El pub se encontraba en Great Portland Street y Diana Taverner recordó que, tiempo atrás, había estado allí con algunos compañeros del trabajo después del velatorio de un agente fallecido, Dieter Hess. No habían faltado los elogios hipócritas de rigor, cuando la verdad —como pasaba con casi todos los agentes dobles— era que tan sólo podías confiar en él si había pasta contante y sonante de por medio. Pero ésa era la naturaleza de la bestia: todos los espías proyectaban más sombras que un pino piñonero, y eran muy capaces de cobrarte hasta por decirte qué tiempo había hecho la tarde anterior.
Estaba bebiendo Johnny Walker etiqueta negra —el whisky de las ocasiones especiales— mientras trataba de determinar hasta qué punto esa ocasión era especial.
Resultaba más que evidente que la Dama Ingrid había percibido un penetrante olor a chamusquina, otra cuestión era si lo había olido a tiempo para poder detectar su procedencia. Si era el caso, su carrera profesional muy probablemente llegaría a su final esa misma semana: una cosa era tenérsela jurada a alguien y conspirar en su contra en los despachos —el pan nuestro de cada día en toda oficina que se precie— y otra muy distinta pasar a la acción directa. Esto último constituía una declaración de guerra en toda regla y, ante una enemiga como la Dama Ingrid, las únicas guerras que podían ganarse eran las que terminaban antes de que sonara el primer disparo.
Aunque esa oportunidad había sido demasiado buena para dejarla escapar...
Bebió un pequeño sorbo esforzándose en sofocar las repentinas ansias de encender un cigarrillo que el alcohol le despertaba de forma inevitable. En ese momento preciso, por debajo de la corteza londinense, Sean Donovan estaba tratando de hacerse con unas pruebas materiales suficientes no sólo para derrocar a Ingrid Tearney de su trono, sino hasta para llevarla a juicio y conseguir su encarcelamiento. Era casi seguro que dichas pruebas estaban en esos archivos. Sabía bien cómo funcionaba la mente de Tearney: su hábitat natural eran las reuniones y los comités; era, digamos, una funcionaria con mentalidad de funcionaria, lo que —y ya tendría que haberse dado cuenta de esto— podía ser un lastre cuando una trabajaba rodeada de otros funcionarios.
Sin duda había pensado que lo mejor sería esconder aquellos documentos entre el mar de papeles. En el servicio, como en tantas otras oficinas, había papeles para dar y regalar —¿no son, al fin y al cabo, la gracia y la desgracia de todo funcionario?—: siempre había presupuestos que equilibrar y terceros a los que apaciguar; itinerarios de vuelo y formularios de requerimientos; declaraciones de exención de responsabilidad, contratos, garantías... En el servicio, todo lo que estuviese más allá de tus funciones inmediatas exigía un montón de documentos con los que cubrirte las espaldas, y lo que caía dentro de tus funciones, un montón de formularios y comprobantes firmados por triplicado y con tus iniciales en cada hoja, más las copias para el archivo, que se sacarían a relucir el día en que quisieran echarte en cara unas acciones que ya ni siquiera recordarías. Los papeles movían el servicio, como a tantas otras corporaciones; los papeles, y no una maquinaria bien engrasada, hacían que las ruedas siguiesen girando. Y era así porque a nadie se le había ocurrido un método convincente para evitarlo; al menos, convincente para el funcionario al que había que convencer, que, como buen funcionario, se movía sólo por inercia y era tan flexible como un rinoceronte metido en un pasillo.
