Barrio de Finsbury, Londres. Es de noche y hace un calor infernal. Se abre una puerta y una mujer sale, pero no a la calle —es la Casa de la Ciénaga y, como todo el mundo sabe, la puerta delantera de la Casa de la Ciénaga nunca se abre ni se cierra—, sino a un patio trasero. Apenas le da la luz y, en consecuencia, hay enormes manchas de moho en los muros. Huele a descuido, un tufo en el que, con un poco de esfuerzo, pueden distinguirse el olor grasiento del restaurante de comida para llevar, las colillas viejas, los charcos medio secos, el líquido que rebosa del sumidero del rincón y que más vale no investigar de cerca... Aún no ha oscurecido del todo —es la hora azul—, pero las sombras de la noche van ganando terreno en el patio. La mujer no se queda allí mucho tiempo, así que no hay mucho que ver.
Aun así, suponiendo que alguien estuviera observándola —y que la ligera corriente de aire que la roza mientras se dispone a cerrar la puerta no es una de esas brisas de agosto que tanto añoramos y que ya no soplan casi nunca, sino un espectro errante en busca de un lugar donde descansar—, reconocería en ese instante una oportunidad para colarse y, tras hacerlo con la celeridad propia de un rayo de sol, y dado que los espectros —los del tipo errante, sobre todo— nada tienen de holgazanes, lo que sigue, una rauda inspección de esa oficina medio olvidada y completamente ignorada, esa «mazmorra administrativa» del servicio de inteligencia, como la llamaron alguna vez, podría suceder en el tiempo que un murciélago necesita para parpadear o que una puerta casi cerrada necesita para cerrarse del todo.
Nuestro fantasma vuela escaleras arriba, pues no hay otra opción que subir, y durante el ascenso repara en las manchas en las paredes de las escaleras, redondeadas como escamas, que parecen los contornos de un continente inacabado y que indican la altura a la que ha llegado la humedad; un garabato ondulante que, en la penumbra, alguien podría tomar por unas lenguas de fuego. Una idea rocambolesca, sí, pero apuntalada por el calor y por el generalizado aire de opresión que impera en el viejo edificio, como si alguien —o algo— ejerciera un influjo maligno sobre los que trabajan allí.
En el primer rellano, dos puertas. Nuestro espectro escoge al azar y se cuela en un despacho sucio y destartalado con dos escritorios sobre los que hay otros tantos ordenadores encendidos, aunque en reposo. Bajo las negras pantallas, unas lucecitas lanzan silenciosos guiños en la oscuridad. Hace tiempo que nadie se preocupa por secar las moquetas cuando se derrama algún líquido, así que los vertidos se han convertido en manchas también contumazmente ignoradas y han terminado por integrarse en la anodina combinación de colores. Todo es grisáceo o amarillento, todo está roto o ha sido reparado alguna vez. Una impresora apretujada en un hueco exhibe una zigzagueante resquebrajadura en la tapa, y la pantalla de papel que enmascara una de las bombillas que cuelgan del techo —la otra está desnuda— tiene un desgarrón. La sucia taza que puede verse sobre uno de los escritorios carece de asa; el sucio vaso sobre el otro muestra, en el borde astillado, una especie de beso gótico: una mueca inmortalizada en grasa.
Salta a la vista que éste no es lugar para un espectro errante: el nuestro olisquea, aunque sin producir ruido alguno, antes de desaparecer de allí para reaparecer en el despacho gemelo de la misma planta y, a continuación, en los dos situados una planta más arriba, y luego en el descansillo de la que sigue, el más idóneo para hacerse una idea del edificio en su conjunto... una idea que, al cabo, no resulta para nada positiva: estos espacios, aparentemente vacíos, en realidad rebosan de frustración y de bilis enturbiadas por la agonía de la inercia inevitable. Sólo uno —el que tiene el ordenador más moderno— parece ajeno al tormento del tedio permanente, sólo otro —el despacho más pequeño del piso superior— muestra signos de que en él se realiza un trabajo eficiente. En el resto, todo apunta a la interminable repetición de un sinnúmero de tareas sin sentido asignadas porque sí a quienes estaban ociosos, labores por lo visto consistentes en el procesamiento de unos datos recibidos al por mayor, no muy distintos de una sopa de letras sazonada con números al azar, como si alguien hubiera relevado de sus suplicios a un funcionario condenado al infierno para endosárselos a quienes aquí laboran, si bien convertidos en tareas mundanas que se espera que realicen incesantemente, interminablemente, a riesgo de ser arrojados a unas tinieblas aún mayores: mal si las hacen, mal si no las hacen. La ausencia de un rótulo sobre la puerta de entrada que rece abandonad aquí toda esperanza sólo se explica porque, como todo oficinista sabe, no es la desesperanza lo que te mata, sino la consciencia de que la desesperanza te matará.
«Estos espacios», ha dicho nuestro espectro errante; sin embargo, hay uno que no ha visitado aún: el mayor de los dos despachos de esta planta; está a oscuras, pero no vacío. Si nuestro fantasma tuviese orejas, no le haría falta pegar una a la puerta para darse cuenta, porque el ruido que brota de ahí dentro no es para nada discreto, sino tan sonoro y retumbante que bien podría provenir de un animal de granja. Nuestro espectro se estremece ligeramente —en una imitación casi perfecta de un ser humano que se ha puesto nervioso— y antes de que el ruido —en parte ronquido, en parte rugido, en parte eructo— termine de disiparse ya ha volado escaleras abajo, dejando atrás los deprimentes despachos del segundo y el primer piso, para volver a la exigua planta baja —atrapada entre un restaurante chino y una tienducha de periódicos, revistas y artículos de baratillo— y salir al patio mal ventilado y mohoso. Pero en ese instante el tiempo ha vuelto a correr y ha borrado a nuestro espectro errante como el limpiaparabrisas de un coche hace desaparecer un insecto, tan rápido que sólo se ha oído un mínimo y discretísimo ¡plop!, inaudible para la mujer que ha cerrado la puerta. Ella tira del pomo para asegurarse de que está bien cerrada —aunque le parece que ya ha hecho lo mismo hace un instante— y a continuación, con la misma eficacia que transmite su despacho del último piso, cruza el patio, sale al callejón y, después de torcer a la izquierda, enfila Aldersgate Street.
Apenas ha recorrido cinco metros cuando un sonido la sobresalta: no ha sido un ¡plop!, tampoco un ¡bang!, no ha sido uno de esos eructos explosivos que son la especialidad de Jackson Lamb, sino el sonido de su propio nombre, pronunciado por una voz que parece provenir de una vida anterior: «¿Cath...»
—... erine?
«¿Quién es éste? —se preguntó ella—. ¿Es amigo o enemigo?
Como si esas distinciones tuvieran importancia.
—¿Catherine Standish?
Ahora sí lo había reconocido. Se estremeció. Durante unos instantes, sin mostrar la menor emoción, había batallado para ubicar esa cara como quien mira a través de un cristal esmerilado, pero al fin había dado con la respuesta: el cristal era el fondo de un vaso que acababa de vaciarse y aún estaba empañado de residuos.
—Sean Donovan... —dijo.
—¿Te acuerdas de mí?
—Sí, sí, claro.
No era un hombre fácil de olvidar, con esa estatura y esos hombros anchos, con esa nariz rota en un par de ocasiones («Por suerte, a veces sí hay dos sin tres», había bromeado en alguna ocasión). Seguía llevando el pelo cortado al cepillo, aunque algo más largo de lo que ella recordaba, y con vetas grises; sus ojos seguían siendo azules —cómo no— pero, a pesar de la escasa luz, Catherine se dio cuenta de que aquella noche eran del azul tormentoso que correspondía a los momentos más oscuros, y no de ese tono que hacía pensar en una mañana de septiembre. Aquel hombre tan alto y ancho de hombros como ya ha quedado claro, y ella, si acaso la mitad de alta y robusta: qué extraña pareja debían de hacer allí, de pie, en aquella zona de la ciudad y durante la hora azul; él con la palabra «militar» brotando de cada poro de su cuerpo y ella con un vestido hasta el cuello y puños de encaje, y unos zapatos con hebillas a la antigua.
No quedaba otra que enfrentar la situación, así que dijo:
—No sabía que habías salido...
—¿Del agujero?
Ella asintió.
—Hace un año. Trece meses, para ser exactos. —Su voz tampoco era fácil de olvidar, con aquel ligero deje irlandés. Catherine nunca había estado en Irlanda, si bien aquella voz a veces había conseguido transportarla a prados verdes y mullidos.
