Catherine guardaba un segundo juego de llaves de su apartamento en una cajita de cerillas pegada con cinta adhesiva bajo su escritorio, donde Louisa lo había descubierto por casualidad al poco tiempo de llegar a la Casa de la Ciénaga.
Lo cogió y abordó un taxi para dirigirse a Saint John’s Wood. Ya estaban a veintitantos grados, y la brillante luz del sol arrancaba tales destellos a las superficies metálicas y acristaladas que a uno le entraban ganas de quedarse sentado en un cuarto a oscuras, aunque no quisiera. Louisa no había estado nunca en casa de Catherine, y por un momento se preguntó qué decía eso de ella, del personal de la Casa de la Ciénaga y de una convivencia cotidiana en la que sólo se cultivaban relaciones superficiales, aunque enseguida se concentró en no preguntarse nada más, en limitarse a recorrer Londres metida en una burbuja en vez de estar sentada ante su escritorio haciendo lo posible por cubrir el vacío dejado por Min.
El apartamento se encontraba en un edificio art déco agazapado tras un seto bien cuidado. Los contornos redondeados de la estructura y los marcos metálicos de las ventanas le daban cierto aire de ciencia ficción: hubo un tiempo en que el futuro tenía ese aspecto. Louisa pagó la carrera, se guardó el recibo en el bolsillo y entró en el edificio. Sus sandalias doradas hicieron clac-clac sobre las relucientes baldosas del vestíbulo, pero no percibió ningún otro sonido: en el interior de aquel bloque de apartamentos reinaba un silencio tan poco natural que cualquiera habría pensado que Catherine no era la única de los inquilinos que había desaparecido. A Louisa le pareció que no estaría mal que sus propios vecinos se desvanecieran un día sin más: en el edificio donde vivía, los silencios poco naturales resultaban bastante infrecuentes.
El apartamento de Catherine estaba en el último piso. Llamó al timbre y esperó un minuto antes de utilizar la llave y entrar. Mientras cruzaba el recibidor, llamó a Catherine en voz alta un par de veces, pero no obtuvo respuesta. Recorrió las distintas habitaciones y comprobó que allí no había nadie. La cama estaba hecha y todo estaba pulcramente ordenado, lo que no la sorprendió porque Catherine podía hacer que cualquier lugar pareciera más limpio y ordenado simplemente pasando por allí. Lo último que cabía esperar de ella era que dejase algo fuera de su sitio al irse. En el salón había un teléfono fijo, pero no un bloc de notas; en la pared de la cocina había un calendario, pero sin ninguna anotación en todo el mes, salvo una cita con la peluquería dentro de dos semanas. La lista de la compra fijada a la puerta de la nevera no tenía nada de especial y, aunque la pila de cuatro libros en la mesita de noche le reveló que Catherine era una ávida lectora, ninguno de los papeles usados como marcapáginas le dijo nada.
No se trataba de un interior aséptico —saltaba a la vista que allí vivía alguien—, pero no ofrecía la menor pista sobre el paradero de su ocupante. El armario estaba lleno de ropa —uno habría jurado que procedía del vestuario de una película de James Ivory ambientada un siglo atrás—, y en un anaquel del pequeño vestidor había una maleta vacía. Sólo faltaban las cosas que Catherine seguramente llevaba siempre consigo: el bolso, el móvil, las gafas de sol, el bono del transporte público... A primera vista, todo indicaba que la mañana había discurrido del modo habitual: Catherine se había levantado y se había ido al trabajo, y si no había llegado era por algo que había sucedido por el camino; sin embargo, el lavavajillas estaba lleno de platos y cubiertos limpios, secos y fríos desde hacía muchas horas, y ninguno se había usado para el desayuno. Louisa acercó una mano al hervidor eléctrico y comprobó que no se había utilizado aquella mañana: o Catherine se había ido sin desayunar o no había pasado la noche en casa.
—Una nochecita loca... —murmuró sin mucha convicción.
Ella sí que había pasado una noche loca: había llegado a casa a las siete de la mañana, con el tiempo justo para ducharse y cambiarse antes de ir al trabajo. El año anterior, Min y ella se habían pasado más de una noche en el bar, comentando por lo bajo las escenas de ligoteo que se producían a su alrededor —cada vez más atrevidas y desesperadas, a medida que transcurría la noche— y felicitándose por no tener que participar en aquel juego. Ella se había cuidado siempre de no añadir «nunca más en la vida» porque el destino era un perro al que no convenía provocar pero, con o sin provocación, todo se había truncado con la muerte de Min, y ahora ella volvía a ser parte de esas escenas.
Mejor no pensar en eso. Entró en el cuarto de baño: las baldosas estaban secas y no había toallas húmedas; Catherine no había entrado allí desde hacía veinticuatro horas por lo menos.
Volvió a la sala de estar intentando no hacer comparaciones con su estudio: minúsculo, hecho polvo y necesitado de una seria intervención (¿un incendio provocado, tal vez?). Allí imperaba el orden; quizá no fuera un orden perfecto, pero todo estaba en su lugar y ese lugar se había escogido cuidadosamente. Hasta ahí todo bien, todo muy propio de Catherine: nada que pudiera sorprender a ninguno de los caballos lentos, con la probable excepción de Ho, a quien muy probablemente ni siquiera se le había ocurrido que Catherine pudiera ser de un modo o de otro.