De manera que las pruebas debían de estar ahí, entre la información recientemente trasladada a un centro externo de almacenamiento. Ciertamente, ella misma hubiera podido dar el paso y recuperarlas en algún momento en los últimos años, pero eso habría comportado riesgos evidentes: los mismos que Donovan estaba asumiendo ahora en su lugar... Y además, la filtración de esas pruebas habría empujado al servicio a proceder a un lavado de cara o, dicho de otro modo, a designar una comisión especial de investigación cuyas averiguaciones se centrarían inevitablemente en descubrir al culpable de la filtración y no en investigar a la persona cuyos secretos habían sido filtrados. Así lo dejaba claro la suerte que habían corrido en los últimos tiempos unos cuantos desveladores de trapos sucios: puede que fueran auténticos iconos para la generación criada con internet, pero ella no tenía ganas de acabar encerrada en el cuartucho de una embajada o malviviendo en una capital extranjera. No, de eso nada. No obstante, si las pruebas salían a la luz por obra y gracia de un tercero, sólo tendría que mostrarse desolada cuando se supiera que la directora del servicio estaba hundida hasta las cejas en la corrupción, ofrecerle su apoyo al anonadado ministro y aceptar con humildad que la nombraran en su lugar con carácter temporal hasta que todo hubiera pasado... La única forma de arremeter contra Ingrid Tearney era por vía indirecta, lo que suponía utilizar a alguien como Sean Donovan, en quien podía confiar por la sencilla razón de que no era un espía, sino un soldado que quería vengarse del servicio porque le había arruinado la existencia.
Por supuesto, si Donovan llegaba a enterarse de que ella misma había sido la responsable de lo sucedido, la situación podía volverse muy peligrosa...
Se terminó la bebida, reflexionó un momento para ver si tenía otras opciones y concluyó que no: lo único que podía hacer en este momento era tomarse otra copa.
No tuvo que esperar mucho para que se la sirvieran... porque el barman era un hombre. Cuando esas cosas dejaran de suceder... en fin, no sabía qué haría cuando eso ocurriera: se sentiría como si ya sólo le quedara esperar a que llegara la muerte. Mientras el camarero le servía el whisky, miró a su alrededor y se encontró con su propio reflejo en un espejo cercano. Horrorizada, creyó percibir una mecha grisácea en su pelo castaño, pero pronto comprobó que, gracias a Dios, era sólo una ilusión óptica causada por la iluminación. Sin embargo, era el índice de un problema: el tiempo corría en su contra de forma implacable; pasara lo que pasase, tenía que intentar coger al vuelo cualquier oportunidad: más valía estrellarse a lo grande que ir apagándose de forma patética.
Esas reflexiones le impidieron prestar la debida atención a una persona sentada en un rincón del pub: un hombre elegante —muy elegante, incluso— con el pelo peinado hacia atrás sobre la ancha frente y los ojos oscuros. Parecía concentrado en la lectura de un periódico pero, en realidad, no le quitaba los ojos de encima.
—Te he dicho que sabía cómo hacerle un puente a un coche.
—Pero no has mencionado ni una palabra sobre autobuses —repuso Lamb.
Ho había demolido el porche de la casa, y donde antes estaba la puerta principal ahora había un boquete de notables dimensiones, algo que, en vista de la velocidad que había alcanzado, hablaba maravillas de la resistencia del viejo autobús londinense, pero no tanto de la fiabilidad de quien fuera que hubiera construido la vivienda. El recibidor estaba sembrado de trozos de ladrillo, cristales rotos y astillas de madera, y parte del marco de la puerta descansaba sobre la espalda de Bailey. De haberse adentrado un pelín más, el autobús lo habría aplastado como a un insecto.
—Pensaba que igual tenías algún problema...
—Claro, y de haber sido el caso, nada más indicado que entrar con un puto autobús y llevártelo todo por delante.
—Lo ha hecho con intención de ayudar —dijo Catherine—. Gracias, Roddy, buena idea. Ahora ve y trae un poco de agua, ¿sí?
—No tengo sed.
—Ya, bueno, no es para ti. La cocina está por ahí detrás, me parece.
—Intenta no echarla abajo —intervino Lamb.
Ho se alejó con gesto enfurruñado y, justo en ese momento, un fragmento de yeso del tamaño de un plato se desgajó del techo y fue a aterrizar en su cabeza.
Lamb alzó los ojos al cielo.
—Gracias, Señor, te debo una.
Catherine se agachó sobre Bailey y le quitó de encima algunos de los escombros.
—No te metas con Ho: si el que hubiera echado abajo una pared al volante de un autobús fueses tú, te faltaría tiempo para contárselo a todos. ¿Dónde están los demás?
—Cartwright y Guy están ocupados en ayudar a tu amiguito Donovan.
—¿En ayudarlo?