Aunque en esa época estaba casi siempre borracha: eso debía de haber ayudado, claro.
—Si quieres, te digo los días exactos —continuó él.
—Tuvo que ser difícil.
—Sí, sí, no te imaginas hasta qué punto. Literalmente: no te imaginas.
No supo qué responder.
Estaban plantados en medio de la acera, lo que no era muy apropiado para dos agentes de inteligencia, por mucho que ella no fuese una agente de campo.
Ella se dio cuenta y él lo notó en su actitud corporal.
—Ibas hacia allí, ¿no? —preguntó señalando el cruce con Old Street.
—Sí.
—Pues si no te importa te acompaño.
Caminó a su lado como si aquello fuera exactamente lo que parecía: un encuentro fortuito en un anochecer de verano; dos viejos amigos (¿eso habían sido, amigos?) que se encontraban por casualidad en plena calle y tenían ganas de alargar el momento. En otra época, pensó Catherine, y quizá ahora mismo en un lugar más discreto, Sean la habría cogido del brazo, lo que habría sido bonito, aunque también algo cursi y, sobre todo, una mentira. Porque puede que ella nunca hubiera sido agente de campo, pero había algunas cosas que tenía muy claras; por ejemplo, que los encuentros fortuitos eran plausibles entre otras personas y en otros casos, pero no en éste, no entre espías.
En un bar cercano a la Casa de la Ciénaga, Roderick Ho estaba pensando en el amor.
Últimamente lo hacía mucho, y era comprensible; ¿no era verdad que todos en la oficina se extrañaban de que él y Louisa Guy no se hubieran emparejado aún? La relación de Louisa con Min Harper era historia antigua a esas alturas, e internet no sólo le había enseñado a Ho que siempre hay un incauto para las estafas más grotescas y descabelladas, o que, para montar un pollo en un foro, basta con hacer un comentario un poquitín envenenado sobre los atentados de las Torres Gemelas, Michael Jackson o los gatitos, sino también que las mujeres tenían necesidades. Sí, para bien o para mal, internet había convertido a Ho en el hombre que era: un británico autodidacta del siglo xxi, y como tal se las sabía todas.
Aquella zorrita estaba a punto de caer como fruta madura.
Estaba pidiéndolo a gritos.
Él sólo tenía que dar un paso al frente y pillarla por banda.
Por desgracia, aunque la teoría apuntaba sin duda en esa dirección, la práctica no acababa de respaldarla. Ho veía a Louisa casi todos los días y había empezado a aparecer por la cocina cada vez que ella estaba haciéndose un café, pero ella seguía sin captar sus señales. Por ejemplo, le había sugerido —¡hacía ya una semana!— que, dado que ambos necesitaban las mismas dosis de cafeína, tenía sentido que ella aprovechara para preparar dos tazas, pero a ella le había resbalado y seguía volviendo al despacho con una sola. Era obvio que Louisa tenía muchísimo que aprender sobre rituales de apareamiento pero, entretanto, Ho se veía obligado a seguir buscando una forma de comunicarle la jugada poniéndose a su nivel.
A él ni siquiera le gustaba el café, lo que daba idea de los sacrificios que estaba dispuesto a hacer.
Había oído que algunos recomendaban mostrarse solícito, prestar atención, escuchar... pero ¡por Dios! ¿En qué mundo vivían esos paletos? Esa clase de gilipolleces te ocupaban todo el tiempo del mundo, y Louisa Guy ya no era precisamente una jovenzuela. Además, él mismo tenía sus necesidades y, aunque internet las satisfacía en general, últimamente estaba empezando a ponerse nervioso. Para colmo, Louisa era una mujer vulnerable y no se podía descartar que algún otro tratara de aprovecharse: River Cartwright, por ejemplo, parecía muy capaz de lanzarse y, por mucho que fuera un imbécil, una mujer vulnerable bien podía sucumbir a sus intenciones, sobre todo si era poco ducha a la hora de captar señales.
Ho tenía muy claro que necesitaba consejos prácticos, por eso estaba en un bar con Marcus Longridge y Shirley Dander, que trabajaban en el despacho contiguo.
—¿Habéis hablado con Louisa hace poco? —les preguntó.
Longridge emitió un gruñido.
Esos dos eran los últimos caballos lentos que habían llegado a la Casa de la Ciénaga, lo que, para Ho, explicaba su escasa disposición a explayarse: si bien allí no había una rígida estructura jerárquica, era obvio que, después de Lamb —que era quien cortaba el bacalao—, venía él, puesto que en ese lugar contaba el intelecto, no la fuerza bruta. Debían de verlo como a un superior y por eso se mostraban cautos; él habría hecho lo mismo si estuviera en su lugar.
Bebió un sorbo de cerveza sin alcohol y volvió a la carga:
—¿No habéis hablado con ella en la cocina o donde sea...?
Una vez más, Marcus respondió con un gruñido indescifrable.
Tenía cuarenta y tantos años, era negro, alto, estaba casado, sin duda se había cargado al menos a una persona pero, a ojos de Ho, nada de eso lo descartaba como posible fuente de consejos prácticos; al contrario: se imaginaba que Marcus lo veía como una versión más joven de sí mismo y por eso había quedado con él para tomarse unas jarras, echar unas risas y, llegado el momento, intercambiar confidencias de hombre a hombre. Por desgracia, era complicado llegar a esta última fase con Shirley Dander sentada a su lado como una especie de hidrante lleno de mala leche. No tenía ni idea de por qué se les había enganchado, aunque el resultado era que ni él ni Marcus se sentían a gusto; no terminaban de soltarse del todo, de ser ellos mismos.
Shirley tenía delante una bolsa de patatas abierta como una manta para pícnic, pero cuando Ho fue a coger una, le estampó un manotazo en la muñeca.
—Pide otras para ti —le soltó, llevándose a la boca en torno al quince por ciento del contenido de la bolsa, que engulló sin apenas masticar—. ¿Qué ocurre con Louisa? —preguntó finalmente.
Ho le dedicó una mirada que quería decir: «Chica, estamos hablando los hombres.»
—¿Qué? —insistió ella—. ¿Se te ha atragantado la limonada?
—No es limonada.
—Ya, claro. —Shirley echó un trago de su propia lager, también sin alcohol, para ayudarse a tragar las patatas fritas y luego volvió al asunto—: ¿De qué íbamos a hablar con Louisa?
—Bueno, no sé, de lo que sea.
—Estás de broma, ¿no?
Marcus seguía mirando su jarra, ensimismado. Había pedido una Guinness y Ho llevaba unos minutos tratando de formular un comentario ingenioso sobre el hecho de que Marcus y su cerveza eran de idéntico color. Un chiste de situación, digamos, pero decidió dejarlo para más adelante, cuando llegara el momento propicio; o sea, cuando Shirley cerrara el pico de una vez.
Pero no lo cerraba ni a tiros.
—Tienes que estar de broma.
—¿Qué quieres decir? —preguntó él.
—No te estarás imaginando que tienes alguna oportunidad con Louisa...
—¿Y quién dice que...?
—¡Ja! Si no lo veo, no lo creo: ¿de veras te crees que tienes la más remota posibilidad con Louisa?
—Dios mío, mátame de una vez... —murmuró Marcus como si no tuviera nada que ver con sus compañeros de mesa.
Sólo entonces, Roderick Ho se preguntó si no estaría cometiendo un nuevo error táctico en su vida social.
—Ya no estás en Regent’s Park... —soltó Sean Donovan.
Catherine no respondió, estaba claro que aquello no era una pregunta.
—Me alegro de que te hayan dejado salir, Sean —se limitó a decir—. Espero que la vida te vaya bien.
—Agua pasada no mueve molino.
Donovan pronunció aquellas palabras como si estuviera acostumbrado a observar el río desde lo alto de un puente, a la espera de que los cadáveres de sus enemigos pasaran flotando.
Estaban llegando al cruce, donde algunos vehículos, taxis en su mayoría, esperaban para avanzar. En las ventanas del pub situado al otro lado podían verse las cabezas de los clientes que conversaban y reían. No era un pub para bebedores de verdad, sino para clientes ocasionales. Catherine era plenamente consciente de la presencia de Sean Donovan, con su robusto corpachón de militar, a su lado. Su físico seguía siendo imponente, por mucho que tuviera cincuenta y tantos. Estaba claro que en la cárcel había sido uno de los asiduos al gimnasio; debía de haber hecho flexiones en su celda, abdominales, toda suerte de ejercicios destinados a mantener los músculos tonificados.
