13

Catherine Standish no podía dejar de mirar la botella vacía.

La gente subestimaba las botellas vacías. En los viejos tiempos, ella misma se había dejado deslumbrar con demasiada facilidad por las llenas, pues consideraba las otras meros hitos en el viaje emprendido para olvidarse de todo y de todos, ya fuera en el oscuro sótano del sueño sin sueños o en el laberinto del apagón mental provocado por el alcohol, que deshojaba las horas trascurridas e iba tirándolas lejos de la vista. Después, era imposible rehacer los propios pasos, averiguar dónde había estado y qué había hecho allí. Además, las botellas vacías jamás contenían mensajes, y podías hacerlas girar una y otra vez hasta hartarte y siempre apuntaban en la misma dirección: de vuelta a la oscuridad, a las horas y minutos desechados para siempre.

Pero la botella que tenía en sus manos poseía cierta belleza propia. Sabía que era un producto de fábrica, que ningún artesano había acariciado su forma recién creada; sin embargo, mientras la contemplaba y sopesaba en las manos, iba acordándose de todas las botellas vaciadas a lo largo de su vida, y ninguna había sido tan gentil...

«Gentil»: ésa era exactamente la palabra que la describía. «Gentil.» Desde que Bailey había aparecido con la bandeja, ella había estado luchando, debatiendo consigo misma, diciéndose que esta botella era su enemiga, algo que debía eludir como fuese, como se eludiría una serpiente que apareciese de pronto en el jardín. No comprendía que las dos querían lo mismo: que la botella ansiaba estar vacía en la misma medida en que ella ansiaba vaciarla. «El deseo es la razón misma de todo lo que está hecho de cristal», pensó. «El cristal no es más que deseo materializado: si soplas en el interior, adquiere nuevas formas, pero si lo golpeas en el lugar equivocado se hace añicos.»

Y ella acababa de cumplir los deseos secretos de esa botella en concreto, pensó: su contenido era historia.

Le había parecido oír cantar a alguien —si es que eso podía considerarse cantar, porque más bien había sonado como una bronca navideña—, y de inmediato pensó que las voces volvían a rondar su cabeza. Pero no, se dijo, eso era poco probable: no bastaba con un solo día de encierro en aquella buhardilla para volver a caer en las profundidades de las que había tardado tantos años en salir. Al fin y al cabo, acababa de verter el puto Pinot por el desagüe del lavabo.

Después de semejante triunfo, lo que se merecía era un desfile de la victoria y no una recaída.

Así que llenó de agua la botella y enroscó el tapón con firmeza. El recipiente se mantenía en un agradable equilibrio en su mano, pesaba exactamente lo que tenía que pesar. Bailey era joven y fuerte, pero Catherine Standish había empuñado muchas botellas y sabía que un golpe inesperado con una como aquélla podía detener una pelea antes de que comenzara.

Por mucho que Bailey se hubiese comportado como un anfitrión más o menos amable, la próxima vez que entrara por la puerta, iba a enseñarle lo que se sentía al emprender un viaje hacia el olvido.

Mientras se dirigían hacia el oeste, liberados ya del tráfico del centro, pero atrapados entre los que salían de la ciudad, Marcus se vio obligado a aminorar la marcha hasta avanzar a paso de tortuga. Otra retención a la vista. Cuando llegaran al lugar del incidente se darían cuenta de que no era nada —una mancha de grasa en el asfalto y unos cuantos conos bloqueando el carril— y acabarían lanzando maldiciones como todos los demás, pero al menos el atasco les permitía debatir sobre lo que había descubierto Shirley.

—Quizá tampoco es tan importante —dijo Marcus.

—¿Tú crees?

—Esos dos se conocían de tiempo atrás. Fueron compañeros de armas, Shirley, y ese tipo de vínculo no se rompe tan fácilmente, no después de haber luchado codo con codo.

—Donovan mató a la prometida de Traynor, Marcus. No estamos hablando de que... no sé... de que en un mal día le destrozara el coche.

—Bueno, hay gente que se siente muy apegada a sus coches, ¿sabes? El caso es que lo de esa mujer fue un accidente, ¿no? Quizá Traynor es de los que saben perdonar.

—Ese tipo luchó en Afganistán —recordó Shirley—, no creo que poner la otra mejilla formara parte de su adiestramiento...

Todavía estaba rastreando a Alison Dunn en los archivos del servicio, así que deslizó el dedo por la pantalla del móvil para seguir leyendo.

—Vaya, Dunn fue asignada a la misma comisión de la ONU que Donovan...

—Ahora que lo pienso —dijo Marcus—, ¿en el ejército permiten que dos soldados se casen?

—Aquí hay unas frases censuradas.

—¿Y qué pone?

—Está tachado, idiota.

—Ya lo he oído, mema, pero algo habrá que esté sin tachar, ¿no?

Shirley le hizo un resumen:

—Poco después de regresar a Gran Bretaña tras la misión para las Naciones Unidas, Dunn presentó un informe de algún tipo. No sabemos qué decía, pero las altas esferas lo clasificaron como confidencial.

—Mmm —dijo Marcus.

—¿Mmm? —repitió ella—. ¿No puedes expresarte con mayor claridad? ¿Qué quieres decir exactamente con eso de «mmm»?

