Treinta y nueve minutos...
Cuando entraba en Regent’s Park, River siempre tenía una sensación de vacío: la que tendría cualquiera al poner los pies en el hogar marital una vez consumado el divorcio.
Aunque, en fin, la palabra «siempre» tal vez no fuera la más adecuada. Había habido un tiempo en que seguramente sí lo era, al principio de su carrera —cuando aún era una «carrera»—, antes de convertirse en persona non grata: el latinajo que designaba a un caballo lento. Desde entonces había estado en aquel recinto... ¿cuántas veces? ¿Dos? Y una de ellas convocado por Spider Webb. Aquel día, Spider lo había hecho ir para echar sal a la herida, para restregarle en la cara que, dadas las circunstancias, le daría lo mismo estar en Siberia... Aunque ahora era el propio Spider el que se encontraba en una suerte de Siberia, en un inmenso páramo blanco y yermo. ¿Cómo sería eso de estar en coma? Esperaba no descubrirlo nunca.
Se acercó al mostrador, enseñó su identificación del servicio secreto y le dijo a la agente de guardia que venía a ver a Diana Taverner. Estaba jugándoselo todo a una carta y esperaba que Diana se sumara al juego, aunque sólo fuera para reprenderlo por presentarse en el cuartel general sin avisar. Incluso era posible que lo dejara entrar sólo para que le dieran una buena paliza.
La agente llamó a Taverner por el busca. River miró a su alrededor.
Treinta y ocho minutos.
Como de costumbre, lo sorprendió la naturaleza ambivalente de aquel edificio: en la superficie, los vistosos motivos que remitían a Oxford y a Cambridge, un guiño a las mejores tradiciones del servicio —a su historial de civilizada brutalidad—; bajo tierra, las salas equipadas con tecnología punta, a salvo de «bombas sucias» y de ojos inquisitivos por igual. En uno de los pasillos de más arriba colgaba el retrato de su abuelo. Nunca había estado allí: para conseguirlo había que ser una especie de mandarín.
La agente reclamó su atención.
—¿Sí?
—La señora Taverner lo está esperando en las escaleras.
«El lugar más indicado», pensó River. Porque probablemente iba a ordenar que lo arrojasen escaleras abajo.
La mujer le entregó un pase laminado engarzado en un cordón, VISITANTE, y señaló en dirección hacia las escaleras.
Se habían decidido por una heladería italiana cerca de Smithfield, y estaban sentados en el piso de arriba, saboreando sendos helados servidos en cuencos de latón: de fresa y pistacho el de Marcus, de melocotón y stracciatella el de Shirley. Tan sólo se oía el tintineo de las cucharillas contra el latón: ninguno de los dos dijo nada hasta que Shirley señaló con la cabeza el cuenco semivacío de Marcus mientras se sacaba la cucharilla de la boca con un sonoro ¡pop!
—Vaya combinación más absurda: la fresa y el pistacho no pegan ni con cola.
—A mí me gusta.
—Pues debes de tener el paladar fatal. La fresa pega con chocolate, con vainilla... De hecho, el pistacho ni siquiera es un sabor de verdad: se lo inventaron de la nada en 1997 o por ahí.
—Tu pareja te ha dejado tirada, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir, si se puede saber? ¿Qué clase de pregunta es ésa? Estamos hablando de helados.
—Ya.
—Y no, no me ha dejado tirada.
—Ya.
—Y suponiendo que lo hubiera hecho, tampoco sería asunto tuyo.
—Ya.
—Y, además, ¿cómo puedes saberlo?
—Juro por Dios que no tengo ni idea —repuso Marcus—, pero está claro que no eres precisamente la alegría de la huerta.
—Vete a la mierda.
—¿Qué fue lo que pasó? ¿La chica conoció a otra?
—Vete a la mierda. ¿Por qué das por sentado que me gustan las tías?
—¿Estás diciéndome que no es el caso?
—Pregunto que cómo puedes saberlo, ¿es que me presento en el trabajo con mi vida privada bajo el brazo?
—Shirley, desde que comparto el despacho contigo es como si tuviera un nubarrón sobre la cabeza, de manera que, bien pensado, sí que te traes tu vida privada al trabajo, de modo que tengo cierto derecho a enterarme del cotarro. La chavala conoció a otra, ¿verdad?
—La chavala... ya estamos otra vez con lo mismo.
Marcus dejó la cucharilla sobre la servilleta y se pasó la lengua por el rosado bigote de fresa.
—Todo esto parece salido de una novela policíaca —dijo—. ¿A ti te gusta leer?
—¿Lo preguntas por alguna razón en particular?
—En las novelas policíacas, cuando el escritor no termina de dejar claro si el asesino es un tío o una tía, está clarísimo que acabará siendo una tía. Lo mismo pasa con tu pareja: nunca terminas de decir si es hombre o mujer, lo que indica claramente que estamos ante la segunda opción.
Shirley sonrió con desdén.
—Es posible que esté tomándote el pelo.
—Es posible, pero no cuela. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Encontró a otra y se lió con ella?
—Prefiero no hablar del tema.
—Por mí perfecto, pero entonces tendrás que dejar de hacerte la víctima y de ir por ahí cabreada con el mundo. ¿Estamos de acuerdo?
—¿Alguna vez te han dicho que eres un capullo de cuidado?
—Pues sí; de hecho, me contrataron por serlo.