Una bamboleante procesión de autobuses pasó por la calle. Catherine aguardó a que el ruido amainara y dijo:
—Tengo que irme, Sean.
—¿No me dejas invitarte a una copa?
—Hace tiempo que dejé de beber.
Sean soltó un silbido por lo bajo.
—Vaya, lo tuyo sí que es cumplir condena...
—Voy tirando.
Iba tirando a veces, no siempre. La mayor parte de los días sí, pero había rachas complicadas, sobre todo las tardes de principios del verano —o las noches de finales de invierno—, en las que se sentía de pronto embriagada, como si hubiera recaído sin darse cuenta y se despertara presa de los viejos hábitos, como si hubiera vuelto a hacer lo mismo, beber, y estuviera precipitándose cuesta abajo, esta vez para siempre.
El problema no estribaba en la recaída, sino en volver a ser esa persona a la que se había propuesto dejar atrás definitivamente.
—Un café, entonces.
—No puedo.
—Por Dios, Catherine. ¿Cuánto hace que no nos vemos? Te recuerdo que en su momento estuvimos... juntos.
Circunstancia en la que ella prefería no pensar.
—Sean, todavía estoy en el Servicio: no pueden verme contigo, no puedo correr ese riesgo.
Se arrepintió de inmediato de aquellas palabras.
—Así que ahora soy un riesgo, ¿eh? La manzana podrida.
—No, no es eso, pero no debería estar cerca de ti, no puedo estar cerca de ti. No tiene que ver con tus... tus problemas, sino con cómo soy, con lo que soy.
—«Tus problemas...» —Sean soltó una risita negando con la cabeza—. Me recuerdas a mi madre, que en paz descanse. «Tus problemas...» Era la frasecita con la que siempre salía, aunque no viniera a cuento: lo mismo se la endilgaba a una viuda abrumada por el dolor que a un chaval con un berrinche. Las distinciones sutiles no se le daban muy bien.
Otra vez las distinciones.
—Me alegro de que estés bien, Sean.
—Y yo de comprobar que estás mejor que nunca, Catherine.
Resultaba de lo más revelador que ambos necesitaran que el otro certificara que iban por buen camino.
—Bueno, adiós.
El semáforo jugó a favor de Catherine, que pudo cruzar la calle de inmediato. Una vez en la otra acera, no volvió la vista atrás: sabía que Sean estaría mirándola y que sus ojos —por más que fueran indistinguibles a semejante distancia— tendrían el azul tormentoso de sus momentos más oscuros.
—Algo me dice que te vendría bien un poco de compañía.
Louisa no respondió, pero el hombre se sentó en el taburete de al lado.
Ella echó un vistazo al espejo y descubrió que no estaba nada mal: de unos treinta y cinco años, quizá, bien llevados, vestido con un traje color antracita cortado a medida y una corbata estampada en azules y dorados, lo bastante suelta para denotar el espíritu libre de su dueño. Habría apostado el siguiente vodka con lima a que las gafas, de montura negra y delgada, no estaban graduadas, sino que eran puro estilismo nerd-chic, aunque no se volvió para comprobarlo.
—Llevas treinta y siete minutos sentada a la barra y no has mirado a la puerta ni una sola vez.
Hizo una pausa con la finalidad de que ella pudiera apreciar la precisión con la que había medido el tiempo y la perspicacia de su observación: era del todo evidente que no esperaba a nadie. Seguramente llevaba la cuenta de las copas que se había tomado; ya andaba por la tercera.
Y ahora una risita.
—Bueno, queda claro que eres callada. No hay muchas como tú por estos lares.
«Estos lares» significaba al sur del río Támesis, aunque no lo bastante al sur como para dejar atrás los trajes a medida y las corbatas estilosas. Había que coger un autobús para llegar al estudio de Louisa, un diminuto apartamento que, con la llegada de la ola de calor y los consiguientes olores a alquitrán y a polvo refrito que emanaban de las calles, daba la impresión de haber encogido todavía más, de modo que Louisa prefería estar en cualquier otro sitio.
—Pero ¿sabes una cosa? Una mujer tan guapa que a la vez es callada y misteriosa es como una invitación para mí: me da la oportunidad de lucirme. Así que te propongo una cosa: si en algún momento quieres aportar algo, pues adelante, no te cortes; o si quieres asentir, sonreír, lo que sea... a mí me basta con mirarte.
Louisa se había duchado y cambiado de ropa. Llevaba una camisa vaquera con las mangas remangadas, unos vaqueros negros y sandalias doradas. Hacía poco se había hecho mechas rubias en el pelo, y acababa de pintarse las uñas de los pies de color rojo sangre. Aquel tipo no iba tan perdido: aunque Louisa era consciente de que no era realmente guapa, sabía que pasaba por serlo.
Además, era una cálida noche de agosto y las bebidas estaban frías... cualquiera podía pasar por guapo en ese contexto.
Levantó la copa sin decir nada y el tintineo de los hielos susurró musicales promesas.
—Mi trabajo consiste en resolver problemas. Mis clientes, por lo general, se dedican a la importación-exportación, y esta mañana ha aparecido un idiota con un marrón de campeonato: tiene que traer de Manila dos millones y medio de libras en tabletas de última generación, pero se ha hecho un lío con el papeleo...
Siguió hablando sin ofrecerle una copa. Sin duda tenía previsto acabar la suya un sorbo antes que ella, levantar el dedo hacia la camarera de la barra: «Vodka y lima con mucho hielo», y retomar el hilo de su historia como si acabara de obrar un pequeño milagro pero no tuviera ganas de llamar la atención.
Era lo típico.
Louisa acarició el borde de la copa con un dedo y lo mantuvo ahí durante un segundo antes de acomodarse un mechón de cabello tras la oreja. El tipo no paraba. No hacía falta darse la vuelta para saber que sus amigotes estarían sentados en una mesa junto a la puerta, atentos a las señales de éxito o fracaso de su intentona, prestos a celebrar una u otra cosa riendo a carcajadas.
Lo más probable era que también se dedicaran a «resolver problemas», una categoría laboral que podía extenderse en casi cualquier dirección y llevarte hasta muy lejos, siempre que no tuvieras manías a la hora de aportar «soluciones».
Sus propios problemas —desde hacía dos meses, cada día que pasaba en el trabajo era idéntico que el anterior— consistían en comparar dos conjuntos de cifras de los censos de 2001 y 2011 en busca de gente que estuviera empadronada en Leeds, tuviera entre dieciocho y veinticuatro años y hubiera aparecido allí como salida de la nada o se hubiera esfumado sin dejar rastro.
—¿Me concentro en hablantes de algún grupo lingüístico en particular? —recordaba haber preguntado.
—Una investigación basada en perfiles raciales es moralmente inaceptable —la reprendió Lamb—. Pensaba que ya os había quedado claro. Pero vale: concéntrate en moritos y similares.
Individuos que se habían materializado de la nada o que habían desaparecido sin más los había a centenares, claro, por razones justificadísimas en la mayoría de los casos y potencialmente justificadísimas en casi todos los restantes, pero la indagación pormenorizada de dichas razones era una verdadera pesadilla. Louisa no podía hablar directamente con el sujeto al que debía investigar, sino que estaba obligada a usar una vía indirecta: datos de la seguridad social, matrícula del vehículo, facturas de consumo doméstico, historial médico, uso de internet... todo cuanto dejara un rastro en papel o una huella digital. Y aquello no se acababa nunca. Más que buscar la proverbial aguja en un pajar, su tarea parecía consistir en reordenar el pajar de arriba abajo, canutillo de paja por canutillo de paja, ordenándolos en función de su altura y grosor y asegurándose de que todos apuntaban en la misma dirección... ¡Ojalá su trabajo también fuera «resolver problemas»! Porque ese último encargo parecía tener el objetivo preciso de generarlos allí donde no los había.
Y era así, en realidad: al final del día, nadie se iba de la Casa de la Ciénaga sintiendo que había aportado su granito de arena a la seguridad del país. La sensación era, más bien, que te habían pasado el cerebro por un exprimidor de zumos. Ella había llegado a soñar que se quedaba atrapada entre las páginas de un gigantesco listín telefónico. La cagada que le había costado el destierro a las destartaladas oficinas de los caballos lentos había sido muy grave —una misión de vigilancia mal conducida que había acabado con un montón de armas de contrabando circulando por ahí—, pero ya la habían castigado lo suficiente. No obstante, el punto era precisamente ése: ningún castigo resultaba suficiente; ella era muy libre de cortar por lo sano y coger la puerta cuando quisiera, y eso era lo que se suponía que acabaría haciendo.
