3

En otro tiempo, aquel rincón tranquilo bajo los aleros del tejado debía de haber sido el cuarto de un bebé: bajo la pintura blanca del techo, Catherine podía adivinar desvaídas estrellas y medialunas destinadas a entretenerlo.

Pero de eso hacía ya mucho, a juzgar por los montículos de polvillo de yeso posados en los zócalos como si fueran azúcar glaseado. Y el suelo de madera estaba desnudo —hostil para los piececitos de un niño—, salvo por la delgada alfombra situada junto a la cama individual; y el candado en el exterior de la puerta era aparatoso y resistente: excesivo incluso para el más travieso de los chiquillos. No, esto ya no era una habitación infantil, aunque tampoco se trataba de la más segura de las cárceles.

El trayecto había durado al menos una hora. Primero, a poca velocidad por las calles de Londres, nunca vacías del todo; más rápido después, una vez dejada atrás la capital. Algo más de una hora exacta, calculaba, aunque le habían quitado el reloj y, durante el recorrido, le había faltado la presencia de ánimo necesaria para llevar la cuenta en silencio. Además, había perdido el conocimiento cuando la arrojaron al interior de la furgoneta, en parte por la presión de la manaza de Sean Donovan —¿justo en la carótida?—, en parte por el espanto y el calor, y, por demencial que pudiera parecer, también por la momentánea sensación de alivio, al saber que lo peor había ocurrido, que ya no estaba obligada a vigilar sus espaldas para que no la pillasen desprevenida. Se sintió levemente mareada y el mundo se tornó oscuro, motivo por el cual no pudo contar mentalmente las esquinas por las que habían virado ni memorizar indicios auditivos. Quizá habían tañido las campanas de una iglesia, pero ella no las había oído; quizá la furgoneta había pasado junto a una cascada, pero ella no había llegado a enterarse.

El equipo lo formaban tres hombres: el que conducía, el propio Sean —que la había agarrado en la calle como quien agarra una bolsa de basura para reciclar— y el militar que había visto deambulando junto al metro. Se dio cuenta de que el último había delatado su presencia intencionalmente: lo tenían previsto, querían que se fijara en él y volviera sobre sus pasos; la furgoneta no iba a serles de mucha ayuda si su presa entraba en aquella boca de metro.

Tras observar la habitación, lo primero que hizo fue lo que hacen todos los prisioneros: comprobar la ventana. Encajada en un nicho formado por la pendiente del tejado y con un parteluz en forma de diamante, se cerraba con un simple pestillo y era lo bastante amplia como para escapar a través de ella; no obstante, los barrotes de hierro insertados en el alféizar resultaban irremovibles, como un leve tironeo le dejó más que claro. Por lo demás, no estaba preparada para descender por el muro de una casa. Tal vez no fuera la más segura de las prisiones, pero tampoco hacía falta mucho más para mantener controlada a una mujer de mediana edad que nunca había sido agente de campo, ni siquiera para una alcohólica en rehabilitación que trabajaba a las órdenes de un borrachín irredento.

Pero ¿por qué demonios habían ido a por ella? ¿Y para quién trabajaban esos hombres, Sean Donovan incluido?

Ya que no podía escabullirse por la ventana, se conformó con dejarla abierta para airear un poco la habitación, aunque el viento parecía haberse detenido. Se oía un distante rumor de tráfico, pero no alcanzaba a ver carretera alguna. Momentos antes le había parecido que se trataba de una autovía, aunque eso tampoco revelaba mucho: una casa situada más o menos a una hora del centro de Londres, no lejos de una autovía, una vivienda aislada en lo que sólo podía ser una zona rural, teniendo en cuenta la oscuridad de los alrededores...

En la furgoneta le habían vendado los ojos, le habían puesto una mordaza y la habían maniatado, aunque no de forma desconsiderada: habría podido tratarse de un jueguecito sexual, del preludio a una juerga desenfrenada.

Y así había transcurrido el resto del viaje.

En un momento dado pensó en revolverse y patalear, pero ¿qué iba a conseguir? Lo mejor era reservar fuerzas para lo que pudiera venir luego.

Una vez salieron de la autovía, la calzada fue deteriorándose con rapidez: ramal de desvío, carretera secundaria... Incluso había oído el roce de los arbustos contra los lados de la furgoneta. Luego resonó un crujir de gravilla y el vehículo comenzó a moverse de un lado a otro como si avanzara en campo abierto. Poco después se detuvo en seco, sin maniobrar para estacionar en una plaza precisa. Le soltaron las manos para que pudiera bajar, pero no le quitaron la venda. Un fuerte brazo —no era el de Donovan— la sujetó por la cintura hasta que consiguió hacer pie. De pronto le llegó el aire del campo, más suave, más verde, más rico que el de la ciudad, y la metieron en una casa con suelos de madera. Al pisarlos, sus zapatos con hebillas producían un pequeño eco.

—Cuidado, escaleras.

Ése tampoco era Donovan.

Se encontró con unas escaleras, sí, y con más escaleras después: tres pisos en total. Y de pronto estaba allí, en ese antiguo cuarto para niños, donde le quitaron la venda.