—Bueno, pues ya no hace falta que lo seas —respondió Shirley—: ahora eres un cagatintas como cualquier otro en la Casa de la Ciénaga. Mejor que te vayas haciendo a la idea.
—Eso mismo me dijeron hace unos meses. —Volvió a empuñar la cucharilla—. Pero antes me las arreglé para cargarme a un par de mafiosos.
—Veo muy improbable que tengas esa suerte otra vez.
—Ya, pero si se diera el caso, ¿sabes qué es lo último que necesito? Una compañera que no deja de quejarse y de tocar los cojones: ese tipo de mierdas te desconcentran y la puntería acaba resintiéndose.
Shirley también cogió de nuevo su cucharilla, pero su cuenco ya estaba vacío. Golpeó el fondo y produjo un ruido agudo que resonó por todo el comedor. Marcus se sorprendió una vez más de lo visceral que podía llegar a ser. Al ver su pelo cortado a cepillo y sus anchos hombros, cualquier idiota podría tomarla por una chica demasiado viril, pero en la tonalidad de su piel y en sus ojos marrón oscuro no había nada ni remotamente masculino. Y sin embargo, viéndola allí, con la cabeza gacha sobre los pocos restos de su helado, daba la impresión de rozar la androginia.
Fuera como fuese, aquella mujer tenía un gancho de derecha capaz de derribar al más pintado.
Levantó la mirada hacia él.
—¿Dirías que eso es lo que somos? ¿Compañeros?
—No nos queda otra, ¿no crees? —repuso Marcus.
—En tal caso, voy a tomarme otro helado, compañero. De toffee y menta.
—¿En serio?
Shirley se lo quedó mirando sin pestañear y él se levantó y fue a por otro par de helados.
—Cartwright.
Taverner, según lo prometido, lo esperaba en las escaleras —otro de los vistosos elementos arquitectónicos—, lo bastante amplias para bajarlas bailando y dotadas de un particular descansillo con una ventana de unos dos metros y medio de altura. La luz del sol iluminaba el polvo en suspensión y se cernía sobre el cabello de Lady Di arrancando un destello cobrizo a su rizada melena, lo que distrajo a River durante unos segundos. Se quedó en blanco: ¿cómo se suponía que tenía que dirigirse a ella?
—Señora... —soltó.
Taverner consultó su reloj de pulsera, River se fijó en las manecillas y recordó por qué estaba allí. «Treinta y seis minutos», pensó.
—Tú aquí no pintas nada, te acuerdas, ¿no?
—Sí, pero...
—Y además tienes un aspecto penoso.
—En la calle hace bastante calor...
Allí se estaba bastante más fresco: aire acondicionado, suelos de mármol...
—Y bien, ¿qué es lo que quieres?
La historia de River y Diana Taverner se remontaba a tiempo atrás. No era una de esas historias que salen en los libros, pero se acercaba bastante: traiciones, engaños, puñaladas traperas... más parecida a un matrimonio que a una aventura amorosa. Y casi todo a distancia, porque lo cierto es que se veían poco. En ese momento, de pie en aquel rellano con la camisa pegada a la espalda por el sudor, recordó de pronto lo distractora que podía resultarle su presencia, no sólo porque era muy atractiva, sino también por su forma de sopesar cada situación para manipularla a su favor.
—Se trata de James Webb —dijo.
—Ah.
—He estado... visitándolo.
Spider había sido, en otro tiempo, el protegido de Diana, si bien no tuvo reparo en dividir sus lealtades —lo que él consideraba sus lealtades— entre ella y la Dama Ingrid, y de forma bastante equitativa, además. El día en que un matón ruso le disparó, sin embargo, no estaba muy claro para cuál de las dos estaba jugando, lo que seguramente ya no importaba demasiado, teniendo en cuenta que iba a pasarse el resto de su vida tumbado boca arriba.
—¿Aún erais amigos? —preguntó ella—. No lo sabía.
—Hicimos juntos el período de reclutamiento.
—No es lo que te he preguntado.
—Bueno, es cierto que tuvimos diferencias, y que en los últimos tiempos nuestra amistad acabó resintiéndose —reconoció River—, pero en su momento fuimos amigos, y Webb no tiene a nadie más. No tiene familia, quiero decir.
Realmente no sabía si Spider tenía familia o no —era un palo de ciego—, pero confiaba en que ella tampoco tuviera esa información.
—No lo sabía —dijo—. Y... bueno, ¿cómo se encuentra? ¿Hay algún cambio?
—Ninguno. —Por un instante, le pareció ver un destello de auténtica preocupación en sus ojos y se sintió como un idiota: ¿por qué no iba a estar preocupada? Al fin y al cabo, había trabajado con Spider. Pero allí estaba él, utilizando la crítica situación del que había sido su amigo para colarse en el lugar del que lo había desterrado en su día, en gran parte por culpa del propio Spider... Se le ocurrió que éste quizá le vería la gracia a aquella pequeña maniobra de distracción que tenía más de homenaje que de venganza. Pero mejor dejar esas consideraciones para después: debían de quedar tan sólo treinta y cinco minutos—. De hecho, sigue igual —añadió—, y no cabe esperar que su estado cambie demasiado.
Ella apartó la vista.
—He estado mirando los informes médicos —dijo con vaguedad.
—Entonces sabes cuál es la situación: está hecho un vegetal, su cerebro apenas muestra actividad. Muy de vez en cuando hay un destello de luz, pero... en fin, necesita estar conectado a una serie de máquinas: si lo desconectaran, moriría enseguida.
