Era poco después de la hora de comer y el calor había cambiado de tonalidad; se trataba de una variación sutil que traía consigo una promesa de liberación, aunque sólo fuera porque parecía imposible que aquel bochorno se mantuviera para siempre. En la placita de bordes irregulares cercana a Paddington, los árboles pendían con languidez sobre los resecos lechos de flores mientras las palomas se encorvaban a su sombra, más parecidas a piedras que a pájaros. Apenas aletearon cuando un perro ladró en la calle, y no se movieron en absoluto cuando Jackson Lamb apareció pisando fuerte por el camino, con los faldones de la camisa por fuera y el cordón de un zapato desanudado. Llevaba unas gafas de sol de montura de plástico y una carpeta color manila atada con un trozo de cinta rosada. De haberse tratado de cualquier otro, lo hubieran tomado por un abogado, pero él en particular daba la impresión de haber repescado aquella vieja carpeta en un contenedor de basura.
Se dejó caer pesadamente en el banco, a dos palmos de donde estaba sentada Diana Taverner, quien, por su parte, daba la sensación de proceder de uno de los barrios finos de la ciudad. Iba vestida con una blusa perfectamente planchada, diríase que recién descolgada de una percha del armario, y unos inmaculados pantalones grises de lino. Tan sólo sus ojos, cuando miró a Lamb por encima de sus Gucci, dejaron traslucir que no las tenía todas consigo.
—Jackson.
—¿No podríamos haber quedado en un bar o en algún lugar con aire acondicionado?
—Me ha parecido mejor encontrarnos en un sitio donde nadie pudiera oírnos.
—Ya. Y por culpa de tu mala conciencia, vengo más empapado que el escote de una gorda. —Se arrellanó en el asiento, despatarrándose, y se abanicó con la carpeta—. Como este calor siga así, te juro que me quedo en bolas.
Taverner reprimió un estremecimiento y dijo:
—Por lo que tengo entendido, tu gente anoche estuvo de fiesta hasta altas horas.
—Ya sabes cómo son estos chicos de hoy. El sol brilla en lo alto, las clases han terminado... tampoco era cuestión de mantenerlos encerrados para siempre.
—Hemos encontrado un montón de cuerpos tirados en nuestras instalaciones de Hayes.
—Lo mismo pasa en el pub de mi calle los fines de semana —dijo Lamb—: los sábados por la noche, la gente se desmadra que no veas.
—¿Podemos hablar en serio un minuto?
Lamb asintió haciendo un gesto con su mano libre.
—Traynor, muerto; Donovan, muerto... —recapituló ella—. Al parecer, después de haberse llevado por delante a unos cuantos agentes de Black Arrow y a dos de los hombres de Nick Duffy. En cuanto al propio Duffy...
—Sí, Cartwright ha estado preguntando por él. ¿Al amigo le duele la cabeza?
—Tiene la función cerebral disminuida.
—Vaya, ¿y alguien se ha dado cuenta?
—Has montado una pequeña guerra, Jackson, y van a hacernos muchas preguntas.
—Yo no he montado nada, Diana. —Sacó un par de cigarrillos del bolsillo, se encajó uno tras la oreja y encendió el otro; Taverner manoteó para apartar el humo—. Ingrid Tearney en persona dio su aprobación a la pequeña expedición de ayer, y algo me dice que luego cambió de idea y envió a la caballería para que le pusiera fin. —Balanceó la carpeta en su mano y añadió—: Supongo que eso ocurrió cuando se dio cuenta de qué era lo que Donovan andaba buscando exactamente.
—No era el fichero gris.
—No, no era el fichero gris. Y antes de que me vengas con las patrañas de rigor, que sepas que todo esto tiene tu sello personal, Diana: esos soldaditos no se enteraron de la existencia de la Casa de la Ciénaga mirando en el listín telefónico. Si sabían tantas cosas, desde los nombres y apellidos de mi personal hasta el número privado de Ingrid Tearney, es porque alguien les había proporcionado esa información... alguien de dentro.
