La autovía estaba tranquila hasta el punto en que puede estarlo una autovía: el ruido del tráfico se había convertido en algo parecido a la estática y sólo de tanto en tanto aparecían en sentido contrario unos faros que pasaban como un cometa. Catherine iba sentada en el asiento del pasajero, al lado de Ho; Lamb ocupaba el asiento trasero. Habían dejado a Craig Dunn en la granja, no sin antes llamar a una ambulancia ante la insistencia de Catherine. Con la mirada abstraída, Lamb jugueteaba con un cigarrillo, toqueteando su mejilla con el filtro o dejando que se perdiera entre su pelo escaso.
Standish le había dejado claro que, si osaba encenderlo, acabaría tirado en la cuneta.
—Este coche ya huele como olían los pubs en los años ochenta.
—¿En los ochenta dejaban fumar en los pubs? —preguntó Ho.
Lamb suspiró pesadamente, casi parecía un elefante que estuviera desinflándose.
—Todo esto ha sido una venganza —afirmó Catherine—. Tiene que serlo. Alison Dunn no murió por accidente.
—Te va a estallar la cabeza —dijo Lamb.
—De acuerdo. Pensemos qué otro motivo podría explicar que estos tres se decidieran a trabajar juntos: el hermano, el novio y el hombre que se supone que la mató.
—¿Una banda para rendirle homenaje?
—Seguramente creen que hubo algún tipo de conspiración —intervino Ho— y por eso quieren hacerse con el fichero gris.
—Roddy —dijo Catherine anticipándose a Lamb—, esos tres no están interesados en el fichero gris: eso ha sido una tapadera. Lo que querían era acceder al lugar donde se encontraba el fichero gris.
—¿Estás segura?
—Sean Donovan puede ser muchas cosas —prosiguió ella—, pero nunca uno de esos conspiranoicos medio desquiciados. Lo que buscan no está en el fichero gris: quieren pruebas para demostrar que lo de Dunn fue un asesinato... ordenado por el MI5.
—Pues van a necesitar algo más que suerte —afirmó Lamb—. Si se la cargaron por orden del MI5, no habrá constancia documental de ninguna clase: Tearney tal vez sea una chupatintas, pero no creo que se le ocurriera pedir un recibo después de una operación sucia.
—¿Y entonces?
Lamb se quedó unos segundos mirando por la ventanilla sin decir nada, con el rostro contraído en una mueca de disgusto.
—Tearney no es de las que fueron subiendo por el escalafón —dijo finalmente; sin alterarse, pero en tono terminante—. Lo suyo son las comisiones de investigación: ahí es donde se siente en su salsa. Está acostumbrada a dirigir reuniones, no operaciones con agentes de campo. Dunn murió hace seis años; por entonces, Tearney no sabía ni dónde estaban las oficinas de los mandamases, mucho menos cómo planificar la ejecución de una militar profesional, aunque sólo se tratara de una capitana.
—Pero entonces ¿a quién tienen en el punto de mira?
—Lo único que digo es que, si esos tres se la tienen jurada a Tearney no es por casualidad, sino porque alguien ha estado manipulándolos. Y otra cosa: ¿cómo se explica que conocieran la Casa de la Ciénaga?
—Uf —dijo Catherine.
—Sí, eso mismo: uf.
—¿El qué? —preguntó Ho.
—Es demasiado complicado para que tú lo entiendas —respondió Lamb—. Métete en la próxima área de servicio, anda.
—No necesitamos gasolina.
—No estoy pensando en el puto coche —dijo Lamb encajándose el cigarrillo en la boca—: el que tiene que repostar soy yo.
No oían nada, un pitido les ensordecía los oídos. Ante sus ojos se desplegaba un juego de luces y sombras en que las siluetas se superponían entre sí.
Podría haber sido mucho peor si la granada de aturdimiento hubiera sobrevolado el armario para ir a aterrizar junto a ellos en lugar de salir rebotada.
Con los ojos firmemente cerrados, River alargó los brazos hasta dar con Louisa.
—River —dijo ella.
—¿Estás bien?
—Ajá, ¿y tú?
Él asintió.