—Ésta va a ser su habitación.

Era el segundo militar, el que había visto junto a la boca de metro: una astilla extraída del mismo árbol que Donovan. Un segundo después salió y cerró la puerta sin darle tiempo para hacer un análisis más pormenorizado. Oyó que ajustaba y cerraba el candado y se marchaba escaleras abajo.

Y en ésas estaba. Le habían quitado el bolso; es decir, el dinero, los pañuelitos de papel, el lápiz de labios, el Kindle, el bono del transporte público... y el teléfono móvil, por supuesto, y el reloj. Sin embargo, no la habían registrado, lo que habría sido un error si tuviera la costumbre de llevar un arma escondida o supiera cómo improvisarla.

Pero seguía sin tener ni idea de qué era lo que se proponían...

Por la ventana abierta entraba ahora una leve brisa. Distinguió la silueta de unas montañas a lo lejos: una negra extensión sin estrellas que tapaba el cielo; vio unas cuantas luces lejanas —las de otras casas, probablemente— y un resplandor eléctrico que atribuyó a una estación de servicio o taller mecánico próximo a la autovía... Todo más que a la vista, lo que haría pensar en una operación montada por aficionados si no fuera por la presencia de Sean Donovan, a quien nadie describiría como un aficionado.

Contempló el entorno inmediato y discernió otras estructuras, apenas reveladas por los haces de luz que salían de las ventanas de la planta baja. Parecían cobertizos —¿establos?—, lo que reforzó su impresión de que se encontraba en una granja o en una casa de campo. Atisbó algo más en la oscuridad: un vehículo del tamaño y la forma de un típico autobús londinense, uno de aquellos viejos modelos Routemaster que o bien estaban fuera de servicio o bien a punto de ser puestos en circulación otra vez, en función del pie con que se hubieran levantado por la mañana las autoridades a cargo del transporte público. Otro elemento cuasi surrealista a sumar al conjunto. ¿Qué era todo aquello? ¿Por qué la habían llevado allí?

No creía que hubiera motivos personales: resultaba difícil de creer que Donovan hubiera montado todo ese operativo para secuestrar a una antigua novia que, de hecho, ni siquiera había llegado a serlo.

No, tenía que haber otra razón...

Donovan sabía que ya no trabajaba en Regent’s Park: él mismo se lo había dicho en Aldersgate Street. ¿Qué podía saber sobre la Casa de la Ciénaga? Quizá creía que se trataba de un centro importante. Si era el caso, iba a llevarse un buen chasco.

Había una segunda puerta en el otro extremo de la habitación. Catherine se acercó y puso la mano en el pomo, convencida de que estaría cerrada con llave. Para su sorpresa, se abrió sin dificultad. Era un cuarto de baño anexo con un retrete, un lavamanos y una bañera. No había armarito en la pared, aunque las señales de tornillos y el rectángulo de pintura color magnolia no tan descolorida indicaban que en su momento sí lo había habido. «Lógico», pensó, «si le das un espejo a cualquier mujer, es capaz de ingeniárselas para fabricar un cuchillo». Al parecer, sus captores se habían dicho otro tanto sobre los potenciales riesgos letales planteados por champús, tubos de pasta de dientes, frascos de laca y demás porque, dejando a un lado el rollo de papel higiénico, el único artículo de aseo que había allí era una minúscula pastilla de jabón: una de esas muestras de regalo, todavía en su envoltorio. Se planteó que, si clavaba una horquilla en el jaboncito, tendría un pincho carcelario de un solo uso, pero no tenía ninguna horquilla y, en caso de haberla tenido, un simple boy scout de estatura media se las habría arreglado para quitarle aquella improvisada arma de las manos.

En el baño había otra ventana, un tragaluz. También estaba bloqueado por barrotes y, por lo demás, fuera de su alcance.

Volvió a la habitación y se le ocurrió que haría bien en tratar de dormir un poco: no había mucho más que hacer, como no fuera ir de aquí para allá por aquella habitación abuhardillada y tener cada vez más miedo. Pero no: suponía exponerse demasiado, volverse vulnerable. De momento, lo único que estaba en sus manos era mantener el control de sí misma, así que se sentaría y se mantendría a la espera. Tarde o temprano, alguien aparecería por allí y le daría más información. Entretanto, continuaría siendo lo que era: una alcohólica luchando por mantenerse sobria, poco amiga de las componendas y todo lo organizada que la situación le permitía.

Nadie se acercó a la puerta de su improvisada prisión hasta una media hora después. Había apagado la luz para familiarizarse con la vista de la ventana, pero apenas se veía nada, salvo la oscuridad. Según recordaba, cuando lo conoció, Sean Donovan hacía funciones de enlace. Había acudido a una reunión con Charles Partner —su antiguo jefe y director del servicio secreto— y otros peces gordos, algunos de ellos procedentes del Otro Lado del Pasillo —como llamaban a los de Westminster—, los demás, del Otro Lado del Río, donde se suponía que estaba la sede de inteligencia. De todos los asistentes, Sean fue el único que la miró a los ojos cuando le tocó repartir los informes de esa mañana, y una cosa llevó a la otra: por aquel entonces, nada de eso era raro para ella.