Los ojos de Diana Taverner recorrieron la placita. No era de descartar que Lamb hubiera traído personal de apoyo, pero no vio a nadie que atrajera su mirada de forma especial, así que se volvió hacia él y repuso:
—Pues qué lástima, ¡y yo que pensaba convencerte de que todo esto lo había montado la señorita Standish...! ¿Le gustó que... la secuestraran? Creí que le haría gracia ser objeto de atención, para variar.
Lamb replicó:
—Incluso me dijiste dónde estaban los archivos de las chaladuras cuando hablamos por teléfono. Más claro, imposible.
—Así que no vamos a hablar de la señorita Standish, ¿eh? De acuerdo, Jackson, pongamos las cartas sobre la mesa: la idea de montar un equipo tigre fue mía. Se la vendí a Judd y luego recluté a Donovan, a quien se le ocurrió el mecanismo para crear una vacante en la dirección de Black Arrow. También fue él quien decidió matar a Monteith. Es el problema de recurrir a los autónomos: no siempre se atienen a las instrucciones.
—Claro, pero tuviste que recurrir a alguien de fuera porque necesitabas a una tercera persona para sacar todo esto a la luz. —Lamb volvió a agitar la carpeta—. Todo lo que siempre quisiste saber sobre el uso de cárceles clandestinas por parte del servicio y nunca te atreviste a preguntar.
—No irás a decirme que lo de las cárceles clandestinas te pilla por sorpresa.
—No pienso responderte.
—Hace años que las utilizamos, Lamb, como parte del proyecto Chubasquero: es una manera muy eficaz de deportar a elementos indeseables sin necesidad de someternos a todas las engorrosas mierdas burocráticas. Y no somos los únicos en aplicar esas soluciones: la CIA lleva años haciendo lo mismo, ¿no?
—Es posible —aceptó Lamb—, aunque tenía la esperanza de que nosotros hubiéramos rechazado recurrir a esos métodos.
—He ahí la cuestión: se suponía que no los usábamos. Lo habíamos negado categóricamente ante más de una comisión parlamentaria. Para ser más precisa, lo había negado alguien que tú y yo sabemos...
—Ingrid Tearney.
—Cuyo nombre aparece una y otra vez, como si fuera un logotipo, en todos los documentos relacionados con el asunto: requerimientos de aviones para transporte, itinerarios de vuelo, aprovisionamientos de combustible... No es posible organizar un vuelo internacional de la nada: alguien tiene que planearlo todo, alguien tiene que correr con los gastos... ¿Te queda uno de ésos?
Lamb comprobó que seguía teniendo el segundo cigarrillo encajado sobre la oreja.
—No —respondió.
—Da igual, hace demasiado calor para fumar... En fin, además de los vuelos y otros gastos, debes saber que cuando hablo de prisiones clandestinas no me estoy refiriendo a albergues administrados por una organización no gubernamental: son cárceles de verdad... o lo eran, puesto que a estas alturas se los llama «centros para finalidades específicas», y hay que costearlos.
—Para apartar permanentemente de la circulación a diversos malhechores —dijo Lamb sin ninguna inflexión en la voz. Resultaba imposible saber si aquello le parecía bien o le parecía mal.
—Bueno, no puedes aspirar a obtener la libertad condicional si antes no te han condenado. —Diana Taverner soltó una risita corta y amarga—. No me gusta ser sentenciosa pero, hablando en términos generales, no nos interesa que determinados sujetos anden sueltos por la calle.
—¿Determinados sujetos?
Diana se encogió de hombros.
—Corre el rumor de que Tearney en su momento utilizó el proyecto Chubasquero para hacer que algunas personas desaparecieran... por motivos personales.
—Los que mandan tienen sus privilegios, ya se sabe.
—Estoy segura de que el primer ministro también lo ve así.
—Y hasta es posible que el primer ministro le pida a Ingrid que haga algo parecido con Judd —dijo Lamb—. En fin... eso fue lo que le contaron a la capitana Dunn aquella noche en Nueva York, ¿verdad?
—El tipo que la abordó y se lo explicó era el delegado de... de una antigua república soviética, no hace falta entrar en detalles. Tiempo atrás, ese individuo contribuyó al cierre de un acuerdo para el uso de un centro de alta seguridad en un paraje remotísimo de su país. —Taverner hizo una pausa—. Lo que en su país entienden por «alta seguridad» no es lo que nosotros suponemos: digamos que se refieren a unos lugares con muros gruesos y sin agua corriente.