Pero ni ella ni los demás pretendían rendirse. Min le había dicho una vez que... —no, no había que pensar en Min— en fin, aunque nadie abriera la boca, estaba claro que todos se sentían igual. Excepto Roderick Ho, por supuesto, que era demasiado capullo para entender que lo estaban castigando, y a quien, por cierto, estaban castigando precisamente por ser demasiado capullo —en su caso, el asunto tenía su lógica.
Y a todo esto, tenía la sensación de que le habían pasado el cerebro por un exprimidor de zumos.
El hombre que se había sentado a su lado seguía con su cháchara y hasta era posible que estuviese a punto de llegar a la parte graciosa de la anécdota, pero ella se dio cuenta de que, fuese lo que fuese lo que iba a contarle, no tenía ganas de oírlo. Sin volverse ni mirarlo en ningún momento, se llevó la mano a la muñeca, comprobó su reloj y el tipo dejó de darle a la lengua como desactivado por un mando a distancia.
—Voy a tomarme dos más como éstas —dijo ella—. Si cuando las termine sigues por aquí, me voy contigo a tu casa, pero entretanto, cierra la puta boca de una vez, ¿entendido? No quiero oír ni una sola palabra más; si la oigo, se acabó lo que se daba.
El tipo era más listo de lo que parecía porque, sin decir ni pío, hizo un gesto a la camarera, señaló la copa de Louisa y levantó dos dedos.
Louisa aparcó al fulano en un oscuro rincón de su mente y concentró toda la atención en su bebida.
«Dios mío, mátame de una vez», volvió a decir Marcus, aunque esta vez sólo para sus adentros.
Shirley encontraba muy gracioso que Ho se hiciera ilusiones con Louisa.
—Es genial. No hay tablón de anuncios en la oficina, ¿verdad? ¡Deberíamos conseguir uno! Se me ocurre hasta una etiqueta para Twitter... —Cruzó los dedos imitando el símbolo de la almohadilla—: #Tíoquenoseentera.
El bar se hallaba en un extremo del Barbican Centre. Ho pensaba que Marcus había sugerido ir allí porque era donde quedaba con sus amigos, pero lo cierto es que jamás lo había visitado hasta ese día. De hecho, era la clase de sitio en el que podía apostar a que no iba a encontrarse a nadie conocido, por lo que el riesgo de toparse con algún colega en compañía de Roderick Ho era mínimo.
Por otra parte, la costumbre de apostar era lo que le había hecho acabar en la Casa de la Ciénaga, de modo que valía más que no lo hiciera de nuevo.
En la gigantesca pantalla de televisión fijada a la pared estaba puesto el telediario. No alcanzó a leer el rótulo, pero el tipo de la imagen era inconfundible: traje azul, corbata amarilla y, en lugar de pelo, un pajar esmeradamente desarreglado; ah, y una sonrisa tan untuosa que sólo un mentecato —o un votante, para el caso— dejaría de notar que encubría un egocentrismo que avergonzaría a una ballena. Peter Judd: el flamante ministro del Interior, o sea, su nuevo jefe; de él, de Shirley y de Ho. No es que el dato pudiera importarle a Judd, a quien sólo le interesaban quienes tenían conexiones con la familia real inglesa, salían en televisión o tenían pechos turgentes. Mitad prostituto mediático, mitad animal político, ya no se dedicaba a joder la marrana como antes, pues ahora follaba con superestrellas. Se había metido a la opinión pública en el bolsillo con toda suerte de bufonadas y había ascendido a lo más alto del firmamento político aprovechándose de que sus adversarios se atenían estrictamente a la máxima hollywoodiense: «Mantén cerca a tus amigos, pero aún más cerca a tus enemigos.» Sin duda, ése era un modo de controlarlo, aunque en Westminster aseguraban que, estando en el gobierno, Judd suponía una amenaza mayor para el primer ministro que si estuviera en la oposición (posibilidad que el propio Judd estaría feliz de hacer realidad si la oposición partiera como favorita en las próximas elecciones).
Parafraseando a los clásicos: un pajarraco de mucho cuidado.
En palabras de Marcus:
—Ese blancucho no puede ser más cenutrio.
—Eso es discurso de odio —advirtió Shirley.
—Pues claro: yo odio a ese puto mamón.
Shirley echó una mirada al televisor, se encogió de hombros y dijo:
—Pensaba que eras fiel al partido conservador.
—Y lo soy, no como él.
Ho no podía estar más desconcertado, su mirada iba de uno al otro.
Shirley volvió a dedicarle toda su atención.
—En fin, ¿cómo se te metió en la cabeza que a lo mejor te lo podías montar con Louisa?
Ho se la quedó mirando.
—Sé leer las señales que envía una mujer.
—¡Pero si no eres capaz de leer el «bienvenidos» de un felpudo! ¿De veras crees que puedes averiguar las intenciones de una mujer?
Ho se encogió de hombros.
—Esa zorrita está a punto de caer como fruta madura —afirmó—, está pidiéndolo a gritos...
Shirley le soltó un bofetón y sus gafas salieron despedidas por los aires.
—Mi turno de pedir otra ronda —dijo Marcus.
«¿Es amigo o enemigo?»
No podía estar más claro: todos los que estaban vinculados con aquella época de su vida eran sus enemigos más íntimos.
Catherine vivía en Saint John’s Wood, pero no tenía intención de dirigirse allí tan pronto. No le costaba dejar un rastro falso: los alcohólicos aprenden a enmarañarlo todo. Así que se fue andando hacia el norte, dirigiéndose vagamente hacia el barrio de Angel como una mujer que se dirige a un lugar en concreto, pero tomándose su tiempo, sin prisas. Todos los que se cruzaban en su camino tenían treinta años menos e iban vestidos con tan pocos centímetros de tela como los que cubrían sus propios brazos. Algunos la miraban de reojo, sorprendidos por la diferencia de edades o de indumentaria, pero a ella le daba igual: lo de «amigo o enemigo» no cubría todas las posibilidades, y estos desconocidos no eran ni lo uno ni lo otro. Además, tenía otras cosas en mente.
Sean Donovan era un enemigo, como cualquier persona con la que hubiera tratado en aquella época, pero no era mala persona, al menos hasta donde recordaba. Era un soldado y, aunque el tiempo verbal quizá no fuera del todo riguroso —de hecho «había sido» un soldado, porque oficialmente había dejado de serlo, y en circunstancias deshonrosas, además—, no se le ocurría una definición más adecuada. De hecho, bastaba con mirarlo: con sus cincuenta y pico, tendría que estar presidiendo desfiles o asesorando a los mandarines de Whitehall, que escucharían sus opiniones con respeto. No era difícil imaginárselo haciendo declaraciones ante las cámaras justificando la última intervención militar. Pero la última vez que estuvo ante las cámaras fue cuando se lo llevaron del tribunal esposado, sentenciado como culpable de homicidio involuntario por conducción temeraria y condenado a cinco años de cárcel.
Para Catherine, aquello fue una simple noticia en los periódicos, más que un golpe emocional.
En esa época ya había dejado de beber y, para alcanzar la sobriedad, había tenido que renunciar, entre otras cosas, a las compañías de la época en que bebía; eso había supuesto renunciar a los hombres, desde luego, entre ellos a Sean Donovan, que ni siquiera era uno de los más importantes, y la lista era larga...
Cruzó una calle y se sintió ligeramente mareada, no por la acción en sí, sino por abandonar súbitamente el pasado para centrarse en el presente. No era fácil, eso de asomarse al pasado, no tenía nada de agradable. Por la razón que fuera, la imagen de Jackson Lamb emergió en su mente —el Lamb de siempre, recluido en su lóbrego despacho—, pero se desvaneció al instante, tan rápido como había venido. Una vez alcanzada la seguridad de la acera opuesta, se arriesgó a mirar atrás: Sean Donovan no estaba siguiéndola. No esperaba que lo hiciera y, en realidad, tampoco se veía capaz de detectarlo si efectivamente había decidido seguirla.