Sin embargo, lo que estaba a la vista no acababa de contar toda la historia: no pasaba de ser la superficie. Esa historia se completaba, precisamente, con lo que brillaba por su ausencia: no había botellas de vino en la alacena, ni licores fuertes en el congelador, ni siquiera un poco de jerez para las visitas en una vitrina. Por no haber, no había vasos, copas ni nada parecido. A Louisa muchas veces le faltaban vasos en casa, pero era porque el cristal se rompe con facilidad, no porque estuviera esforzándose en eludir algo. En casa de Catherine, su ausencia era deliberada, como si el uso ocasional de un receptáculo bonito —aunque fuera para beber un zumo y nada más— comportara el riesgo de que la usuaria acabase la velada vomitando en las puertas del bar más cercano.
Existía la posibilidad de que Catherine hubiera recaído y vuelto a hacer de las suyas. Louisa sabía que en otro tiempo había tenido problemas con el alcohol no porque alguna vez hubieran hablado de ese asunto, sino porque Lamb se encargaba de mencionarlo cada dos por tres. Y el alcoholismo —todo el mundo lo sabía— no era como la gripe: no podías quitártelo de encima y seguir adelante con tu vida, simplemente tratabas de aplastarlo a taconazos con la esperanza de que no volviera a levantar cabeza.
Lo que significaba que podía haber pasado cualquier cosa: Catherine bien podía haber estado volviendo a casa cuando algún incidente minúsculo, invisible para todos los demás, había disparado un resorte en su interior, redirigiéndola hacia el olvido absoluto. Ni siquiera podía descartarse que Lamb —que siempre tenía alguna botella en el despacho— la hubiera tentado con un traguito: era muy capaz de hacerlo, y también de abandonarla luego a su suerte, presa de una sed insaciable en una ciudad como Londres, llena de bares y pubs.
Pero aquella opción no terminaba de convencerla: una Catherine borracha desvanecida bajo un seto o bajo el cuerpo de un desconocido... sonaba raro, como un chiste cuyo final no nos hacía ninguna gracia. Porque la rigidez de Catherine, el orden impoluto de su escritorio, sus vestidos largos y remilgados, el hecho de que casi nunca dijera palabrotas, no resultaban graciosos si se pensaba que, apenas un poco más de un año atrás, era una bebedora habitual y que había recurrido a todo aquello como un medio de defensa precisamente para no volver a serlo nunca más.
Volvió a fijarse en el apartamento: todo un reflejo de Catherine. Allí había un lugar para cada cosa y todos los lugares estaban ocupados. Ese orden también era una defensa, incluso una tapadera, pues en el fondo todos los agentes de inteligencia eran agentes de campo, incluso los que nunca salían de sus despachos secretos. Desde los fisgones vestidos de cualquier manera que monitorizaban llamadas telefónicas en el centro de comunicaciones hasta los cabronazos del MI5, desde las jóvenes promesas ojiazules de Regent’s Park hasta los caballos lentos como ellos, que iban desapareciendo gradualmente tras montones y montones de papel amarillento, todos eran agentes de campo porque todos sabían lo que era vivir nueve décimas partes de su existencia de forma encubierta. La primera de las razones que los habían llevado a entrar en el servicio secreto era, precisamente, esa vaga sospecha de que el mundo entero les era hostil. Tan sólo podías fiarte de los que trabajaban a su lado, y mejor que no te fiaras mucho de ellos porque no había amigo más falso que otro espía como tú: siempre terminaban por apuñalarte por la espalda, por derribarte con una inocente zancadilla o simplemente muriéndose y dejándote sola.
Louisa aún no sabía en qué lío se había metido Catherine, pero había algo que tenía muy claro: lo que no había hecho era agarrar una borrachera, y algo le decía que Lamb pensaba lo mismo. De todas formas, echó mano al teléfono para hacérselo saber; al fin y al cabo, el saber no ocupa lugar.
Setenta y nueve minutos...
El tipo del traje gris no había necesitado mucho tiempo para explicarle qué era lo que quería; parecía estar acostumbrado a dar instrucciones. «Típico en los de su clase social», se dijo River. El país seguía estando lleno de gente como él, y Londres, más todavía: fulanos trajeados que siempre te decían lo que debías hacer, encantados de haberse conocido, todos ellos merecedores de una buena patada en el culo...
Esos pensamientos eran la música de fondo mientras corría.
James Bond habría saltado del puente peatonal al primer autobús que pasara por debajo, o le habría soltado una patada voladora a un motorista para hacerse con su vehículo. Jason Bourne se habría puesto a hacer surf sobre los techos de los coches, o habría hecho gala de su maestría en el parkour saltando de un muro a otro, de un contenedor con ruedas a otro, sabiendo siempre cuál era el callejón idóneo por el que atajar...
Echó una mirada a la hilera de bicis municipales estacionadas junto a la acera, negó con la cabeza y entró en la estación de metro a toda prisa.