—Sí, los conozco bien —dijo Lamb, que encendió el segundo cigarrillo con el primero y luego lanzó la colilla, todavía encendida, a la espalda de la paloma más cercana. La paloma ni se inmutó.
—Está claro que, con el paso de los años, el hombre terminó por ver las cosas de otro modo y sintió la necesidad de sincerarse con alguien; o quizá, sencillamente, quería dárselas de enterado ante Alison Dunn con la idea de seducirla.
—Y sin darse cuenta, firmó la sentencia de muerte de la capitana.
—Todos tenemos las manos manchadas, Lamb, no finjas que no es tu caso.
Lamb no respondió de inmediato y los dos continuaron allí sentados, contemplando cómo la brasa de la colilla ennegrecía las hojas de hierba resecas por el calor. Con un poco de tiempo y de mala suerte, una minucia como ésa podía hacer que una ciudad entera ardiese hasta sus cimientos.
—¿Y ahora qué? —dijo él finalmente.
—El hecho de que haya documentos que demuestren la existencia del proyecto no tan sólo pone en entredicho la carrera profesional de Tearney: el escándalo internacional está asegurado, de modo que las altas esferas van a correr un tupido velo sobre el asunto. Judd sugerirá a la Dama que ha llegado el momento de que se jubile, con lo que la dirección del MI5 quedará vacante.
—¿Y quién va a ocupar ese cargo?
—Eso no me corresponde a mí decidirlo.
—Y a cambio del nombramiento —prosiguió Lamb—, le echarás una mano a Judd para que se convierta en primer ministro, ¿no? Lo que a ti te vendrá de perlas, teniendo en cuenta que tienes acceso a material secreto de todo tipo, como el informe confidencial de seguridad sobre el propio primer ministro, sin ir más lejos.
—Estoy segura de que sabrá comportarse —dijo Taverner—. Ayer estuvimos reunidos, de hecho. —Las palmas de sus manos recorrieron sus muslos de arriba abajo, alisando el lino de sus pantalones—. Me dijo que tiene un gran concepto del servicio, que ha cambiado de idea y ya no tiene previsto someterlo a una reorganización.
—Un puto psicópata, eso es lo que es.
—Razón de más para tenerlo bien cerca y atado en corto.
—Estamos hablando de Peter Judd —recordó Lamb—; en cuanto pueda, se hace con la cuerda y te ahorca con ella. Por lo demás, te olvidas de algo: no eres tú quien tiene esos documentos, sino yo. —Tamborileó con los dedos sobre la carpeta que River Cartwright le había entregado—. Y, naturalmente —siguió—, si todo esto llegara a hacerse público... si fuera a parar a la redacción de The Guardian, pongamos por caso, las cosas serían muy distintas, ¿no crees? En lugar de una detonación controlada, se produciría una explosión capaz de sacudir a la opinión pública. Tearney igualmente tendría que dejar el cargo, pero Judd se encontraría atrapado en la onda expansiva, y en ausencia de un ministro amistoso y dispuesto a allanarte el camino hasta lo más alto... ¿qué crees que pasaría, Diana? ¿Todavía te ves sentada ante la Primera Mesa?
—No te conviene provocar una catástrofe de esa clase, Jackson.
—Pues no sé... no olvides que estoy obligado a pensar en la gente de mi equipo.
—¿En serio? Será por primera vez en la vida.
—Mis subalternos sienten un natural respeto por mí.
—Eso no es respeto, sino el síndrome de Estocolmo.
—¿Qué crees que pensarían si les dijera que aquí no ha pasado nada, después de que hayan tratado de matarlos? Tienen derecho a saber qué es lo que está en juego en este asunto. —Se llevó las manos a la nariz y aspiró sonoramente—. Hasta es posible que tengan derecho a decidir por votación qué hacemos con estos documentos.
—Lo dirás en broma.
Lamb la miró con los ojos entornados envuelto en la nube de humo que acababa de exhalar.
—Todo es un chiste, claro: eso de que unos tipejos hayan tratado de cargárselos a tiro limpio les habrá parecido divertidísimo.