Sean Donovan formaba parte de su pasado pero, aparte de eso, no sabía mucho más de él. ¿Qué podía decir sobre las veces que hicieron el amor? Suponiendo que la expresión fuese la indicada, no se acordaba en absoluto. Por aquellos días, una vez consumidas las dos primeras copas su futuro inmediato se transformaba en una página en blanco, y todo lo que se garabateaba en el papel terminaba por borrarse al día siguiente. Sean hubiera podido escribirle sonetos o cantarle arias, le habría dado lo mismo. En cualquier caso, tenía claro que allí no había habido arias ni sonetos: todo se había reducido al sexo sin compromiso, al «aquí te pillo, aquí te mato», como siempre, pues por entonces cualquiera le servía: lo fundamental era tener a alguien a quien agarrarse mientras se deslizaba hacia la oscuridad. Los poemas y las óperas estaban de más: con una botella bastaba y sobraba.
Y aun así... si bien hubo muchos de los que se olvidó, en los que apenas llegó a reparar incluso cuando estaban dentro de ella, Sean Donovan por lo menos se había quedado hasta la mañana siguiente un par de veces. A Sean también le gustaba tomarse sus copas, y había tenido la delicadeza de fingir que era tan desastroso como ella:
—Joder, cómo tengo la cabeza esta mañana. Anoche debimos de pasarnos tres pueblos...
Pero en realidad no era el caso: al despertar, lo que para ella era una insondable laguna en la memoria no era, para él, más que otra nochecita de juerga. Ella se había sumado a ese juego de buena gana porque entonces se apuntaba a cualquier cosa que la salvara. Sin embargo, ahora se preguntaba qué hubiera ocurrido si las cosas hubiesen sido de otro modo. ¿Habría sido distinto? ¿Su relación habría podido salir adelante? No tenía una respuesta para eso.
Había una estación de metro cerca y pensaba volver a casa desde allí, pero antes sacó el móvil e hizo una llamada. Le respondió un buzón de voz. No dejó mensaje.
Volvió a meter el móvil en el bolso y continuó andando calle arriba.
Un centenar de metros detrás de ella, una furgoneta de color negro permanecía estacionada con el motor en marcha.
Shirley contempló a Roderick Ho manotear en busca de sus gafas y se preguntó si había hecho bien en abofetearlo de ese modo: una bofetada siempre daba satisfacción, sin duda, y además solía pillar al sujeto por sorpresa, pero le habría gustado cerrar el puño y partirle la nariz a ese cabroncete, y hacerlo después de notificarle sus intenciones por escrito. Aunque, incluso puesto sobre aviso, Ho habría sido igualmente incapaz de defenderse: en su caso, el preaviso hubiera servido tan sólo para que encajara el puñetazo sumido en una gran preocupación.
El caso era que, a todas luces, el bofetón no había conseguido calmarla.
Por lo general, recurrir a la violencia física suponía abrir una válvula de escape, liberar endorfinas, así que después venía un pequeño subidón a medio camino entre el dolor y la caricia. Lo normal sería que estuviera mirando al alborotado Ho con una amplia sonrisa pintada en el rostro, lo bastante complacida como para ayudarlo a reponerse de la sorpresa —aunque el muy capullo ni siquiera se lo agradeciera—. Pero no: seguía estando como una moto, lo suficientemente alterada como para soltarle otro sopapo, algo que tampoco podía descartar, desde luego, aun a riesgo de ensombrecer el resto de la velada.
Marcus no estaba junto a la barra: probablemente habría ido a los servicios, a no ser que se hubiera escabullido por la puerta lateral... una tentación, sin duda. Pero no, no se atrevería a hacerle algo así, no después de lo ocurrido.
Por la mañana, Marcus le había dicho:
—¿Se te ocurre qué puede traer entre manos ese mierdecilla?
El elenco de mierdecillas era bastante amplio, así que podía tratarse de cualquiera de ellos, pero el indiscutible cabeza de cartel era Ho.
—¿Ha estado colándose en tus cuentas de internet y husmeando en tus cosas?
—Sí, claro... pero aparte de eso.
—¿Está contando tus secretillos por ahí?
—Aún no, aunque amenaza con hacerlo.
—El muy cabrón.
—Pero eso no es lo peor: ni te imaginas lo que está pidiéndome a cambio de mantener el pico cerrado.
Visto lo visto, Shirley tenía muy claro que habría sido mejor contener la risa cuando Marcus se lo contó.
—¡¿Cómo?! —dijo ella al oírlo—. ¡¿Quiere que salgas a tomar unas copas con él?! ¿Eso es todo?
—Preferiría darle dinero.
—No, ¡es fantástico! Prométeme que tomarás apuntes: quiero enterarme de todo lo que te cuente.
—Eso no va a ser un problema porque te vienes con nosotros.
—Ni lo sueñes.
—Si vamos Ho y yo solos, a saber por dónde nos llevará la conversación; una vez agotados los deportes y la política, igual nos da por hablar de los colegas del trabajo. Ya me entiendes: quién se escaquea antes de hora, quién deja las tazas sucias en el fregadero.
—Fascinante.
—Quién se mete alguna que otra raya de coca...
Shirley dejó caer el bolígrafo.
—No vas a contarle eso...
—No tendré ocasión. Si estás presente, digo.
—¿Me estás chantajeando?
—¿Tú que crees? Aprendí la lección de una maestra consumada.
Y allí estaba ella, allí estaban los dos, sufriendo la compañía de Roderick Webhead Ho. No era de extrañar que se sintiera...
No pensaba usar la palabra «estresada».
Había ido al dentista hacía poco y, mientras estaba sentada en la sala de espera, al hojear una de las revistas «de tendencias» se encontró con uno de esos cuestionarios destinados a que las lectoras se diagnostiquen. Se titulaba «¿Hasta qué punto estás estresada?» y ella fue respondiendo las preguntas una a una mentalmente. «Alguien se salta la cola en la panadería, ¿te irritas aunque no tengas prisa?» «¡Pues claro que sí: es una cuestión de principios, ¡faltaría más!»
Poco a poco, las preguntas fueron sacándola de quicio: «Te enteras de que tu pareja se ha encontrado con su ex para tomar una copa “por los viejos tiempos”, ¿sientes ganas de...?» ¿Y todo eso tenía por objeto evaluar hasta qué punto estaba «estresada»? ¡Pero si todas las respuestas eran de sentido común!... Tiró la revista al suelo aparatosamente, sobresaltando a la enfermera que justo en ese momento asomaba la cabeza por la puerta, y ésta se tomó su venganza cinco minutos más tarde, haciéndole una irrigación bucal que hubiera valido por tres.
Y sí, claro, de vez en cuando se metía una rayita, pero ¿y quién no? Como si el propio Marcus nunca hubiera esnifado coca. ¡Ja! Había sido miembro del grupo táctico, la unidad encargada de echar las puertas abajo, y una vez que habías experimentado esos subidones de adrenalina te hacían falta nuevos colocones, ¿o no? Marcus decía que no, que él nunca en la vida, pero ¿qué otra cosa iba a decir? Por lo demás, ella tampoco era una consumidora habitual: de los fines de semana no pasaba; de jueves a martes, y punto.
Oyó un ruido sordo: Roderick Ho acababa de sentarse otra vez. Tenía la mejilla derecha de un rojo intenso y las gafas torcidas.
—¿Por qué has hecho eso?
Shirley emitió un profundo suspiro.
—Porque ya tardaba en hacerlo —le respondió.
Y se lo dijo también a sí misma.
Hacía rato que hubiera preferido estar en cualquier otro sitio.
• • •
Aunque probablemente no le gustaría encontrarse en el lugar donde River Cartwright estaba en ese momento.
River estaba en la habitación de un hospital, de pie junto a una ventana que no tenía sentido intentar abrir: los pintores la habían sellado por accidente años atrás, cuando la sanidad pública británica aún se esforzaba por adecentar de vez en cuando sus instalaciones. En cualquier caso, de abrirla habría dejado entrar un aire tan denso como una sopa, tan salado que te dejaba muerto de sed.
Tamborileó con los dedos en el cristal, que daba a un pasadizo peatonal cubierto, y ese tamborileo sirvió brevemente de contrapunto al bip-bip de las máquinas agrupadas junto a la cama donde yacía una figura que, desde hacía muchos meses, no hacía sino menguar.
—Seguramente te habrás preguntado en qué ando metido estos días —dijo River—. Ya sabes, mientras tú te lo tomas con calma en este lugar.