No lejos de Regent’s Park, por debajo de un renovado complejo de baños y piscinas públicos, se extienden varios niveles subterráneos cuya existencia la ciudadanía desconoce por completo. En ese lugar, los miembros del servicio secreto —tanto los agentes de campo como los responsables de operaciones y el personal burocrático— son adiestrados en diversos métodos de combate cuerpo a cuerpo, en parte para mejorar sus probabilidades de sobrevivir al ataque de un oponente armado, pero sobre todo para que aprendan a pillar a sus víctimas por sorpresa y a dejarlas malheridas o lisiadas de por vida. Un bolígrafo, una taza de café, un par de gafas, un puñado de monedas... cualquiera de estas cosas es suficiente para infligir daños permanentes a un enemigo potencial.
Hacerle otro tanto a un subalterno es cuestión de oficio: lo vas aprendiendo en el curro día a día.
Seis personas asistían a la reunión en Regent’s Park: cinco Segundas Mesas e Ingrid Tearney, que ostentaba el título de Dama de la Orden del Imperio Británico. Sin embargo, a efectos prácticos, cuatro de esas personas bien podrían ser simples piezas del mobiliario de estilo informal de la sala porque, como sucedía en casi todas las demás reuniones con ese elenco, las protagonistas absolutas eran dos: Tearney y Taverner. La Dama Ingrid, que llevaba cerca de un decenio al frente del servicio secreto y estaba empeñada en seguir al mando hasta que la recompensaran con un funeral de Estado o coronándola reina, y Diana Taverner, apodada Lady Di, de la Segunda Mesa (Operaciones), la mandamás de la oficina de Regent’s Park, cuyo cargo le daba el control sobre la vida y la muerte de los agentes de campo, pero también le imponía la obligación de abrirle las puertas a la Dama con deferencia servil.
No era ningún secreto que Diana Taverner ambicionaba hacerse con el puesto más alto del escalafón, pero, teniendo en cuenta que sólo era doce años más joven que Tearney, su ventana de oportunidad iba cerrándose con cada día que pasaba.
La reunión versaba sobre los recursos disponibles, como casi todas en los últimos tiempos, y daba igual cuál fuera el orden del día, pues el accidentado camino marcado por las políticas de austeridad había deteriorado los ejes motores del servicio secreto tanto como los de cualquier otra oficina gubernamental. Sin embargo, esa reunión en especial intentaba anticiparse a la previsible reducción de los recursos a corto y medio plazo, por si no bastara con la efectuada en el pasado reciente. Los recortes presupuestarios iban en interés de la eficiencia, según el Departamento del Tesoro —un ministerio que nadie en su sano juicio consideraba el mejor ejemplo de dicha cualidad—, así que iban a implantarse sí o sí, de modo que el servicio secreto tendría que acostumbrarse a vivir con ellos. Y más ahora, después de la última remodelación ministerial, pues el servicio secreto ya no contaba con ningún defensor pasillo abajo.
Y es que el nuevo jefe de todos ellos —el nuevo ministro del Interior, Peter Judd— era el crítico más furibundo de Regent’s Park. Unas décadas antes, el servicio secreto había rechazado su solicitud de ingreso, lo que explicaba gran parte de esa antipatía. Los más veteranos aducían que se habían librado de un individuo cuyos resultados en la prueba psicotécnica habían dejado tan espantados a los psicólogos que sólo les faltó alertar sobre los peligros de contratar a dicho sujeto escribiendo sus informes en mayúsculas y con tinta roja. Pero ahora estaban pagando el precio del desaire hecho a un sociópata narcisista procedente de una familia adinerada, un hombre obsesionado con el poder y muy dado a cultivar resentimientos. Todo tenía su lado positivo, eso sí: de haberlo dejado entrar en el servicio secreto, Judd muy probablemente se las habría arreglado para poner al rojo vivo la Guerra Fría, o al menos eso cabía suponer en vista de su desempeño en la diplomacia británica. Sin embargo, los fracasos diplomáticos suelen transformarse en éxitos para la opinión pública, lo que explicaba que su estrella hubiera seguido obstinadamente en ascenso. El servicio secreto iba a tener que convivir con él al menos durante un tiempo.
Era una espada de doble filo, pero toda espada tiene una empuñadura y Tearney se preparaba para asestar el tajo que más le conviniera.
—Tengo muy claro que lo que voy a contarles no les va a gustar —dijo la Dama a modo de presentación—, pero nos han llegado las primeras estimaciones de los presupuestos para los dos próximos trimestres y hay una buena noticia y una mala. La buena es que la mala no va a ser tan nefasta como cabía esperar. —Hizo una pausa dejando que una sonrisa melancólica fuera extendiéndose entre los congregados como una ola humana en las gradas de un estadio de fútbol hasta chocar contra la cara de piedra de Diana Taverner. Todo bien: sabía cómo debía proceder para meterse una reunión en el bolsillo y el aislamiento del elemento más problemático era una maniobra que nunca fallaba. Se quitó las gafas, prendidas en torno al cuello con una cadenita, y dejó que le cayeran sobre el pecho. Ese día llevaba la peluca a la que llamaban «el halo rubio». Para quienes la conocían bien, los que estaban más hechos a sus tejemanejes, dicha peluca era indicio de que la cosa iba en serio: su apariencia mullida tenía por objeto atenuar la tormenta de golpes que estaban al caer—. No habrá nuevas contrataciones de personal de apoyo durante lo que queda del ejercicio contable. De hecho, es posible que el próximo trimestre nos veamos obligados a despedir a todos los que se hayan incorporado en los últimos dos años. Que quede claro que yo soy la primera en lamentarlo. —Y realmente parecía ser el caso, pero de hecho se trataba de uno de los puntos fuertes con que la naturaleza había bendecido a Ingrid Tearney: la capacidad de fingir empatía, que venía a compensar su falta de atractivo físico—. Por desgracia, la realidad es la que es y de nada sirve darse de cabezazos contra la pared.
