paso para mirarlos y se les iluminaba el rostro de puro regocijo ante las penalidades ajenas. Marcus acababa de cruzar los brazos sobre el pecho, lo que hizo que a ella le entraran ganas de ponerse en posición de accidente y «prepararse para el impacto». Porque si se le iba la cabeza y lo detenían, ninguno de los dos iba a ir ninguna parte, y si no iban a ninguna parte... bueno, no hacía falta terminar esa frase.
Lo que necesitaban era que las cosas se pusieran peor, que River y Louisa se encontraran en grave peligro de modo que ellos pudieran aparecer justo a tiempo para salvarlos o, si esto último no era posible por haber llegado un poquitín tarde, al menos para enviar al otro barrio a los malos. En cualquiera de esos casos, el culpable oficial sería Jackson Lamb: era su operación y, por tanto, si algo salía mal o si alguno de sus agentes resultaba herido o muerto, no habría otro responsable que él. Shirley se estremeció de placer al imaginarse remontando el vuelo cual ave fénix a costa del gordo cabrón: el suyo sería el regreso a la escena más espectacular desde los tiempos de Lázaro, pues sin duda la readmitirían en Regent’s Park después de haber evitado una catástrofe que amenazaba la seguridad nacional. Lo primero que haría sería enviarle una postal a Lamb: «¿Nos echas de menos?». ¡Ja! Sería la puta bomba.
Pero para que todo eso pudiera ocurrir, era fundamental que a Marcus no se le fuese la pinza.
Mientras esperaba a ver qué hacía su compañero, acercó el rostro al móvil y accedió a la intranet del servicio. Se sintió aliviada y también un poquillo decepcionada al ver que no habían anulado su contraseña. Tampoco era de extrañar, conociendo a Lamb: sin Catherine Standish a su lado para ayudarlo a organizarse, ni siquiera se le debía de haber ocurrido seguir el protocolo de rigor tras haber despedido a dos empleados a lo loco. «Pues muchas gracias, capullo», pensó mientras navegaba hasta llegar al registro de ciudadanos, la base de datos que contenía los nombres de todos aquellos a quienes el servicio estaba obligado a proteger y que, a su vez, constituían la mayor amenaza contra la seguridad nacional: el pueblo británico. Se trataba de una de esas paradojas que te aconsejaban ignorar en lo posible cuando empezabas tu carrera profesional: estaba claro que con un Snowden por generación bastaba y sobraba.
Hizo lo posible por concentrarse y no hacer caso a las burbujeantes sensaciones que aún circulaban por su torrente sanguíneo —qué coño, si sólo había esnifado un tirito de nada; cualquiera diría que el propio Lamb no se daba sus buenos chutes de nicotina—. Abrió el expediente de Sean Donovan y encontró todo lo resumido por River Cartwright: carrera militar, comisión de servicio en el Ministerio de Defensa, asignación a las fuerzas de la ONU... También se describía lo sucedido la noche en la que todo se fue al carajo, cuando perdió el control del volante de un jeep mientras volvía a casa después de haber pronunciado una charla ante un puñado de cadetes. Su pasajera, una capitana llamada Alison Dunn, había muerto cuando el jeep dio una vuelta de campana y se precipitó por una zanja; por lo visto, Donovan había tenido mucha suerte de no palmarla también, una suerte que más tarde sin duda debía de haber lamentado durante mucho tiempo: había pasado de ejecutar misiones estelares en el extranjero a estar encerrado en una jaula de ladrillos. Si a ella le pasara algo semejante haría lo posible por matarse o cuando menos por autolesionarse lo suficiente como para que la tuvieran sedada con morfina mientras durase su condena.
Los expedientes incluían hipervínculos con referencias cruzadas, de manera que enseguida dio con los contactos personales de Donovan.
Shirley se dio cuenta rápidamente de que Cartwright no había dado ese paso; de lo contrario, le habría faltado tiempo para subrayar cierta información concreta —la que ella tenía en este momento ante sus ojos— al contarles la trayectoria profesional de Sean Donovan.
Marcus continuaba discutiendo con el policía y saltaba a la vista que éste estaba considerando la posibilidad de empuñar la táser y soltarle una descarga aunque luego tuviera que pasarse una semana entera rellenando formularios. Shirley los contempló un momento, echó una nueva ojeada al teléfono y decidió que ya era suficiente.
Se apoyó sobre la bocina.
