8

Tirar una pelota de tenis desde la Casa de la Ciénaga hasta la iglesia de Saint Giles, en Cripplegate, habría sido perfectamente factible. Sin embargo, si quisiera recuperarla tardaría bastante porque no hay un camino directo a través del Barbican, un complejo de edificios que recuerda a un dibujo de Escher, sólo que reproducido con ladrillos y cemento por un arquitecto malintencionado. No parece que se propusiera imposibilitar que uno llegue a donde se dirige sino, más bien, que no sepa por dónde ha llegado: cada camino te conduce a una intersección parecida a la que acabas de dejar atrás y te ofrece desvíos que no te interesa tomar. Y en el mismo centro de ese laberinto, tan incongruente como un barco de vapor en un aeropuerto, se halla la iglesia de Saint Giles, construida en el siglo xiv. John Milton rezó entre sus muros, que también albergaron las ensoñaciones de Shakespeare; ha sobrevivido al fuego, a la guerra y a la restauración, de tal modo que ahora se yergue serena en una plaza con el suelo de ladrillo rojo, ofreciendo paz y tranquilidad a los que necesitan un respiro del alboroto de la ciudad y a los pobres desgraciados que se han perdido y han renunciado a toda esperanza de que los rescaten.

Aquel día, una de las naves acogía un mercadillo de libros usados: palés enteros de ejemplares de bolsillo a la venta sobre mesas de caballete. Aquí y allá podían verse cajas dispuestas sobre una silla para que los compradores abonasen lo que les dictara su conciencia. Unos cuantos paseantes de aspecto sombrío revolvían entre los libros. Fingiendo ignorarlos, Jackson Lamb los dejó atrás a paso rápido y tomó asiento en un banco situado cerca de la parte posterior. Tres hileras por delante, una entrañable ancianita desgranaba una letanía de peticiones y arrepentimientos.

Ingrid Tearney se separó de los bibliófilos y se sentó junto a él.

—Cripplegate, «la Puerta de los Tullidos» —afirmó entonces Lamb—, ¿cree a lo mejor que los tullidos tenían su propia entrada a la ciudad?

—No, supongo que en esta iglesia había muchos porque san Gil es el patrón de los mendigos.

—Tiene razón, aunque a lo mejor las dos cosas son ciertas. Mire por dónde: pobres y suertudos.

—He oído muchas cosas acerca de usted, señor Lamb, pero no que le gustara hacer chistes malos.

—La verdad es que no soy mucho de ir a la iglesia, a lo mejor me lo pegó alguien de por aquí. —Levantó una nalga, separándola del asiento como si fuera a tirarse un pedo, pero lo pensó mejor y volvió a posarla en la madera—. Mire, tengo un día muy complicado: la mitad de mi personal está en paradero desconocido y ahora estoy perdiéndome el almuerzo, que estará enfriándose en mi escritorio. Espero que me haya citado para algo importante.

—Hace una hora que he aceptado cerrar la Casa de la Ciénaga.

—Ajá.

—No parece preocupado.

—Si eso fuera a pasar de verdad, no estaríamos aquí sentados: me encontraría en mi despacho, oyendo a Diana Taverner canturrear por teléfono.

—Tal vez haya preferido decírselo a usted antes que a nadie: es una ventaja de mi posición. Por otro lado, su departamento no es precisamente la joya de la corona, más bien recordaría a una babosa de jardín en una lechuga. No creo que en Regent’s Park se derramen muchas lágrimas cuando les dé a conocer la noticia.

—Aquí no dejan fumar, supongo...

La anciana se volvió y lo miró con expresión de indignada beatería.

—No se me ocurre nada más fácil que ponerlos a todos de patitas en la calle: sólo hacen cosas sin importancia. Aunque eso no es lo peor, sino que se pongan a hacer lo que no les toca y nos metan a los demás en problemas.

Lamb asintió con el orgullo pintado en el rostro.

—No hace mucho, uno de sus hombres mató a tiros a un ciudadano ruso.

—Lo recuerdo —dijo él—: todavía está molesto porque no le dieron un bonus.