Como era de esperar, Taverner se apuntó a soltar un buen cabezazo.
—Pues yo necesito personal de apoyo.
—Pero si lo estás haciendo muy bien, Diana.
—Ingrid, me paso la mitad del tiempo supervisando las compras de material de oficina.
—Estoy segura de que exageras.
No exageraba: después del traslado de su secretario al otro lado del Támesis, llevaba diez meses ejerciendo dos funciones a la vez; una de ellas, la de ser su propia secretaria, como había expuesto en un memorándum. En vista de que los secretarios de Taverner tendían a quemarse en el cargo en cuestión de año y medio como máximo, había quienes pronosticaban un inminente colapso nervioso, pero la Dama Ingrid no terminaba de verlo así: si un día se autodestruía, Diana Taverner tendría buen cuidado de hacerlo del modo más ventajoso para ella misma.
—Diana —dijo—, todos somos conscientes de que te has visto perjudicada por la falta de un asistente durante este último año, pero el Departamento de Control Presupuestario considera que es mejor hacer sacrificios a nivel administrativo que correr el riesgo de hacerlos sobre el terreno, en las calles. Estoy segura de que tú puedes entenderlo mejor que nadie...
«Porque no entenderlo equivaldría a reconocer que prefiero poner a la ciudadanía en riesgo antes que tener que hacerme el café yo solita», pensó Taverner.
—Y además —continuó la Dama Ingrid—, y conste que esto es algo que iba a decir de todos modos, debes saber que muchos se han fijado en la espléndida labor que has estado desempeñando sin ayuda de nadie. Los de Control Presupuestario no tienen más que buenas palabras sobre la solución que encontraste con respecto a... en fin, a las dificultades logísticas vinculadas al Almacenamiento de Datos Confidenciales: ha sido una solución realmente ingeniosa. —Todos sabían lo que significaba el uso de mayúsculas enfáticas por parte de la Dama Ingrid: que las acotaciones y las notas al pie estaban al caer—. Por si alguno de vosotros no está al corriente —prosiguió—, Diana implementó dicha solución a la Sobrecarga de Información... —más mayúsculas— a finales del primer trimestre y, por lo que entiendo, ya han completado el proceso. —Hizo una pausa—. ¿No es así, Diana?
Taverner asintió levemente, casi imperceptiblemente. Más que un agradecimiento por los elogios recibidos, era un reconocimiento a la habilidad con que la Dama Ingrid los había empleado en el momento idóneo para sus propios fines. «Bien jugado», pensó. Tenía claro que ahora se disponía a asestar el tajo mortal...
Pero el tajo mortal se vio momentáneamente pospuesto por la intervención del ocupante de otra de las Segundas Mesas.
—¿Nos estamos refiriendo al traslado físico de los informes de operaciones?
—Justamente, George —repuso Ingrid Tearney con afabilidad—. No se te escapa una, eso es bueno. Como todos sabemos, Operaciones es la vanguardia y nosotros los seguimos como los niños al flautista de Hamelín. Pronto recibiréis una circular con más información, pero ya os anticipo que nuestras montañas de papeles pronto van a convertirse en... bueno, en pequeñas colinas mucho más manejables. Si a Operaciones le funciona, nos funcionará a todos: ellos tienen siempre el problema de que el menor fallo multiplica los papeles que hay que archivar.
—Aunque no tanto como los éxitos —comentó Taverner arreglándoselas para no soltar chispas.
—Por supuesto, querida, no he pretendido restarte mérito.
—Por supuesto que no, Ingrid.
El Almacenamiento de Datos Confidenciales, por usar las mayúsculas enfáticas de la Dama Ingrid, llevaba siendo un problema desde hacía tiempo. La confidencialidad era fundamental, evidentemente, pero el problema del almacenamiento de la información, sin duda más prosaico, había crecido de modo exponencial. La digitalización no era la panacea: por supuesto, Tearney confiaba en la capacidad de Regent’s Park para encriptar hasta los datos más nimios —al fin y al cabo, eran una institución del Estado—, pero la posibilidad de que los archivos fueran «desambiguados» —por usar la palabreja de moda— era una preocupación menor frente a la de que alguien empleara el equivalente informático de una «bomba sucia»: un ataque virtual que convirtiera todos los archivos en poco más que correo basura.
Aunque, bien mirado, eso tampoco tenía por qué ser tan malo, al menos no para Ingrid Tearney: había documentación sobre determinadas actividades durante sus años al mando que le encantaría ver virtualmente triturada hasta transformarse en puré de píxeles. Por desgracia, el Departamento de Control Presupuestario —controlado desde el ministerio— insistía en que todos los datos de ese tipo debían conservarse, atendiendo a lo estipulado por las leyes de transparencia y acceso a la información. Como consecuencia, y después de un ciberataque muy inquietante acaecido dos años atrás, los archivos que contenían información sensible se guardaban en bases de datos alojadas en entornos Air Gap —desconectados de internet— o bien en papel, lo que explicaba el problema del almacenamiento. Cualquier documento considerado sensible —sobre todo expedientes personales— iba a parar al archivo de Molly Doran o pasaba a ser un problema del departamento correspondiente. En el caso de Operaciones, esa clase de problemas habían crecido como la espuma.