—Es obvio que quieres decirme algo.
—Una vez, en uno de esos cursillos de supervivencia en las Black Mountains, él y yo mantuvimos una conversación...
Taverner asintió invitándolo a seguir.
—En resumen, y yendo al grano... —continuó River.
—Buena idea, sí.
—Me dijo que, si alguna vez acababa enchufado a una máquina sin posibilidades de recuperarse, preferiría que lo desenchufasen, eso fue lo que me dijo.
—Si fuera el caso, esa información tendría que estar en su expediente.
—Dudo que se haya tomado la molestia de asentarlo oficialmente. ¿Qué edad tenía por entonces? ¿Veinticuatro años? No era un asunto al que volviera recurrentemente, aunque sí lo había pensado.
—Si lo hubiera meditado un poco más, se habría dado cuenta de que nadie planea acabar así.
Treinta y cuatro minutos.
—¿Qué es lo que quieres de mí exactamente?
—Tan sólo quería hablar con alguien de esto. ¿Cuánto tiempo va a seguir allí tirado hasta que se tome una decisión?
Diana se lo quedó mirando:
—Estás hablando de dejarlo morir.
—No veo otra alternativa.
Se le ocurrió un chiste digno de Jackson Lamb: «A lo mejor podrían reciclarlo: usarlo como badén reductor de velocidad en carretera.»
—Mira —dijo ella—, ahora mismo no tengo tiempo para esto. ¿Estás seguro de que no tiene ningún familiar, ni siquiera primos?
—Creo que no.
—Pero bueno, no vamos a tomar una decisión de este tipo aquí, de pie en mitad de una maldita escalera... —lo dijo mirándolo con una furia que atenuó al momento—. En fin, veré qué puedo hacer. Tienes razón: si nadie más va a tomar decisiones, Regent’s Park tendrá que hacerlo. Aunque yo suponía que el personal médico...
—Lo más probable es que tengan pavor a las responsabilidades legales...
—Pues no son los únicos. —Volvió a mirar su reloj—. ¿Eso es todo?
—Sí...
—¿No vas a tratar de convencerme de que te necesitamos aquí? ¿De que haberte enviado a la Casa de la Ciénaga supone desperdiciar tu talento?
—Ahora mismo no.
—Excelente. Ya te informarán de cuál es la decisión final sobre Webb... sobre James, quiero decir.
—Gracias.
—Pero no vuelvas a presentarte aquí sin avisar... si lo haces, te aseguro que bajarás las escaleras rodando.
Esta vez no suavizó su expresión.
Treinta y dos minutos.
—Que corra el aire, venga.
—Gracias.
Bajó por las escaleras convencido de que ella estaría observándolo desde el rellano, pero cuando llegó abajo y se volvió, Diana ya no estaba.
Treinta y un minutos.
Venía la parte complicada del asunto.
El hombre del puente peatonal se encontraba ahora en otro lugar, en Postman’s Park, para ser exactos, cuyo jardín botánico, pequeño y bien cuidado, frecuentaban los empleados de la zona a la hora del almuerzo, sobre todo porque podían refugiarse en el Monumento al Sacrificio Heroico.
Las placas de las paredes están dedicadas a personas comunes y corrientes que perdieron la vida en el intento —a veces fútil— de rescatar a otros. Leigh Pitt, por ejemplo, que «salvó a un niño que estaba ahogándose en el canal... aunque por desgracia no pudo salvarse a sí mismo», o Mary Rogers, que «prefirió cederle a otro su salvavidas y pereció ahogada al hundirse el barco», o Thomas Griffin, que, «mortalmente quemado tras el estallido de la caldera de una refinería azucarera de Battersea, volvió al interior en busca de un compañero», o George Elliott y Robert Underhill, que «bajaron sucesivamente al pozo de una mina para rescatar a sus camaradas y murieron intoxicados por los gases...».
Sylvester Monteith, al que sus conocidos —o sencillamente quienes sospechaban cuál era su verdadera naturaleza— llamaban el Ladino, estaba bebiendo té helado a sorbitos en un vaso de papel y preguntándose qué tenía de honroso sacrificarse por los demás. «Cada época reclama sus propios héroes», pensó. Por su parte, había llegado a la edad adulta en los años ochenta, así que su respuesta a cualquiera de las situaciones descritas en las placas habría sido una pragmática retirada a tiempo seguida de una crítica tan rauda como feroz del equipamiento con que contaban las víctimas y una sugerencia de proveer a los futuros mineros, operarios de refinerías de azúcar, pasajeros de barco e insensatos en general de unos equipos más adecuados a un precio razonable. Todos estarían más seguros, algunos se harían todavía más ricos y el mundo seguiría girando: así era la vida.
Enseguida, para asegurarse de que el mundo efectivamente seguía girando, consultó el reloj: habían transcurrido unos veinte minutos desde que había enviado a River Cartwright a una misión que suponía un sacrificio comparable al de cualquiera de los homenajeados en los muros de Postman’s Park. Una de las cosas que no te contaban cuando te metías en el oficio, pensó Monteith, es que existe una marcada división entre los que prenden la mecha del cañón y los que están frente a él. Contarse entre los que prenden la mecha era el secreto para gozar de una vida larga y feliz, los otros no solían llegar muy lejos. El encargo que le había endosado a Cartwright difícilmente resultaría fatal, pero haría que aquel joven recordara su exilio en la Casa de la Ciénaga como unas largas vacaciones, en comparación con lo que vendría después.