—Se supone que la Casa de la Ciénaga es una especie de castigo para los que han cometido errores de bulto. Esos agentes suyos... ¿cómo los llaman...?, ¿los caballos lentos?...

—Efectivamente, así los llaman.

—... están ahí para propiciar que acaben tirando la toalla y busquen trabajo en sectores más adecuados para sus aptitudes. Ya sabe: el gobierno municipal, los pequeños hurtos...

—¿Pequeños? No estoy de acuerdo —dijo Lamb—: todos han sido adiestrados en el manejo de armas de fuego.

—Espero que no esté usted haciéndoles la vida fácil.

Lamb guardó silencio. Se diría que de pronto estaba absorto contemplando lo que lo rodeaba: las viejas piedras, la atmósfera tranquila, los bancos de madera, los himnarios, las motas de polvo —algunas de ellas tal vez inhaladas y espiradas por el propio Shakespeare— que bailaban suspendidas en los haces de luz multicolor proyectados por las vidrieras. Allí se estaba fresquito, en comparación con la calle, que parecía un horno, y, en general, comparado con la Casa de la Ciénaga aquel lugar parecía un auténtico paraíso.

—No lo creo, y lo digo con sinceridad —le contestó Lamb finalmente.

—Espero que tampoco se dedique a amargarles la existencia.

Él se la quedó mirando.

—Porque un castigo excesivo por su parte, un castigo que los pudiera llevar a entender que disfruta pisoteándolos... bueno, puede ser contraproducente, ¿no le parece? Las situaciones de ese tipo pueden redoblar la obstinación de según qué personas. Me refiero a los machos y las hembras alfa.

—Usted nunca ha visto a Roderick Ho, ¿verdad?

—Ya está cambiando de tema otra vez.

—Porque usted insiste en andarse por las ramas. ¿Qué le parece si vamos al grano? Tengo unos subalternos a los que maltratar.

—Peter Judd...

—Nuestro nuevo jefe, que Dios nos ampare. ¿Qué ocurre con él?

—Es él quien exige el cierre inmediato de la Casa de la Ciénaga.

—Lo dudo —dijo Lamb negando con la cabeza.

—Confíe en mí: acaba de sugerírmelo hace un rato.

—¿Que confíe en usted? Ese asunto mejor lo dejamos para otro día. Y no, lo que quiere Peter Judd es hacer alarde de su enorme polla; metafóricamente hablando, para variar. Por eso acaba de enseñársela. La Ciénaga no es más que un pretexto. ¿Quiere que me crea que usted aún no lo había deducido por su cuenta? —concluyó haciendo un gesto de desdén con la mano.

La anciana volvió a fulminarlo con la mirada; luego, centró su atención en los paseantes que rebuscaban entre los libros. Un caballero entrado en años acababa de sentarse junto al cepillo. Le parecía sospechoso, aunque no sabía por qué. Tal vez simplemente porque tenía cara de estar planeando hacerse con el exiguo botín.

Se volvió de nuevo hacia Lamb.

—Por supuesto que sí —contestó bajando la voz—. Por lo visto, el señor Judd tiene un objetivo más ambicioso para el que requiere mi cooperación. Esta pequeña purga es tan sólo una forma de demostrarme quién tiene el poder en sus manos.

—Un objetivo más ambicioso... —repitió Lamb.

Había sacado un cigarrillo como de la nada. Era uno de sus trucos habituales: pocas personas habían llegado a verlo alguna vez con un paquete de tabaco en la mano. Pero no lo encendió, se contentó con hacerlo rodar entre el índice y el pulgar como si estuviera rezando el rosario.

—Si lo que Judd se propone es acabar con un gobierno de su propio partido, lo mejor que podría hacer es centrar su atención en el ministro de Hacienda —dijo—. En los noventa, ese tipo no dejaba pasar una sola noche sin su correspondiente juerga con coca a mansalva y prostitutas. Y me quedo corto. Un par de titulares en los periódicos sensacionalistas y ya puede decirle adiós al cargo; y si él cae, el primer ministro no durará mucho tiempo más: los dos siempre han ido juntitos de la mano. Dos por el precio de uno, por así decirlo.