—En este contexto —dijo Marcus—, «mmm» significa «mierda política de alguna clase», y de las mierdas políticas hay que huir como de la peste.

Por alguna razón misteriosa, los coches de delante empezaron a circular con fluidez.

—Ya, ¿y eso quiere decir que vas a dar media vuelta y volver a casa? —preguntó Shirley.

—No, creo que lo mejor es que vayamos a apoyar a Louisa y Cartwright cuanto antes.

—¿Por qué lo dices? —preguntó ella levantando la vista de la pantallita.

—¿Ves esa furgoneta negra de ahí delante?

Shirley la localizó de inmediato.

—Lleva el emblema de Black Arrow pintado en el lateral —dijo Marcus—, y todo apunta a que se dirige al mismo lugar que nosotros.

—Que te follen —dijo el otro.

Seguramente pensaba que con eso bastaría. Dio un paso atrás para cerrarle la puerta en las narices, si bien Lamb podía ser muy rápido cuando le interesaba. Uno de sus ajados zapatones de cuero, endurecido por años de relación con su pie, se insertó en el umbral antes de que la puerta se cerrara del todo.

—¿No tienes una monedita de nada? —insistió—. Es por una buena causa...

—Saca el pie de ahí, vejestorio.

—Si quieres verme bailar, algo tienes que apoquinar.

Lamb arremetió contra la puerta, su oponente dio un paso atrás y él se coló en el interior, cerró de un taconazo y le arrojó el vaso de papel a la cara esperando que reaccionara de forma instintiva, como efectivamente hizo: agarró el vaso al vuelo, dejando el estómago desprotegido... Como no tenía intención de embarullarse en un combate cuerpo a cuerpo, Lamb actuó con rapidez. Echó el puño hacia atrás como si fuese a tañer una campana y lo hundió en el vientre de su oponente, que se dobló de dolor. Él aprovechó el movimiento para estamparle ambas palmas en las orejas y casi pudo oír la explosión en el interior de su cabeza. Mientras dirigía la rodilla al rostro indefenso del muchacho, se dijo que era posible que se hubiera equivocado de casa, así que el golpe que le propinó no fue tan brutal como podría haber sido. Sin soltarle las orejas, lo ayudó a caer al suelo con relativa consideración y de inmediato se hizo hacia atrás para esquivar la sangre que manaba de su rostro magullado.

—Has hecho que me acuerde de los viejos tiempos —le dijo en un susurro, aunque era poco probable que el otro pudiera oírlo.

Hizo rodar el cuerpo de su víctima y le encontró una pistola encajada en el cinturón. Bueno, eso resolvía el problema de si ésa era la casa de marras, o al menos disculpaba la violencia si al final resultaba que no lo era: un fulano armado que abría la puerta a alguien que llegaba cantando villancicos se merecía eso y mucho más, pensó, quedándose tan ancho. Sacó el cargador, se lo metió en un bolsillo y arrojó la pistola a la habitación más cercana. Aparte de Standish, en aquella casa no debía de haber nadie más, de lo contrario ya lo habrían dejado como un colador.

Se aclaró la garganta ruidosamente, miró a su alrededor y buscó algo parecido a una escupidera. Al final, optó por tragarse el gargajo: como siempre les decía a sus caballos lentos, los buenos modales nunca estaban de más. Había unas escaleras a la izquierda y un par de puertas situadas frente a la estancia a la que acababa de tirar la pistola. Todo indicaba que al final tendría que subir por aquellas puñeteras escaleras, así que lo mejor era hacerlo cuanto antes. Se detuvo en el primer rellano para encender un pitillo, pero justo antes de hacerlo olisqueó el aire intensamente. ¿Cómo se explicaba que allí también oliera a queso?, se preguntó.

Una cuestión secundaria. Con el pitillo en la boca, reemprendió el ascenso pisando con fuerza.

—Bueno, ¿y vosotros de qué vais, exactamente? —preguntó River.

Traynor le dirigió una mirada llena de sarcasmo, pero no respondió.

River estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared, en una postura que daba cierto respiro a los maltrechos músculos de su estómago, aunque no el suficiente como para que no siguiera ansiando un reencuentro con Nick Duffy en un futuro próximo. A un par de metros de distancia, Douglas daba la impresión de estar empeñado en sumirse en un universo diferente donde no había permitido que River y Louisa bajaran por la escotilla —aunque quizá sencillamente hacía lo posible por reprimir las lágrimas de rabia—. Por su parte, Louisa había desaparecido en lo que River, a esas alturas, reconocía como el mudo espacio interior en el que se refugiaba cada vez que su presencia física era inevitable aunque no se requería que estuviera atenta, el espacio donde se había confinado durante los primeros tiempos en la Casa de la Ciénaga tras la muerte de Min y al que ahora parecía decidida a mudarse de nuevo. «Debe de ser como cuando visitas un piso donde viviste mucho tiempo», pensó River, «al principio te sientes un poco extraño, pero al cabo de un día o dos tienes la impresión de que nunca te fuiste de allí».

Sobre sus cabezas, los monitores de circuito cerrado proseguían con su vigilancia automática: las imágenes del polígono industrial medio en ruinas se alternaban con las de las salas y pasillos desiertos que se extendían a lo largo de kilómetro y medio por debajo de la periferia occidental de la capital. Traynor los miraba atento siguiendo el avance de Donovan, o al menos eso parecía.