Más allá del sarcasmo de la Dama Ingrid, lo cierto era que ese departamento generaba verdaderas montañas de papeles porque, cuanto más secreta era una operación, más necesario era cubrirse las espaldas por si un día se producía una filtración y el asunto salía a la luz. Y, a la hora de cubrir espaldas departamentales, no había nada mejor que una auténtica cordillera de papel.
Por una vez en la vida, Ingrid Tearney y Diana Taverner habían estado de acuerdo en algo: hacía falta una instalación dedicada al almacenamiento de datos confidenciales. Como era lógico, tenía que estar situada bien lejos de Regent’s Park, pero además debía satisfacer tres requisitos fundamentales: dimensiones, seguridad... y potencial para dar pie a daños, digamos, plausibles; en otras palabras, debía tratarse de un lugar que permitiera decir sin problemas que tal o cual archivo se había perdido a causa de un incendio o una inundación, o que había sido devorado por las ratas o consumido por el moho.
«Al César lo que es del César», se dijo Tearney —firme creyente en ese principio cuando no la perjudicaba—: Diana se había anotado un puntazo. Le sonrió: la sonrisa de la lechuza que se dispone a hacer papilla a un ratón.
—Se diría que eres tu peor enemiga, o poco menos —soltó—: has estado desempeñando las tareas que corresponderían a tu asistente con tanta eficiencia que sería estúpido asignarte uno.
Diana Taverner volvió a asentir. Ya no pensó «bien jugado», sino «buen tiro». Se oyó algún que otro carraspeo acompañado del rumor de papeles y carpetas: los demás se daban cuenta de lo que significaba la frase de la Dama Ingrid. Acababan de presenciar cómo se disipaba cualquier posibilidad de que Diana Taverner contratara a un asistente administrativo.
—Es estupendo ver que los demás aprecian nuestro trabajo —dijo ella finalmente.
—Es un lujo contar contigo, Diana. Tengo la convicción de que el servicio no podría funcionar sin tu empuje. Si no fuera tan temprano, sugeriría que hiciéramos un brindis a tu salud. Por desgracia, tenemos que seguir adelante y abordar los demás puntos del día.
—Así que ¿me olvido de tener ayuda?
Ingrid Tearney puso cara de preocupación.
—¿Ayuda? Querida, no me digas que te sientes estresada. No es eso, ¿verdad? Porque si te sientes estresada tendremos que hacer algo al respecto, eso está más que claro.
—No estoy estresada, Ingrid.
—¿Estás segura? Ya sabes que contamos con un seguro médico excelente. Y no pienses en posibles estigmatizaciones. Tú decides: si hace falta, contratamos a alguien más para que asuma tus funciones ¡y al demonio con los recortes de presupuesto! Lo único que importa es que te sientas bien y que tengas un absoluto control de tus extraordinarias aptitudes.
Se hizo el silencio.
Diana Taverner no era nada propensa a izar la bandera blanca, pero sabía cuándo convenía efectuar una retirada táctica.
—Estoy bien —dijo—, en serio.
—En tal caso, ¿te parece que nos pongamos con lo demás?
Y la reunión siguió adelante.
River había leído estadísticas sobre qué proporción de su vida pasaba el londinense promedio esperando un transporte público, yendo de un lado a otro en transporte público o simplemente montado en un transporte público esperando a que aquella cosa se moviera de una vez. Aunque tenía una estupenda memoria para los números —el adjetivo correcto sería «insólita»—, hizo lo posible para no acordarse de aquellas cifras: había días en que uno casi podía sentir cómo envejecía sin llegar a ninguna parte... Dos minutos en el andén hasta la llegada del siguiente convoy, seis minutos en el vagón, ¿cuánto tiempo faltaba para la hora límite? ¿Setenta minutos? Lo atormentaba la imagen de Catherine sentada en una cama, esposada y con una mordaza en la boca... quedaban unos setenta minutos para que sus captores empezaran a «hacer crujir los nudillos»...
Sentado en un rincón del vagón, apretaba los puños entre las rodillas como si deseara descargar un golpe, de ser posible en la cara del hijo de perra del puente. Aunque eso aún tardaría. El convoy se sacudió, avanzó unos cuantos metros y finalmente volvió a detenerse. River masculló una imprecación, lo que no le sirvió de mucho.
«Va a tener que usar todo su ingenio», le había dicho el tipo del traje gris.
Tenía una de esas raras voces que invitan a contestar con un puñetazo, como las de los ministros del gobierno que, habiendo nacido millonarios, se permitían sermonear a la ciudadanía por exigirle demasiado al Estado del bienestar.
Otra sacudida y el tren volvió a avanzar, esa vez de verdad.
River se dijo que una cosa era llegar a su destino y otra muy distinta llevar a cabo el trabajito una vez se encontrara allí. En un lugar como aquél, su identificación del servicio secreto iba a servirle de bien poco: más le valdría presentarse blandiendo una pistola... Consideró seriamente esa posibilidad durante unos instantes, lo que decía mucho de su estado mental. Además, por lo que él sabía, la única pistola a la que podía tener acceso estaba metida en la caja fuerte de su abuelo a bastantes kilómetros de distancia.