—El problema con las filtraciones es que casi siempre acaba por saberse de dónde proceden. Y si Judd quiere que las bases del partido estén de su lado, está obligado a aparentar una lealtad sin fisuras. No, Judd no tiene pensado organizar un pequeño golpe de Estado, lo que quiere es que lo aclamen como el salvador del partido. Mientras los dirigentes se pelean, él seguirá repartiendo sonrisas, estrechando las manos de los notables regionales que convenga y organizando bailes de beneficencia sin que nadie pueda acusarlo de duplicidad.

—Bailes de beneficencia... —repitió él, maravillado— para beneficiarse a la primera golfa que se le ponga a tiro, como si lo viera.

—Estamos en una iglesia, Lamb.

—Claro, claro...

Lamb examinó su cigarrillo sin encender como si le sorprendiera que estuviera allí y terminó por encajárselo sobre la oreja.

—Pero bueno, no creo que me haya hecho venir aquí para jugar a los susurros: algo me dice que ya ha tomado las medidas pertinentes para estropearle la fiesta a nuestro ministro del Interior, ¿me equivoco?

—Él mismo se la ha estropeado.

—Cuénteme.

Ingrid se inclinó un poco más hacia él y le habló del equipo tigre dirigido por el antiguo compañero de colegio de Judd, Sly Monteith, y de cómo habían utilizado a la Casa de la Ciénaga para infiltrarse en Regent’s Park.

—Así que son ellos los que han secuestrado a Standish —dijo Lamb en tono neutro.

Ingrid asintió.

—Y han enviado una foto de ella, atada y amordazada, al tal Cartwright, subordinado suyo, para obligarlo a hacer lo que querían.

—No sé por qué se han tomado tantas molestias —observó Lamb—: habría bastado con ofrecerle una galletita. Así que ése era el plan de Judd... ¿cuántas cosas han salido mal?

—Hace una hora, alguien ha abandonado el cadáver del tal Monteith en medio de la calle, no muy lejos del Parlamento.

—¿Y eso ha sido una sorpresa?

—El MI5 no resuelve sus problemas mediante la fuerza bruta, señor Lamb.

—Tiene razón, al menos no en las inmediaciones del Parlamento... pero entonces ¿quién lo ha tirado en el arcén? A ver si lo adivino... ¡sus propios muchachos!

—Eso es lo que parece —contestó Tearney—. Hace un rato he tenido una conversación más bien sorprendente con un caballero que... en fin, que asegura haberse hecho cargo de la operación organizada por Monteith. Según me ha dicho, las reglas del juego han cambiado.

—Al final, los tigres no estaban tan bien domados como parecía, ¿no? ¿Y qué es lo que quiere ese tipo?

La Dama Ingrid se lo contó.

• • •

«Todos nuestros problemas desaparecerían si fuéramos capaces de quedarnos sentados, quietecitos, en una habitación», Catherine había oído esa frase en algún sitio, quizá en una reunión de Alcohólicos Anónimos. Retazos de sabiduría unidos entre sí por axiomas mal recordados: juntando los suficientes se podía construir algo parecido a una filosofía en el mundo a media luz de un borracho, incluidos los borrachos sobrios, que podían ser tan sosos como los de verdad —ésa era otra verdad que había aprendido en las reuniones.

El caso es que en ese momento estaba sentada, quietecita, en una habitación, y aun así sus problemas no desaparecían.

«Debe de ser más o menos la hora de comer», pensó: el sol estaba muy alto y el calor resultaba sofocante. El poco aire que entraba por la ventana tenía un aroma más veraniego que el aire londinense, un dejo un poco más dulce, pero ella lo encontraba demasiado penetrante —su hábitat natural era la ciudad—, y casi hubiera preferido que el motor del autobús estacionado en el patio se pusiera en marcha y empezara a despedir humos nocivos a la atmósfera.

Entre otras cosas porque el aire del campo le traía también el recuerdo de las voces.