River volvió a intentarlo:

—¿Vuestro rollo son los ovnis? Por lo que sé, es un milagro que esos tipos que describen encuentros con extraterrestres sean capaces de deletrear la palabra «ovni». ¿A ti también te pone cachondo ese rollo, Traynor? A lo mejor no, déjame adivinar... ¡ya lo tengo! Tu obsesión personal es Lady Di: eres uno de esos gilipollas que creen que el servicio secreto se la cargó por orden del lagarto en jefe, el Duque de Edimburgo.

Esta vez, Traynor ni se molestó en mudar la expresión: se limitó a mirar a River sin pestañear, como si no fuera más que un pequeño insecto al que ni siquiera valía la pena aplastar.

—Bueno, pues voy a decirte una cosa, Traynor. Ésa es sin duda la teoría conspiranoica más demencial de todas. Si lo de Lady Di hubiera sido un asesinato, ¿no te parece que en el MI5 nos habríamos enterado?

—¿El MI5? —dijo Traynor—. Por lo que he oído, no os enteráis de nada; no acertaríais a decir si os han puesto o no mayonesa en las patatas fritas.

River se felicitó. Le había costado lo suyo, pero al final había logrado mosquearlo. Justo en ese momento, sin embargo, Traynor mudó de expresión y clavó los ojos en los monitores, y Louisa, que estaba de pie en medio de la sala, salió de su mudo espacio interior y se concentró en las pantallas.

—¿Y ésos quiénes cojones son? —preguntó.

Tan sólo Douglas se mantuvo sentado, River se unió a los demás y centró su atención en los monitores. En uno de ellos, concretamente en el que mostraba un corredor hasta entonces vacío, avanzaba un grupo de figuras vestidas de negro. ¿Un grupo de asalto que se dirigía hacia ellos? Al menos era lo que parecía, se dijo River.

Tras salir de la carretera principal, las calles fueron tornándose más angostas. Arboladas, al principio, y flanqueadas por hileras de casas adosadas, pero poco después, a medida que se acercaban a las vías del ferrocarril, las viviendas fueron dejando paso a depósitos de gas, naves industriales y solares vacíos. El tráfico fue reduciéndose y Marcus dejó que la distancia entre ellos y la furgoneta de Black Arrow aumentara. Cuando el vehículo desapareció entre un par de edificios en sombras, él siguió en línea recta sin detenerse mientras Shirley se revolvía en el asiento para no perder de vista el furgón.

—Ha entrado en un pequeño polígono industrial. El centro externo de almacenamiento tiene que estar por aquí, ¿no?

Marcus respondió con un gruñido, giró en la siguiente esquina y aparcó frente a las puertas de un garaje, bajo un gran cartel de PROHIBIDO APARCAR.

—Espera aquí —dijo.

—¿Adónde...?

—Necesito algo que tengo en el maletero.

Se apeó y se dirigió hacia la parte posterior del coche. Shirley se dispuso a bajar también, pero lo pensó mejor y se quedó sentada donde estaba. Comenzó a rebuscar en sus bolsillos, diciéndose que en alguno de ellos tenía que haber un tesoro escondido. Una papela con restos de cocaína era mucho pedir, pero llevaba puestos los mismos vaqueros desde hacía días y no sería la primera vez que encontrara una china de hachís escondida en alguno de sus recovecos, producto de alguna de sus correrías nocturnas y olvidada en el calor de... del calor. Pero no había nada. Se llevó la mano a la chaqueta y resiguió las costuras con los dedos: a veces una pastilla se colaba bajo el forro. Nada. Mierda. Tampoco importaba mucho: se sentía perfectamente. Quizá Marcus tenía algo en la guantera —aunque fuesen unas aspirinas, joder—, pero tras un rápido registro no encontró más botín que un viejo envoltorio con caramelos de menta y unos cuantos discos compactos sin sus cubiertas.

Pero se sentía perfectamente, no le hacía falta nada para estar bien despierta; con la adrenalina bastaría. No hacía falta que Marcus la sermoneara, ni siquiera precisaba sermonearse a sí misma. Para hacer a un lado la ansiedad, se puso a mirar los CD y encontró una copia pirata de un concierto de Arcade Fire en Hyde Park. Era demasiado moderno para Marcus: sin duda pertenecía a uno de sus chavales, lo que implicaba que, si se lo pedía prestado, la negociación sería larga y tediosa. Bien pensado, se trataba de un disco pirata, por lo que el chico no tenía derecho legal a poseerlo y la cuestión de la «propiedad» dejaba de tener sentido. Se lo metió en el bolsillo de la chaqueta y enseguida notó que ya no estaba nerviosa en absoluto, pero de repente el corazón le dio un vuelco: Marcus acababa de reaparecer junto a la ventanilla.

—No me pegues estos sustos.

—¿Te encuentras bien?

—Claro que estoy bien, por Dios. —Lo miró entrecerrando los ojos y agregó—: ¿De verdad vas a ponerte eso?

«Eso» era una gorra de béisbol de color negro como la que solía llevar durante su etapa en la unidad de asalto, aunque sin el delgado micro de comunicación. Se la había encasquetado hasta las cejas, pero con la visera apuntando hacia arriba.