La granada aturdidora era señal de que pretendían volver a avanzar, aunque sin duda habría sido más efectivo arrojarla en la dirección adecuada.
—Y a nosotros nos llaman caballos lentos... —masculló River.
—¿Cómo? —dijo Louisa.
—Que tenemos que salir de aquí pero ya. —River miró a Donovan—. ¿Puedes andar?
El militar negó con la cabeza, el sudor perlaba su rostro.
—¿Tienes otro cargador?
—En el bolsillo izquierdo.
River rebuscó en su bolsillo y recargó el arma, Donovan le tendió la mano.
—No me vengas con ésas.
—Pues sí... marchaos los dos, salid por donde entramos.
—Estás perdiendo mucha sangre —indicó ella—. Muchísima, en realidad.
—Por eso me quedaré aquí, desangrándome tranquilamente. Pero dejadme mi pistola: voy a ocuparme del resto de la pandilla.
River y Louisa intercambiaron miradas.
Donovan agarró a River por la camisa.
—¿Os parece que hemos hecho todo esto para nada? Ben era muy consciente de que podíamos morir. Y bueno... ahora está muerto. Pero el caso es que si esta carpeta se queda aquí, entonces habrá muerto a cambio de nada.
—Ya te lo he dicho —repuso Louisa—, no estamos de tu lado.
—¿Es que estáis con ellos?
—Es más complicado de lo que parece.
—Tan sólo hemos intervenido porque secuestraste a Catherine —dijo River.
—Pues le dais la carpeta a Catherine...
Los ojos del militar se cerraron un segundo. Louisa asomó la cabeza por la estantería y River, tras apartar la mano de Donovan de la pechera de su camisa, hizo lo mismo. Dos hombres estaban atravesando con cautela la pared desmoronada, uno de ellos con una pistola. Louisa disparó por encima de sus cabezas y al momento se pusieron a cubierto.
Donovan abrió los ojos.
—Dádsela a Catherine —repitió—. Y cuando lo hagáis, decidle que lo siento mucho.
—Volverán a intentarlo dentro de un minuto, dos a lo sumo —dijo Louisa.
—Tenemos que llevarnos a Donovan —repuso River.
—De eso ni hablar —contestó él. Volvió a tenderle la mano a River, que se la apartó de un manotazo—. Si tratáis de sacarme de aquí, me resistiré, y conmigo lo tenéis crudo.
—¿Hablas en serio? ¿De verdad quieres morir?
—Lo que quiero es que esa información se haga pública.
—¿Louisa?
—Si no colabora para que lo saquemos de aquí, ninguno de los tres saldrá con vida de este lugar.
—Si nos quedamos con su pistola, es hombre muerto —replicó River—. Y aunque tal vez haya otros entre nosotros y la salida, no creo que estén armados. Si lo estuvieran, ya habrían intentado algo.
—Pero habrá más ahí arriba.
—¿Eso crees?
—¿Tú no?
River se la quedó mirando.
—Sí, es probable... pero no todos irán armados.
—No hace falta que todos vayan armados, con uno es más que suficiente —repuso Louisa.
—De acuerdo, tú decides.
Louisa miró a Donovan y luego volvió a posar los ojos en River.
—Joder, está bien. Déjale la pistola —contestó.
—Maldito hijo de perra...
—Gracias —dijo Nick Duffy—, así me lo pones más fácil.
Justo en ese momento, el parabrisas de la furgoneta se vino abajo entre una tormenta de metal.
Marcus arqueó la espalda y soltó una patada con los dos pies que fue a impactar en el pecho de Duffy, que salió proyectado hacia atrás contra las puertas traseras de la furgoneta. Éstas cedieron ante su empuje y se abrieron de par en par, de modo que él acabó estampándose contra el suelo de hormigón. Su pistola desapareció en la oscuridad y el reflector Klieg que había caído sobre el techo del furgón se desequilibró y acabó derrumbándose con gran estrépito a su lado. El foco se rompió en mil pedazos y Marcus aprovechó la ocasión para tumbarse de espaldas. Con las piernas en el aire, trató de zafarse de las bridas que le sujetaban las muñecas, pero aquello era como practicar yoga en un autobús repleto de gente. Concentró la mirada en las sucias paredes interiores del vehículo, en la viscosa mancha de masa cerebral que rezumaba hacia el suelo. «Tienes que soltarte ahora mismo, en menos de tres segundos, o también van a volarte los sesos...» Todo era cuestión de retomar el control, de llevar las riendas de la situación, pero las malditas piernas no le respondían. Seguía en esa postura, con las manos atadas pegadas al culo y las patas al aire como un pollo, cuando una figura se encaramó a la parte trasera de la furgoneta blandiendo una pistola.