La habían sorprendido durante su «retiro» en un sanatorio perfectamente confortable y respetable enclavado en la campiña de Dorset: un escondrijo para las víctimas del servicio. Entre todos aquellos despojos humanos —agentes de operaciones que habían hecho o visto demasiadas cosas, sufrido demasiadas cosas...—, Catherine distaba mucho de ser la única borracha en dique seco. Más bien formaba parte de una especie de hermandad de gente medio rota y pegada de cualquier modo: todos tenían «bordes irregulares», por decirlo de algún modo, asperezas que el sanatorio se esforzaba en suavizar ofreciéndoles un ambiente sereno y tranquilo. Se hacía lo posible por evitar los ruidos repentinos, por ejemplo, porque cuando caía una bandeja sobre el suelo de baldosas —algo que era inevitable de tanto en tanto—, el estruendo se quedaba en el ánimo de toda la comunidad durante largos minutos. En una ocasión pensó en preguntar qué estragos causaría un simulacro de incendio en un lugar como ése, pero tuvo que morderse la lengua para evitar que cundiera el pánico.

Su habitación allí era más o menos del mismo tamaño que la que ocupaba ahora, pero la ventana asomaba a un jardín inequívocamente inglés circundado por una larga hilera de fresnos, y en el césped, por lo demás impoluto y cuidado, podían verse unos agujeritos gemelos aquí y allá: indicaban el antiguo emplazamiento de unos aros de cróquet que se habían retirado porque ese juego en apariencia refinado y elegante era, en el fondo, agresivo y despiadado: demasiado parecido a la vida en el servicio secreto como para constituir un pasatiempo agradable. Sin embargo, aquellas heridas mínimas y perfectamente circulares permanecían allí cual herbosos estigmas; tal vez algún día terminarían por cicatrizar del todo, tal vez no. Las ideas daban vueltas en la cabeza como un remolino, y era fácil verse atrapada en él, como Dorothy en su tornado, e ir a parar a un país más luminoso en el que la lógica no siempre prevalecía. En contraste, el mundo de los sobrios seguía estando desprovisto de color; incluso el césped y los fresnos se veían grisáceos y desolados, como si carecieran de vida. Sobre todo los fresnos, claro, ¿por qué demonios se llamarían así?

Y, en ausencia de color, ciertos sonidos nuevos hicieron acto de presencia durante su primera semana en aquel lugar: las voces. Era como si una pequeña multitud invisible quisiera revelarle un terrible secreto, pero todos hablaban a la vez, de manera que sólo podía percibir un continuo murmullo de sílabas confusas. Desde el primer momento supo que tan sólo existían en el seno de sus propios delirios, y que el secreto que ansiaban transmitirle con desesperación era que volvería a caer en cuanto tuviera oportunidad. No era una noticia ni triste ni alegre, simplemente iba a suceder de manera inevitable: llegaría el día en que la dejarían salir de esa especie de sanatorio y volvería a encontrarse en el mundo del ruido, de las luces y de los bordes afilados, donde lo primero que haría sería abrir una botella y olvidarse de sí misma por completo.

Durante aquellos primeros días, se aferró a esa posibilidad como si fuera su única esperanza: podría soportarlo todo —el tratamiento, la convalecencia, el esfuerzo orientado a recobrar la dignidad y la confianza en el futuro—, siempre que el olvido continuara a su alcance. Incluso ahora, muchas mañanas se despertaba acariciando esa idea. Las voces habían desaparecido con el tiempo, y el esfuerzo invertido en volver a ser ella misma había tenido éxito —continuaba luchando por mantenerse sobria cada día—, pero nunca había llegado a olvidarse por completo de aquellas voces, sólo las había envuelto en unos viejos harapos y las había escondido en un remoto desván de la memoria, una táctica de rehabilitación que no era aceptable como tal, pero que a ella le había funcionado hasta ahora.

Tan ensimismada estaba en aquellos recuerdos que se le escapó un gritito cuando oyó unos ruidos en la puerta: por un momento creyó que las voces se habían materializado de nuevo, esta vez para llevársela consigo.

—¿Se encuentra bien?

Era Bailey.

Ella se tranquilizó y se incorporó.

—Sí, estoy bien.