Siguiendo las indicaciones del GPS, Roderick Ho enfiló el siguiente desvío y salió de la autovía. El mundo se tornó de inmediato más oscuro y silencioso, y el mecánico rumor del tráfico fue reduciéndose hasta parecerse al zumbido de un mosquito. La salida los llevó a una rotonda y, de ahí, a una carretera secundaria cuyos laterales estaban agrietados y sembrados de baches. El follaje y las ramas de los árboles que pendían en lo alto parecían una sucesión de pescadores con caña a la espera de que alguna pieza mordiera el anzuelo. En teoría, los árboles eran una cosa estupenda, los pulmones del planeta y todo eso, y él no tenía ningún problema en pasear por un parque, pero allí resultaban demasiado voluminosos, como esos perros que parecen aumentar de tamaño en cuanto sus dueños los sueltan de sus correas. Proyectaban sus sombras como si el tráfico que circulaba por debajo sólo pudiera hacerlo con su permiso, y él los habría percibido como una amenaza a la idea que tenía de sí mismo si hubiese sido capaz de pensar en esos términos, pero sencillamente encontraba que eran un puto asco y un peligro para los conductores. Tomó nota mental de la necesidad de hacer algo al respecto, anotación que guardó en su carpeta interior titulada «Cuando sea rey», y volvió a consultar el GPS.
El lugar al que se dirigían se hallaba a unos setecientos metros de distancia.
—Reduce la velocidad —ordenó Lamb.
—Estoy reduciendo.
—Pues reduce más rápido, hombre.
Se detuvieron junto a lo que parecía ser un área de descanso.
—Apaga el motor.
Se hizo el silencio, un silencio que sólo era tal si estabas hecho al ruido de la ciudad: el coche emitía un leve rumor y la naturaleza circundante hacía lo propio. Por la ventanilla abierta de Ho se colaba el aire cálido y pegajoso de la noche.
La casa de campo a la que se dirigían aún no estaba a la vista. Faltaban unos setecientos metros, aunque él no tenía una idea clara de la distancia que suponía un kilómetro. Los árboles que se sucedían a uno de los lados de la carretera no pasaban de ser eso, una hilera de árboles; en el otro lado formaban un bosque: tras unos se escondían otros, de manera que sólo podía ver una oscuridad que iba haciéndose gradualmente más tenebrosa. Echó una ojeada por el retrovisor: Lamb estaba inmóvil y su mirada se perdía en el vacío. Pensó en preguntarle qué harían a continuación, pero no se atrevió; se quedó contemplando la carretera vacía, que trazaba una curva algo más adelante, por lo que hacia el frente no se veían sino más árboles.
«Tienes que hacer algo», le había dicho Marcus Longridge.
Bueno, pues estaba haciendo algo. No tenía claro el qué, pero si Catherine Standish efectivamente estaba encerrada en la casa de ahí delante, ese algo sin duda iba a implicar bajarse del coche, una perspectiva que no le hacía demasiada gracia.
Lamb se puso a rebuscar por el suelo del vehículo y, cuando se enderezó, tenía el vaso de papel en la mano. Había estado usándolo como cenicero, así que por lo menos no había ensuciado tanto el coche; sin embargo, ante la atónita mirada de Ho, procedió a vaciar el contenido en el asiento del pasajero y le preguntó:
—¿Tienes cambio?
—¿Cambio?
—Unas monedas sueltas, lo que tengas.
Encontró unas cuantas en su portamonedas.
Lamb las puso en el vaso y luego lo agitó un poco haciéndolas tintinear. A continuación, abrió la portezuela del coche.
—Si en veinte minutos no he vuelto, haz algo.
—¿Algo como qué?
—Y a mí qué cojones me cuentas: búscalo en Google, joder. Escribe «plan infalible» y a ver qué te sale.
—¿Qué vas a hacer?
—Aún no lo he decidido, pero el objetivo es volver con Standish. Esto de vivir sin una persona que me ahorre tratar con gente como vosotros está resultando un suplicio.
—¿Llevas pistola?
—No.
—¿Y si ellos van armados?
—Me conmueve que te preocupes por mí. Ya me las arreglaré.
—Pero ¿y si...?
Lamb salió del coche y asomó la cabeza por la ventanilla.
—¿Y si van armados y vienen a por ti?
—Exacto.
—Te las arreglarás: eso de encajar un balazo es como caerse de la rama de un árbol, no hace falta tenerlo ensayado.