Marcus parpadeó repetidamente: iba a morir.
—¡Mira tú lo que acabo de encontrar! —dijo Shirley con jovialidad y, al momento, añadió—: ¡Ja! ¡Menos mal que no puedes verte!
Tras venirse abajo como fichas de dominó, las estanterías se habían detenido a medio camino al verse bloqueadas por los cajones de madera, de modo que ahora, para poder avanzar, había que gatear entre cajones volcados, archivadores desparramados y montañas de papeles. No era fácil abrirse paso sin hacer un ruido considerable. En un momento dado, Louisa tropezó con un gran trozo de madera que bloqueaba el paso y River se arriesgó a echar una mirada atrás. El caos de estanterías volcadas le impedía ver bien el hueco de la pared destrozada, pero Donovan se las había arreglado para incorporarse y apuntaba con la pistola hacia la oscuridad del otro pasillo. «Como Horacio Cocles defendiendo el puente en solitario», pensó River mientras ayudaba a Louisa a levantarse. No se acordaba bien de cómo había terminado el tal Horacio; se lo recordaba como a un héroe, sí, pero lo mismo sucedía con un montón de muertos.
—¿Estás bien?
—Sí —contestó ella con sequedad—. Vamos, salgamos de aquí deprisa.
Llegaron a la mitad posterior de la sala, donde los cajones estaban todavía alineados en hileras ordenadas. A saber qué había en su interior. Más documentos, más vestigios de un pasado encubierto. Conscientes de que se hallaban en un angosto pasillo donde una persona situada en uno u otro extremo podría abatirlos con facilidad, lo dejaron atrás al galope. Estaban casi a punto de llegar a las puertas por las que habían entrado cuando oyeron los primeros tiros. River se puso a cubierto de un salto, pero Louisa siguió corriendo. Se echó al suelo en el último segundo y fue a chocar contra las puertas batientes. Se deslizó entre ellas asomando la cabeza y los hombros primero. Las puertas se cerraron a sus espaldas y ella rodó sobre sí misma hasta quedar boca arriba. Un agente de Black Arrow estaba mirándola desde lo alto con una porra en la mano. La levantó para asestarle un golpe, pero Louisa alzó la pistola —que quizá estaba vacía— y le apuntó a la cara.
—Ni se te ocurra —susurró.
—Lo mismo digo.
—No voy a disparar... siempre que dejes eso en el suelo y te largues de aquí.
El otro titubeó unos instantes. Más que evaluar sus posibilidades, daba la impresión de estar sopesando la veracidad de las palabras de Louisa. Finalmente, flexionó poco a poco las rodillas, dejó la porra en el suelo y se dirigió hacia las puertas, que abrió justo en el momento preciso en que River llegaba por el otro lado. Durante un segundo se miraron con los ojos abiertos de par en par, hasta que el agente siguió su camino y se perdió entre el caos de estanterías y archivadores de la sala de almacenamiento.
—Sabía que había alguien aquí atrás —dijo River.
—Ya, pues qué bien: al final tenías razón.
—Bonito farol te has marcado.
—No sé si ha sido un farol, la verdad —dijo ella empuñando con ambas manos la pistola quizá cargada, quizá descargada.
Enfilaron el último pasillo y se dirigieron hacia la sala de vigilancia de Douglas en busca de la escotilla que conducía al mundo exterior.
—El tipo ese era Duffy.
—¿Nick Duffy?
—Nick Duffy.
—¿El mismo Nick Duffy? ¿El Perro en jefe?