—Es la costumbre.

—Te cubre la calva de la coronilla, eso sí.

Shirley tiró su chaqueta al asiento trasero y se bajó del coche.

—Mejor que te la pongas —dijo Marcus.

—Hace mucho calor.

—¿Vas a entrar ahí con una camiseta blanca? ¿Hablas en serio?

—Vale, vale. —Recogió la chaqueta y volvió a ponérsela—. Por tu edad podrías ser mi padre, ya lo sé, pero no por eso tienes derecho a hablarme como si lo fueras.

—No soy tan mayor... da igual, olvídalo. ¿Estás preparada? ¿Lo tienes claro?

—Ésos son unos soldaditos de juguete.

—Nunca hay que subestimar a tus oponentes, y menos si no sabes cuántos son.

—La furgoneta era de las grandes —reconoció Shirley—. ¿A qué crees que han venido?

—Es la tropa de Donovan, o lo era hasta que este mediodía se ha cargado a Monteith. Pero cuidado, es posible que no se lo hayan tomado a mal y que estén aquí para ayudarlo en lo que haga falta, o que...

—O que se la tengan jurada por haberse cargado a su jefe y hayan venido con la idea de joderle la existencia.

—Sí, algo por el estilo. ¿Vas armada?

—No, ¿y tú?

—No —dijo Marcus—. Bueno, llevo pistola.

—Pensaba que una pistola era un arma.

—Ésta es demasiado pequeña.

—¿Tienes otra que te sobre?

—¿Por quién me has tomado, por tu niñera? No, no tengo ninguna más: éste es un coche familiar, no un arsenal con ruedas. Y abróchate bien la chaqueta: el blanco de la camiseta está a la vista.

Shirley se la abrochó bien y ambos echaron a andar hacia la esquina.

Nick Duffy consultó su reloj y, justo cuando volvía a preguntarse dónde narices se habían metido los de Black Arrow, vio que la furgoneta aparecía en el solar y se detenía con un innecesario frenazo frente al montón de postes de vallado. «Una pandilla de aficionados.» Saltaron del furgón como si estuvieran en una de esas películas de la guerra de Vietnam y se desplegaron en abanico como si acabaran de descender del helicóptero y los del vietcong los estuvieran esperando emboscados en medio del arrozal.

Aunque... bueno, tampoco era indispensable que fuesen unos profesionales de primera: bastaba con que hicieran acto de presencia y fueran muchos.

Contó una docena de efectivos antes de dejar caer los prismáticos sobre el pecho. Ahora se habían puesto a jugar a indios y vaqueros, y asomaban la cabeza tras haberse puesto a cubierto allí donde podían: junto a la propia furgoneta, al lado del contenedor, en la pila de postes de vallado, incluso detrás del vehículo de los de la Casa de la Ciénaga, porque Cartwright y Guy eran tan duchos en el trabajo encubierto que lo habían estacionado a plena luz de las estrellas que iban apareciendo pausada pero inexorablemente en el firmamento. En cierto modo, iba a hacerles un favor a todos al llevárselos por delante, lo que lo alegró: ése era el ánimo necesario para hacer un trabajo como aquél. Lo fundamental era tener claro que actuarías en aras del bien común, incluidos quienes pronto estarían bajo tu punto de mira.

—A todos —le había dicho Tearney—. A los de la Casa de la Ciénaga también.

Observó cómo los bufones uniformados de negro seguían con su despliegue. Unos cuantos estaban descargando pertrechos de la furgoneta —un par de torres ligeras en trípode con reflectores Klieg en lo alto—, otros saltaban de una sombra a la siguiente preparando el terreno. Parecían estar disfrutando, pero tan sólo porque nunca habían tenido que hacerlo de verdad. Si hubiera sido de natural sentimental, Duffy quizá se habría dicho que él en su momento también había actuado de una forma similar, pero no lo era ni lo había sido nunca, por lo que se limitó a acuclillarse sobre la bolsa deportiva que tenía a sus pies y sacó un pasamontañas negro de seda. Negro porque era de noche, de seda por el calor —porque seguía haciendo calor, por muy de noche que fuese, un calor semejante al de una tahona con los hornos recién apagados—, pero sobre todo para que su cara no fuese visible. Una vez concluido el asunto, los de Black Arrow iban a tener que empaquetar a un montón de fiambres, y lo más recomendable era que no contasen con una descripción que brindar a la policía.

A continuación, revisó sus armas una vez más, comprobó que estaban cargadas y finalmente emprendió el descenso para asumir el control del operativo.

• • •

Al llegar al último piso, Lamb se encontró con una puerta cerrada con candado. Perfecto: era una buena pista, pensó. La llave sin duda estaba en el bolsillo del menda de antes; bastarían dos minutos para bajar y cogérselas, pero no parecía que hubiese voluntarios dispuestos a hacerlo, así que se contentó con gritar:

—¡¿Standish?! ¡Aléjate de la puerta, haz el favor!

Y, sin más, puso pies a la obra. La primera patada arrancó unas cuantas astillas e hizo que la mitad de la argolla metálica que sujetaba el candado se separara del marco, la segunda remató la faena. La puerta se abrió de un portazo hacia el interior, se estrelló contra la pared y, tras rebotar, volvió a cerrarse de golpe. En la fracción de segundo transcurrida, vio que Catherine estaba de pie ante otra puerta, sujetando algo. Empujó la puerta rota y entró, Standish continuaba allí plantada, pero sin nada en la mano.