—Por lo visto, el fichero gris está en un centro externo de almacenamiento en Hayes y a Donovan le hacía falta ayuda del servicio para entrar. —Lamb rebuscó en el bolsillo un segundo y, cuando sacó la mano, sujetaba la barrita energética desprovista ya de su envoltorio. La partió en dos de un mordisco y, con la boca llena, añadió—: Aunque también es posible que a Donovan no le hiciera mucha gracia transitar por Hayes él solo.
—¿Y dónde están Marcus y Shirley?
—He decidido darles un incentivo.
—¿Y con eso qué quieres decir?
Lamb exhaló un suspiro como si necesitara armarse de paciencia.
—¿Es que soy el único en la Casa de la Ciénaga que domina el lenguaje de la gestión de empresas? —Se embutió el resto de la barrita en la boca.
—Puede ser, pero ¿en qué consiste el «incentivo»?
—Los he despedido.
Catherine lo pensó un momento: Marcus y Shirley eran aún más propensos que River a darse de cabezazos contra una pared mientras esperaban a que pasara algo, lo que fuese.
—Igual funciona —concedió.
—Sí, y si no es el caso siempre me quedará el consuelo de que ya están en la calle.
—Aun así, quizá simplemente hubieras podido darles instrucciones precisas.
—Aún no han aprendido a seguir unas putas instrucciones precisas.
Ho volvió de la cocina con un vaso de agua y se quedó paralizado, dudando si dárselo a Catherine o a Lamb.
—¡Es un jodido vaso de agua! —exclamó Lamb—. ¡Dáselo a quien sea!
Ho se lo entregó a Catherine.
—Gracias —dijo ella.
Estaba arrodillada, acunando en su regazo la cabeza de Bailey, que seguía inconsciente. Le abrió la boca con la mano y le dio agua.
—Vas a ahogarlo —dijo Lamb—, me parece un poco cruel.
—No soy yo quien le ha partido la cara.
—Creo que tengo uno de sus dientes clavado en la rodilla.
—No es más que un muchacho...
—Pues que no juegue con los mayores.
Lamb se agachó, le registró los bolsillos y encontró una billetera. Se sentó sobre sus cuartos traseros y examinó lo que había dentro: algunas monedas, un par de billetes de diez libras, una tarjeta de crédito y el carnet de conducir.
Los billetes desaparecieron en su carnoso puño.
—¿Se puede saber qué haces?
—Gastos de gasolina —contestó él. Echó una ojeada al carnet y susurró—: Vaya, vaya... Craig Dunn.
—Se está despertando —indicó Ho.
Los ojos del joven comenzaban a moverse bajo los párpados. Catherine le dio unas palmaditas en la mejilla.
—¿Es una técnica de primeros auxilios? —preguntó Lamb con suspicacia—. A mí más bien me parece la caricia que uno le haría a un perrito desvalido.
—¿Por qué no haces algo útil y llamas a una ambulancia?
—Ya he hecho algo útil —le recordó él. De pronto, se dio cuenta de que Ho lo estaba mirando con cara de mosqueo—. ¿Y ahora qué te pasa?
—La gasolina la he pagado yo.
—Pues tendrás que rellenar una solicitud de reembolso —contestó Lamb—: Louisa te enseñará cómo se hace.
Craig Dunn emitió un débil gemido y abrió los ojos.
A primera vista, se diría que en aquel solar no había ni un alma. La furgoneta de Black Arrow estaba aparcada junto a un coche parecido al de Louisa, cerca de un contenedor, un montón de ladrillos y una pila de postes de vallado. Los tipos que iban en ella, sin embargo, parecían haberse desvanecido.
—¿Dónde se habrán metido?
—No busques personas, busca movimientos.
Era como uno de esos rompecabezas para niños: si te quedabas mirando la foto del árbol, era posible que acabases viendo las ardillas.
Hablaban en susurros. Shirley se había abotonado la chaqueta hasta el cuello para que su camiseta blanca no resaltara en la oscuridad, Marcus se había encasquetado la gorra casi hasta las cejas. Estaban agazapados junto a la entrada del cuadrilátero formado por las edificaciones. La barrera para bloquear el acceso estaba levantada, y en la garita de madera destinada al guardia del aparcamiento no había otra cosa que un intenso olor a meados. Más allá del edificio situado al norte se veían algunas luces: las señales que regían el tráfico ferroviario, pero el cielo en lo alto era de un meditabundo azul oscuro y nada brillaba en primer plano.