Incluso los caballos rápidos iban a parar al matadero, pero el hecho de que los lentos llegaran antes era una de las pequeñas paradojas de la vida.
Terminó de beberse el té y sacó su móvil.
Sean Donovan respondió al primer timbrazo, parecía estar conduciendo.
—¿Estás de camino?
—Sí —confirmó.
Monteith se quedó callado unos segundos para admirar a una mujer que pasaba haciendo footing con el cabello húmedo y una camiseta ceñida, balanceando la cabeza al ritmo de lo que fuera que estuviera escuchando por los auriculares.
—¿Cómo está nuestra invitada?
—¿Y cómo va a estar? Intacta, algo nerviosa y con un cabreo de narices.
—Bueno, no tendrá que aguantar mucho más... —dijo Monteith—. Entretanto, no estaría mal darle un sustito.
Donovan no contestó de inmediato.
—¿Es lo que quieres? —dijo por fin.
—Sí, es lo que quiero.
La corredora ya se había perdido de vista, pero el deseo que había despertado en él seguía vivo: necesitaba oír chillar a una mujer. El hecho de que Monteith no fuera a oírla no tenía la menor importancia, sólo importaba la certidumbre de ser el causante.
—¿Cuánto tardarás en llegar?
—Treinta minutos.
—No te retrases.
Volvió a guardarse el móvil, tiró el vaso vacío en una papelera y regresó a la pequeña pérgola que protegía las placas del monumento conmemorativo. Las historias que se contaban ahí estaban incompletas porque a nadie le interesaba el principio de esas vidas, ni su punto medio, tan sólo su final. Sonrió mientras negaba con la cabeza, salió del pequeño parque y paró un taxi.
River dio media vuelta y empezó a subir de nuevo por las escaleras. A sus espaldas, la agente tras el mostrador de seguridad le llamó la atención con un grito.
Él se volvió.
—¡Olvidé que me hace falta la firma de la señora Taverner! —Trazó un garabato en el aire—. Será sólo un minuto.
—Venga aquí y la llamo de nuevo.
—Está ahí mismo. —Señaló hacia el rellano y agitó la tarjeta laminada de VISITANTE. Vuelvo enseguida.
Llegó al rellano, fuera ya del campo visual de la otra.
Treinta minutos, quizá un poco más, quizá un poco menos.
A decir verdad, en aquel instante Catherine Standish había pasado a ser una preocupación secundaria para él: lo fundamental era la misión. Ése era territorio enemigo, y el hecho de que a la vez se tratara del cuartel general simplemente le daba cierta ventaja.
Cruzó unas puertas batientes a toda prisa. Se movía por aquellos pasillos guiado por el mapa imperfecto que guardaba en su recuerdo, pero por allí, en algún sitio, tenía que haber unos ascensores... —se quitó del cuello la tarjeta laminada y la metió en el bolsillo—, ¡ahí estaban!, en un pequeño vestíbulo donde, gracias a Dios, no había nadie. ¿Qué habría hecho si hubiera tropezado casualmente con Lady Di? Ésa era una pregunta que ya se haría en otra vida.
Llamó al ascensor y se sacó el móvil del bolsillo. Su listado de contactos seguía incluyendo el número del mostrador de recepción de Regent’s Park. Hacía años que no llamaba, pero continuaba guardándolo porque...
En fin, porque nunca estaba de más conservar los números: siempre existía la posibilidad de que un día te devolviesen tu antigua vida.
Respondieron al segundo timbrazo.
—Seguridad.
—Comunico situación sospechosa —dijo hablando en voz baja y ronca.
—¿Con quién hablo?
—Hay una pareja en un coche unos veinte metros calle abajo, parecen estar discutiendo de sus cosas, pero el hombre va armado. Repito: el hombre va armado. Sugiero respuesta inmediata.
—¿Puede darme su...?
—Respuesta inmediata —insistió y cortó la llamada.
Así estarían ocupados un rato.
Llegó el ascensor y él desapareció tras las puertas.
Justo en ese momento, Sean Donovan estaba entrando en Londres por el oeste. El aire acondicionado de la furgoneta no funcionaba muy bien, por lo que antes de recibir la llamada de Monteith había estado conduciendo con las ventanillas abiertas para atenuar un poco el calor. Las cerró para telefonear a Traynor, que respondió con su frase característica:
—Al habla.
Donovan no le preguntó si todo estaba en orden: Traynor había estado a su lado en zonas de combate, y los dos sabían lo que era encontrarse agazapado tras un muro que los proyectiles del enemigo están pulverizando sobre tu cabeza; si Traynor no era capaz de manejarse con una mujer de mediana edad encerrada en una buhardilla, lo mejor sería que ambos fueran pensando en cambiar de oficio... y durante las próximas veinticuatro horas, a poder ser.
—Estoy en la ciudad —informó—, todo marcha según lo previsto.
—Salgo dentro de un rato. ¿Has hablado con el... jefe?
—Sí, quiere que le des un sustito a la señora.
—Que le dé un sustito...
—Es exactamente lo que ha dicho: «No estaría de más darle un sustito.»
—Ya. Bueno, el que da las órdenes es él —dijo Traynor.
—¿El chaval dónde está?
El chaval era el tipo al que Catherine había apodado «Bailey» por la razón que fuese.