La miró y, tras echar una ojeada a la buhardilla, le dijo:

—Pensaba que esto era un secuestro, no una escapadita a un albergue rural.

—Había un candado en la puerta —recordó ella.

—He visto madrigueras de conejo más inexpugnables. —Pasó frente a ella, asomó la cabeza por la otra puerta y se encontró ante el cuarto de baño—. ¡Vaya, pero si esta suite incluso tiene baño!

—Sí, y también la pedí para no fumadores —dijo ella mirando su cigarrillo.

—No hay vicio peor que los sermones pasivo-agresivos de ese tipo.

Aun así, lanzó el cigarrillo al retrete. Éste trazó un arco en el aire, rebotó en la tapa y fue a desaparecer tras el pedestal del lavamanos, donde era poco probable que provocara un incendio capaz de reducir la vivienda entera a cenizas.

—¿Qué has hecho con Bailey? —preguntó Catherine.

—Si te refieres al fenómeno que dejaron al cargo de la casa, ahora mismo está echándose la siesta. ¿Otro noviete tuyo, quizá?

—¿Qué quieres decir con eso de que está «echándose la siesta»?

—No lo he matado... si eso es lo que quieres saber. —Acababa de reparar en la bandeja, ante la cual se plantó en dos zancadas—. Que no haya malentendidos: no me gusta que secuestren al personal del servicio, pero no te emociones, tampoco eres tan importante.

Tras un momento de deliberación, desdeñó la manzana con una mueca de desagrado, se guardó la barrita energética en el bolsillo y cogió el sándwich.

—¿Con quién has venido?

—Con nadie.

—¿Has venido solo? —Catherine no pudo ocultar su incredulidad.

—Sí. Bueno, Ho me ha traído en coche. —Lamb pegó un mordisco al emparedado y torció el gesto—. Por Dios, ¿cuánto tiempo hace que te han traído esto?

—¿Qué es lo que quiere Donovan...?

—¿A cambio de ti? —Lamb masticó un poco, tragó y dio un nuevo mordisco. Luego explicó con la boca llena—: Está empeñado en hacerse con el archivo ese, el de los majaderos de las conspiraciones.

Catherine lo miró un segundo sin comprender.

—¡¿El fichero gris?! —exclamó con asombro.

—Sí, yo también me quedé de piedra. Por otra parte, si tenemos en cuenta que en su momento se lo montó contigo, la cosa resulta más plausible. —Hizo otra pausa para masticar—. Es obvio que el tío está loco de atar.

—¿Y si nos vamos de una vez?

—Aún no he acabado de cenar... —Olisqueó el emparedado—. Por cierto, ¿esto lleva queso?

—No, por Dios, otra vez no. Date la vuelta, anda.

Lamb hizo lo que se le indicaba y al momento notó que le arrancaban algo de la parte trasera de los pantalones. Se volvió y Catherine le mostró un disco aplastado de mozzarella.

—Cuando estés en el despacho de Roddy, mira bien antes de sentarte, así no tendrás que gastarte la paga en la tintorería.

—¿Qué es una tintorería?

Catherine salió de la buhardilla, se detuvo en el rellano y miró de nuevo hacia el interior. Lamb la siguió, pero no se molestó en volver la vista atrás: era una habitación normal y corriente en la que no había pasado nada digno de mención; en la vida había cosas peores que el aburrimiento.

Llegaron al siguiente rellano, desde donde vieron el cuerpo comatoso de Bailey desplomado en la planta baja. Bien podría estar durmiendo, pensó Catherine, si tuviera por costumbre golpearse la cara contra un yunque de herrero antes de acostarse por las noches.

—No es más que un chaval, Jackson —dijo.

—Un chaval con una pistola... por cierto, ¿por qué lo llamas Bailey?

—Porque también hace fotos.

Lamb pensó en ello un momento, pero no le dio mayor importancia.

—Bueno, pues ahora vas a tener que despertarlo: quiero saber qué es lo que Donovan se trae de verdad entre manos.

—Porque no crees que esté loco de atar.

—También, seguramente. Pero eso no significa que no nos tenga reservada alguna sorpresa.

Catherine se lo quedó mirando.

—Gracias por venir a rescatarme, Jackson.

—¿En algún momento dudaste de que iba a hacerlo?

—No, sabía que lo harías, pero pensaba que montarías un follón de mil demonios, eso es todo.

Y en ese momento preciso, Roderick Ho echó abajo la puerta principal al volante de un autobús de dos pisos.

• • •

—Es un equipo de Black Arrow —dijo Traynor.

Un equipo que ahora estaba desplegándose por el pasillo al modo típico de las películas de acción: uno de ellos cubría unos pocos metros a la carrera, se agazapaba junto a la pared y, acto seguido, uno de sus compañeros echaba a correr y avanzaba unos cuantos metros más. La mayoría iban armados con porras extensibles de policía y unos pocos empuñaban lo que parecían ser unas pistolas extrañamente aparatosas. «Pistolas táser», adivinó River; la mera idea hizo que un estremecimiento recorriera su espalda: no era la primera vez que se las veía con una táser.