De pronto, algo se desplazó al fondo de su campo visual, entre las columnas de la planta baja del edificio más distante, y Shirley distinguió a dos hombres del equipo de Black Arrow.
—He visto a dos.
—Y yo a siete —informó Marcus.
—Mira que eres fanfarrón...
—No son muy espabilados: en un terreno como éste, con tantos puntos donde ponerte a cubierto, yo sería invisible.
—Ya veo por dónde vas —murmuró Shirley—. ¿Y eso de allá? —preguntó—. ¿Son unos reflectores Klieg?
Había dos grandes reflectores situados sobre sendos trípodes de varios metros de altura: uno junto a la furgoneta de Black Arrow y el otro a unos cuantos metros de distancia. Estaban apagados, aunque ambos apuntaban a un boquete en la pared de la fábrica. Sus siluetas hacían pensar en unos flexos gigantescos, aunque también daban la sensación de que bastaría darles con el palo de una escoba para derribarlos.
—Sí, justamente, reflectores Klieg. Joder, son...
—... para iluminar el campo de batalla.
—Sí, eso parece.
—Harán salir a River y a los demás, y entonces conectarán los focos y... pum, pum, pum.
—¡Baja la voz! —susurró Marcus.
Una figura emergió por la parte posterior de la furgoneta. Llevaba un pasamontañas, pero se encontraba demasiado lejos como para que eso tuviera importancia. Examinó el entorno un segundo y luego fue trotando hasta el bloque situado a la derecha de ellos.
—Ocho —dijo Marcus.
—¿Vas a seguir con el recuento o tienes algún plan?
—Verás, en las situaciones de este tipo siempre me hago la misma pregunta: ¿qué haría Nelson Mandela en mi lugar?
—¿Hablas en serio?
—Mandela sobrevivió a veintisiete años de condena en una cárcel de máxima seguridad —repuso—: está claro que sabía cuidar de sí mismo.
—Ya, pero no es lo que la mayoría de la gente piensa cuando... bueno, dejémoslo. ¿Qué haría Nelson Mandela si estuviera en tu lugar?
—Yo creo que echaría esos dos reflectores abajo antes de que conectaran las luces. ¿Qué opinas?
A Shirley le pareció buena idea, pero justo cuando iba a decirlo vio que por detrás de Marcus aparecía una silueta blandiendo una porra. La alarma en los ojos de su compañera resultó providencial para él, que se movió lo justo para que el golpe no le diera en la sien. Lo recibió en el cuello, pero el impacto fue lo suficientemente duro como para que rebotara en la pared, se mantuviera un segundo allí y después se desplomara en el suelo con un ruido sordo. Shirley tuvo tiempo de reparar en que su gorra de béisbol seguía en su sitio y se dispuso a dar un paso adelante y estampar una patada en la barbilla del agresor de Marcus, pero un segundo individuo la derribó dándole un golpe por detrás de las rodillas que la hizo caer. «¡Rueda sobre el suelo!», se dijo justo antes de que aquel tipo le lanzara una patada con la intención de arrancarle la cabeza y un puñado de gravilla se le metiera en la boca.
Mientras corría por el pasillo, Louisa cobró conciencia de su ritmo cardíaco... hacía mucho tiempo que no prestaba atención a los latidos de su corazón.
Dos pasos por delante, River tomó impulso antes de arremeter contra las puertas batientes, pero lo hizo con tanta fuerza que rebotaron contra las paredes y fueron a cerrarse en las narices de Louisa, que sólo consiguió evitar el impacto por los pelos. A los instructores que habían tenido antes de caer en desgracia les hubiera dado un ataque de haber podido verlos en ese momento: parecían un par de escolares en una carrera de fin de curso en lugar de dos agentes en una operación de campo... si es que se los podía llamar «agentes» y si eso podía llamarse una «operación de campo».