—Lamb, por Dios...
—Bueno, ya sabes que a ésos no los dejaría votar ni para escoger los cereales del desayuno. —Le tendió la carpeta a Diana, pero no la soltó cuando ella trató de cogerla—. Ahora bien, lo de Judd iba en serio: con ése te la juegas de verdad. Ahí tienes un problema de los gordos.
—Sé cómo manejarme con él.
—¿Estás segura?
—He dicho que sé cómo manejarme con él.
Lamb sonrió con sarcasmo, pero aflojó un poco los dedos y Diana le arrebató la carpeta de las manos.
Se levantó y esta vez las palomas se asustaron; el instinto las llevó a auparse torpemente en el aire, donde se quedaron aleteando confusas sin que nadie les hiciera el menor caso.
—Ahora en serio —dijo Diana—, ¿Catherine Standish se encuentra bien?
—Ha dejado el trabajo, o eso parece.
—Vaya, lo siento.
—Unos vienen y otros van —repuso Lamb—. Ayer creía haber despedido a otros dos, aunque parece que ellos lo ven de otra manera.
Se alejó por el sendero y su voluminosa silueta se recortó contra la bruma caliente.
Diana Taverner se lo quedó mirando hasta que se perdió de vista —lo que ocurrió con sorprendente rapidez pese a su corpulencia— y acto seguido desató la carpeta. Dejó que la sedosa cinta acariciase sus dedos un momento y luego abrió la tapa. La página inicial estaba en blanco, con la salvedad de la V de Virgil trazada con rotulador y un número de catalogación sellado en tinta roja. Apartó el papel... y se encontró con un ejemplar del Angling Times, la revista para aficionados a la pesca deportiva, nada más.
—Maldita sea, Jackson Lamb —susurró—, ¡cómo puedes ser tan idiota!
Buscó las palomas con la mirada, pero ya no estaban. Alzó la vista al cielo, que seguía en su lugar, y luego rebuscó en el bolso hasta encontrar el móvil.
Peter Judd respondió al primer tono de llamada.
—¿Recuerdas que ayer hablamos del peor escenario posible? —preguntó Diana—. Pues bien, eso es lo que tenemos delante.
El tiempo está cambiando en Aldersgate Street. También en otros lugares, como si quisiera eliminar el olor a chapapote de las calles de Londres, pero se diría que en ningún lugar con tanta determinación, con tanta furia, como en Aldersgate Street, donde la hora azul ha dado paso a una temprana oscuridad. Se oye un rumor de tormenta, tan cerca que se diría que sólo hay que dar vuelta a la página para que se ponga a llover, y quienes ocupan los edificios del Barbican se han acercado a las ventanas con la esperanza de contemplar un espectáculo en el cielo. En las aceras, los peatones —que siguen vistiendo las ropas que se han puesto por la mañana para afrontar otra jornada de calor y sequedad— aprietan el paso en busca de cualquier lugar que les sirva de refugio. En el callejón que conduce a la puerta lateral de la Casa de la Ciénaga, una repentina ráfaga de viento enloquecido revuelve el polvo ardiente y, por debajo del ruido producido por el entrechocar de las nubes (que, como todo niño sabe, es la verdadera causa de la tormenta), se oye una puerta que chirría y se arrastra contra el suelo al abrirse, una puerta que se atasca haga el tiempo que haga, sin importar si está a punto de cambiar, como ahora... No obstante, si alguien acabara de entrar en la Casa de la Ciénaga, lo lógico sería oír ruidos en la escalera, donde reina un absoluto silencio: sólo un espectro podría subir por los rechinantes peldaños de madera sin que se oyera ni un susurro.