En el estante más próximo a la cama había un ventilador, aunque con tan poca potencia que no alcanzaba a levantar un trozo de cinta que le habían atado a la rejilla. River había intentado repararlo en sus últimas visitas, pero sus habilidades para el bricolaje no lo habían llevado más allá de apretar el interruptor varias veces, así que se contentó con acercar la silla destinada a las visitas a la débil corriente de aire.
—Para que lo sepas, estoy metido en unas cosas alucinantes.
La figura tumbada en la cama no respondió, lo que no tenía nada de sorprendente: durante las tres visitas anteriores, River había permanecido sentado en aquella misma silla, en silencio a ratos, enfrascado en conversaciones unidireccionales otras veces, sin recibir la menor señal de que fuera consciente de su presencia. De hecho, la presencia misma del enfermo constituía un enigma por resolver: su cuerpo seguía allí tirado, pero River se preguntaba dónde estaría su mente, ¿aventurándose por los meandros de su interrumpida existencia o sumida en alguna pesadilla de cosecha propia, en un mundo daliniano poblado por chacales con dos caras y serpientes multicéfalas?
—El asunto ocurrió antes de tu época y de la mía; en el ochenta y uno, cuando se produjo una huelga de funcionarios que duró varios meses... ¿Te imaginas el papeleo que fue acumulándose? En aquellos días se hacía todo por triplicado, y durante veintitantas semanas nadie pegó ni sello... Cuando los bomberos van a la huelga, llamas al ejército, pero ¿a quién demonios llamas cuando los que se plantan son los chupatintas?
A esas alturas, él también era un chupatintas, ¿quién haría su labor si un día no se presentara al trabajo? Tuvo una visión repentina e indeseada de su propio fantasma flotando por las estancias de la Casa de la Ciénaga, escudriñando con curiosidad las tareas inacabadas.
—En fin, ¿ves por dónde voy? Porque ya sabes cómo funciona la cabeza de Jackson Lamb: le encanta inventarse tareas que no sólo son tediosas, que no sólo son absurdas, que no sólo te obligan a pasarte meses enteros mirando con lupa infinitas listas de nombres y fechas en busca de anomalías que no tienes forma de saber si efectivamente existen porque no tienes idea de en qué pueden consistir, tareas no sólo ideadas para matarte de aburrimiento, sino para hacer que tu alma se vaya apagando poco a poco... ¿y sabes qué es lo peor de todo, lo peor de lo peor? —No esperaba recibir una respuesta, ni siquiera un asentimiento—. Lo peor de lo peor es la posibilidad, infinitesimalmente pequeña pero no descartable por completo, de que Lamb sepa en realidad lo que se trae entre manos; de que, si haces las cosas bien y no dejas un solo rincón sin mirar, igual terminas por encontrar algo que alguien se esforzó en ocultar; porque, al fin y al cabo, eso es precisamente lo que se supone que tenemos que hacer, ¿no? Nosotros, los miembros de los servicios de... en fin... de los servicios de inteligencia.
Los servicios de inteligencia en los que River se había integrado de joven siguiendo los pasos de su abuelo. David Cartwright había sido toda una leyenda en el servicio secreto; River, por su parte, era el hazmerreír, y todo por culpa de un ejercicio de adiestramiento mal conducido que obligó al cierre de la estación de King’s Cross en hora punta: de ahí su destierro a la Casa de la Ciénaga.
Lo más gracioso del asunto era que, en realidad, a River le estaban haciendo la cama con ese operativo de adiestramiento en King’s Cross. Gracioso para otros, claro: a él no le hacía maldita gracia.
—Te daré una pista: la oficina de pasaportes —continuó—. Las solicitudes se acumularon durante la huelga y nada más volver al trabajo los chupatintas tuvieron que aprobarlas por centenares sin fijarse en los detalles. Y seguro que alguien lo vio venir, ¿no? Es posible que los especialistas en conseguir identidades falsas de pronto se encontraran con el chollo del siglo: ¿qué mejor identidad falsa que un pasaporte británico auténtico, un documento que, a estas alturas, después de haberse renovado varias veces desde entonces, resulta más auténtico todavía?
Las máquinas zumbaban, gorjeaban, pitaban, hacían guiños con sus pilotos luminosos, pero el bulto de la cama seguía sin moverse y sin decir nada.
—A veces pienso que preferiría estar en tu lugar —susurró River.
Pero no hablaba del todo en serio.
Catherine no vio la furgoneta, pero sí reparó en el militar situado cerca de la boca de metro.
No iba uniformado; de otro modo, Catherine apenas se habría fijado en él —en Londres había soldados por todas partes—, pero aquél tenía la mirada alerta de quien ha ocupado territorios hostiles y mantenía una cautelosa inmovilidad. Era la segunda presencia de este tipo con la que Catherine se encontraba aquella tarde, lo que terminó por disipar toda posible ilusión de un encuentro fortuito con Sean. Llevaba un periódico enrollado en las manos simplemente para mantenerlas ocupadas y, más que montar guardia, parecía estar registrándolo todo, catalogando cada movimiento a su alrededor, presto a detectar cualquier anomalía... «No, nada de anomalías», se corrigió Catherine: presto a detectarla a ella.
Y si ése era el caso, ya la había visto. Y si no lo había hecho antes, lo haría ahora porque ella acababa de darse la vuelta bruscamente, lo que no era muy profesional que digamos; aunque lo suyo no era el trabajo de calle: ella nunca había sido un agente de campo, lo más cerca que había estado de una operación fue cuando le extrajeron las amígdalas. ¿Y si todo aquello no era más que pura paranoia? Cuando los malos viejos tiempos volvían a su memoria, cuando se sentía de nuevo borracha sin haber bebido, todo resultaba posible...
No volvió la vista en ningún momento: se concentró en sus pasos sobre la acera. Una furgoneta negra pasó a su lado justo cuando se vio obligada a rodear a un grupo de adolescentes que caminaban en sentido contrario. Se las arregló para no detenerse: había una parada de autobús cerca y, con un poco de suerte, llegaría al mismo tiempo que alguno de los autobuses que paraban allí. Y una vez a bordo volvería a llamar a Lamb... si es que aparecía un autobús, claro.
Las calles no estaban desiertas ni mucho menos. Gente con trajes de chaqueta, gente en camiseta y pantalón corto... Los bandos, las casas de apuestas y similares ya estaban a oscuras, pero las tiendas continuaban abiertas y los pubs y los bares exhalaban una bocanada de calor mezclada con música y voces; el canal no estaba lejos y la noche veraniega invitaba a los jóvenes a acercarse para compartir una botella de vino y algo de comer en uno de los bancos, o a tender una manta en el césped para tumbarse y enviarse mensajes de texto, amodorrados y contentos; así que todo cuanto ella tenía que hacer era levantar la voz, gritar pidiendo ayuda...
Pero ¿de qué serviría? Allí estaba fuera de lugar, era otra mujer a la que se le iba la pinza en mitad de una ola de calor, alguien a quien la mayoría de la gente evitaría...
Se arriesgó a mirar atrás: no había ningún autobús a la vista, ni nadie que estuviera siguiéndola. Al soldado —si es que realmente lo era— no se lo veía por ninguna parte, ni tampoco a Sean Donovan.
Llegó a la parada. El próximo autobús la llevaría por el mismo trayecto por el que había venido y la dejaría delante de la Casa de la Ciénaga, rebobinando la noche hasta el mismo momento en que había salido del callejón. Nada habría sucedido y por la mañana pensaría en ello como en una tontería: el tipo de bache en el camino con que los alcohólicos en recuperación aprenden a manejarse.
En el cruce situado un poco más adelante, el semáforo se puso en verde y el tráfico empezó a fluir en dirección a ella. Seguía pendiente de la llegada de un autobús, pero el único vehículo de tamaño medio que se acercaba resultó ser una furgoneta negra: la misma que antes había pasado circulando en sentido contrario, así que se alejó de la parada con el corazón acelerado. Un soldado, dos soldados, una furgoneta negra que aparece y reaparece... tal vez hubiese cosas que no eran sino ecos de su pasado alcohólico, pero estaba claro que aquello no lo era.
No obstante, ¿por qué demonios iba alguien a ir a por ella?
Ya averiguaría la respuesta en otro momento. Por lo pronto, lo que tenía que hacer era esfumarse.
Antes de que el tráfico llegara a la altura de la parada, echó a correr cruzando la calzada.