De momento, parecía más bien un follón de mil demonios, lo que tampoco tenía nada de particular tratándose de una misión de la Casa de la Ciénaga. El año anterior, sin ir más lejos, ella y Min habían tenido que desempeñar un pequeño papel en un operativo —consistió simplemente en andar cogidos de la mano, pero se sintieron más vivos que nunca desde su expulsión de Regent’s Park—; al final, sin embargo, resultó que habían estado participando en un juego urdido por otros, Min murió y desde entonces ella tan sólo había conocido la rutina diaria del trabajo y el sexo nocturno con desconocidos, tantos y tantos desconocidos que estaba cerca de olvidar que los había de otro tipo.
Y ahora esto.
Más puertas. Había perdido la cuenta y ya no sabía ni en qué pasillo estaban, si en el F o en el E, pero daba lo mismo porque justo acababan de llegar a la sala que habían visto en el monitor, con sus hileras de estanterías instaladas hacía poco y sus cajones metidos en jaulas, como si la información que contenían fuera de naturaleza salvaje y exigiera ser mantenida entre rejas; lo que probablemente era cierto en muchos casos. En la otra punta de la sala, apenas visible a través del largo pasillo que discurría entre las estanterías, Ben Traynor se encontraba frente a las puertas del lado contrario: había montado una pequeña barricada y estaba de pie sobre una estantería volcada en el suelo, atisbando por uno de los ojos de buey. Llevaba la pistola en la mano con tanta naturalidad que parecía formar parte de su cuerpo, y nada más oírlos llegar se giró en redondo y les apuntó.
River y Louisa saltaron a uno y otro lado, poniéndose a cubierto tras sendos archivadores protegidos con rejillas.
Traynor bajó el arma.
—¿Qué carajo hacéis aquí?
River salió de su escondite con las manos levantadas y Louisa lo imitó.
—Iba a preguntarte lo mismo. ¿Dónde está Donovan?
Un pesado informe cayó al suelo y fue a parar al pasillo central, delatando la posición de este último.
—Creía que os había dicho que os largaseis —afirmó Traynor.
—Y yo creía que lo que queríais era el fichero gris.
River bajó las manos poco a poco y Louisa hizo lo mismo.
—¿Esos de ahí fuera van a entrar? —preguntó.
Traynor pareció titubear.
—Hay una sala bastante grande junto al pasillo, a unos metros de distancia. De momento están allí, supongo que preparándose para su próximo movimiento.
Bonita forma de describir un asalto en toda regla, pensó Louisa. Era eso o que se estaban rajando, lo que no parecía muy probable.
—¿Van armados?
—Quizá uno o dos de ellos. De momento, nadie ha disparado.
Otra carpeta fue a parar al suelo.
—Si Donovan piensa mirar todos esos informes uno a uno, tenemos para rato —opinó River.
—Sabemos lo que hacemos —repuso el soldado.
—Los de fuera no van a necesitar armas, les bastará con esperar a que las bisagras de las puertas se oxiden de puro viejas y caigan al suelo.
Louisa echó a andar por el pasillo en dirección a Traynor y se detuvo al llegar a la hilera de estanterías en la que Donovan estaba hurgando. La escena tenía algo de incongruente, como ver a Rocky Balboa haciendo de bibliotecario. Tenía una carpeta en la mano y, antes de que Louisa pudiera decir algo, la tiró al suelo y cogió la siguiente.
—He encontrado los comentarios que has estado subiendo a internet —dijo ella.
—BigSeanD —aceptó él sin detenerse en su labor.
—BigSeanD tiene unas ideas muy peculiares sobre el cambio climático —dijo Louisa—. Por lo visto, está convencido de que «ellos» están convirtiendo el clima en un arma ofensiva.
—Ajá.
—El punto que BigSeanD no aclara es quiénes son esos «ellos».
—Seguramente los mismos que les insertan microchips a las personas para poder rastrearlas cuando sean abducidas por los extraterrestres. —La miró un segundo—. Esa gente hace cosas que te ponen los pelos de punta, puedes estar segura.
Acababa de llegar al final de la hilera de archivadores. En la estantería siguiente había unas carpetas de color manila y grosor variable, algunas anudadas con cintas, otras cerradas con clips metálicos. En las cubiertas, un sello en tinta roja indicaba el número de catálogo. Donovan iba mirándolas una a una antes de desatar la cinta correspondiente, sin prestar atención a las carpetas sujetas con clips. Un simple vistazo a la primera hoja y, al momento, la carpeta iba a engrosar el montón que se acumulaba en el suelo.