Bailey abrió el candado y entró, aunque no le resultó nada fácil porque llevaba en las manos una bandeja con un sándwich como los que venden en los aeropuertos, una manzana, una barrita energética en su envoltorio de celofán —todavía con la etiqueta del precio a la vista—, un botellín de agua, otro de Pinot Grigio —de doscientos cincuenta mililitros— y un vaso de plástico.

—Se me ha ocurrido que quizá tendría hambre...

Dejó la bandeja en la cama y Catherine, incapaz de apartar los ojos de ella, señaló vagamente la ventana.

—Fuera hay un autobús.

—Sí, ya lo sé.

—¿Por qué hay un autobús ahí fuera?

Incluso a ella misma le sonó como si estuviera recitando frases de un manual para aprender inglés.

—Los propietarios de este lugar lo usaban como autobús turístico, creo.

—¿Tenían un grupo musical?

Le vinieron a la cabeza varias imágenes de una vieja película. (El Pinot no era el vino que más le gustaba, pero su repentina aparición volvía irrelevante cualquier otro placer posible.) Vacaciones de verano, eso era, con Cliff Richard.

Bailey soltó una risa.

—No, tenían era una empresa que organizaba giras turísticas para ver lugares de interés histórico en la zona, etcétera.

—Ni siquiera sé dónde estamos.

—Bueno, en todas partes hay lugares de interés histórico, ¿no?

Catherine contestó algo, pero ni siquiera se dio cuenta de qué.

Bailey continuó:

—Creo que la empresa acabó quebrando. Este lugar había sido una granja y ahora es una casa de turismo rural; quizá pronto acabe convertida en un albergue juvenil.

—¿Cuánto tiempo van a tenerme aquí?

—No mucho.

—Esto no va a acabar bien —dijo ella—: están buscándole las cosquillas a gente que no está para bromas.

—Ben y el coronel tampoco lo están. —Señaló la bandeja con la barbilla—. Le he traído un poco de vino: un detalle.

—Ya lo he visto.

—Es mejor que se lo beba mientras todavía está frío.

El joven abrió la puerta. La llave del candado bailoteó entre sus dedos índice y pulgar.

—¿Bailey?

—¿Por qué me llama así?

—Los demás son militares, pero tú no. ¿Me equivoco?

No respondió.

Unos segundos después, de haber estado escuchando, Catherine habría podido oír el sonido del candado al cerrarse, pero toda su atención se centraba en la bandeja depositada en la cama y en la botella de vino blanco del tamaño de un juguete.

Las voces se mantenían en silencio.

—Lo dirá en broma.

Nada en la actitud de Tearney indicaba que estuviera hablando en broma.

—Al parecer, el plan urdido por Monteith ha quedado relegado a un segundo plano. Digamos que el hombre que se ha hecho con el control ve las cosas... de una forma distinta.

—Quiere decir que está como un puto cencerro, ¿no?

—Es lo que parece, sí.

La anciana sentada tres hileras por delante parecía haberse perdido en sus oraciones, o quizá sencillamente había perdido la esperanza de acallar el murmullo de fondo.

—El fichero gris ¿no es donde se guardan documentos sobre toda clase de chaladuras que ponen los pelos de punta? —preguntó Lamb.

—Como servicio de inteligencia, acumulamos informes de todo tipo, incluso sobre chaladuras que ponen los pelos de punta, por decirlo a su manera.

—Y ahora este tigre, sea quien sea, quiere echar un vistazo a ese fichero. —Lamb repescó el cigarrillo encajado sobre su oreja derecha, lo miró fijamente y volvió a dejarlo allí—. Y para conseguirlo ha decidido seguir reteniendo a Standish. ¿De verdad cree que puede utilizarla como moneda de cambio?

—En el servicio valoramos a nuestro personal —contestó Ingrid—, es nuestra obligación moral salvaguardar su integridad física.

—Claro, claro... y si le entrega a ese tipo lo que le exige, tendrá usted a Peter Judd agarrado por los cojones.

—Es usted un maestro de la concisión, señor Lamb.

—Ya me lo han dicho antes.