—Fuera, junto a la puerta. Por si acaso.
—Se lo curra, ¿eh?
—«Hombre prevenido vale por dos» —recitó Traynor mecánicamente. Después de tantas zonas de combate y tantos puntos calientes, de tantos muros reducidos a polvo, seguía estando atento al desempeño de los novatos. Aunque él, por supuesto, no se había pasado cinco años metido en una serie de cuartos minúsculos sin otra cosa que hacer que contar los ladrillos en las paredes—. El chaval es bueno.
—Como su hermana —dijo Donovan.
—Justamente, como su hermana.
Cortó y volvió a bajar las ventanillas. El aire olía a gasolina y a caucho quemado, pero para él todo lo que no oliera como la cárcel olía a libertad. Miró el reloj: faltaban veinte minutos para su cita con Monteith en un aparcamiento situado junto a la Euston Road. Llegaba con tiempo de sobra.
Muchas cosas podían salir mal, pero ésta no sería una de ellas.
Raven había entrado a un ascensor común y corriente, destinado al uso diario del personal. Otros descendían a profundidades mucho mayores y a ellos sólo podían acceder quienes tenían la máxima habilitación de seguridad. Se adentraban en las profundidades de Londres, donde había refugios seguros para la gestión de situaciones de crisis y, según algunos, incluso una legendaria red de transporte subterráneo ultrasecreta. Era un rumor frente al cual él se había mostrado siempre bastante escéptico... hasta el día que lo desmintieron oficialmente. En todo caso, tenía claro que allí abajo existían áreas destinadas a albergar interrogatorios oficialmente inexistentes: tales eran los cimientos que sustentaban la seguridad nacional.
Sea como fuere, él sólo estaba descendiendo al piso subterráneo donde se hallaban los archivos.
Mientras trabajaba en Regent’s Park, los había visitado muy poco, pero sabía, gracias a sus conversaciones con su abuelo, el Viejo Cabrón, que hacía tiempo que amenazaban con desbordarse por completo, pues contenían centenares y más centenares de metros de papeles, kilómetros incluso: informes y registros, expedientes personales, transcripciones, actas y minutas con varios niveles de confidencialidad... Entonces aparentó sentirse sorprendido de que en Regent’s Park siguieran conservando la mayoría de los archivos en papel, pero sólo para que el Viejo Cabrón —un apelativo que él utilizaba de un modo puramente afectuoso— tuviera la ocasión de extenderse sobre uno de sus temas predilectos.
—Verás —le dijo el Viejo Cabrón—. Lo que pasó fue que se vieron obligados a reconsiderar los protocolos iniciales de almacenamiento porque se dieron cuenta de que los ordenadores son como las cámaras acorazadas de los bancos: muy llamativas y aparentemente seguras, sólidas como castillos... hasta que alguien hace saltar las puertas por los aires y se lleva el botín al completo.
La última vez que hablaron de aquello era de noche y la lluvia repiqueteaba contra las ventanas casi con la misma regularidad que el hielo del brandy repiqueteaba contra el cristal de sus respectivos vasos.
—Porque los ordenadores «hablan» entre sí, River: para eso están. Los de tu generación sois incapaces de freír un huevo sin antes consultar en internet cómo hay que hacerlo: lo fiais absolutamente todo a los ordenadores, aunque acostumbráis a olvidar su función principal: que están hechos para almacenar información, pero sólo para poder difundirla después.
Cosa que River no olvidaba nunca, por supuesto: ésa era la razón de que las Reinas de las bases de datos trabajaran en entornos Air Gap con los puertos usb sellados con goma para impedir la inserción de lápices de memoria. Si querían entrar en la red, tenían que levantarse de sus asientos y usar un ordenador distinto. Como decían ellas mismas en broma: había ordenadores con internet y ordenadores «internihablar». La caza furtiva de datos se había convertido ya en el peligro número uno, por encima de la amenaza nuclear, y el servicio secreto, que era muy amigo del robo, no quería ni pensar en que alguien pudiera colarse y llevarse algo.
«Dadle una conexión a internet a un ladrón nato como Roderick Ho», pensó River, «y, si ese documento está en la red, le bastarán cinco minutos para hacerse con el informe del servicio secreto sobre el primer ministro».
Precisamente por eso, el informe sobre el primer ministro no estaba online, sino en el archivo de Regent’s Park, justo en el nivel al que River estaba bajando.
Catherine no se había equivocado al pensar que se trataba de un autobús. Era de dos pisos, del modelo antiguo, con una pequeña plataforma a la que te podías encaramar de un salto mientras arrancaba —si no hacías caso a los gritos del cobrador, claro está—. Tenía el piso superior, originalmente descubierto, protegido por una lona, y lo habían aparcado de morro frente a la casa, de modo que ella podía ver el rectángulo acristalado donde en su día constaban el número de línea y el destino y donde ahora podía leerse ¡VIAJA CON NOSOTROS! Era el único vehículo a la vista.
Y tampoco se había equivocado en lo referente a los cobertizos: tres pequeñas edificaciones estrictamente funcionales con paredes sin ventanas y tejados en pendiente. Probablemente se habían usado como garajes o almacenes, pero ninguno daba la impresión de estar actualmente en uso. Quizá sus captores habían tropezado por casualidad con ese lugar abandonado y habían decidido aprovecharlo... aunque eso de tropezarse con algo por casualidad no encajaba con la mentalidad de Sean Donovan, quien antes de emprender cualquier misión acostumbraba a planificarlo todo a conciencia, comprobando hasta el último detalle para que no quedaran cabos sueltos ni nada que pudiera torcerse.