Al oír que alguien abría el candado, dio por sentado que se trataría de él. Sin embargo, el que entró era un desconocido: ni Donovan ni el otro militar, sino un tercero, más joven, no muy alto, pero corpulento y en buena forma, con una camisa de manga corta que en otro tiempo debía de haber sido blanca. Unos intrincados tatuajes serpenteaban brazos arriba hasta asomar por el cuello y la parte posterior de su cabeza rasurada. Llevaba dos cosas en las manos: un par de esposas como las que le habían puesto en la furgoneta y un móvil; el suyo, o eso le pareció.

—Póngase esto —le dijo haciendo oscilar las esposas.

—¿Por qué me tienen aquí?

—Usted póngase esto y esto otro.

Sacó una mordaza del bolsillo posterior.

—¿Ése es mi móvil?

—Sí, es su móvil.

Por su acento, dedujo que era del norte. No era una especialista, pero le sonaba más a noroeste que a noreste. Advirtió que, inconscientemente, ella misma había pasado a emplear un acento más formal y de clase alta, como de locutora de la BBC. Era la clase de truquito psicológico que le gustaba utilizar a Lamb; a lo mejor la estaba influyendo más de la cuenta.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—¿Habla en serio?

—Nada se pierde por probar.

—Usted sólo póngase las esposas, ¿vale?

Catherine se encogió de hombros.

—Bueno, pero sólo porque ya empieza a ser una especie de tradición.

Ofreció las muñecas y el otro la esposó, luego empezó a anudarle la mordaza y, mientras lo hacía, ella pudo percibir su olor corporal: olía a sudor, no del todo enmascarado por el desodorante, y aunque no era un efluvio del todo desagradable le faltaba poco para serlo. A continuación, dio un paso atrás y la apuntó con el iPhone requisado de su bolso. Catherine se mantuvo inmóvil mientras la fotografiaba y examinaba el resultado en la pantalla, asintiendo con satisfacción.

Por Dios, ¿quién se creía que era ese tipejo?

Quizá el tipo captó algo extraño en su mirada inexpresiva, porque le quitó la mordaza y le explicó:

—Tan sólo estaba comprobando que hubiera quedado bien.

—Gracias, está hecho todo un David Bailey.

—¿Cómo...?

—Ya sabe, el fotógrafo... en fin, no se moleste, da lo mismo.

Pero a partir de ese instante aquel tipo iba a ser para siempre Bailey, y ella se alegraba: la información, aunque sea de fabricación propia, otorga cierto control sobre las circunstancias.

Bailey le quitó las esposas y volvió a salir, cerrando la puerta. El candado volvió a hacer clic. Catherine trató de dilucidar qué hora sería, y supuso que ya pasaría de la medianoche. Se preguntó si habrían pensado en darle algo de comer, no porque tuviera hambre, sino porque en ese caso alguien volvería a presentarse y quizá le diría algo más... Mientras intentaba convencerse de que no tenía hambre, de pronto le entró sed, así que se dirigió de nuevo al baño, abrió el grifo y bebió en sus manos ahuecadas.

En circunstancias normales, ¿dónde se encontraría a esas horas? Estaría en casa, probablemente durmiendo. No siempre dormía bien, y había noches que se quedaba hasta tarde escuchando música; con el volumen bajito, eso sí. Cuando bebía, el alcohol solía bastarle para desdibujar las aristas de la jornada, por muy mala que hubiese sido. Ahora dependía de otros paliativos, y no siempre funcionaban.

Debió de quedarse adormilada porque poco después se sobresaltó al oír que la puerta se abría. Los acelerados latidos de su corazón la devolvieron a la realidad y se sentó en la cama con tal rapidez que incluso se mareó un poco.

Esta vez era Sean Donovan.

Al principio no dijo nada, se limitó a inspeccionar la habitación como si fuera un casero buscando razones para no devolver la fianza. Ella aprovechó el momento para estudiarlo, intentando detectar el más leve rastro de remordimiento en su expresión. Sí, ahí estaba: por la razón que fuese, Sean no las tenía todas consigo.

Cuando por fin la miró, sus ojos seguían luciendo el azul tormentoso de los momentos oscuros.

—No he podido sacarle casi nada a Bailey —dijo ella.

—¿Bailey?

—Es un chiste, cosas mías.

—Ya, pues me alegro de que estés haciendo amigos: pensaba que habías renunciado a esas cosas para siempre.

—¿De eso se trata, Sean? ¿Te has pasado todos estos años loco de amor por mí?

—¿Es lo que crees?

—Lo cierto es que ahora mismo no sé qué creer. ¿Qué fue lo que te pasó realmente, Sean?

Donovan sonrió, o al menos estuvo a punto de hacerlo: sus labios se arquearon un poco, como si la pregunta le hubiera parecido divertida.

—Los dos hemos terminado por estrellarnos, ¿no te parece?

—Bueno, yo voy tirando, pero tú... menuda pinta tienes.

Sean se miró de arriba abajo.