El don de Ingrid Tearney, al parecer, era la serenidad. Ahí estaba, hablando en voz baja, diciendo cosas indescifrables para quien estuviera a más de un metro de distancia y sin que su cara trasluciera prácticamente nada. Muchos decían que parecía una bruja, aunque Lamb lo veía de otra manera: a las brujas las veías venir y, si te descuidabas, acababan seduciéndote. La Dama Ingrid parecía más bien el ama de llaves de una bruja, una sirvienta con ideas propias, experta en mantener las escobas voladoras en perfecto orden, pero muy capaz de sabotearlas si eso favorecía sus intereses.

—No tengo por costumbre ceder a la coacción —continuó ella—, pero en estas circunstancias quizá sea lo más aconsejable: el material al que este individuo quiere acceder en realidad carece de valor, ya nos ocuparemos de él cuando llegue el momento. Lo que nos interesa ahora es entregarle el archivo y liberar a su agente sana y salva.

Lamb, sin embargo, estaba siguiendo su propio hilo, y no pensaba permitir que se enredara con el de ella.

—Ya lo entiendo —dijo—, y por supuesto debemos actuar con total discreción, ¿no es así? Estamos hablando de que Judd autorizó un operativo dirigido contra su propio servicio secreto y de que la cosa ha terminado con su amiguito del alma muerto y un equipo de tigres que va por libre. Si ayuda usted a encubrir lo sucedido se convierte en cómplice de una confabulación, pero si permite que los tigres se salgan con la suya lo que hace es dejar a Judd con la mierda hasta el cuello.

—Tiene una mente ágil, señor Lamb, de eso no cabe duda.

—Un buen montón de mierda hecho a medida... y nadie más que usted sabrá dónde está la pala para removerla si es preciso. —Lamb se reclinó pesadamente en el banco de madera y añadió—. En pocas palabras, por eso me he quedado sin almuerzo este mediodía: lo que quiere es que mi gente le entregue la mercancía a ese tipo sin que haya constancia oficial, así tendrá al ministro del Interior a su merced.

—Le recuerdo que va usted a rescatar a uno de los suyos —dijo Tearney—. Por lo demás, no me dirá que no resulta de lo más apropiado que sea precisamente su equipo de... de gente con habilidades diferentes quien solucione este caso tan disparatado. Como suele decirse: por suerte, hay gente para todo.

—Suele decirse, sí. —Lamb se rascó el poco pelo que tenía y luego pasó a examinarse las uñas con suspicacia. Cuando dio por terminada la inspección, agregó—: Ese tipo al servicio de Judd no es el único que ha utilizado la Casa de la Ciénaga como varilla de drenaje.

—En vista de la naturaleza de este operativo, no puedo ordenarle que se comprometa a dirigirlo.

—Ajá.

—Aunque, si decide no cooperar, la Casa de la Ciénaga habrá dejado de existir mañana a esta misma hora.

—No me tiente, por favor.

Lamb inclinó un poco la cabeza y se pasó un dedo por la nuca y el cuello. Lo estudió detenidamente y luego se lo limpió frotándolo contra la tela del pantalón.

A continuación, volvió a mirar a la Dama Ingrid.

—Doy por supuesto que tendremos que hacernos con el material de marras sin la cooperación de los que lo custodian.

Tearney asintió.

—Entiendo. De todos modos, en los tiempos que corren lo más probable es que lo vigilen unos chavales que cobran el salario mínimo, o quizá un par de policías jubilados.

—En cualquier caso, se trata de una operación de riesgo y tiene que llevarla a cabo ateniéndose a las normas. Su prioridad número uno será asegurarse de que ese individuo consigue lo que quiere sin llamar la atención.

—Para no llamarnos a engaño —afirmó Lamb—: mi prioridad número uno será sacar a mi agente de donde quiera que esté y devolverla a casa, que lo sepa. —Le sostuvo la mirada hasta que ella bajó la vista y se puso a toquetear el broche metálico de su bolso. Se levantó para marcharse y Lamb hizo lo mismo—. Y quiero que ponga a Cartwright en un taxi —añadió.

—Puede volver en autobús —se despidió ella.