Echó a andar por la carretera y se fundió en el crepúsculo como si estuviera en su salsa: parecía que las sombras del campo le resultaban tan familiares como las de cualquier otro lugar. De hecho, se dijo Ho, Lamb sólo se hallaba en su salsa en medio de las sombras. No se trataba de un pensamiento de cosecha propia: recordaba habérselo oído decir a Catherine Standish: «Lamb es una criatura de la penumbra...» Se estremeció al recordarlo. Consultó el reloj del salpicadero para saber en qué momento habrían transcurrido veinte minutos y, cuando volvió a posar la mirada en la carretera, Lamb se había esfumado del todo.
«Tienes que hacer algo.»
Por desgracia, no tenía ni la menor idea de qué podía hacer.
Esperaba que Lamb volviese antes de que la cuestión se convirtiera en un problema.
—Sois unos cabronazos, ¿vale? —dijo Douglas.
River estaba de acuerdo con él, al menos en parte, pero a la hora de conseguir resultados lo mejor era ser un cabronazo, hasta los caballos lentos lo sabían. Douglas se había negado a cooperar y ninguno de los dos había pretendido herir sus sentimientos, pero al final apenas necesitaron un minuto para averiguar cómo se abría la escotilla: los interruptores de la consola estaban perfectamente rotulados y uno de ellos exhibía la leyenda ESCOTILLA.
Douglas contempló los monitores con amargura mientras Donovan y Traynor se dejaban caer en la cámara estanca ubicada bajo el suelo de la fábrica. Cuando vio cómo descendían por la escalerilla que llevaba a la sala, miró a Louisa con expresión de amargura.
—Informaré de todo esto —prometió.
—¿Incluyendo el hecho de que me has manoseado las tetas?
—Yo nunca... yo no...
River decidió que era el momento de intervenir:
—Tranquilo, Douglas. No hagas el idiota y con un poco de suerte saldrás de ésta sin perder el empleo.
Donovan y Traynor llegaron a la sala y miraron a su alrededor como si fueran expertos en instalaciones de ese tipo.
—¿El colega es el único de guardia? —preguntó Traynor.
—Sí —respondió Louisa.
—¿Y va a portarse bien?
—Sí.
—Vale, que se siente en algún lugar y se quede calladito y sin tocar nada.
—Quieren que te sientes en alguna parte y que mantengas el pico cerrado —repitió Louisa.
Douglas respondió con un bufido.
—Ya lo he oído.
—El fichero está por allí —River señaló las puertas que les había indicado Douglas, unas puertas batientes con unos ojos de buey que asomaban a la más absoluta oscuridad.
—Gracias —dijo Traynor—. Ahora, sé bueno tú también y quédate sentado junto a Igor.
—¡¿Igor?! —exclamó Douglas.
—Eso ni lo sueñes —replicó River.
—«Nadie acorrala a Baby», como decía Patrick Swayze en Dirty Dancing —musitó Louisa.
River la ignoró.
—Lo convenido era que os permitiésemos coger el fichero gris y marcharos: nadie habló de dejaros vagar por este sitio a vuestras anchas.
—El amigo no para de largar, Sean, ¿puedo cargármelo? —preguntó Traynor.
Fiel a sí mismo, River dio un paso adelante al oírlo, movimiento que Traynor parecía estar esperando. Los pechos del uno y del otro se acercaron hasta casi rozarse.
Louisa se echó a reír.
—¿Por qué no os la sacáis los dos? Eso sería lo más práctico. Seguro que Douglas tiene una cinta métrica por ahí.
—Vale, ya está bien. Que todo el mundo se calle, tú incluida —ordenó Donovan. Se volvió hacia Traynor y añadió—: Espérame aquí y vigílalos, Ben. No le dispares a nadie si no es imprescindible.
Traynor asintió, se tocó el cinturón y apartó el faldón de la camisa revelando la culata de una pistola.
River miró a Traynor con desdén.
—No voy a repetirlo —dijo Donovan—: si no os portáis como es debido mi compañero os meterá un balazo en la rodilla.
Se dirigió hacia las puertas batientes, las empujó y desapareció por el corredor situado al otro lado.
—Marcus...
—El puto gilipollas del policía... ¡el semáforo estaba en ámbar! Tenía tiempo de sobra para pasar; más que de sobra, joder.
—Marcus...
—Ha tenido suerte de que no lo...
—Marcus...
—¡¿Qué?!
Su tono indicaba que no esperaba una respuesta. De hecho, lo que pretendía decir era que aún no había acabado de hablar, pero enseguida percibió una expresión peculiar en el rostro de Shirley.
—¿Qué? —repitió, esta vez esperando una respuesta.
—Los militares eran dos, ¿verdad? —dijo Shirley—. Donovan y un tal Traynor.