Abrió los puños y estiró los dedos cuanto pudo, ¿no le había dicho aquella misma noche a James Webb que su trabajo no sólo parecía ideado para matarlo a uno de aburrimiento, sino para hacer que su alma se fuera apagando poco a poco?
Pues mira por dónde, aquel día la jornada estaba siendo totalmente distinta. Le costó un esfuerzo sofocar la pequeña eclosión de placer que sintió al pensarlo, por mucho que la imagen de Catherine siguiera acosándolo.
Por mucho que no tuviera ni la más remota esperanza de poder hacer lo que le habían encargado.
«¿En cuál de tus colegas de trabajo confiarías hasta el punto de poner tu vida en sus manos?»
«En ninguno, para decirlo fácil y rápido», repuso Catherine para sus adentros, pero enseguida se dio cuenta de que aquella respuesta no bastaría.
Y sin embargo, dejando a un lado a padres e hijos, ¿cuántas personas serían capaces de responder a la pregunta de marras sin albergar serias dudas? Quizá habría alguna pareja capaz de llegar a ese extremo, aunque ella sospechaba que no serían muchas; en todo caso, menos de las que solía creerse.
Amigos, quizá, pero... ¿colegas de trabajo?
Su primer jefe en el servicio secreto había sido Charles Partner, que tenía la solidez de una roca: más te valía no chocar con él pero, a la vez, era bueno saber que siempre estaba donde tenía que estar. Hasta que, por supuesto, dejó de estarlo: el día en que Catherine se presentó en su piso y encontró su cadáver en la bañera. Eso fue poco después de que dejara de beber. Estaba cantado que casi todos le darían la espalda al regresar a Regent’s Park: ¿quién iba a aceptar que la secretaria del responsable de la Primera Mesa fuese una alcohólica en proceso de rehabilitación?, pero él dejó que volviera a su puesto y no volvió a mencionar el asunto. Aquélla era la mayor muestra de confianza que le habían dado en la vida, ¿o quizá —si es que eso era cierto— el hecho de que Partner hubiera arreglado todo para que fuese ella y sólo ella quien descubriese su cadáver? No era fácil decidir.
Pero su jefe ya no era Partner, sino Jackson Lamb. Érase una vez un tiempo en que Lamb trabajaba para Partner como agente de campo, aunque aquello difícilmente sería un cuento de hadas: Partner iba siempre al grano y te contaba lo que había como si fuera un director de banco —de los de antes, de cuando era posible fiarte de ellos—, mientras que Lamb era tan hermético como un frasco destinado a almacenar ventosidades. Al menos, así era el Lamb que había vuelto de todas aquellas guerras, de los años transcurridos cruzando de un lado a otro el telón de acero. «Ese hombre es único en su clase», le había dicho Partner en una ocasión, y era verdad que no había otros como él... por suerte. Aunque era posible que el Lamb que Charles Partner había conocido fuese totalmente distinto: un hombre que todavía no se había recluido en su propio interior como una especie de monstruo hecho a sí mismo.
Se le ocurrió que, a su manera, Lamb la había protegido tanto como el propio Partner: tras la muerte de éste, se entendía que su carrera profesional había llegado a su fin, pero durante la subsiguiente remodelación Jackson Lamb fue enviado al destierro... y se la llevó con él. También era un hecho —no tenía la menor duda al respecto— que Lamb nunca dejaría en la estacada a un agente de campo porque él mismo lo había sido y porque era más que probable que, en su momento, otros lo hubieran dejado a él en la estacada. De modo que probablemente hubiera tenido que nombrar a Lamb como el colega en cuyas manos pondría su vida, aunque habría tenido que añadir que a Lamb no le confiaría casi ninguna otra cosa más... porque los posibles daños colaterales mejor ni imaginárselos.
Y, en fin, ahí estaba River Cartwright: River se lo curraría. Ella no sabía qué le habían exigido, pero River lo haría lo mejor posible.
La cosa se había puesto interesante.
• • •
Tras salir al andén, River subió los escalones de tres en tres, ignorando algún que otro grito a sus espaldas —«Pero, tío, ¿tú de qué vas?»—. Ya en la calle, el ruido del tráfico, el trasiego de peatones, el deslumbrante resplandor de una mañana de verano lo obligaron a detenerse un momento. El calor era tan espeso allí como en el subsuelo, aunque con olor a alquitrán y caucho. El reloj que hacía tictac en su cabeza indicaba que faltaban cuarenta y ocho minutos...
Cruzó la calzada con el semáforo en verde y un ciclista estuvo a punto de arrollarlo, pero la sensación le resultó tan familiar como los parones del metro o el temblor de las rodillas, como si una carrera contra el reloj fuese cosa de todos los días o de todas las noches... Sí, eso era, pensó: lo soñaba a menudo. A esas alturas corría ya sin disimulo. Salió de la calle principal y se dirigió hacia una zona arbolada. Todo el mundo soñaba algo así alguna vez: la pugna por llegar a un lugar que se aleja a cada paso que das hasta que el corazón se te desboca y parece a punto de reventar de pura frustración. En el caso de River, sin embargo, la cosa tenía más de recuerdo que de miedo reprimido: era lo que le había pasado años atrás, durante el fiasco en King’s Cross, un desastre que fue culpa suya y de nadie más, un ejercicio de adiestramiento que salió mal, un error al identificar al «terrorista» de turno: una charlotada que se prolongó veinte minutos en plena hora punta de la mañana...