—No me refiero a eso, Sean. Me refiero a ti: no eres el hombre que conocí. Das la impresión de haberte tomado un veneno de efecto retardado.

—Un veneno de efecto retardado...

Catherine se encogió de hombros y levantó las manos como si quisiera dejar claro que no tenía nada que ocultar. En los últimos tiempos, era un gesto muy habitual en ella.

—Ahora te das aires de gran señora, ¿no? Ahora que has dejado de beber como una cosaca.

Sus movimientos eran un poco más relajados que antes, como si le hubieran engrasado las articulaciones. Para alguien como Catherine, aquel detalle era más que suficiente: ni siquiera necesitaba percibir el leve aroma del alcohol en su aliento para saber que había bebido. Se lo imaginó cómodamente instalado en la planta baja, una planta baja que ella aún no había visto, pero que sin duda estaría un tanto destartalada y tendría vistas a un gran patio con sus cobertizos y su autobús de dos pisos, si eso es lo que era. Seguro que había un aparador o una vitrina para las bebidas, al estilo de los años cincuenta. Sean se habría servido de un decantador de cristal tallado, se habría bebido el primer vaso de un solo trago y, a continuación, se habría servido otro más para saborearlo a gusto y sin prisas. Un par de copas no iban a mermarle el entendimiento, se habría dicho a sí mismo: justo lo que todos se decían. Del mismo modo que los fumadores eran incapaces de percibir el olor del tabaco en su propia ropa, los bebedores siempre pensaban que el alcohol no les hacía efecto.

Catherine apretó las manos, ahora un tanto crispadas. Era lo que solía pasarle cuando se ponía a pensar en la bebida.

Las relajó y se alisó la falda con ellas, como si en la prenda hubiera migas de pan. En sus movimientos se intuía cierto grado de control, hecho que a él pareció molestarlo.

—Todo en su sitio, ¿no es así, Catherine? Quien te viese ahora no se creería las cosas que hacíamos en según qué momentos.

—Soy una alcohólica, Sean —dijo ella sin alterarse—. En su día hubo muchos momentos e hice muchas cosas que ahora no haría.

—Porque ahora eres una buena chica.

—No se trata de ser una buena chica.

—Aunque eras buena de verdad: de espaldas, de rodillas... siempre eras muy buena.

Se quedó a la espera de que respondiese, pero ella no dijo nada, sencillamente siguió mirándolo sin pestañear, limitándose a ser la que era hoy, en vez de la que había sido en aquel tiempo, y haciéndole saber que no se sentía avergonzada ni asqueada por nada de lo que había hecho, limitándose a comunicarle que estaba decidida a no volver a ser aquella persona nunca más en la vida.

Sólo habló cuando él desvió la mirada:

—¿Qué es lo que quieres, Sean? Si lo que esperas es conseguir un rescate, vas a llevarte un chasco de cuidado. ¿Por qué has venido a verme? No querrás hablar del tiempo que hará por la mañana...

Por las razones que fuesen, sus palabras parecieron divertirlo. Cuando contestó, sin embargo, se puso muy serio:

—Para saber en quién confías.

—No estoy de humor para ese tipo de conversaciones.

—No es una conversación, Catherine, es una pregunta. ¿En cuál de tus colegas de trabajo confiarías hasta el punto de poner tu vida en sus manos?

—Mi vida en sus manos... —repitió ella en tono neutro.

Donovan no añadió nada más.

—Antes confiaba en ti —contestó ella—, ¿eso te sirve como respuesta?

—Me refiero a tus colegas de la Casa de la Ciénaga —repuso Sean—. Necesito un nombre. ¿Longridge? ¿Cartwright? ¿Guy?

Así que todo esto no tenía nada que ver con ella, sino con la Casa de la Ciénaga.

Aunque probablemente, para ser más precisos, tenía que ver con Jackson Lamb.

—¿Catherine?

Catherine le dio un nombre a Sean.

Y él se dio la vuelta, salió de allí y volvió a cerrar el candado. Durante un buen rato, ella continuó sentada en la misma postura, con la espalda muy erguida y las manos crispadas en torno a las rodillas... como una Gobernanta Loca. Y ya no sólo loca, sino, para más inri, encerrada en un desván. Shirley Dander se moriría de risa si se enterara de aquello; si llegaba a captar la referencia, claro.

Unos minutos más tarde, finalmente se tumbó en la cama y poco después se quedó dormida.

A la mañana siguiente, a varios kilómetros (los que fuesen) de allí, la Casa de la Ciénaga bullía bajo el sol. Eran las nueve y todos estaban ya en sus puestos de trabajo a excepción de Lamb... y de Catherine, por supuesto. Lo de Lamb era normal, pero el hecho de que ella no hubiese llegado aún resultaba completamente inusual; extrañísimo, de hecho, sobre todo para River.

Éste se hallaba de pie junto a la mesa donde estaba el calentador de agua eléctrico, preparándose una taza de café instantáneo, y se volvió hacia Louisa, que se estaba haciendo un café de verdad, para preguntarle si sabía dónde se había metido Catherine.

Ella no contestó.

—¿Louisa?