—Por Dios, Shirley, ¿cuántas veces tengo que repetirlo? Nick Duffy, sí: el Perro en jefe, el mismo que viste y calza. O se ha escapado de la perrera o hemos venido a parar a una operación de limpieza con todas las de la ley.
Shirley terminó de cortar sus ataduras con la astillada mitad del disco compacto.
—Qué suerte que hayas encontrado eso —dijo él.
—Pues sí, qué suerte.
Lo primero que hizo Marcus al verse liberado fue recuperar su gorra y despegar el revólver del interior. Se sentía más a gusto con un arma en la mano. Lo que no le daba tanto gusto era la posibilidad de que todo aquello fuera un operativo de limpieza.
—Esos tipos de Black Arrow no han estado en el ejército. No tienen adiestramiento militar, no tienen ni puñetera idea —dijo Shirley.
—Vámonos de aquí.
Corrieron encorvados hacia el contenedor, convencidos de que en cualquier momento alguien iba a dispararles, pero no se oyó ningún tiro.
—No disparan porque has volcado el reflector sobre la furgoneta —dijo él señalando lo obvio.
—Es lo que Nelson Mandela habría hecho.
—Buena jugada.
—Para ser una cocainómana, quieres decir.
—¿Quieres apostar?
Shirley sonrió ampliamente.
—¿Esa pistola es la de Duffy? —preguntó Marcus.
—Sí.
—¿Por dónde ha escapado?
—No estoy segura. He tratado de no tropezar con la basura, ¿sabes?
Marcus asomó la cabeza por el borde del contenedor y observó el edificio que estaba junto a las vías del tren.
—Si es una operación de limpieza, la han montado con el culo —opinó Shirley—. Lo que te decía: estos de Black Arrow son unos aficionados de medio pelo, y no van armados.
—Algunos sí —puntualizó Marcus—: Duffy tenía una pistola, y al chaval que estaba en la furgoneta se lo cargaron de un tiro. Lo ejecutaron.
—Bueno, vale, algunos sí, pero casi todos han salido por piernas. ¿Qué te parece? ¿Echamos abajo el otro foco?
Marcus observó el reflector, que se encontraba a unos veinte metros de distancia.
—Apunta hacia ese edificio —dijo señalando la fábrica—, hacia ese boquete que hay en la pared.
—Será donde está la entrada, ¿quieres que echemos un vistazo?
—Lo que quiero —repuso él— es encontrar al hijo de perra de Duffy.
—¿Nos separamos?
—Ándate con cuidado.
Entrechocaron los puños y se fueron cada uno por su lado.
Lamb dejó atrás los surtidores y se encaminó hacia la tienda abierta veinticuatro horas al día, siete días por semana —discos compactos, productos de alimentación más caros de lo normal, revistas pornográficas envueltas en plástico de colores...—, frente a la que encendió el cigarrillo apoyándose en el dispensador de aire. Sacó el móvil y miró si había algún mensaje. Ninguno. Lo que significaba que, fuera lo que fuese lo que Cartwright y Guy se traían entre manos, estaba todavía a medio hacer. Aunque también cabía la posibilidad de que hubieran concluido su misión con éxito... o de que todo hubiese terminado de la peor manera posible...
Si se trataba de esto último, la Casa de la Ciénaga iba a rebosar de escritorios vacíos.
No se sorprendió nada cuando Catherine Standish apareció a sus espaldas.
—Saldrán de ésta —afirmó.
Lamb se metió el teléfono en el bolsillo.
—¿Quiénes?
—Sean Donovan tal vez sea un perro rabioso ahora mismo —dijo ella—, pero no dirigirá su rabia contra nosotros.
—Ya, pero resulta que hoy se ha cepillado a un tipo. Recuérdame la necesidad de no cabrearlo demasiado. —Dejó caer el cigarrillo y al momento sacó otro—. Donovan te ha dado alcohol, ¿no es así?
Con el rostro inexpresivo, Catherine apartó la mirada.
—Lo he olido nada más entrar por la puerta —explicó Lamb.
—Me sorprende que puedas oler algo fumando como fumas.
—¿Qué quieres que te diga? Tengo un olfato de lo más sensible. —Acercó el rostro a Catherine frunciendo las fosas nasales y luego se apartó—. Aunque ahora no huelo nada.