—¿Vienen con vosotros? —preguntó Louisa.

—Ya les gustaría. —Traynor miró a Douglas—. ¿Dónde están? ¿Dónde se encuentra ese pasillo?

Sentado en el suelo, Douglas se encogió de hombros con expresión de disgusto.

—¡Por todos los santos del calendario! —murmuró Traynor, lo agarró por el cuello de la camisa, lo levantó en volandas y señaló la pantalla—. ¡¿Dónde está ese puto pasillo?!

Douglas necesitó un segundo o dos para recuperar la voz.

—Es el corredor C.

—Eso no me sirve de mucho, ¿dónde está el corredor C?

—A este lado del B —explicó el otro.

—¿A qué distancia de la sala donde se guarda el archivo?

—Ésa está justo después del corredor E.

—Muy bien —repuso Traynor. Extrajo la pistola del cinturón, comprobó que estaba cargada y la mantuvo empuñada hacia abajo con naturalidad.

—Muy bien. Hay cambio de planes. Voy a ir por ahí. —Señaló el pasillo por el que Donovan había desaparecido—. Haced el favor de no cruzaros en nuestro camino cuando volvamos.

—Seguís teniendo retenida a nuestra compañera —dijo Louisa.

—La pondrán en libertad a las nueve, pase lo que pase. Sana y salva. ¿Nos tomas por unos animales?

—Nunca se sabe.

River tenía los ojos fijos en uno de los monitores, el que mostraba a los de Black Arrow ocupados en hacerse fuertes en torno al complejo.

—¿Te propones acribillarlos a todos?

—Me propongo auxiliar a mi oficial al mando.

—Estamos hablando de unos soldaditos de andar por casa armados con poco más que palos y pedruscos —observó River.

—Algunos de ellos son veteranos del ejército —afirmó Traynor—, y no todos van desarmados. ¿Alguna vez habéis trabajado en la seguridad privada?

—Aún no —musitó Louisa.

—Bueno, pues andaos con cuidado: el sector está lleno de tipos que llevan pipa sin licencia.

—¿Qué es lo que estáis buscando realmente?

Pero Traynor ya se había ido por las puertas batientes y, sin volver la vista atrás, enfiló el pasillo al trote.

River se volvió hacia Douglas.

—¿En este lugar hay armas de algún tipo?

—Lo dirás en broma.

Tan sólo medio en broma, pensó River. Levantó la vista y contempló los monitores otra vez. Armados o no, los recién llegados eran muchos, probablemente más de los necesarios para ocuparse de dos antiguos militares.

Probablemente.

Douglas acababa de mover la palanca que abría la escotilla.

—Cuando llegues arriba, llama a tu jefe —le dijo River—: dile que tiene que dar la alarma.

—Jefa —apuntó Douglas.

—¿Cómo?

—Mi jefa: es una mujer.

—Pues muy bien, lo que sea. —Se volvió hacia Louisa—. ¿Y tú?

—Yo también soy mujer.

—Muy graciosa. —Pero era el primer intento de chiste que Louisa hacía en mucho tiempo, por lo que él le dedicó una breve sonrisa antes de añadir—: ¿Vas a subir?

—¿Y tú?

—Yo me voy a quedar un ratito por aquí: quiero averiguar de qué va todo esto.

—Ya, bueno, lo mismo que yo.

Douglas estaba llegando a la parte alta de la escalerilla. River esperó a que desapareciera por la escotilla y, a continuación, movió la palanca y volvió a sellarla.

En uno de los monitores se veía al equipo de Black Arrow apostándose frente a unas puertas, haciendo señales a diestro y siniestro y desplegándose como un acordeón.

Sin apartar la mirada, Louisa dijo:

—Recuérdame de qué lado estamos, anda.

—Lo tendremos más claro cuando empiecen a liarse a tiros —repuso River—. El que no esté apuntándote, ése es tu amigo.

Atravesaron las puertas batientes uno al lado del otro y se dirigieron pasillo abajo.

La sala era larga y de paredes altas. Nada más entrar, Traynor vio una multitud de cajones de madera apilados hasta casi llegar al techo. Algunos, seguramente los que contenían pruebas judiciales, estaban resguardados tras rejas de metal cerradas con candado. Hacia la mitad de la estancia, sin embargo, las pilas de cajones daban paso a varias hileras de estanterías separadas apenas un metro unas de otras. Un pasillo algo más amplio se extendía desde el centro hasta las puertas del otro extremo, frente a las que había un amplio espacio vacío rodeado de grandes archivadores metálicos pegados a las paredes. Sean Donovan estaba ante un estante lleno de carpetas que iba sacando una a una; tras consultar la página inicial, las tiraba al suelo como si fuera un simple lector enfurecido por no hallar lo que busca en la biblioteca. El suelo estaba cubierto de carpetas desde donde se hallaba hasta el pasillo, de modo que cuando Ben Traynor se acercó, Donovan daba la impresión de estar sembrando el caos a propósito, de transformar una pulcra extensión de historia perfectamente ordenada en un aluvión de acontecimientos entremezclados sin ton ni son.

Sin abandonar su labor, preguntó:

—¿Hay algún problema?

—Tenemos compañía.

—¿Quién?