—¿Qué?

—¿Has visto a Catherine?

Ella se limitó a negar con la cabeza.

¿Para qué molestarse en preguntar? Desde la muerte de Min, Louisa era una bomba de relojería andante: apenas se notaba su presencia, pero si escuchabas con atención podías notar el ominoso tictac en su interior.

River se marchó con la taza a su despacho, donde lo esperaba otra jornada de examen de vetustas solicitudes de pasaportes escaneadas y subidas a una base de datos que hacía aguas por todas partes: si se tratara de una embarcación, a las ratas les faltaría tiempo para abandonarla. Cogió un bolígrafo y empezó a tamborilear en sus incisivos superiores. Le quedaban ocho horas y media de suplicio por delante, menos lo que pudiera descontar a la hora de comer, multiplicadas por los cinco días de la semana y las cuarenta y ocho semanas laborables del año... Igual lograba finiquitar aquel encargo antes de cumplir los cuarenta, si ponía todo su empeño. Qué gran idea: si se lo proponía de verdad, se las arreglaría para dejar atrás esa pesadilla al tiempo que decía adiós a las tres primeras décadas de su vida.

Otra opción era empuñar la pequeña perforadora de documentos que tenía delante y golpearse en la cabeza hasta que llegase la muerte.

Cogió la perforadora, que apretó con la mano una y otra vez como si fuese uno de esos juguetitos para aliviar el estrés, y se acercó a la ventana, cuyo cristal exhibía un rótulo en letras doradas, W. W. HENDERSON, notario y FEDATARIO PÚBLICO, escrito para que los transeúntes no se hicieran demasiadas preguntas sobre los pobres desventurados que chupaban tinta en el interior de aquella siniestra oficina. Si había algo de cierto en todo aquello era que entre sus paredes habían reverberado unos cuantos juramentos.

La perforadora hizo clac en su mano y, un segundo después, oyó que la puerta de abajo se abría y volvía a cerrarse enseguida. «Catherine», pensó, y al momento se dijo que no: Catherine solía subir las escaleras como si fuese un espectro. Lamb también podía hacerlo, cuando le convenía, pero aquella mañana llegaba como de costumbre: haciendo gala de su natural irritante, ascendiendo por los tramos de escalera con el donaire de un hipopótamo que llevara una carretilla de albañil. Un estruendo dejó constancia de su paso junto al despacho de River y luego siguió escaleras arriba hasta meterse en su propia covachuela, en el piso superior. La entrada en su despacho solía constituir el preludio a una obertura digna de un hombreorquesta: una secuencia de cuescos, blasfemias y maltrato del mobiliario en general. River volvió a su escritorio, donde la pila de solicitudes de pasaporte parecía haber crecido durante el breve momento que había estado de espaldas. Aquello no avanzaba ni a tiros, y hasta que no avanzase él seguiría empantanado. Sin embargo, en cuanto echó un vistazo a la primera solicitud, notó que faltaba algo: en vez de la acostumbrada sinfonía en el despacho de arriba, lo que se oía era el tipo de silencio que tiene lugar antes de que un árbol se desplome aplastándolo todo en su caída... Se levantó. Y cuando empezaron a oírse unos fuertes golpes sobre el entarimado, ya estaba saliendo por la puerta.

Lamb contempló a su gente con un ojo malévolo —había quien hablaba de «equipo», aunque él prefería hablar de «subalternos»—; un solo ojo, porque el otro lo mantenía firmemente cerrado para que no le entrara el humo del cigarrillo. Las persianas estaban cerradas, como de costumbre, pero la luz del sol había encontrado algunos resquicios y dibujaba vistosas franjas en la pared y en las cabezas y hombros de los mencionados subalternos, que estaban agrupados de cualquier modo, como unos sospechosos en una vieja película de cine negro.

En la misma mano con la que sujetaba el cigarrillo, Lamb blandía un bollo cubierto con azúcar glaseado con el que fue señalando a los congregados.

—Voy a deciros una cosa: cada vez que os veo juntos tengo claro por qué vengo a trabajar todas las mañanas... —Volvió a señalarlos uno a uno; las doradas migas del bollo y el humo gris azulado del pitillo salían volando en sentidos divergentes—. Porque tengo una infestación de cucarachas en casa —agregó.

—Quién lo hubiera pensado... —musitó River.

—Nada de cuchicheos: si hay algo que no soporto es la mala educación. —Pegó un mordisco al bollo y prosiguió con la boca llena—: Parecéis salidos de una película de zombis; a ver si espabiláis, que buena falta os hace. ¿Dónde diablos se ha metido Standish?

—Yo no la he visto llegar —informó Ho.

—No pregunto si la has visto llegar, sino dónde se ha metido. Normalmente llega antes que yo.

—Pero no siempre.

—Gracias. Será que no me he explicado bien, será que eso de «normalmente» no termina de estar claro.

—Igual está en el baño —intervino Shirley.

—Si es el caso, está siendo la cagada más larga del mundo, digna del libro Guinness —gruñó Lamb—. Y lo digo como experto en el tema.

—Eso lo tenemos claro.