—Vaya una suerte que tienes, porque a saber cuándo te cambiaste de camisa por última vez.
—No te lo tomes como algo personal. Es típico de las solteronas como tú: en cuanto superáis la menopausia os creéis con derecho a soltarle a todo el mundo lo primero que os pasa por la cabeza.
Catherine suspiró.
—¿Vas a preguntármelo directamente, Jackson? Porque lo único que me apetece en este momento es volver a casa y darme un baño.
—¿Te lo has bebido?
—¿Que si me lo he bebido? Justo acabas de decirme que ahora no hueles nada; o sea, que tu olfato hipersensible no detecta ni la menor traza de alcohol.
Pronunció estas últimas palabras como lo haría una maestra de escuela. Se trataba de una advertencia, y más valía que Lamb no la ignorase.
—Ya, bueno, igual después has metido la cabeza bajo el grifo o algo parecido: los alcohólicos como tú os las sabéis todas, eso lo descubrí hace mucho tiempo.
—Lo que puedas saber tú sobre los alcohólicos lo has aprendido por experiencia propia. ¿Te importaría dejar el asunto de una vez? Estoy cansada.
—Sí, pero estamos hablando de uno de tus antiguos compinches de borrachera, ¿no es así? Me refiero a Sean Donovan. ¿Por esa razón te ha dejado una botellita en esa buhardilla? ¿En recuerdo de los viejos tiempos?
—¿Dónde quieres ir a parar, Jackson?
—Lo que quiero es evitar que tengas una recaída: no me gustaría llegar a la oficina un día de éstos y encontrarte desnuda y cubierta de vómitos... como nos imaginábamos que íbamos a encontrarte cuando hemos visto que no llegabas al trabajo.
—No me digas —contestó ella en un tono que hubiera podido cortar el cristal.
—Pues sí: lo primero que hemos hecho es mirar en el banco del parque de al lado.
—Gracias.
—Lo segundo ha sido mirar debajo.
—Déjalo ya, Jackson.
—¿Y cómo se explica que Donovan te sirviera una botella de vino, siendo un hombre tan honorable?
—¿En algún momento te he dicho que fuese honorable?
—Pareces más que dispuesta a describirlo como un caballero andante, pero esa imagen es sólo una conjetura, ¿verdad? Es perfectamente posible que Donovan sea quien aparenta ser: un borracho que mató a una mujer en un accidente de tráfico y está convencido de que una élite de lagartos dirige el país.
—¿Y todo esto a qué viene? ¿Hablas así porque me ha ofrecido algo de beber? Por los clavos de Cristo, Jackson... —Catherine Standish raras veces usaba este tipo de expresiones—. Tiene su gracia que seas tú el que me lo diga.
Lamb frunció los labios.
— No es lo mismo ofrecerte una copa que dejarte encerrada en un cuartucho con una botella al lado.
—Tendrás que disculparme, pero no pillo del todo la diferencia. Por lo demás, el que me ha dejado esa botella de vino no fue Sean, sino Bailey. Es decir, Dunn: Craig Dunn. Ha querido tener un detalle conmigo.
—Todo un caballero, sin duda, aunque un poco joven todavía. Menos mal que te enseñé a no caer en la tentación.
—¿Tú? —A Catherine Standish se le escapó la risa. Lamb no la había visto reír muchas veces—. Si me he mantenido sobria, no es gracias a ti, créeme. Si tengo que agradecérselo a alguien, es a mi antiguo jefe. Porque Charles, a diferencia de ti, confiaba en mí. Me ofreció su amistad y me mantuvo en mi cargo cuando otros me habrían puesto de patitas en la calle. Así que es Charles Partner quien me ha empujado a tirar ese vino por el desagüe en lugar de bebérmelo de un solo trago. Por tu parte, lo único que has hecho es pegarle una paliza a ese pobre muchacho que pensaba dejarme salir tarde o temprano. Y ahora acábate esa porquería y métete en el coche de una vez: quiero irme a casa.