Traynor pasó de largo y se dirigió a las puertas que daban al corredor E al tiempo que se sacaba el cinturón, que utilizó para enlazar los asideros de las puertas. Tiró con todas sus fuerzas y lo abrochó de nuevo, luego se volvió hacia su compañero.

Donovan estaba mirándolo.

—¿Quién? —repitió.

—La gente de Monteith.

Donovan lo pensó un momento, negó con la cabeza y dijo:

—Son pesos ligeros, Ben.

—No te digo que no, pero también son muchos —repuso Traynor—. Échame una mano con esto.

Donovan lo ayudó a volcar una estantería que deslizaron por el suelo hasta bloquear las puertas.

—Con esto no vamos a contenerlos mucho tiempo...

—Ya veremos —dijo Sean—: algunos de esos tipos no saben ni abrir una puerta.

Cuando Donovan volvió al estante que estaba revisando, Traynor aprovechó para echar un vistazo por el ojo de buey que no había quedado cubierto por la estantería.

—Ya están aquí, es mejor que nos vayamos.

—Yo no voy a salir huyendo de esos payasos, no sin lo que hemos venido a buscar.

—Sean, mira a tu alrededor: este lugar es tan grande como una puta iglesia. Podrías pasarte una semana buscando sin encontrarlo.

Donovan respondió con un gruñido. Se había perdido de vista entre los estantes, pero Traynor sabía lo que estaba haciendo.

—Los números de catalogación te indican dónde has de mirar: V de Virgil y las iniciales de Tearney. A continuación, la fecha y después un número de referencia con cuatro cifras. Lo que buscamos ocurrió hace seis u ocho años, de modo que tan sólo hemos de buscar en esta sección de aquí, ya he hecho la mitad del trabajo.

—¿Y si todo esto fuera una encerrona?

—¿Para qué iban a tendernos una trampa, Ben? Yo acababa de salir de la cárcel y estaba matándome a beber, y fue Taverner la que contactó conmigo, ¿lo recuerdas? No al revés. Yo en aquel momento no tenía ningún proyecto por delante.

—No me fío de ella.

—Es una espía: hay que estar loco para fiarse de ella. Pero es una espía con ideas propias, y su objetivo es el mismo que el nuestro: acabar con Tearney. Estamos haciendo esto por Alison, Ben, ¿lo recuerdas?

—Difícilmente voy a olvidarlo...

—En tal caso, ¿cuánto tiempo me das?

—De acuerdo, vale —le dijo Traynor—. Todo el que haga falta.

Pistola en mano, volvió a situarse junto a las puertas. Miró por el ojo de buey y distinguió algún movimiento puntual entre la tropa que había al otro lado. Se diría que estaban a punto de emprender el asalto... No era la primera vez que se encontraba en una situación como ésa, se dijo. El escenario era otro, pero el guión no cambiaba: el enemigo en la puerta, a unos pasos de distancia, presto a arremeter contra la endeble defensa ofrecida por una pared de ladrillo y yeso.

La diferencia estaba en la calidad del enemigo.

Volvió a comprobar su arma, aunque no hacía ninguna falta, y se mantuvo a la espera: cuando tratasen de echar las puertas abajo, les enviaría unos cuantos recaditos para que se lo fueran pensando. Pero era importante recordar que no todos los de Black Arrow eran unos payasos, uno o dos eran veteranos del ejército con experiencia en situaciones chungas: Irak, Afganistán... Si formaban parte de este comando, no le iba a hacer ninguna gracia abrir fuego contra ellos. Pero así era la vida del soldado: no siempre podías escoger a tus enemigos. Por lo demás, él ya no servía bajo ninguna bandera, lo más parecido en su caso era una fotografía de la capitana Alison Dunn. Nada más pensarlo, se besó los dedos índice y corazón y se palpó el bolsillo de la pechera, donde guardaba su foto. Podía oír cómo Donovan seguía ojeando una carpeta tras otra, sacando papeles, revisándolos con rapidez, desechándolos y tirándolos al suelo. Dejó que ese sonido se perdiera en la oscuridad de la sala y concentró toda su atención en el pasillo que se extendía tras las puertas bloqueadas. Alerta, en guardia, tan presto como el gatillo de su propia pistola.

Douglas emergió de la fábrica abandonada cual rata liberada de una de esas jaulas con una rueda dentro. Se detuvo, parpadeó repetidas veces y se dispuso a continuar, pero enseguida pasó un tren silbando y él se quedó paralizado como si la inmovilidad fuera el mejor recurso contra el peligro. En todo caso funcionó, pues el tren siguió su camino y pronto ya no era más que un rumor que se alejaba hacia los municipios de las afueras.