—Sí: entraron a trabajar en Black Arrow a la vez. —Arrancó y dirigió una mirada rabiosa al retrovisor, en el que aún se veía al policía de pie en la acera, observándolos como si tratara de dar con alguna infracción adicional: un intermitente averiado, la falta de un retrovisor exterior, alta traición...
—Benjamin Traynor sirvió con Donovan en el ejército —explicó Shirley—, lo licenciaron con honores más o menos cuando Donovan salió del trullo.
—¿Y qué? Son viejos camaradas: dos amigos del ejército no van a dejar de serlo por una tontería como una estancia entre rejas.
—Sí, claro, aunque hay más. ¿Te acuerdas de Alison Dunn, la mujer que murió la noche que Donovan se estrelló con el coche?
—¿Qué pasa con ella?
—Resulta que era la novia de Traynor —repuso Shirley.
La luz de las ventanas pintaba apenas de amarillo el cielo del atardecer. Dentro de una hora, esas mismas ventanas serían como balizas en medio de la noche, pero por el momento parecían una muestra de debilidad. La casa de campo era de piedra con un anexo de ladrillo en una de sus alas. En la puerta principal había una especie de porche, un añadido hecho de madera que la próxima tempestad o el soplido del lobo feroz podría reducir a escombros. En el extenso patio delantero había un típico autobús londinense descapotable que resultaba incongruente en un entorno como aquél. Tenía la lona corrida sobre el piso superior para evitar que entrara la lluvia, lo que suponía una muestra de pesimismo y de optimismo a la vez, teniendo en cuenta la ola de calor.
De ser una granja en funcionamiento, pensó Lamb, a esas alturas ya habría oído ladrar a algún perro, pero sólo percibía el chirriar de los grillos.
Volvió a estudiar la casa. Sin duda contaba con un desván y una bodega, y era de esperar que la rehén estuviera encerrada en el uno o en la otra. Él mismo habría optado por la bodega, pero había algo raro en todo ese asunto, un aroma a inverosimilitud provocado por la presencia del fichero gris en la mezcla, así que era posible que Standish se encontrara en la cocina preparándole una taza de té al fulano que Donovan hubiera dejado custodiándola, seguramente más contenta y feliz de lo que estaba en la Casa de la Ciénaga.
Aun así, seguía formando parte de su equipo, y el que le buscara las cosquillas ya podía andarse con cuidado. Además, los agentes a los que no conseguías salvar de una situación comprometida eran los que después no te dejaban dormir por las noches.
Agitó el vaso de papel y, tal como esperaba, se oyó un tintineo metálico. Cuando te disponías a tomar una ciudadela enemiga por asalto, no estaba de más hacerlo con cierto estilo. Tenía una pistola en la Casa de la Ciénaga, un arma ilegal que probablemente le habría resultado útil en ese momento, pero no tenía por costumbre liarse a tiros con soldados profesionales: era uno de los secretos de su longevidad. Bueno, sí que lo había hecho en una ocasión en concreto... Rememoró una vez más las desagradables imágenes: la iglesia en llamas, el intercambio de disparos en la nieve... y sacudió los hombros para espantar el recuerdo.
En el porche había un timbre, pero se decantó por el aldabón, que hizo sonar con todas sus fuerzas. El estruendoso repicar estremeció las bisagras de la puerta y fue trasladándose por cada metro cuadrado del interior recorriendo las vigas y rodapiés con tanta fluidez como lo haría una familia de ratones. ¡Tan, tan, tan, tan! Si aquel follón no despertaba a los muertos, como poco angustiaría a los gusanos ocupados en saborear sus cadáveres.
La puerta se abrió de golpe arrancándole la aldaba de los dedos.
—¿Qué es lo que quiere? —le espetó el tipo que acababa de abrir.
Era más joven de lo que Lamb esperaba; bajo y fornido, vestido con una camiseta color crudo de manga corta. Tenía los brazos surcados de serpenteantes dibujos blanquiazules, el cráneo afeitado y una expresión a mitad de camino entre la cólera y la alarma. Lo que era perfecto, se dijo Lamb: sería una gozada actuar ante un público como ése. Sin mediar palabra, se puso a cantar.
—«Feliz Navidad, feliz Navidad, próspero año y felicidad...»
No era la mejor interpretación de la historia pero, a despecho de las circunstancias, se las había apañado con la melodía.
Luego agitó el vaso.
—¡La voluntad para los chavalitos huérfanos! Ojo: ya sé que vengo con adelanto, pero es que no me gusta dejar las cosas para el último momento.
—Pero ¡¿qué coño es esto...?! —exclamó el otro.