Lamb se quitó el pitillo de la boca y lo estudió un momento como si le preocupara la posibilidad de que estuviera lleno de mierda, como Catherine había sugerido. Luego se lo encajó de nuevo entre los labios y volvió a mirarla con una expresión cruel en los ojos. En el pequeño estacionamiento, alguien cerró la portezuela de un coche. Se oyó ruido de música durante un par de segundos y el vehículo acabó pasando junto a ellos mientras Lamb seguía fumando con los ojos clavados en Catherine. Finalmente, sin dejar de mirarla ni un instante, dejó caer el cigarrillo y, en un gesto poco habitual en él, lo pisoteó con fuerza hasta reducirlo a una mancha informe en el suelo.
Catherine suspiró con exasperación y se dio la vuelta para regresar al coche, pero justo en ese momento Lamb empezó a hablar, y sus palabras la hicieron detenerse en seco.
—Menuda vista tienes para los tíos. ¿Así que Charles Partner era tu héroe? ¡Charles Partner! ¿Quieres saber la verdadera razón por la que siguió contando contigo?
—Lamb, no te atrevas a...
—Charles Partner, tu antiguo jefe, y el mío también, se pasó los diez últimos años de su vida pasando información confidencial a los rusos... por dinero. Estoy hablando de tu héroe, Standish, de tu amigo del alma, leal como nadie. Y siguió contando contigo precisamente porque eras una alcohólica. ¿Crees que le interesaba tener a su lado a alguien que estuviera alerta, a alguien que pudiera darse cuenta de lo que estaba haciendo? Ni hablar. Por eso confiaba en ti, porque sabía que te resultaba muy difícil manejarte en el día a día, que eras incapaz de ver más allá del momento. Porque una borracha nunca deja de ser una borracha, ¿no?
—Estás mintiendo.
—¿Crees que te estoy mintiendo? ¿Lo dices en serio? ¿O más bien se trata de algo que ya sabías, que siempre supiste, pero preferías no reconocer?
Catherine se había quedado paralizada. Estaba mirando más allá de Lamb, como si hubiera visto algo monstruoso a sus espaldas, pero de pronto fijó los ojos en él como si acabara de toparse con un nuevo monstruo. Movió los labios, pero no llegó a emitir sonido alguno.
—No he oído bien.
—He dicho que te vayas a la mierda —dijo ella en un susurro apenas audible—. Vete a la mierda, Jackson Lamb. Dejo el trabajo.
—Pues claro que lo dejas.
Pero Catherine se dio la vuelta y se alejó sin responder.
Cuando Lamb regresó al coche, Roderick Ho señaló el puente peatonal por el que Standish acababa de cruzar la autovía antes de perderse de vista al otro lado.
—¿Dónde va?
—Dice que prefiere andar.
—Pero estamos a más de... ¿cuánto? ¿Cuarenta kilómetros?
—Gracias por la información: eres como una app de viajes viviente. Pon el puto coche en marcha, ¿quieres?
Ho le dio al contacto.
—¿Adónde vamos?
—¿A ti qué te parece? —gruñó Lamb—. ¡A la Casa de la Ciénaga!
Alguien abrió fuego contra Shirley cuando ya se encontraba a pocos metros de la fábrica, dos disparos que llegaron del frente, desde la pared de ladrillo, o eso le pareció. Cambió de dirección de inmediato y se agazapó tras el reflector Klieg que continuaba en pie, cuyo trípode no ofrecía demasiada protección. Se mantuvo a la espera un minuto por si volvían a disparar, pero no sucedió nada, así que desenroscó el silenciador de la pistola de Nick Duffy, rodó por el suelo en la oscuridad y disparó al firmamento.
La respuesta fue inmediata: nuevos disparos procedentes del montón de postes metálicos de vallado enclavado a su izquierda.
Tumbada en el suelo, apuntó y disparó tres o cuatro veces. Las balas fueron a rebotar contra los postes con un estrépito de fuegos artificiales, repiqueteando como carillones... Se detuvo y envió una nueva andanada de disparos. Cuando el ruido se atenuó hasta convertirse en un pequeño eco que iba de pared en pared, oyó que alguien salía corriendo para resguardarse en el edificio más cercano.
—Gallina... —murmuró ella.