—Quizá tenga algún problema en casa, una emergencia de algún tipo —sugirió Marcus.

—Pero ¿de qué tipo? ¿Te refieres a que a lo mejor ha descubierto que los libros de su estantería no estaban en orden alfabético, por ejemplo?

—Igual no lo sabes todo sobre su vida —dijo River—. Es una posibilidad.

—Ni sobre la tuya, quieres decir, ¿verdad? Por cierto, ¿cómo está tu viejo colega Spider?

Se refería a Spider Webb, «herido en el cumplimiento de su deber», según el informe oficial; «herido en la demostración de su suprema gilipollez», según Lamb. Webb seguía en una UCI, conectado a un montón de máquinas. Era poco probable que llegara a recuperarse del todo, incluso era posible que nunca saliera del coma. River lo había visitado unas cuantas veces, y el hecho de que Lamb estuviera al corriente era una prueba más de que siempre se las arreglaba para enterarse de todo.

Algo tenía que responder, así que dijo:

—Lo tienen conectado a unas siete máquinas distintas. Según los médicos, es poco probable que despierte a corto plazo.

—¿Han pensado en desconectarlo y conectarlo otra vez?

—Ya preguntaré.

Lamb mostró sus dientes amarillentos en lo que parecía una suerte de sonrisa.

—¿A alguien se le ha ocurrido mirar en el famoso cuarto de baño?

—Allí no está —contestó River.

—Lo más seguro es que tenga una visita al médico o algo por el estilo —dijo Louisa.

—Ayer estaba perfectamente, o eso me pareció.

—La gente a veces ha de ir al médico, aunque no se le note.

—Esto es el servicio secreto —repuso Lamb—, no un magazín de consejos para las amas de casa. Lo lógico es que hubiera llamado para avisar.

—Igual lo ha dejado anotado en la gráfica de personal —sugirió Ho.

—¿Hay una gráfica de personal?

—En la pared de su despacho.

Lamb se lo quedó mirando.

—Para apuntar si alguien va a ausentarse y...

—Eso ya lo he captado, cerebrito. Lo que estoy preguntándome es qué haces ahí plantado: ya deberías estar cruzando el rellano para ir a comprobarlo.

Ho obedeció de inmediato.

—No sé a qué viene tanta preocupación —dijo River—. Es posible que su tren se haya averiado, pasa todos los días...

—Sí, claro, ¿y cuándo fue la última vez que Standish llegó tarde al trabajo...?

Pero Lamb ya no estaba mirándolos: su vista se había posado en la pantalla de su móvil, que había dejado sobre el escritorio al llegar.

«Catherine trató de contactar con él», se dijo River. «Y Lamb no le cogió el teléfono... Dios mío, ¿será posible que ahora se sienta... culpable? ¿Jackson Lamb teniendo remordimientos?»

Lamb apagó el cigarrillo en la taza de la víspera, todavía medio llena de té.

—Y además —prosiguió—, eso de desaparecer no es propio de ella.

—«Desaparecer» me parece una palabra un poco fuerte —repuso Shirley.

—¿En serio? ¿Y tú qué dirías?

—Eh... ¿que no está aquí?

—¿Y qué pasaría si todos hiciéramos lo mismo? ¿Qué sucedería si yo, de pronto, no estuviera aquí de la noche a la mañana?

Shirley estuvo a punto de replicar, pero se contuvo.

—Eso sería como una función de Hamlet sin el príncipe —apuntó River.

—Justamente —convino Lamb—, o como Esperando a Godot sin Godot.

Esta vez no se oyó ni un solo comentario.

Ho volvió a entrar en el despacho y Lamb se lo quedó mirando una vez más.

—En la gráfica no pone nada.

—¿Y has necesitado cinco minutos para comprobarlo? Hasta el más memo hubiera podido hacerlo en dos y medio.

—Bueno, sí, pero yo...

Todos esperaron a que acabara la frase.

Ho agachó la cabeza.

—Te lo piensas y me lo comunicas por correo postal —dijo Lamb—, no tenemos ninguna prisa.

Fulminó a los demás con la mirada.

—¿Hay más ideas brillantes?

El teléfono vibró en el pantalón de River, que agradeció a Dios que estuviera en modo silencio.

—Quizá Catherine haya dejado una nota en alguno de los escritorios —aventuró.

—¿Cuándo?

—Bueno, tal vez se ha presentado antes que nadie y ha tenido que irse precipitadamente. Voy a comprobarlo.

Salió del despacho.

—¿Alguien ha visto una nota en su escritorio? —les preguntó Lamb a los demás.

—Te lo habríamos dicho, ¿no? —apuntó Marcus.

Lamb frunció los labios.

—Genial, muchas gracias, Action Man. Me alegra comprobar que quien tuvo, retuvo.

Louisa ya no podía más.

—Bueno, ya está, ¿no? ¿Podemos volver a los despachos y ponernos con lo nuestro?

—Tomo buena nota de tu entusiasmo por el trabajo. Nunca sospeché que el papeleo te gustara tanto.

—Es un rollo absurdo y tedioso, pero al menos podemos hacerlo calladitos.