Si se trata de un fantasma, es de naturaleza curiosa, porque se detiene en el primer rellano para hacerse una composición de lugar. Como siempre pasa en ese edificio, las puertas se encuentran abiertas de par en par y, por mucho que los despachos estén vacíos, hasta un fantasma se daría cuenta de cuál de ellos pertenece a Roderick Ho y cuál a Marcus Longridge y Shirley Dander. El aire en este último se nota viciado por unas emociones en conflicto, pues su último ocupante varón ha estado pensando que, a pesar de su gran experiencia en combate, quienes ayer le sacaron las castañas del fuego en dos ocasiones fueron dos personas a las que considera de poca monta, así que menos rollos con eso de que el control es fundamental. En lo que respecta a la ocupante femenina, algo indica que sus recientes despliegues de energía física, si bien satisfactorios, probablemente no van a servirle a largo plazo como sustitutivo de la intimidad, y a corto plazo sólo posponen, que no eliminan, la necesidad de subidones de otro tenor. Pero en el aire también se percibe una clara sensación de alivio, pues parece que los despidos de ayer han sido revocados... o cuando menos no se ha hablado de ellos durante la prolongada recapitulación general de los acontecimientos de la víspera. Eso de sentirte aliviado porque te dejan quedarte con los caballos lentos puede parecer extravagante pero, como todo fantasma sabe, pocos seres son tan complicados como los vivos.
A todo esto, un espectro particularmente perceptivo bien podría captar un retazo de conversación:
—¿Que destrozaste el porche y la entrada con un autobús de dos pisos? Buena jugada, hay que reconocerlo.
Unas palabras pronunciadas por Marcus que Roderick Ho escuchó derritiéndose de placer y después estuvo repitiéndose en silencio una y otra vez hasta que dieron paso a un segundo mantra igualmente mudo: «¿Qué tal si nos tomamos unas copas, muñeca?»
Segundo mantra que también estuvo rumiando una y otra vez —gesticulando delante de una ventana, a falta de espejo—, incluso después de que la destinataria de su mudo mensaje saliera a la calle por la puerta de abajo y se marchara por el callejón dejando a sus espaldas la Casa de la Ciénaga y al propio Ho sin pensar en ellos ni un segundo.
Ahora, nuestro fantasma se dispone a subir más escaleras. En el siguiente rellano se ven otros dos escritorios vacíos, asimismo marcados por la reciente presencia de sus ocupantes habituales, una de ellas la recién aludida Louisa Guy, quien en estos momentos está sentada en un taburete ante la barra de un bar. Como de costumbre, un hombre —el desconocido de rigor— se le acerca y trata de darle el palique acostumbrado, aunque ella esta noche responde de forma desacostumbrada sin pensárselo dos veces:
—Gracias, pero me apetece estar sola.
Lo dice mientras acude a su mente una breve imagen de la víspera: no la de los hombres que abatió a tiros; no la del pobre Douglas, muerto también; ni siquiera la del valeroso Donovan, condenado al fracaso desde el principio; sino la de River Cartwright levantándola del suelo: un breve contacto cuyo recuerdo, por las razones que sean, descarta la posibilidad de irse a la cama con alguien esta noche. Una sensación que quizá vaya a durar más allá del tercer vodka... o quizá no, ¿quién sabe?
En cuanto al propio River, ese mediodía —por razones que ni él mismo sabría decir— ha vuelto a cruzar la ciudad para plantarse una vez más junto al lecho de Spider Webb y se ha encontrado con que en su habitación no había nadie, que la cama estaba recién hecha, que se habían llevado de allí todos aquellos aparatos que pitaban y zumbaban sin cesar, un descubrimiento que lo ha llevado a recordar la mentira que utilizó como coartada para tratar de engañar a Diana Taverner durante su incursión en Regent’s Park: «Me dijo que, si alguna vez acababa enchufado a una máquina sin posibilidades de recuperarse, preferiría que lo desenchufasen, eso fue lo que me dijo.»
La desagradable sospecha de que sus palabras pueden haber tenido unas consecuencias inesperadas le ha revuelto las entrañas hasta tal punto que ha preferido pensar en otra cosa, razón por la que ha ido a visitar a su abuelo, el Viejo Cabrón, para escuchar las historias de siempre sobre el servicio y el espionaje y apartar toda posibilidad de hacer un examen de conciencia.
Una vez más, se oye un trueno tan cercano que parece estar cayendo sobre el tejado, y esta vez trae consigo... ¡sí!, el fogonazo de un relámpago: un súbito restallido eléctrico que penetra por las ventanas sin cortinas de la Casa de la Ciénaga. Si en este lugar hubiera alguien, sin duda se encontraría tan expuesto a la vista como si se hallara bajo el flash de un fotógrafo... pero no hay nadie, como no sea aquella sombra en el rincón, una sombra más oscura, más espesa, más sustancial de lo esperable... a no ser que se trate de un fantasma que, sin hacer el menor ruido, está subiendo el último tramo de escaleras en dirección al piso donde las estancias son de menor tamaño, el nivel más próximo al cielo...