Lamb no la vio salir de Saint Giles porque se quedó mirando fijamente el altar. El cigarrillo había reaparecido en su mano, sorprendentemente firme y enhiesto después de tanto viaje, y lo hizo rodar entre los dedos mientras volvía a tomar asiento. Lo que le había dicho a Tearney era cierto: hacía mucho que no entraba en una iglesia, aunque en una ocasión le había prendido fuego a una, al otro lado del telón de acero. Se acordó del acre sabor que la madera quemada le había dejado en la lengua, y de las llamas que ascendían como fantasmas en la oscuridad soviética, fundiendo la nieve que caía. ¿Cuánto tiempo duran los recuerdos? Ése en particular llevaba media vida acompañándolo, y siguió ocupando su atención durante lo que le parecieron unos largos minutos. Oyó un ruido, un ¡bang!: el primero de los disparos de fusil con que lo habían obsequiado los soldados rusos tras darse cuenta de lo que había hecho... Pero no, simplemente había sido el ruido de un libro al caer al suelo: a uno de los envejecidos bibliófilos se le había escurrido de los dedos.

Su teléfono móvil sonó y la anciana se dio la vuelta una vez más mirándolo con furia.

—Disculpe —musitó él—. Es un plan que tengo: parece que esta noche mojo seguro.

Nada más salir de la iglesia, se llevó el cigarrillo a los labios mientras el teléfono vibraba en su mano.

En la Casa de la Ciénaga, el personal trataba de centrarse en sus cosas.

Un CD-ROM común tiene 1,2 milímetros de espesor, 120 milímetros de diámetro y está hecho con policarbonato plástico. Utilizado en la modalidad de almacenamiento de datos digitales, puede contener 2.352 bytes de datos de usuario por sector, divididos en noventa y ocho sectores o marcos de 24 bytes, y si se lo coloca en el borde de un escritorio, un golpe descendente puede hacerlo volar por los aires hasta llevarlo a aterrizar en una papelera emplazada a dos metros de distancia.

—Tres a cero —dijo Marcus.

—Haces trampas.

—Ya, claro. Si acaso las hago mejor que tú.

Shirley Dander colocó el siguiente CD-ROM en el borde del escritorio y le asestó un seco golpe de kárate. Sabía por experiencia que el tiempo empleado en calibrar la trayectoria necesaria para que fuese a parar a la papelera, en lugar de aterrizar en la moqueta, era un tiempo que no recuperaría jamás.

El disco salió disparado hacia arriba, giró varias veces sobre sí mismo y volvió a caer en el escritorio.

—¡Joder!

—¿Qué estáis haciendo?

Los dos miraron hacia la puerta y descubrieron a Roderick Ho plantado en el umbral, mirándolos con una porción de pizza en la mano.

—Déjanos en paz, pantallitas.

Pero Ho miraba con fascinación los discos dispersos en torno a la papelera.

—Eso está chupado —apuntó.

«Queda claro que el par de bofetones que Shirley le propinó en el bar no bastaron para que aprendiera la lección», pensó Marcus.

—Así que chupado, ¿eh? —dijo ella.

—A la primera, sin problema...

—Ya que eres tan bocazas, ¿qué tal si nos apostamos cinco libras?

—Shirley... —aventuró Marcus.

—¿Y tú qué dices, Marcus? —replicó ella—. ¿Te atreves a apostar?

—Primero tengo que saber de lo que es capaz de hacer el amigo.

—El amigo es un incapaz, ¿aún no te has enterado?

—Por Dios, Shirley, que está ahí delante.

Ho entró en el despacho, dobló el trozo de pizza y se lo metió en la boca como pudo. Después se dirigió al escritorio de Marcus, escogió un CD y lo miró al trasluz entornando los ojos, negó con la cabeza y volvió a dejarlo en el escritorio.

—Impresionante —le dijo Marcus a Shirley—. ¿Y si le dejamos hacer un tiro de prueba?

—Nnn mmm flfa —farfulló Ho, hizo un ruido similar al que haría una pitón en apuros y el trozo de pizza pasó a la historia—. No me hacen falta tiros de prueba —aclaró cogiendo otro CD.

