Como muchos males, éste también empezó con tipos que usaban traje.
Madrugada de un día laborable en el límite de la City londinense; húmeda, oscura, neblinosa. Poco antes de las cinco. En los edificios cercanos, algunos de más de veinte pisos de altura, unas cuantas luces empezaban a encenderse aquí y allá creando patrones aleatorios en las retículas de cristal y acero. Algunas indicaban que los banqueros más madrugadores ya estaban sentados ante sus escritorios, acechando los mercados, pero en su mayoría dejaban ver que otros empleados de la City, los que vestían monos de trabajo y cuyas labores incluían pasar las aspiradoras, sacar brillo o vaciar papeleras antes del amanecer, se encontraban ya al pie del cañón. Las simpatías de Paul Lowell estaban con estos últimos: te tocaba o no limpiar la porquería de otros, ¿qué mejor metáfora del sistema de clases?
Contempló la calle a sus pies. En vertical, aquellos dieciocho metros suponían una distancia considerable. Al acuclillarse, oyó crujir sus músculos y notó la desagradable tensión de la tela barata contra los muslos. El traje le quedaba justo. Le había parecido suficientemente elástico para que no importara, pero ahora se sentía constreñido en vez de poderoso.
O quizá sólo había engordado.
Estaba en una pequeña plataforma —el término arquitectónico preciso seguramente era otro— situada sobre un arco bajo el cual discurría London Wall, la arteria de dos carriles que se extiende desde Saint Martin’s Le Grand hasta Moorgate. Sobre su cabeza se alzaba un bloque de oficinas que unía a otros dos edificios construidos en ángulo: la sede de uno de los principales bancos mundiales de inversión y la de una de las cadenas de pizzerías más famosas. A un centenar de metros, sobre un montículo cubierto de césped, podía verse un tramo de la muralla romana que daba nombre a la calle y que en otros tiempos circundaba la City entera. Seguía en pie siglos después de que los fantasmas de sus constructores se hubieran desvanecido de puro viejos. «Todo un símbolo», pensó Lowell en ese instante: había cosas que permanecían, que sobrevivían a las mentalidades cambiantes, y valía la pena luchar para preservar lo que quedaba de ellas. Por eso estaba allí, en resumidas cuentas.
Se quitó la pequeña mochila que portaba y la puso en el suelo, entre sus rodillas. Abrió la cremallera y sacó lo que llevaba dentro. En una hora aproximadamente, el tráfico hacia la City y hacia otros puntos al este se incrementaría y un montón de vehículos pasarían por debajo del arco sobre el que estaba acuclillado; conductores, ciclistas y pasajeros de autobús serían testigos obligados de lo que estaba a punto de hacer, y tras ellos llegarían, inevitablemente, los equipos de los informativos, cámaras en ristre, que transmitirían su mensaje al país entero.
Sólo quería que lo escucharan. Durante años habían estado negándole sus derechos y ahora, por fin, estaba decidido a luchar. Lo haría imitando a muchos otros antes que él: así surgían las tradiciones. No creía que aquello pudiera cambiar las cosas, pero otros en su misma situación se enterarían y quizá pasarían a la acción, y un día las cosas acabarían cambiando.
Notó un movimiento, se volvió y vio que alguien se encaramaba al extremo opuesto de la plataforma tras haber escalado por la fachada del edificio, tal como él mismo había hecho diez minutos atrás. Le llevó un segundo reconocer al otro, aunque enseguida lo embargó la emoción, como si de pronto volviera a tener doce años. Porque eso era lo que todo niño de doce años ansiaba ver, se dijo mientras veía al recién llegado aproximarse: ése era el material de los sueños de todo chaval.
Alto y ancho de hombros, Batman avanzaba hacia él a paso firme entre los húmedos jirones de niebla.
—¡Hola! —saludó Lowell—. ¡Qué buen disfraz!
Bajó la mirada y examinó su propio traje. No tenía edad para andar vestido de Spiderman, pero no se trataba de marcar estilo, sino de aparecer en los noticiarios de la tarde, y los trajes de superhéroe venían al pelo en ese sentido. Ya les había funcionado a otros, les funcionaría a ellos. Por eso se había convertido en el Asombroso Hombre Araña, por eso el camarada con quien se encontraba por primera vez, tras concertarlo todo anónimamente a través de un foro de internet, se había disfrazado de Batman. Los dos formarían un dúo dinámico esa mañana precisa para salir hasta en la sopa durante lo que quedaba de la semana. Sin soltar el rollo de lona que acababa de sacar de la mochila, se incorporó y le tendió la otra mano a Batman, lo que también evocaba una vieja historia, protagonizada por dos hombres unidos por una causa común que se encuentran y se saludan.
Pero, en vez de estrechar la mano de Spiderman, Batman le dio un puñetazo en pleno rostro.
Lowell se fue de espaldas mirando las ventanas iluminadas de las oficinas arremolinarse como si fueran estrellas; todo le daba vueltas y, al chocar contra las losas mojadas por la lluvia, se quedó sin aire. Pero su mente ya se había puesto en funcionamiento. Rodó hacia un lado, alejándose del borde, justo cuando Batman le lanzaba una patada que por un pelo no le dio en el brazo. Necesitaba ponerse de pie (¡nadie ha ganado jamás una pelea tumbado boca abajo!), así que se concentró en ello durante los siguientes dos segundos sin preguntarse por qué el puto Batman estaba sacudiéndolo. Fue en vano: cuando apenas había logrado ponerse de rodillas, encajó un nuevo puñetazo en la cara. La sangre empapó la máscara de Spiderman. Lowell intentó decir algo, pero sólo consiguió emitir un balbuceo incomprensible.
Entonces, su contrincante empezó a arrastrarlo hacia el borde de la cornisa.
Lowell tenía muy claro lo que vendría a continuación, así que gritó e hizo lo imposible por soltarse, pero Batman lo tenía agarrado por los hombros y sus manos parecían de acero. Mientras pataleaba, golpeó el rollo de lona y la pancarta rodó hacia el borde, desenrollándose. Trató de golpear a su contrincante en la entrepierna, pero su puño se estrelló contra la recia musculatura del muslo y, de pronto, se encontró suspendido en el vacío. Tan sólo lo sostenía la acerada mano del justiciero enmascarado.
—No lo hagas, te lo ruego... —musitó.
Pero Batman no tuvo piedad del Hombre Araña.
La lona chocó contra la calzada y se desplegó en el asfalto unos segundos antes que el cuerpo de Paul Lowell; ya no era un rollo, ni propiamente una pancarta, más bien parecía un trozo de moqueta. Escrita en grandes letras, la reivindicación, JUSTICIA PARA LOS PADRES SEPARADOS, fue emborronándose con la humedad del suelo y la sangre de Lowell.
Eso sí: la imagen resultante era de lo más llamativa y las cámaras no perdieron la ocasión de captarla.
Antes del final del día apareció en muchos informativos, aunque Paul Lowell ya no pudo verlos.
En cuanto a Batman, hacía mucho que se había ido.