Un amargo pensamiento cruzó su mente: «Eso fui yo para él en su día: algo que podía torcerse.»
«¿Y ahora qué seré para él?»
Llevaba horas despierta: apenas había pegado ojo en toda la noche. Su mente era un torbellino, sobre todo por esa pregunta: «¿Y ahora qué seré para Sean Donovan?» Una mujer del pasado que de pronto había sido traída al presente.
Pero... ¿por qué?
Catherine no se engañaba al respecto: su secuestro no se explicaba por lo que ella pudiera significar para él; la clave tenía que estar en su trabajo. Y sin embargo, su trabajo actual tampoco era nada del otro mundo y, para colmo, sólo tenía que ver con el servicio secreto de forma tangencial. Lo único que hacía era encargarse de cosas que Jackson Lamb había decidido no hacer, además de organizar los datos que resultaban de las tediosas tareas de los caballos lentos y convertirlos en algo parecido a informes escritos que a continuación despachaba a Regent’s Park para que pudieran ser oficialmente ignorados. Que ella supiera, nada de eso justificaba un secuestro...
Unas horas antes, mientras estaba tumbada en la estrecha cama intentando entender, oyó que la puerta de la casa se cerraba, se acercó a la ventana y vio a Donovan subirse a la furgoneta. Enfiló el sendero, entró en el camino de tierra y se perdió de vista.
Fuera lo que fuera lo que estuviera ocurriendo, tan sólo acababa de empezar.
• • •
La luz en ese pasillo, tres niveles por debajo de donde había estado hablando con Diana Taverner, era de una tonalidad azulada que parecía replicar el crepúsculo, lo que, combinado con el blanco de las paredes y las baldosas del suelo, resultaba un poco desconcertante cuando se abrían las puertas del ascensor. Bajo la superficie, todo cambiaba: allí no había paneles de madera ni superficies de mármol.
Las puertas se cerraron a sus espaldas y oyó el murmullo de los ordenadores.
Veintiocho minutos.
Por el momento no habían saltado las alarmas. Había dejado su pase en el ascensor por si tenía un chip que permitiera rastrearlo. Esperaba que estuvieran ocupados con el par de «terroristas» armados calle abajo, aunque lo más probable es que no tardaran mucho en darles su merecido a tiros y volver al trabajo rutinario. Y le quedaban sólo veintiocho minutos, o veintisiete, para hacerse con el informe exigido por el hombre del traje gris, antes de que sus sicarios dieran rienda suelta a sus impulsos y fueran a por Catherine.
—¿Pretende que me cuele en Regent’s Park para robar? ¿Habla en serio?
—¿Tengo pinta de estar bromeando?
En realidad, sí: aquella sonrisa arrogante y burlona, tan propia de los de su clase, no invitaba a pensar en otra cosa.
—Voy a ponérselo más fácil: ni siquiera hace falta que lo robe, unas fotos bastarán.
—Pero allí no dejan entrar a nadie... —dijo River sintiéndose estúpido de inmediato.
—Si dejasen entrar a todo el mundo, no nos habríamos visto obligados a secuestrar a su compañera de trabajo.
Al final del corredor había una puerta abierta y una silueta se recortó en el umbral.
Era una mujer que tiraba a rechoncha. Llevaba el pelo alborotado y se había puesto tanto maquillaje que parecía una niña que hubiera estado jugando a pintarse como un payaso; al menos eso pensó River. Sin embargo, sus ojos —del mismo color gris acerado que sus cabellos—, no tenían nada de infantil, y su silla de ruedas, de un rojo cereza y dotada de gruesas ruedas, sin duda no era un juguete: se diría que con ella podía sortear, arrollar o atropellar cualquier cosa que se le pusiera por delante, lo mismo una puerta cerrada que una trinchera enemiga... o al propio River, si hacía falta.
Aquella mujer era Molly Doran, sobre la que había oído bastantes cosas, algunas de ellas buenas.
La vio avanzar hacia él con la cabeza ladeada y justo en ese momento oyó un débil tin a sus espaldas: era el ascensor, que se detenía en otro piso, aunque perfectamente habría podido provenir de aquella mujer, que parecía capaz de comunicarse por medio de una serie de pitidos y chirridos —y no estaba pensando en su silla de ruedas, sino en su pinta de autómata de porcelana.
Sin embargo, cuando finalmente habló, su dicción resultó ser formal y directa, propia de la locutora de un programa matinal de la BBC.
—Eres uno de los cachorritos de Jackson, ¿verdad?
—¿Eh? Sí, sí, eso es.
—¿Qué es lo que Lamb quiere ahora?
Sin esperar respuesta, dio marcha atrás y cruzó de nuevo el umbral por el que había aparecido. River la siguió al interior y se encontró en una sala alargada, no muy distinta del depósito de una biblioteca o de la imagen mental que tenía de un depósito de biblioteca: hileras y más hileras de estanterías dispuestas sobre raíles para que pudieran plegarse como el fuelle de un acordeón cuando no se estaban usando, cada una de ellas llena hasta los topes de carpetas y archivadores de cartón. En algún punto de aquella inmensidad se encontraba el informe que le habían ordenado robar...
No, no: se lo habían puesto bastante más fácil, bastaba con que fotografiase su contenido.