—Tienes que reconocerlo —prosiguió como si aquella conversación fuera lo más normal del mundo—, no es tan descabellado como parece. Si todavía no han logrado controlar el clima, puedes estar segura de que están tratando de conseguirlo.
—Pero eso a ti en realidad te da lo mismo, ¿verdad? BigSeanD no era más que una tapadera para poder acceder a este lugar.
—¿Qué pasa, que no me ajusto a la imagen que tienes de un chiflado de las conspiraciones? ¿Qué aspecto te han dicho que tenemos?
—Supongo que los hay de todos los tipos y tamaños —intervino River, que también había avanzado y ahora veía tanto a Donovan como a Traynor, quienes a su vez lo tenían en sus respectivas líneas de tiro—. Sea lo que sea lo que andáis buscando, no podemos dejar que os lo llevéis.
—No me digas.
Traynor los interrumpió:
—Se mueven, vienen hacia aquí.
—¿Cuántos? —preguntó Donovan.
—Seis, quizá más. Desde esta posición apenas puedo ver nada.
Donovan se mantuvo impertérrito.
—Será mejor que os vayáis —indicó—. Algunos de esos tipos llevan armas de verdad y hasta es posible que sepan cómo utilizarlas.
—Secuestraste a Catherine Standish —dijo River—, me enviaste su foto...
—La secuestré —aceptó Donovan mientras extraía una nueva carpeta del estante.
Un vistazo, se encogió de hombros de forma apenas perceptible y la carpeta resbaló hasta el suelo y fue a parar al montón.
—Tú ya la conocías, ¿verdad? —dijo Louisa—. Coincidisteis en Regent’s Park.
Donovan abrió otra carpeta, echó una ojeada a la primera hoja e hizo amago de tirarla, pero esta vez se detuvo y volvió a mirarla con mayor atención.
—Lo que me gustaría saber —siguió diciendo Louisa— es cómo te enteraste de la existencia de la Casa de la Ciénaga.
De pronto se oyó un ruido de cristales rotos y Louisa se volvió de inmediato. A través del hueco que Donovan había dejado entre las baldas al sacar los archivadores, vio a Traynor levantar la pistola hacia el ojo de buey que acababa de romper y dos disparos fueron a rebotar contra las paredes del otro pasillo. La respuesta inmediata fue un pum más sonoro seguido por un estallido de luz que inundó la estancia por entero antes de apagarse y dejarla sumida en la penumbra. Traynor salió disparado de lo alto de la estantería, que se desplomó en el suelo con gran estrépito y las puertas se abrieron hacia dentro. La de la izquierda se desgajó de la pared por la explosión y, después de que las hileras de estanterías más próximas a la detonación se derrumbaran sobre sus vecinas, empezaron a caer como fichas de dominó.
Donovan se echó al suelo agarrando a Louisa por el brazo para que siguiera su ejemplo mientras las baldas se venían abajo escupiendo carpetas y archivadores sobre sus cabezas. Lo que un momento atrás era un pasillo se había convertido en un túnel, y el alboroto siguió resonando hasta que la última de las estanterías cayó sobre la primera fila de cajones. River había desaparecido. Sumida en la confusión durante un par de segundos, con los oídos zumbando y los ojos cegados por la luz, Louisa finalmente cedió al instinto de supervivencia. Ayudándose con las manos y las rodillas, se escabulló entre los restos del naufragio hasta llegar a lo que antes era el pasillo central, donde acertó a distinguir la irrupción de una figura a través del gran boquete que la explosión había abierto en la pared. Se enderezó como pudo y alguien la agarró de repente: un desconocido que ocultaba su rostro con un pasamontañas de lana negra. Ella respondió propinándole un golpe seco en la garganta y el otro retrocedió dos pasos esforzándose por recuperar el aliento y boqueando de una forma que resultaba un tanto cómica. Un segundo asaltante, también con pasamontañas, lo reemplazó. La tiró al suelo de un empujón y se dispuso a golpearla con algo parecido a una porra, pero no llegó a darle porque de pronto un archivador se estampó contra su rostro. El tipo se tambaleó hacia un lado y cayó desplomado cuando River lo remató con un fuerte golpe en la cabeza.