Marcus había aprovechado el trayecto hacia la barra para entrar en el servicio y estar unos minutos a solas. Estaba desocupado, así que se encerró y se puso a pensar en lo que había sido de su vida. En los últimos tiempos —desde su destierro a la Casa de la Ciénaga, claro, pero más específicamente durante los últimos dos meses—, todo había estado yéndose a la mierda. No era de extrañar que se encontrara más a gusto metido en el retrete.
Antes, cuando todo era como tenía que ser, uno de sus instructores de combate le había dejado muy clara una norma básica: siempre había que mantener el control. Era preciso controlar el entorno, controlar al adversario y, sobre todo, controlar la propia mente. Marcus lo entendió nada más oírlo —o al menos eso creyó—, pero pronto descubrió que lo que había entendido era la versión facilona del asunto, pues el control iba más allá de ponerle una tapa a las cosas para que no se salieran de madre: luego había que asegurar esa tapa con clavos, a martillazo limpio, y cerrarla herméticamente. Había que convertirse en una de esas herramientas militares que se pliegan hasta que no queda más que la empuñadura, sin filo alguno a la vista hasta que llega el momento de abrirla de golpe.
El problema con el adiestramiento, y Marcus no era el primero en observarlo, era que te hacía desarrollar aptitudes que después no tenías ocasión de ejercitar. A él, por ejemplo, le habían enseñado a volverse invisible en un bosque durante cuarenta y ocho horas, algo que nunca había tenido ocasión de llevar a la práctica. Había echado unas cuantas puertas abajo, y no mucho tiempo atrás había dibujado un certero y satisfactorio circulito de balazos en un cuerpo humano, pero, en último término, su carrera profesional no le había planteado demasiadas exigencias... y ahora tenía que vérselas con la Casa de la Ciénaga: con la lenta aniquilación de todas sus ambiciones... Lo cierto era que el control era lo único que lo mantenía cuerdo. Todos los días se presentaba en el curro y hacía lo que le pedían como si en un futuro lejano fueran a recompensarlo por ello... pese a que Catherine Standish le había dicho, nada más comenzar, que todo caballo lento sabe que no hay vuelta atrás por mucho que una vocecilla interior pueda estar diciéndole: «Igual conmigo hacen una excepción, quién sabe...»
Su afición al juego y a las apuestas, desde luego, tenía mucho que ver con el control porque el subidón provenía, precisamente, de perder el control. Por mucho que tratara de engañarse y se dijera que no era más que un simple desahogo, que, pese a las apariencias, seguía manteniendo el control sobre sí mismo —marcándose unos límites, trazando unas líneas rojas—, la verdad era que cada vez que ponía los pies en un casino estaba adentrándose en lo desconocido, algo que no importaba hasta hacía relativamente poco porque hasta hacía relativamente poco no acostumbraba a salir perdiendo.
Las nuevas máquinas habían sido su perdición: esas malditas ruletas electrónicas que habían aparecido en las casas de apuestas de la noche a la mañana. Nunca había tenido problemas con las tragaperras de toda la vida. Algunos las llamaban «bandidos mancos», y estaba claro que intentarían robarte hasta la camisa, pero, por las razones que fuesen, las ruletas electrónicas eran otra cosa: te hipnotizaban y seducían... Empezabas por insertar unas pocas monedas y te quedabas asombrado al ver lo cerca que estabas de ganar cada vez, aunque sin llegar a ganar, de manera que metías más monedas hasta que ganabas un poco. Borrón y cuenta nueva: al ganar te encontrabas otra vez en el punto de partida, aunque con algo menos de dinero... Había jugado al póker con profesionales de Las Vegas y se había ido de la mesa con un montón de billetes en el bolsillo, se las había arreglado para detectar un caballo ganador por el que nadie daba un penique: una mina de oro donde otros no veían más que un jamelgo condenado a convertirse en comida enlatada para perros... y mira por dónde, lo que lo había desplumado era una puta máquina a la que había estado regalando billetes de diez libras como si fuera una hija primogénita.
Hubo un tiempo en que se jactaba de ser la peor pesadilla para la gerencia de un casino: un jugador que siempre tenía puesto un ojo en el reloj, uno que se decía: «A las diez en punto lo dejo y me voy, da lo mismo que vaya ganando o perdiendo.» Con aquellas máquinas, en cambio, cuando finalmente se le ocurría consultar el reloj habían pasado treinta minutos; en un abrir y cerrar de ojos, treinta minutos, y sin embargo una eternidad para que llegara el día de cobro en el trabajo.
Últimamente había estado metiendo mano en los ahorros. Se sorprendía mirando en el metro anuncios de prestamistas que exigían intereses que, anualizados, subían a más del cuatro mil por ciento. Cassie iba a matarlo... si él mismo no se pegaba un tiro antes.
Y lo peor de todo: desesperado por enderezar la situación como fuese, había comenzado a hacer el tonto en horario de oficina, a entrar en casas de apuestas a media mañana con la idea de recuperar lo perdido a la hora del almuerzo, y Roderick Ho lo había pillado con las manos en la masa. El cabronazo de Roderick Ho: el tacógrafo humano de la Casa de la Ciénaga. Lo que explicaba por qué había tenido que aceptar la invitación de Ho con el único apoyo de Shirley Dander, la farlopera. Sí, el retrete era el lugar más indicado para él, pero tampoco podía quedarse allí para siempre, así que se levantó como pudo y volvió al bar.
Cuando se sentó a la mesa, Shirley estaba preguntándole a Ho si su boca tenía alguna clase de conexión con su cerebro.
—¿Qué es eso de «zorrita»? Tienes suerte de que tan sólo te haya soltado una bofetada.
Ho se volvió hacia Marcus, aliviado.
—¿Has visto lo que me ha hecho? ¿Vas a seguir ahí perreando o vas a defenderme?
—¿Perreando? ¿Me estás llamando «perro»?
Shirley levantó la mano: eso de meterle el miedo a Ho empezaba a gustarle de verdad.
—Vigila esa puta bocaza.
—Pero ¿lo has oído? —le dijo Marcus—. ¿Acaba de llamarme «perro»?
—Yo diría que sí.
Marcus le arrancó las gafas a Ho y las tiró al suelo un par de metros más allá.
—Aquí el único perro eres tú... ¡busca, busca!
Mientras Ho volvía a ponerse a cuatro patas, Marcus le dijo a Shirley:
—No sabía que Louisa y tú erais amigas.
—No lo somos, pero no se me ocurriría juntar a Ho ni con una cabra ninfómana.
—Ya veo: la «sororidad» es poderosa.
—Tú lo has dicho.
Hicieron un pequeño brindis.
Ho volvió a sentarse en su sitio sujetándose las gafas con dos dedos.
—¿Se puede saber por qué has hecho eso?
Marcus se lo quedó mirando.
—¿Lo preguntas en serio? No puedo creer que me hayas llamado «perro».
Ho miró a Shirley y luego otra vez a Marcus.
—¿Ya te has olvidado de las condiciones de nuestro... en fin, de nuestro acuerdo?
Marcus resopló.
—Muy bien —afirmó—. Te digo lo que hay. Porque vamos a renegociar esas condiciones, ¿entendido? Tú le cuentas a alguien una sola palabra sobre esas apuestas, a quien sea, y yo te rompo esas piernas de mierdecilla que tienes.
—No soy un mierdecilla.
—Tú concéntrate en lo de las piernas. ¿Me explico o no me explico?
—No soy un mierdecilla.
—Pero terminarás con las piernas rotas.
—Quizá termine con las piernas rotas, pero no soy un mierdecilla.
—Eres muy raro a la hora de trazar tus líneas rojas. Y ¿sabes cuál es tu problema? —Marcus estaba entrando en calor—. Que no haces nada de nada: te pasas el día sentado en tu despacho, navegando con tus maquinitas como, como... como un puto elfo, eso es. Todos los días lo mismo, peinando montañas de información sin sentido para que el capullo de Jackson Lamb esté contento contigo.
—Y tú haces exactamente lo mismo.
—Ya, pero yo detesto hacerlo.
—Y aun así, sigues haciéndolo.
Shirley negó con la cabeza.
Marcus no pensaba seguir con ese juego.
—Eres un friqui, Ho, un bicho raro. Eso es lo que eres, y nunca vas a ser otra cosa. Una mujer como Louisa ni siquiera reparará en ti, y el resto de las mujeres que habitan en el planeta tan sólo lo harán si primero les enseñas la tarjeta de crédito. Yo no tengo ese problema. ¿Y sabes por qué? Porque antes de estar condenado a hacer toda esta mierda estuve haciendo otro tipo de mierdas: mierdas de las buenas, ¿entiendes? A ti, en cambio, parece que todo esto te guste; tan sólo haces esa mierda, te sientes a gusto con esa mierda...