Molly Doran encajonó con destreza la silla de ruedas en un recoveco diseñado para alojarla. Le habían amputado las piernas por debajo de las rodillas, pero nadie se ponía de acuerdo sobre cuál había sido la causa. River había escuchado innumerables teorías que sólo tenían en común la certeza de que alguna vez había tenido piernas.
—No me has oído, ¿verdad? —insistió ella—. ¿Qué es lo que Lamb quiere ahora?
—Un informe —respondió River.
—Un informe. Quiero suponer que has traído contigo la correspondiente solicitud oficial.
—Bueno... ya conoces a Jackson Lamb.
—Sí, conozco bien a Jackson Lamb.
Aquella mujer era una pájara de cuidado, aunque no sólo en el sentido habitual de la expresión: le recordaba a un pingüino. Sí, eso era: le recordaba a un pájaro achaparrado y en cuclillas que avanzaba ladeando siempre la cabeza. Su nariz se convirtió en un pico cuando alzó la mirada hacia él.
—¿Cómo has dicho que te llamas?
—Cartwright.
—Lo sabía... sí, te pareces mucho Cartwright... a tu abuelo, quiero decir.
River tenía la sensación de estar aumentando de peso por momentos, como si cada minuto que transcurría acabara sobre sus hombros.
—Tienes sus mismos ojos; la misma forma, más que nada. ¿Y cómo está?
—Se conserva bien.
—«Se conserva bien»... —susurró ella—. Esa expresión suele usarse mucho con los viejos: las mujeres «tienen mucho carácter» y los viejos «se conservan bien». Excepto cuando no es así, claro está. ¿Qué es eso de que Jackson Lamb quiere un informe? ¿Qué informe?
River comenzó a recitar el número que le había dado el desconocido del puente, pero Molly Doran lo cortó:
—Lo que pregunto es de qué trata el informe, amigo. ¿Por qué le interesa a Lamb?
—No lo sé.
—Tu jefe no te lo cuenta todo, ¿eh?
—Bueno, ya lo conoces... —repitió River.
—Mejor que tú, seguramente. —Doran se lo quedó mirando—. ¿Cómo has entrado?
—¿Que cómo he entrado?
—Sí, ¿cómo has llegado hasta aquí? ¿O es que esta mañana hay jornada de puertas abiertas y yo no me he enterado?
—Concertando una visita.
—No conmigo, desde luego: conmigo no has concertado nada. ¿Dónde está tu pase de visitante?
—Tenía una cita con Lady Di.
—Ah, con Lady Di... así que un encuentro en la cumbre, ¿eh? No sabía que esa mujer se rebajara a hablar con desterrados, ¿o es que el nombre de tu abuelo todavía sirve para abrir puertas?
—Nunca he utilizado su nombre en beneficio propio —repuso River.
—Claro que no: de lo contrario no serías un caballo lento.
River no tenía ganas de seguir por ahí, y los segundos iban cayendo. Por un momento pensó en sacar el móvil y enseñarle a esa mujer la foto de Catherine.
Enseñarle la foto y pedirle ayuda.
Sólo para que los de seguridad se presentaran un segundo después.
De repente, Molly preguntó:
—¿Y qué tal está él?
River se dio cuenta de que había cambiado de tema a propósito.
—¿Lamb? Igual que siempre —contestó.
La mujer se echó a reír, aunque no era precisamente una risa preñada de felicidad.
—Lo dudo mucho.
—Pues puedes creerlo —repuso River—: no es de los que mejoran con los años.
Veinte minutos... o menos. Y no sólo estaba obligado a hacerse con el informe y fotografiar lo que contenía, además tenía que salir de allí y encontrar algún lugar desde donde transmitirlo. Entre las paredes de Regent’s Park, el intento de envío de unos archivos adjuntos dispararía todo tipo de alarmas.
A estas alturas ya habrían comprobado lo de la pareja en el coche y estarían preguntándose dónde demonios se había metido. Era poco probable que procedieran al cierre total del edificio: él no era más que un caballo lento. Incluso era posible que pensaran que se había perdido en el interior... Aun así, enviarían a gente a buscarlo, y pronto.
Tenía que hacer algo, pero Molly Doran continuaba hablando sin parar.
—Jackson Lamb lleva tanto tiempo viviendo debajo de un puente que se ha vuelto medio troll, pero tendrías que haberlo visto en su mejor momento. Aunque hace ya una eternidad de eso...
—Claro —dijo River—. Seguro que estaba hecho todo un donjuán.
A Molly se le escapó la risa.
—No es que fuera un adonis pintado al óleo... no, de eso nada, aunque sí tenía algo... Tú eres demasiado joven y guapo para entenderlo, pero más de una chica le ofreció su corazón... su corazón u otras partes del cuerpo.
—Te recuerdo que estábamos hablando de ese informe —dijo él.
—Te recuerdo que vienes sin un impreso de solicitud —replicó ella.
—Por muy joven que fuera y muchos corazones que rompiera, ¿alguna vez viste a Lamb rellenar un impreso?
—Buena respuesta, me ha gustado. —Sin previo aviso, Doran hizo girar la silla y se situó de nuevo en medio de la sala—. Yo creo que te viene de tu abuelo...
—Verás —dijo River acercando la cabeza de tal modo que sus labios quedaron cerca del oído de Molly—, la verdad es que no estoy aquí de forma completamente oficial.