Louisa se incorporó. La sala estaba llena de humo y polvo. Algunos de los miembros de Black Arrow daban la impresión de no saber muy bien qué debían hacer ahora que se habían abierto paso; un par de ellos, más decididos, se habían sentado sobre Ben Traynor, al que habían colocado boca abajo para ponerle las esposas. Sean Donovan reapareció por detrás de Louisa y recogió la carpeta que estaba mirando cuando la explosión hizo saltar las puertas, se la metió debajo de la camisa y se enderezó.
—¿Estás bien? —preguntó River.
O al menos eso fue lo que Louisa creyó oír, porque en sus oídos seguía retumbando un fuerte zumbido.
—¡Salgamos de aquí de una vez! —gritó River.
Y de repente se puso rígido y los ojos se le pusieron en blanco.
Entonces se desplomó en el suelo y, por la forma en que lo hizo, Louisa dio por hecho que había muerto.
Shirley rodó hacia un lado y la patada destinada a arrancarle la cabeza pasó rozando su oreja. Mientras rodaba por el suelo, enganchó una pierna en torno a la de su agresor y consiguió derribarlo. Con el rabillo del ojo pudo ver que el otro tipo descargaba su porra contra el estómago de Marcus, pero eso sucedía a unos metros de distancia y en otro huso horario, y bastante tenía con hacerle frente a su propio enemigo. Se abalanzó sobre él inmovilizándole los brazos. El tipo era mucho más corpulento que ella e iba equipado con ropa de combate; ella no llevaba más que unos vaqueros, una camiseta y una chaqueta pero, aunque no iba pertrechada con un cinturón multiusos o una larga porra de policía, sí que tenía la cabeza dura, y cuando le dio el cabezazo, el crujido de hueso contra hueso le resultó mucho más que satisfactorio. El muy cobarde soltó un chillido de conejo y su porra traqueteó contra el suelo. Shirley le dio dos puñetazos seguidos en el punto exacto en el que le había asestado el testarazo pero, cuando iba a endosarle un tercero, se vio obligada a echarse a un lado para esquivar la porra de su primer oponente, que silbó tan cerca de su rostro que pudo percibir el aroma a cuero y madera. Rodó sobre sí misma dos veces más y se levantó de un salto, presta para la acción como una atleta a la espera del pistoletazo de salida. Frente a ella, el de Black Arrow hizo rebotar la porra contra la palma de su mano, una, dos veces, a modo de invitación. El otro estaba jadeando pesadamente y tenía burbujas de sangre en la boca; Marcus yacía tumbado boca abajo —nada indicaba que fuera a levantarse a corto plazo— y había varios tipos más que se dirigían hacia donde estaba ella: podía oír el roce de las ropas y los pertrechos, las fuertes pisadas que se acercaban a la carrera...
La porra volvió a rebotar en la palma de su oponente. «Vamos, atrévete...»
Shirley estaba más que dispuesta a atreverse: que la dejaran sola cinco segundos con aquel tipo y el muy capullo iba a pasarse el resto de la noche tratando de sacarse la porra del culo.
Pero no era lo único a lo que tenía que hacer frente. Mientras oía a los hombres aproximarse cada vez más, hizo una finta a la izquierda, luego a la derecha, se giró en redondo y empezó a correr.
«Lo siento, Marcus.»
Las sombras la engulleron y se esfumó en la oscuridad.
No llegó a ver que cogían a Marcus entre varios y lo llevaban al interior de la furgoneta negra.
La Dama Ingrid estaba sentada bajo el halo de la lámpara de pie. Si alguien la hubiera estado observando en este momento, creería encontrarse ante la viva imagen de la serenidad, o incluso de la santidad, pues su peluca rubia creaba una especie de aura sobre su cabeza. Pero si dicho observador se acercara un poco más, lo suficiente para que no lo engañara la suave iluminación, advertiría que la calma en sus ojos era idéntica a la que puede mostrar una roca, cuya sublime indiferencia hacia las fuerzas que la han creado se combina con una obstinada voluntad de seguir en pie contra viento y marea.