El primero de esos dos despachos, en principio tan vacío como los anteriores, da la impresión de encontrarse más desocupado que nunca, como si su vacuidad se hubiera tornado permanente, como si la ausencia de Catherine Standish fuese la última en una larga serie de ausencias que la Casa de la Ciénaga necesita para su supervivencia, como si ese edificio tan sólo fuera a darse por satisfecho cuando consiguiera expulsar al último de sus ocupantes...
Como si la ausencia y la pérdida fueran su sustento.
Está claro que un fantasma lo entendería; un fantasma podría detenerse en ese umbral y disfrutar del aire de desolación, del paraguas abandonado en el perchero, del polvo que comienza a cubrir el escritorio y el alféizar de la ventana. Pero el fantasma —si es que hay un fantasma, y si se encuentra allí— no parece tener gran interés por las últimas andanzas de Catherine Standish. No llega a entrar: se queda flotando en el rellano, frente a la única puerta del edificio cerrada a estas horas. Del interior llegan ruidos que hacen pensar en un animal de granja. ¿Los ronquidos de un cerdo con malas pulgas? Un nuevo trueno retumba en lo alto y su eco se cuela en ese último piso; a pesar del estrépito, el gorrino parece seguir durmiendo como un tronco.
La lluvia por fin empieza a caer, acaso convocada por la mención de un paraguas. Primero se oye un marcado repiqueteo en las ventanas, cada vez más rápido, que termina por extenderse a todas partes convirtiéndose en un intenso tamborileo que percute y rebota en el tejado, que sacude las paredes... Lo mismo que el resto de Londres, Aldersgate Street lleva largo tiempo ansiando este momento: si las calles de una ciudad fueran capaces de suspirar con alivio, Aldersgate lo haría de inmediato. ¡Y son capaces! Aldersgate lo hace al instante, aunque la lluvia siempre enmascara los suspiros de gratitud que brotan de la calzada.
Con todo, los ronquidos persisten en el interior de la Casa de la Ciénaga y es posible que la línea divisoria entre este mundo y el otro se desdibuje un momento, pues un fantasma podría atravesar esta puerta sin problemas —una puerta no supone obstáculo para un fantasma digno de tal nombre—, pero es una mano enguantada la que acaba de asir el pomo de la puerta y lo está haciendo girar. En este momento, el último en la vida de una persona, un hombre con el cabello elegantemente cepillado hacia atrás por fin se hace visible: es Seb, el hombre al servicio de Peter Judd, el fantasmagórico factótum del ministro, que viene a hacerse con aquello que Jackson Lamb se quedó y, de paso, a acallar esta pocilga para siempre. Lamb es muy libre de atormentar a sus inferiores hasta decir basta, pero cuando te enfrentas a los poderosos siempre hay que pagar un precio.
La puerta se abre del todo de un modo sorprendentemente silencioso y ahí está Jackson Lamb, despatarrado detrás del escritorio. De repente, el aire se carga con sus olores variopintos: pedos antiguos y nuevos, cigarrillos viejos y recientes, ropas que han visto mejores días y hasta mejores semanas. Sus ronquidos, tan regulares como estruendosos, no se han visto alterados en lo más mínimo por la irrupción de Seb, y el trabajillo que éste tiene por delante promete ser ridículamente fácil, un simple coser y cantar... Pero hay un problema, y es que Lamb tiene los ojos abiertos y su mano empuña una pistola.
Lo último que Seb aprende sobre este mundo, justo antes de que su espíritu abandone su cuerpo, es que si abres demasiadas puertas al final te encuentras con un tigre.
Lamb deja de roncar, mete la pistola en el cajón y pesca un cigarro del bolsillo. Antes de encenderlo, descuelga el teléfono.
Eso de librarse de un cadáver siempre es un engorro.
Por fortuna, cuenta con unos caballos lentos que van a hacerlo por él.