—No me digas, menuda sorpresa.
—Pero ya que tenía reunión con Lady Di, y como sabía que Jackson necesitaba ese informe...
—Se te ocurrió matar dos pájaros de un tiro.
—Justamente.
—Empiezo a darme cuenta de que no sólo te pareces a tu abuelo, también me recuerdas a Jackson Lamb —dijo Molly—. Jackson nunca fue muy de pedir las cosas, no si podía arramblar con ellas a lo bestia.
—Sigue siendo el mismo, ya te lo he dicho.
—¿Qué informe querías?
River repitió el número: desde siempre, tenía buena memoria para las cifras. Y también para las caras: recordaba perfectamente al hombre en el puente y esperaba toparse con él un día...
—Es curioso —dijo Molly Doran.
—¿El qué?
—Que en la Casa de la Ciénaga tan sólo os ocupáis de casos cerrados o que nunca llegaron a resolverse, ¿no es así? No de asuntos actuales que pudieran traer cola. Al menos es lo que siempre he oído.
—Lo que hacemos es procesar datos —reconoció River—: damos mil vueltas a la misma cosa, una y otra vez. Si en algún momento surgiera algo de interés, probablemente nos veríamos obligados a ponerlo en manos de Regent’s Park.
—¿Probablemente?
—Aún no se ha dado el caso.
Quince minutos. O quizá catorce, o doce... Había estado estudiando el rostro de Doran mientras le recitaba el número sin que su expresión delatara en ningún momento en qué pasillo podía estar el informe, sin que le diera la menor pista al respecto ni siquiera a través de un mínimo desliz de la mirada. Podía pasarse horas deambulando por allí sin acercarse siquiera a lo que codiciaba, y una profesional como Molly Doran sin duda se guardaría mucho de utilizar un sistema de almacenamiento cuyos números indicaran dónde estaba cada cosa.
—Y entonces, ¿cómo se explica que me pidas algo así? —dijo ella al fin—. Porque ese informe no puede ser más actual; al fin y al cabo, se trata de un documento sobre el primer ministro.
Su tono no varió un ápice al pronunciar esas palabras.
Alguien se acercaba por el pasillo: sus pasos resonaban con tanta fuerza como los de unas botas militares sobre adoquines. Se detuvo y River pensó que su propio corazón iba a hacer otro tanto. Se oyó un zumbido: era la puerta del ascensor que se abría. Quien sea que un segundo antes avanzara por el pasillo entró y volvió a oírse el zumbido de las puertas al cerrarse.
Los ojos de Molly no se habían apartado de él ni un instante, como si estuvieran estudiando un conjunto de piezas de lego.
—¿Quieres que te diga verdad? —dijo River.
—No estoy segura, aunque reconozco que siento cierta curiosidad.
—A Jackson le ha entrado una vena... juguetona.
—Algunas veces puede ser bastante juguetón —convino ella.
—Sí... algunas veces.
—Con tanta frecuencia como yo corro maratones.
—Hay una apuesta de por medio.
—Eso suena más plausible.
—Apostó a que yo no era capaz de encontrar el apodo que el primer ministro tenía en el colegio.
—¿Se te ha ocurrido mirar en la Wikipedia?
—Es lo primero que uno haría, sí. Pero conociendo a Jackson, seguro que ha dado la orden de borrar ese dato de la página.
—Supongo que te bastaría con echar un rápido vistazo al informe.
—Eso es.
—Y tampoco vendría mal que yo mirase hacia otro lado mientras lo consultas. Me bastaría con mover la silla un poco, ¿no?
—Eh... sí, no vendría mal.
—Bueno, y si yo no estoy mirando, entonces no tengo nada que ver, ¿correcto? Lo que me libra de ser tu cómplice mientras quebrantas la ley de secretos oficiales. La verdad sea dicha, no tengo ningunas ganas de pasar cinco años metida en la cárcel de Holloway; por lo visto, el rancho de la prisión te hace polvo el estómago.
A River no le hizo falta darse la vuelta para saber que tenían compañía. Mientras le sujetaban los brazos por detrás y cerraban las bridas de plástico en torno a sus muñecas, no dejó de fijarse en la mirada de Molly Doran, en parte compasiva y en parte llena de curiosidad, como si un comportamiento como el de River fuera más allá de todo lo que había visto y oído en la vida. Y viniendo de una mujer tan familiarizada con Jackson Lamb, se dijo River, una mirada semejante sólo podía augurar que se había metido en un lío muy serio.
Doran no dijo ni una palabra mientras se lo llevaban con relativa cortesía de la sala.
Al oír que alguien abría el candado, Catherine se giró, se sentó en el borde de la cama y puso los pies en el suelo: así era como los cautivos solían responder a la llegada de sus captores, ¿no?
Supuso que otra vez sería Bailey —el joven que le había hecho la foto—, pero se trataba del segundo militar, el que estaba apostado junto a la parada de metro de Angel. Al igual que en el caso de Sean Donovan, su manera de entrar en una habitación era propia de un soldado veterano: precavida, echando una rápida ojeada a la habitación desde el umbral. Era imposible que algo hubiera cambiado desde su última visita, pero tampoco era cuestión de correr riesgos innecesarios.
Cuando terminó su breve inspección, sus ojos se posaron en Catherine.
Ella se mantuvo a la expectativa.
—Lo siento mucho —dijo él.
Aunque no daba la impresión de sentirlo tanto como decía.