Ho se lo quedó mirando.
—Me parece que no te sigo.
—Digo que hay que hacer cosas tangibles, Ho: si quieres dejar huella en este mundo, impresionar a la gente, tienes que hacer algo. Cualquier cosa es mejor que pasarse el día sentado ante una pantalla machacando datos.
Marcus pronunció la última palabra con un deje de desagrado, como si estuviera refiriéndose a un asqueroso fluido corporal.
Se levantó.
—Me voy. Te rompo las piernas, ¿queda claro? Si el resto no lo has pillado me da igual, pero quiero que esto te quede muy claro: te rompo las piernas.
—¿No vamos a pedir otra ronda?
Shirley volvió a hacer aquel gesto con los dedos.
—Etiqueta para Twitter: #Noseenteradenada.
—Para ya —susurró Marcus. Miró su cerveza inacabada, se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta.
Shirley se acercó un poco más a Ho, le quitó las gafas con cuidado, las plegó y las dejó caer en la Guinness de Marcus.
—Listo —dijo.
Ho abrió la boca para decir algo, pero, por una vez, se lo pensó dos veces y se quedó callado.
• • •
Al otro lado de la calle había un terreno en construcción, como en casi todas partes. Habían demolido un edificio de oficinas y, en lo que otro ocupaba su lugar, el promotor inmobiliario había cercado el solar con una valla metálica de considerable altura: no fuera a ser que alguien cayera en la cuenta de que no era imprescindible que hubiera edificios por doquier. Catherine dejó atrás la obra, caminando cada vez más deprisa. Sus zapatos con hebilla hacían tap, tap, tap sobre la acera. Un hombre que venía de frente la miró abriendo mucho los ojos, aunque a Catherine no le quedó claro si aquella reacción se debía a la velocidad con que andaba o a su extraño gusto en el vestir.
Apenas conocía esa zona, pero sabía que si torcía a la derecha pronto llegaría a la calle principal que llevaba a King’s Cross. Si giraba en sentido contrario, en cambio, se encontraría en uno de esos enclaves típicos de Londres: pequeños reductos históricos que no se han visto excesivamente alterados por el paso de los años.
Allí había algunas plazas con edificios de estilo georgiano, intactas en buena parte —un par de ellas habían perdido uno de sus lados en la guerra o debido a los cambios urbanísticos—. Había coches aparcados junto a las aceras... Se sorprendió al pensar en lo tranquila que la ciudad de Londres podía mostrarse a veces, vista desde el ángulo indicado o bajo la luz indicada. Parecía una observación hecha por otra persona.
Si gritaba en la calle principal crearía confusión, y la confusión era amiga del enemigo; si torcía hacia el otro lado, en cambio, siempre podía llamar a la puerta de un desconocido y pedir refugio... Se arriesgó a mirar atrás: no había rastro de la furgoneta negra, que se vería obligada a recorrer un buen tramo calle abajo antes de poder cruzar la mediana entre ambos carriles y girar en redondo, pero alcanzó a ver a alguien; fugazmente porque, en cuanto se volvió, se había evaporado en el calor de la noche. ¿Era un diablillo creado por su inconsciente, que le jugaba malas pasadas?
¿O quizá un hombre que se había agazapado tras uno de los coches estacionados?
¿Una alucinación provocada por el calor? El bochorno del atardecer favorecía el florecimiento de la paranoia, acompañante habitual de los borrachos sobrios, pero todo aquello daba la impresión de ser real. Primero Sean, después el otro militar y la furgoneta que había estado rondándola como si sus ocupantes vinieran a por ella. El pánico empezaba a atenazarla, aunque sólo un profesional se habría dado cuenta: en aquel momento, su expresión era de simple desconcierto, como si se hubiese extraviado. En la Casa de la Ciénaga habría despertado sospechas, pero allí, en la calle, aquel leve cambio pasaba completamente desapercibido.
Estaba segura de que alguien estaba siguiéndola, y de que ese alguien se había escondido detrás de un coche.
También sabía que la furgoneta negra reaparecería en cualquier momento y que, por la razón que fuese, iría tras ella. Sean Donovan la había situado en el punto de mira de un pelotón al acecho que ahora estaba reagrupándose y no tardaría en echársele encima.
Sin dejar de andar a paso rápido, buscó el teléfono en su bolso, volvió a llamar a Lamb y, una vez más, se encontró con el buzón de voz. Mientras volvía a guardar el móvil, se planteó de nuevo la posibilidad de pulsar el timbre de una puerta y pedir auxilio a un desconocido, pero ¿qué pasaría después? No olvidaba que Shirley Dander se refería a ella como la Gobernanta Loca. ¡Qué desfachatez burlarte de otras por su aspecto cuando medías menos de uno sesenta y llevabas el pelo rapado! Pero era lo que había: su forma de vestir, la ropa con la que se sentía cómoda, la etiquetaba como una excéntrica, ¿y quién iba a dejar que una excéntrica se colara en su casa? Por lo demás, llamar a una de aquellas puertas implicaba detenerse, y algo le decía que era más seguro continuar en movimiento. Si estuviera en su lugar, Lamb no se detendría, pensó; no el Lamb actual, sino el de antes, el que vivía cosas que acabaron por convertirlo en el Lamb actual.
Atravesó la plaza a toda prisa y se encontró en una calle con casas adosadas. Las farolas estaban encendiéndose y el calor empezaba a cambiar: ascendía desde las aceras, en vez de precipitarse desde el cielo. La noche no lo atenuaría, pero para entonces esperaba encontrarse ya en casa, tras la puerta cerrada a cal y canto, preguntándose por la locura momentánea que se había apoderado de ella en las calles azotadas por el sol.
Esta calle en concreto tendría una treintena de casas adosadas y terminaba en otra plaza. En cuanto llegara al próximo cruce, se dirigiría hacia la calle principal, subiría a un autobús y volvería a encontrarse en la red de transporte que movilizaba a Londres (cuando no la bloqueaba por completo). Otra mirada atrás: nadie. La figura que se había agazapado tras un coche había sido una sombra, nada más, y era perfectamente posible que dos furgonetas negras parecidas pasaran junto a ella por casualidad. Un coche recorrió la calle lentamente, sin duda buscando una plaza de estacionamiento, y torció en la siguiente esquina. En cuanto se perdió de vista, la furgoneta negra apareció de frente por esa misma calle. Ella dio media vuelta sobre el tacón de sus zapatos y Sean Donovan la estrechó entre sus brazos como un héroe de cuento de hadas: tapándole la boca con una mano y acunándola al mismo tiempo. La furgoneta aminoró la marcha, las puertas traseras se abrieron y él entró llevando a Catherine en volandas. Las puertas se cerraron y la furgoneta aceleró.
Siete segundos en total, ni siquiera eso.
Las calles se cocían en silencio, la hora azul se tornaba carmesí oscuro.
Seguía haciendo un calor infernal cuando Jackson Lamb salió al patio trasero de la Casa de la Ciénaga. Rebuscó el mechero en el bolsillo y tropezó con el teléfono móvil; sólo entonces advirtió que tenía dos llamadas perdidas de Standish. «Dos llamadas perdidas... ¿de Standish?» Algún material de oficina que no había llegado o una queja porque una impresora no funcionaba bien: Standish insistía en venirle con problemas de este tipo, y daba igual que le hubiera dejado claro un montón de veces cuál era el protocolo en esos casos: que a él se la traía floja. Cigarrillo encendido en mano, cruzó el callejón arrastrando los pies y dejó suspendida a sus espaldas una coronita de humo que recordaba a un espectro errante...
Estaba destinada a disiparse, pero antes de eso se hinchó hacia el exterior, como preñada de la impresión que daban quienes trabajaban en el edificio, cada uno con su cruz a cuestas: luto, deudas de juego, adicción a las drogas, egocentrismo absoluto; intentando desahogarse hablando con un comatoso, peleándose en un bar, metiéndose en camas de desconocidos o bien volviéndose un gordo perezoso y acomodaticio, pero sin dejar de escudriñar a los otros como si alguno de ellos fuera la respuesta a una pregunta formulada unos segundos antes a bastante distancia de allí: «¿En cuál de tus colegas de trabajo confiarías hasta el punto de poner tu vida en sus manos?»
Justo en ese momento la brisa cambió y disipó la corona de humo.