Así era como uno acababa convirtiéndose en un caballo lento.
Con un poco de ayuda, por supuesto.
Muchas gracias, Spider Webb.
La calzada se ensanchó. A su izquierda, tras unas barandas de hierro, se extendían los jardines de un parque, las copas de los árboles lo moteaban todo con sus sombras desiguales. Una pareja estaba sentada en el interior de un coche aparcado; discutían, o al menos daba esa impresión. Los pulmones de River ya no podían más. Cuarenta y cuatro minutos. Se detuvo para tomar aire: lo último que necesitaba era presentarse allí hecho un asco y sin aliento. Su aspecto tenía que ser el de alguien que pertenecía a ese lugar, justo lo que hoy sería de no haber sucedido lo de King’s Cross por culpa del mamonazo de Spider Webb...
A veces, una carrera profesional volaba por los aires como la lava de un volcán. En algún lugar, bajo las cenizas de su propia carrera, se escondían las brasas de lo que pudo haber sido y no fue, unas brasas que continuaban encendidas, aunque sólo el propio River —y su abuelo, quizá— consideraba todavía posible que un día volvieran a arder con renovada energía. Se lo planteaba algunas veces, muy pocas, y desde luego no aquel día.
En cualquier caso, por una vez estaba donde tenía que estar. Se pasó la mano por el pelo y se plantó ante la puerta principal de Regent’s Park.
La reunión había llegado a su fin y los Segundas Mesas fueron dispersándose, todos menos Diana Taverner, a quien Ingrid detuvo cuando ya enfilaba la puerta.
—Diana, ¿tienes un momento?
A continuación, Tearney procedió a perder el tiempo y hacerla esperar. Buscó las gafas, que seguían prendidas a la cadenita en torno a su cuello; recogió sus papeles deteniéndose y quedándose callada sin ninguna razón aparente, como si se le hubiera ocurrido una idea tan genial que exigía su consideración inmediata... Diana sabía que estaba disfrutando de lo lindo al mantenerla ahí.
Era desesperante. Diana sabía que le daba mil vueltas en casi cualquier aspecto; en el físico, no había color; en la altura, ídem. Más que una mujer, Ingrid Tearney parecía una especie de hobbit. La ausencia de cromosoma Y era lo único que impedía catalogarla como un mozalbete particularmente enclenque. Sin duda hacía lo posible por mejorar su apariencia —podía pagárselo—, pero ni todas las marcas de diseño del mundo podrían disimular a una nutria roedora que anduviese por una pasarela. Rechoncha de cuerpo, con las piernas cortas... y luego esas tres pelucas —gris, rubia y negra—, que rotaba con regularidad para disimular la pérdida del cabello sufrida en la adolescencia... Aunque habían sido confeccionadas por especialistas para que resultasen suaves y sedosas, daban toda la impresión de poder usarse como casco de ciclista.
En lo tocante al dinero, todo era distinto, de acuerdo: en eso, Tearney llevaba las de ganar, pero su formación había sido del montón, o casi (London School of Economics frente a Cambridge y un año de posgrado en Yale). Además, se había criado en Staffordshire o algún lugar semejante, en uno de esos condados que tan sólo existían para que en el mapa no hubiera agujeros negros. En todos esos campos, ella le ganaba a Ingrid Tearney por goleada, y si fuera posible resolver la cuestión con una pelea de verdad —y era sabido por todos que Diana no las rehuía en casos extremos—, el resultado estaba más que cantado.
Sin embargo, Tearney tenía otros puntos fuertes: era inteligente, astuta y avispada a la hora de desenvolverse entre escritorios y pasillos y, sobre todo, a la hora de dirigir comisiones de supervisión, y compensaba la falta de atractivo sexual con esa mandona brusquedad, propia de una niñera de las de antes, con la que tanto intimidaba a los niñatos que continuaban estancados en sus Segundas Mesas y, más aún, a los timoratos politicastros de todos los colores que se movían pasillo abajo. También contaba con un instinto natural a la hora de pinchar, humillar y frustrar a sus subordinados, que era justo lo que estaba haciendo en ese momento: ella seguía ahí plantada, detenida en el umbral a la espera de que la Gran Dama decidiera que su pequeña sesión de tortura ya había sido plenamente satisfactoria.
—Muy bien, muy bien —dijo finalmente—. Disculpa la demora... ¿me acompañas un momento?
Echaron a andar por el corredor.
—Estas reuniones a veces son de lo más tedioso —comentó Tearney—. Te agradezco que les dediques tiempo y nunca dejes de asistir.
La asistencia era obligatoria: el servicio secreto era una corporación como cualquier otra.
—Tendría que estar en el despacho —dijo Diana—, ¿esto va a llevarnos mucho?
—Sólo quería que me confirmaras que el traslado de los archivos ha sido debidamente completado.
—A fecha del mes pasado, sí.
—Y estamos hablando de los archivos del nivel Virgil, ¿no es así?
—Según se me indicó.