—Huy, huy, huy. Estoy empezando a plantearme la conveniencia de montar uno de esos cursillos para reforzar el espíritu de equipo. Me corrijo: bien pensado, mejor no hacerlo hasta que las vacas aprendan a volar y a orbitar la tierra... ¿Y eso qué ha sido?

Ninguno de los demás había oído nada.

—Alguien acaba de cerrar la puerta del patio... ¡¡¡Standish!!!

Gritó con tanta fuerza y de forma tan sorprendente que Shirley notó que se le escapaba una gotita de la vejiga. Pero ni les llegó una respuesta de abajo ni Catherine Standish hizo su aparición.

—¿Dónde se ha metido Cartwright? —preguntó Lamb con suspicacia.

—¿En el cuarto de baño? —dijo Shirley.

—¿Otra vez con lo mismo? ¿Ésa es tu respuesta para todo? ¿Estás tratando de decirnos algo?

—Voy a mirar.

—¡Quédate en tu puñetero sitio! Lo último que me hace falta es que desaparezca otro de mis subalternos. Terminaréis por volverme loco.

Soltó un nuevo aullido, esta vez gritando el nombre de River Cartwright, pero River tampoco hizo acto de presencia.

Se hizo un silencio tan profundo que Louisa creyó oír el ligero sonido de los cristales de las ventanas estremecidas por el eco.

—Pero ¿qué coño es esto? —dijo Lamb por fin—. No es que os eche en falta cuando os dais el piro, pero se supone que ésta es una oficina en funcionamiento.

Marcus resopló, pero quizá para evitar un estornudo, ¿quién podía saberlo?

—Está bien —dijo Lamb—. Se acabó la comedia. Tú —añadió señalando a Louisa— vas a buscar a Standish, y si la encuentras con la cabeza metida en un charco de vómitos quiero fotos que lo demuestren. Vosotros dos —continuó mirando a Marcus y a Shirley— me encontráis a Cartwright y me lo traéis de vuelta.

—¿Por la fuerza?

—Le pegáis un tiro si hace falta, ya me encargo yo después del papeleo.

Quedaba Roderick Ho.

—Yo voy con Louisa —dijo.

—De eso nada, mejor que la cague ella solita; contigo a su lado sólo conseguiríamos que tardara más.

Los otros ya iban camino de las escaleras, pero Ho se hizo el remolón en la puerta y se dio la vuelta para mirar a Lamb.

—¿Y ahora qué te pasa?

—Un memo no lo hubiera comprobado todo con tanto cuidado como yo, por eso he tardado tanto.

—Felicidades, unos sellos de correos que te ahorras. ¿Te has quedado a gusto?

Ho asintió.

—Pues perfecto —le dijo Lamb—, ahora fuera de mi puta vista.

El mensaje procedía del teléfono de Catherine. River lo había abierto mientras bajaba por las escaleras felicitándose por su graciosa huida. Esperaba encontrar una breve explicación de su ausencia: un retraso del metro, una enfermedad repentina, una invasión extraterrestre; pero se encontró con una convocatoria:

«En el puente peatonal, ahora mismo.»

Lo que no parecía muy propio de Catherine Standish.

Venía con un archivo adjunto. Se detuvo en el rellano y, cuando por fin se abrió, necesitó unos instantes para aclararse sobre lo que estaba viendo: una mujer esposada y amordazada, como si fuera el anuncio de un portal de pornografía de aficionados; aunque la mujer estaba completamente vestida y, ¡Dios!, ¡era Catherine... Catherine Standish!

¿Por qué demonios iba alguien a secuestrar a Catherine?

«En el puente peatonal, ahora mismo.»

Sólo podía tratarse de un puente peatonal: el que había en esa misma calle, a una decena de metros. Conectaba la estación de metro con el Barbican. Pero antes tenía que dar la alarma: por muy caballo lento que fuera, Catherine era una agente del servicio secreto, y en Regent’s Park no dejaban piedra sin remover cada vez que uno de los suyos se hallaba en peligro... Por no hablar de que Lamb lo echaría si daba un paso más sin comunicarle lo que estaba sucediendo. Esto último era para pensárselo, y no dejó de pensar en ello mientras volvía a meterse el teléfono en el bolsillo y bajaba los escalones de tres en tres.

El aire en el exterior era sofocante, y el calor resultaba mucho peor en el patio cubierto de moho. Salió al callejón, se dirigió hacia la calle y divisó a un hombre en el puente, contemplando el tráfico a sus pies como si le divirtiera tanta actividad... Estaba demasiado lejos para distinguir su expresión, pero no dejó de imaginar que el otro se divertía mientras él corría calle arriba, entraba a la estación, subía por las escaleras y llegaba al puente.

El hombre estaba esperándolo con una mano en la barandilla. No se había equivocado: daba la impresión de estar pasándolo bien. Tenía unos cincuenta años y era delgado y fibroso, con vetas plateadas en el cabello oscuro. Iba vestido con un traje del color de la neblina de la madrugada y llevaba una corbata amarilla, probablemente de algún club al que pertenecía. Sin duda había aprendido a sonreír con suficiencia en Eton o en cualquier otro de los reductos de la clase dirigente, y, para acabar de confirmar sus prejuicios, lucía un anillo en cada meñique.