No había nadie observándola, pero se pasó la mano por la mejilla como si acabara de percibir el aliento de un desconocido y se toqueteó la peluca para asegurarse de que estaba en su lugar. Con todo lo que había sucedido aquel día, no le habría extrañado encontrarse con algún mechón de pelo sobre los hombros, como le habría ocurrido con su cabello de verdad si no lo hubiera perdido hacía mucho tiempo. La jornada había estado llena de sorpresas, de maquinaciones y de repentinas marchas atrás. Las intrigas de Peter Judd no la habían sorprendido: sabía por dónde iba PJ, bufón en público y velocirraptor en privado. Desde que había sido ascendido a ministro del Interior, ella había estado preparándose para su eventual embestida. Las maquinaciones de Diana Taverner tampoco suponían una sorpresa, pero había una circunstancia que daba que pensar: su plan llevaba años gestándose.
Media hora de investigación se lo había dejado más que claro.
El nombre de Sean Donovan hubiera podido decirle algo si se hubiera interesado alguna vez por aquellos que se jugaban el físico en las operaciones de campo. Donovan había sido un militar profesional y todo le auguraba un futuro colmado de laureles. Sus deberes, más allá del combate, habían incluido una intervención en la ONU, donde había hablado de tácticas para vencer a la resistencia, o a la contrainsurgencia, como también se solía decir según de qué pie cojearas. Lo acompañaba una capitana llamada Alison Dunn, la prometida de uno de sus subordinados, el teniente Benjamin Traynor: todo quedaba en familia, por así decirlo, y no había que ser un lince para darse cuenta de que dicha situación podía acabar mal de muchísimas maneras. Sin embargo, lo que finalmente sucedió no fue un desliz de cama, sino una indiscreción política: en un bar del Midtown neoyorquino, un delegado de segunda fila de una de las antiguas repúblicas soviéticas se puso a hablar con Dunn, que fue lo bastante lista como para mantenerse sobria mientras conversaba con él. El delegado de marras resultó menos listo, o quizá fingió estar más ebrio de lo que estaba en realidad para darle a la lengua y farfullar algunas cosas de interés. También era posible —no había que descartarlo del todo— que sus motivos fuesen honorables. En uno u otro caso, Dunn consideró que dicha información era lo bastante inquietante como para enviar una nota al ministerio del Interior —con la inscripción «Confidencial. Para el ministro en persona»— nada más volver a casa.
Una maniobra que acabó convirtiéndose en un error fatal.
La Dama Ingrid frunció los labios y aquel gesto hizo que de pronto se asemejara a un pescado apesadumbrado por su captura, algo que por fortuna ni llegó a sospechar. Estaba fuera de toda duda que, a la hora de reclutar a Donovan y a Traynor, Diana les había asegurado que la responsable de la muerte de Alison Dunn —y del subsiguiente encarcelamiento de Donovan— no había sido otra que ella misma, la jefa. También era evidente que les había dado instrucciones precisas para hacerse con unos documentos de nivel Virgil que corroboraban la historia que Dunn había escuchado en Nueva York, una información más que suficiente para poner punto final a su carrera.
El fichero gris. ¡Por favor...! Tendría que haberse dado cuenta de inmediato de que se trataba de un señuelo, y lo habría hecho si no se lo hubieran presentado envuelto en papel de regalo... porque estaba claro que, si el equipo tigre al servicio de Peter Judd estaba formado por dos lunáticos conspiranoicos, por dos perturbados sin contacto con la realidad, no representaba una amenaza de verdad. Pero sonaba tan agradable a sus oídos que lo había aceptado sin rechistar. Soltó un suspiro... Había estado demasiado dispuesta a creer lo que otros le decían: se trataba de una debilidad crónica, su principal defecto... que bien podría conducirla a la perdición si su intento de última hora de acabar con toda la manada no tenía éxito.
La oscuridad se adueñaba gradualmente de la estancia, haciendo destacar más todavía el rincón en el que se encontraba sentada, iluminado por la lámpara de pie. No podía hacer otra cosa que esperar, y mientras esperaba no pudo evitar admirarse —muy a su pesar— de la tenacidad con que Diana Taverner había tratado de conseguir sus objetivos.
En particular, encontraba pasmoso que hubiera logrado hacer todo aquello sin entramparse con el papeleo.