La estructura de grados de confidencialidad cambiaba con periodicidad bianual, y en ese momento Virgil correspondía al segundo nivel. En el servicio eran muy suyos, así que gran parte de los datos sensibles llevaban la etiqueta Virgil porque aquellos que más probabilidades tenían de arreglárselas para obtener acceso a información reservada —comisiones supervisoras, ministros del gobierno, productores de televisión— solían concentrar su atención en los datos correspondientes al primer nivel, el Scott, pues daban por hecho que allí encontrarían los secretos más secretos de todos. En cambio, no solían prestar ninguna atención al nivel Virgil precisamente porque era aparentemente más accesible. Aun así, parecía que a Ingrid Tearney le preocupaba mucho que esos datos hubieran sido trasladados al lugar adecuado.
—Daba por hecho que ya lo sabías, Ingrid.
—Una simple comprobación rutinaria, querida: esta mañana tendremos la reunión semanal de Recursos Humanos, y puedes estar segura de que tu labor será reconocida.
—Te lo agradezco sinceramente. ¿Eso es todo?
—Como sabes, uno de los problemas del liderazgo —continuó Tearney como si no la hubiera oído— consiste en que la persona al mando no se entera de las habladurías que circulan en el piso de abajo. A veces es difícil tomar la temperatura ambiente, ya sabes...
Diana no dijo nada: daba por sentado que la Gran Dama no esperaba recibir una respuesta a aquellas palabras.
—En fin, creo que entiendes por dónde voy. No estaría mal saber cómo están las cosas exactamente.
—Ya. Pues estamos sobrecargados de trabajo, nos faltan recursos y nadie aprecia nuestro trabajo como debería. El estado de ánimo general viene a ser un reflejo de todo esto.
Ingrid soltó una risita y Diana tuvo que reconocer a regañadientes que había sonado más cristalina de lo que cabría esperar en un jabalí verrugoso como ella.
—Sé que siempre puedo contar contigo para que me digas las verdades del barquero, Diana. Es una de las razones por las que es una suerte tenerte como Segunda Mesa.
—¿Hay algún problema, Ingrid?
—Nuestro nuevo amo y señor está afilando el hacha: habla de la necesidad de empezar de cero en muchas cosas, de apagar y reiniciar todo aquello que no funciona, de hacer un reboot. Hace lo posible por dárselas de enterado, ya sabes.
—Todos los ministros dicen lo mismo cuando son nuevos en el cargo.
—Pero éste lo dice en serio. Por lo visto, considera que están saliendo demasiados esqueletos de los armarios. Como si fuera posible mantener un servicio de inteligencia eficaz sin traspasar alguna que otra línea roja de vez en cuando.
Lo que era una forma muy educada de describir —entre otros pasos en falso— la abusiva e indiscriminada vigilancia del rastro en internet del país entero, por no hablar de la servil entrega de esos datos a una potencia extranjera.
Diana emitió una especie de ruidito que no la comprometía a nada.
—No somos unas aliadas naturales, ¿verdad? Tú y yo, quiero decir.
—Mi compromiso con el servicio es absoluto —repuso Diana—. Desde siempre, eso ya lo sabes.
—Y ahora mismo estás preguntándote por la mejor forma de dejar claro ese compromiso si Peter Judd se las arregla para destituirme como jefa.
Una respuesta negativa supondría una confesión, de manera que Diana dijo:
—¿Qué te hace pensar que Judd quiere destituirte?
—Para él es la forma más fácil de hacer alarde de músculo, y le conviene ir entrenándose para cuando vaya a por el primer ministro. No creerás que el Ministerio del Interior colma todas sus ambiciones, ¿verdad?
Ninguna persona mayor de tres años creía que las ambiciones de Peter Judd, PJ para los amigos, se limitasen al Ministerio del Interior.
—Por eso creo que es mejor dejarte claro que, cuando PJ se lance a por el servicio secreto, no se contentará con cortarle la cabeza a su directora. Sé de buena tinta que no le gusta el papel que desempeñan las Segundas Mesas: tiene previsto establecer un nuevo nivel intermedio en la cadena de mando que le facilite un mayor control político. Por decisión ministerial, ya me entiendes. Es casi seguro que lo llenarán de gente ajena al servicio. —La miró de soslayo—. Como ya he señalado, tú y yo no somos aliadas naturales... pero hay un dicho para estos casos...
«El enemigo de mi enemigo es mi amigo», completó Diana mentalmente.
—Mi respuesta sigue siendo la misma, Ingrid: mi compromiso con el servicio es absoluto. Ya nos las hemos arreglado antes con otras intromisiones del ministerio. Judd es muy gallito cuando habla para los suyos, a pesar de que si se enfrenta a Regent’s Park, el tiro le saldrá por la culata.
Justo en ese momento, su busca empezó a vibrar.
—Gracias, Diana —dijo Ingrid—. Ha sido un placer charlar contigo de estas cosas.
«Está diciéndose que ahora remamos en el mismo barco», pensó Diana mientras la directora del servicio secreto se despedía con un gesto y echaba a andar pasillo abajo.
Echó mano del busca y reconoció el número de los de seguridad, a cuya centralita llamó por el móvil.
—¿Señora? Acaba de entrar una persona, un agente de otra sección... Dice que está usted esperándolo, pero en la agenda no consta.
—No estoy esperando a nadie, ¿quién es?
—Un tal River Cartwright.
La mujer de seguridad recitó el número de servicio de Cartwright.
—Que firme la entrada y me busque en las escaleras —dijo Diana.