Se levantó y corrió de nuevo hacia la fábrica, hacia el boquete de bordes irregulares practicado en la pared de hierro corrugado. Antes de entrar, se volvió y examinó el solar un segundo. No percibió ningún movimiento: los de Black Arrow se habían presentado en tropel pero, tras ver lo que tenían delante, era casi seguro que la mayoría había puesto pies en polvorosa. Lo más probable era que estuvieran pensando en qué excusa debían dar. Por otra parte, las ensaladas de tiros no eran plato habitual en Londres: la gente por lo general llamaba a la policía. Más temprano que tarde iba a oírse el ulular de las sirenas en la noche. Respiró hondo y volvió a sonreír... pero se quedó paralizada cuando el cañón de una pistola se clavó en su cuello.
Y entonces oyó:
—¿Shirley?
—Joder.
El arma se apartó de su piel. Salió por el boquete de la pared de la factoría y River hizo otro tanto.
—Joder... —repitió Shirley—. ¿Estáis bien? ¿Estáis heridos?
—¿Qué haces aquí?
—Bueno, esto y aquello...
—¿Marcus está contigo?
—Pues claro, está por allí. —Señaló con la pistola el edificio situado en la otra punta—. Anda buscando a Nick Duffy.
—¿A quién? —dijo Louisa.
River ya se había alejado hacia el edificio.
Un tren pasó a toda máquina rumbo a Londres. Sus pasajeros estarían agotados, hambrientos, irritables, despiertos, contentos, animados o felices según sus respectivas circunstancias, pero ninguno de ellos llegó a prestar mucha atención al edificio ruinoso que apareció brevemente por la izquierda, con sus ventanas a oscuras, sus paredes cubiertas de pintadas y, para rematar la escena, un hombre armado que estaba dando caza a otro en la planta baja envuelta en sombras.
Con los brazos rígidos, empuñando la pistola de mariquita con las dos manos, Marcus seguía sin ver a Duffy por ninguna parte.
La gravilla del suelo delataba cada uno de sus movimientos, así que trataba de avanzar entre las columnas al paso más ligero posible. Desde donde se encontraba, podía ver el muro de hormigón coronado por alambre que separaba el complejo de las vías férreas, pero ni rastro de Duffy: o bien andaba a paso todavía más ligero o bien estaba inmóvil como una piedra y escondido entre las sombras. Aunque quizá había vuelto sobre sus pasos y ahora se encontraba en la calle, metiéndose su sofisticado pasamontañas de seda en el bolsillo y llamando a un taxi.
Probablemente, había llegado ya el momento de interrumpir aquel silencio.
—¿Duffy?
No hubo respuesta.
—Te lo voy a poner fácil, Duffy.
Nada.
Marcus notaba el sudor en el cuello y la tensión en los muslos. Hacía mucho tiempo que no se encontraba en una situación como ésa: en la oscuridad, a la espera de encontrarse metido en un follón de mil demonios... Aunque, bien mirado, sólo tres minutos atrás había estado a las puertas de la muerte; eso sí, no recordaba ningún momento en que la muerte se hubiera encarnado en un antiguo compañero de trabajo.
—Sal de tu escondite con las manos arriba y no te mataré.
Nada otra vez.
No le molestaba el sudor, ni tampoco la tensión, porque de algún modo le recordaban que seguía vivo. Pensó en todos los días que había dedicado a intentar sacarse un poco de dinero extra frente a la máquina tragaperras o el mostrador de turno: naipes, caballos, los números de una ruleta... todo aquello no había sido más que un sucedáneo de lo que en realidad necesitaba: encontrarse ante una puerta con la misión de echarla abajo, sabiendo que alguien estaba esperándolo al otro lado.
—Tal vez te patee como a un saco de mierda, pero no te mataré.
Medio ladrillo apareció de la nada, chocó contra una columna, salió rebotado y se perdió en la oscuridad girando sobre sí mismo.
Marcus se dio la vuelta y estuvo a punto de disparar, pero se contuvo.
«Control.»
—¡Eso ha sido de puta pena! —gritó volviéndose lentamente para cubrir todos los ángulos—. Ahora no lo tienes tan fácil, ¿verdad? Ahora que no estoy atado y tumbado en el suelo.