Levantó la vista al cielo estrellado, negó con la cabeza disgustado y se llevó la mano al bolsillo en busca del móvil. Escudriñó la pantalla y empezó a toquetearla en busca de un número, pero justo en ese momento, antes de que pudiera encontrarlo, uno de los de Black Arrow se le echó encima y le hizo un placaje absolutamente antirreglamentario, o al menos eso fue lo que pensó al verse aplastado contra el suelo. Con la boca pegada al hormigón, no podía gritar ni pedir ayuda; su aliento se había dispersado en la oscuridad. Una voz le gritó varias órdenes al oído sin que él llegara a entenderlas del todo, no porque le hablaran en una lengua extranjera, sino porque no estaba acostumbrado a ese tipo de experiencias. En ese preciso instante, un recuerdo acudió a su mente tan bruscamente como una explosión, el de una pareja de mediana edad que había estado follando en este mismo lugar, entrelazada en el asiento trasero de su coche. Mientras los observaba sin ser visto, se había creído invulnerable: las cosas que la gente hacía eran de chiste, pero él era quien les ponía el final gracioso. Ahora, sin embargo, quien resultaba risible era él. Sintió un brazo en torno a la garganta, obligándolo a enderezarse por la fuerza. No había mantenido tan estrecho contacto con otro ser humano desde que hizo un cursillo de socorrismo en la piscina de su pueblo, allá por el año 2007.

—Muy bien, me lo llevo.

«Me lo llevo», a él, a Douglas. Quien lo había dicho acababa de aparecer de entre las sombras, no era el individuo que lo había aplastado contra el suelo.

Hizo lo posible por recobrar el aliento; allí, en el exterior, el aire estaba caliente, pero lo sentía doblemente caliente cuando se esforzaba por inspirar.

Al parecer, había vomitado.

—¿Puedes andar?

Douglas asintió, aunque le parecía que no, que ni hablar.

El recién llegado iba vestido con ropas oscuras, pero no de tipo paramilitar, como las del cabrón que lo había derribado. Llevaba puesto un pasamontañas negro que parecía de seda.

—Entonces vamos —le ordenó.

Por lo visto, podía andar, o al menos no podía evitar que lo llevasen medio a rastras, lo que venía a ser lo mismo. Estaban llevándolo hacia una furgoneta negra repentinamente surgida de la oscuridad. A esas alturas, todo estaba envuelto en tinieblas, y las formas tan sólo se volvían discernibles al cabo de un rato. Respirar hondo. Espirar. El truco, según iba descubriendo, consistía en no esforzarse demasiado: eso de respirar era una de esas cosas que sólo salían bien si pensabas en otra cosa al hacerlas. El problema estribaba en que la alternativa era pensar en cómo lo arrastraban hasta la furgoneta y lo metían por las puertas traseras, que se cerraron con un ruido sordo. Se encontraba junto al tipo del pasamontañas, a solas en la densa oscuridad hasta que el otro encendió una pequeña linterna. La furgoneta era bastante grande: un monovolumen sin ventanas con asientos de banqueta en los laterales, al estilo militar. Seguía notando el sabor del vómito en la boca, y lo inquietaba la posibilidad de haberse roto algún diente al chocar contra el hormigón.

Por suerte, lo inquietaba más encontrarse a solas con ese sujeto.

—¿Estás mejor? —le preguntó.

Douglas asintió una vez más. Tosió y asintió de nuevo.

—Siento lo de antes.

La angustia comenzó a disiparse como la niebla.

—Los muchachos están un poco nerviosos, aunque no podemos reprochárselo, ¿no? Esa gente que has dejado entrar en el subterráneo es peligrosa, ¿me explicas por qué lo has hecho?

—Yo... eh... no puedo: es secreto.

—Claro, claro. Mira, hijo, no te apures. —El desconocido se despojó del pasamontañas y asumió la apariencia de una persona normal y corriente—. Soy de Regent’s Park, me llamo Duffy. Nick, si lo prefieres. Los dos sabemos que se ha producido una incidencia, una incursión: unos individuos se han colado en las instalaciones del servicio sin autorización previa. Y resulta que es la segunda vez que ocurre en un mismo día, de manera que no vale la pena que te agobies por lo que has hecho o dejado de hacer, si te has atenido a los protocolos o no; ahora mismo hay cosas más urgentes de las que ocuparnos, y lo que importa es solucionar este problema. Así que, dime, ¿cuántos son?

—Cuatro —respondió Douglas.

—Bien, es lo que pensábamos. ¿Y tu equipo de vigilancia? ¿Cuántos sois ahí abajo?

—Sólo yo, nadie más... —le contestó Douglas, y agregó—: ¿Cómo es que no lo sabes? Eres de Regent’s Park, ¿verdad?

—Sí, pero hoy andamos un poco liados. A veces pasa. Cuéntame cómo funciona esa entrada de la fábrica. Es una especie de escotilla, ¿no?

Douglas se lo contó.

—¿Y no hay forma de abrirla desde el exterior?

—No, es completamente segura.

—De acuerdo, muy bien. Eso tenía entendido también. Gracias, Douglas.

Douglas asintió y reparó en que volvía a respirar con normalidad, lo que supuso un alivio... que al momento se tornó irrelevante: el choque de su cuerpo contra el suelo de la furgoneta hizo más ruido que el disparo de la pistola. Duffy se sintió satisfecho: había recurrido a un silenciador de fabricación suiza de cuya efectividad no estaba seguro al cien por cien. Se arrodilló y empujó el cadáver de Douglas hasta situarlo bajo la banqueta. De haber dispuesto de un poco de tiempo y de un cubo de agua con jabón, se habría puesto a limpiar las salpicaduras de sesos en el lateral, pero tiempo era precisamente lo que no tenía.

«Uno menos», se dijo. «Quedan cuatro.»

Esta noche iba a estar muy ocupado.

Se puso el pasamontañas, apagó la linterna y salió a la creciente oscuridad.