Cuando él se acercó un poco más, apartó la mano de la barandilla y se la tendió, como invitándolo a estrechársela.

En vez de eso, River lo agarró por las solapas.

—¿Dónde está Catherine?

—Se encuentra bien...

—No es lo que le he preguntado. —Lo atrajo un poco más—. Respóndame con cuidado y mida cada una de sus palabras.

—Se. Encuentra. Bien.

Estaba burlándose de él: había pronunciado aquellas palabras como si las labrara con un instrumento de precisión.

River lo zarandeó como si fuera un monigote.

—En la foto está esposada, ¡y con un trapo en la boca!

—Para que se lo tomara usted en serio. Y está usted aquí, ¿no es cierto?

—Estoy aquí, sí. En este puente sobre una calle llena de tráfico... del que va a salir volando si sigue por ese camino.

Aquel comentario hizo que la sonrisa de aquel tipo se ensanchara aún más.

—No me diga que no sabe cómo funcionan estas cosas: la señora Standish está sana y salva, y va a seguir estándolo siempre y cuando yo haga una llamada por el móvil en los próximos treinta segundos, por lo que le recomiendo que me suelte y se aparte de mí. ¿Le parece bien?

Por encima del hombro cubierto por la tela gris, River vio a dos personas detenerse en la calle y a una de ellas señalando en dirección a él.

Soltó al tipo.

—Así está mejor: mucho más civilizado.

—No me provoque.

El tipo sacó el móvil y habló con su interlocutor durante unos segundos. Luego volvió a meterse el teléfono en el bolsillo.

—Así que es usted River Cartwright, ¡qué nombre más curioso!

—Cartwright quiere decir «carretero».

—La señora Standish dice que confía en usted. Por lo visto, estaría dispuesta incluso a poner la vida en sus manos.

—¿Dónde está?

El otro negó con la cabeza y respondió con un fingido gesto de aflicción:

—Mejor hablemos de lo que tiene que hacer para volver a verla.

Estaba regodeándose en todo aquello, pensó River, como si lo que estaba buscando fuera secundario respecto de la forma de obtenerlo.

—¿Qué es lo que quiere?

—Información.

—¿Sobre qué?

—Eso es mejor que no llegue a saberlo. Simplemente tiene que robarla.

—¿Y si no?

—¿De verdad quiere detalles? Pues muy bien...

Se quedó callado y River supo, sin necesidad de darse la vuelta, que alguien se aproximaba a sus espaldas. Resultó ser la misma pareja que los había señalado un minuto antes. Pasaron de largo, haciendo lo posible por fingir que nos les despertaba curiosidad lo que sucedía. Quizá eran personas con espíritu cívico que querían asegurarse de que la cosa no acabara mal, quizá gente del barrio con ganas de presenciar una buena bronca. Al llegar al acceso del Barbican miraron atrás, pero sólo una vez; luego desaparecieron.

—Los hombres que la vigilan son... un poco impulsivos —continuó el tipo.

—Impulsivos... —repitió Cartwright.

—Sí, algo impulsivos, y diría que quedan unos ochenta minutos para que la cosa se ponga fea de verdad. Por decir un número.

River se acercó de nuevo y le alisó las solapas de la chaqueta.

—Hay algo de lo que va a acordarse cuando llegue el momento —le dijo—: que todo esto le parecía muy gracioso.

—¿Espera que me eche a temblar? Le recuerdo que tiene un encargo que cumplir y... —Consultó entonces su reloj—... le quedan setenta y nueve minutos antes de que los hombres de los que le he hablado empiecen a hacer crujir los nudillos. ¿Piensa perder todavía más tiempo amenazándome?

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó River.

El tipo se lo dijo.

Dos minutos después de que River abandonara el puente a todo correr, Marcus Longridge y Shirley Dander salieron del callejón y enfilaron Aldersgate Street. Marcus iba mirando hacia un lado, Shirley hacia el otro. Varios peatones recién emergidos del metro esperaban a que cambiara el semáforo al otro lado de la calzada, un grupo de gente se agolpaba delante de las puertas del gimnasio de la esquina, los autobuses iban y venían por uno y otro carril y un ciclista zigzagueaba en medio del tráfico —a juzgar por su indiferencia ante los demás vehículos, cualquiera habría dicho que se dirigía a formalizar la donación de algún órgano vital—, una barrendera de uniforme se aproximaba hacia ellos empujando su carrito y un hombre de traje gris estaba contemplando la calle desde el puente peatonal que comunicaba con el Barbican, pero no había ni rastro de River Cartwright.

—¿Lo ves por alguna parte? —preguntó Marcus.

—Pues no —respondió Shirley—. ¿Y tú?

—Pues no. —Se detuvo por si a River le daba por materializarse mágicamente—. ¿Te apetece un helado?

—Sí, no estaría mal —repuso Shirley.

Echaron a andar hacia Smithfield, donde era menos probable que alguien los viera.

El hombre del puente se había esfumado.