No hubo respuesta.
—Ni siquiera así has podido conmigo, ¿no?
En esta ocasión, el ladrillo fue a estrellarse contra su cabeza.
Marcus trastabilló y reculó, pero se las arregló para no soltar el arma, y cuando Duffy se abalanzó sobre él con un impecable placaje de rugby, disparó tres veces al aire. Los tiros fueron a parar al techo y de pronto se encontró en el suelo, con Duffy encima y su puño cerniéndose contra su cara.
Bloqueó el puñetazo con la palma de la mano izquierda al tiempo que levantaba la pistola con la derecha. Apretó el gatillo de nuevo, pero Duffy lo bloqueó con el codo y el tiro salió desviado. Notó que lo agarraba por el brazo y le estrellaba la mano contra el suelo dos, tres, cuatro veces, hasta que la pistola se perdió entre las sombras. De pronto, se vio libre y dejó de notar el peso de Duffy sobre el pecho, así que rodó sobre sí mismo y gateó hasta alcanzarlo, tratando de agarrarlo por ambos pies antes de que pudiera alcanzar el arma. Uno se le escapó, pero logró aferrar el otro y Duffy cayó al suelo de bruces. Por desgracia, su reacción fue inmediata y le dio una patada en la barbilla. Él se mordió la punta de la lengua y la boca se le inundó de sangre, pero no le soltó el pie hasta que recibió una segunda patada que le dio de lleno en la nariz. Se le nublaron los ojos, el mundo se tornó acuoso y Duffy consiguió liberarse. Todo se ralentizó. Estaba a cuatro patas, empapando el suelo de sangre y prácticamente noqueado. Duffy, por su parte, se enderezó como pudo, respirando con dificultad.
Tenía la pistola de mariquita en la mano. Contempló a Marcus desde lo alto y negó con la cabeza.
—No sirves para nada, estás hecho un puto viejo de mierda —dijo con desprecio—, un puto viejo que ahora está muerto.
Pero, antes de que pudiera disparar, un segmento de cañería metálica se estrelló contra su cabeza, y él se desplomó en el suelo.
River dejó caer el tramo de cañería y se dobló, jadeante.
—Voy a dejarle una nota pegada a la chaqueta para que cuando despierte sepa quién lo ha machacado —prometió.
—Si es que despierta... —balbuceó Marcus antes de lanzar un escupitajo rojizo; sin embargo, la boca se le volvió a llenar de sangre de inmediato—... porque el golpe ha sido de los buenos.
—De nada, ha sido un placer.
—¿Hay otros más por ahí?
—Creo que casi todos han salido corriendo —indicó River.
—Vaya.
—Louisa ha dejado a unos cuantos fuera de combate.
—Sí, Shirley también... —Marcus soltó un nuevo escupitajo. Tenía la lengua entumecida y, de pronto, le vino a la mente el recuerdo del helado que se había comido por la mañana. «De fresa y pistacho», se dijo preguntándose si algún día recuperaría el sentido del gusto.
Vio cómo River empujaba a Nick Duffy con el pie para comprobar si seguía consciente y con vida. A continuación, sin ninguna razón aparente, le soltó una fuerte patada en las costillas.
—¿Respira? —preguntó Marcus.
—Ni puta idea, pero me la suda.
—¿Me echas una mano?
River lo ayudó a levantarse. Se quedaron de pie unos segundos, respirando con dificultad, mientras un nuevo tren pasaba de largo proyectando efímeros fragmentos de luz a través de las ventanas vacías. Iluminaron los escombros y la porquería del suelo como un torbellino fugaz. Un segundo después, todo volvió a quedar sumido en las sombras. El aire estaba caliente, y la ciudad palpitaba y tartamudeaba desde lejos. Marcus recogió la pistola, volvió a escupir y negó con la cabeza.
—Lo único que lamento es que ninguno de esos tipos haya sido arrollado por un tren.
—Pues sí, sería lo más lógico en un lugar como éste, ¿verdad?
Volvieron al solar abandonado para encontrarse con Shirley y Louisa, que estaban esperándolos.