—No le hacen falta tiros de prueba —le dijo Shirley a Marcus—. ¿Van cinco libras?

—Una.

—Serás cagueta... Una libra, de acuerdo. —Miró a Ho, que ya estaba colocando el disco en el borde del escritorio de Marcus—. ¡Dale duro, comepizzas!

Ho le dio duro.

El disco salió proyectado en vertical y golpeó la bombilla del techo, cuyos cochambrosos fragmentos salieron despedidos por todas partes, luego trazó una pirueta en el aire y chocó contra el marco de madera de la ventana arrancando una astilla que Shirley descubriría después en su taza de café... y, como si de pronto se hubiera acordado, a continuación cayó dentro de la papelera.

—¡Sssí! —gritó Ho dejándose caer de rodillas.

Marcus se echó a reír a carcajada limpia. Tardó más de un minuto en advertir que Louisa acababa de aparecer en la puerta del despacho.

—Discúlpanos —dijo—, ¿estamos haciendo demasiado ruido?

—Alguien ha dejado un cadáver tirado en medio del asfalto a plena luz del día.

—¿Aquí?

—En el mismísimo centro de Londres.

—Siempre me ha hecho gracia eso de «a plena luz del día» —masculló Shirley sacudiéndose del hombro algunos trocitos del cristal de la bombilla—, como si hubiera que aclarar que no ha sido a plena luz de un farol.

—Para ser más específicos —continuó Louisa—, lo han dejado delante de la puerta de un restaurante de cojones cerca del Mall.

—La policía metropolitana se va a divertir —afirmó Marcus. Aun así, entrecerró los ojos levemente: un cadáver en la calle... En otro tiempo, ante una situación como aquélla de inmediato habrían puesto a su equipo en situación de alerta.

—¿Y sabéis quién estaba comiendo en el restaurante de los cojones?

—Bueno, la reina seguro que no —refunfuñó Shirley, aunque se dejó caer en la silla y abrió la página web de la BBC—. Ah, Peter Judd, ¿y qué?

—¿Has leído sus declaraciones?

Se produjo un momento de silencio.

—No parece que haya dicho nada —repuso Shirley.

—Precisamente. —Louisa terminó de entrar en el despacho—. ¿Y cuándo se ha visto que Judd no diga ni pío a los chicos de la prensa y se escabulla por la puerta de atrás?

—¿Es lo que ha hecho? —preguntó Ho.

—Es una forma de hablar, Roderick.

—Se trata del ministro del Interior —recordó Marcus—, el encargado de mantener la ley y el orden. Eso de encontrarse a dos pasos de un muerto tirado en plena calle tiene que darle un poco de vergüenza.

—¿Vergüenza? Estamos hablando de Peter Judd, Marcus.

—¿Dónde quieres ir, Louisa? —preguntó Ho.

Todos se lo quedaron mirando.

—¿Qué? ¿Qué es lo que he dicho?

Shirley se puso a canturrear por lo bajo:

—Ho y Louisa, juntos de la mano...

Louisa ignoró la pregunta de Ho.

—Esto me huele mal: Judd, nuestro nuevo amo y señor, dando esquinazo a los micrófonos el mismo día en que Catherine desaparece y detienen a River en Regent’s Park por haberse colado o sabe Dios qué.

—¿Por dárselas de listo en una zona no autorizada? —preguntó Shirley.

—Por lo que sea. ¿Cómo se entiende que todo esto pase en el mismo día? No me puedo creer que yo sea la única en ver una conexión...

—No sé si te has fijado, Louisa, pero estamos en plena ola de calor —intervino Marcus—. Las temperaturas suben, la gente hace locuras de toda clase. Es un fenómeno bien conocido. Quiero decir que es perfectamente posible que no haya ninguna conexión.

—Ah, sí, claro, perdonad —dijo Louisa—. Estáis jodidamente ocupados, ¿no? Disculpadme, no era mi intención molestar.

—No te pongas así, fiera.

—Bueno, pues volvamos a nuestros listados. ¿Cuál te ha tocado hoy, Longridge, el de todos los ciudadanos británicos que poseen un coche de la misma marca que el que utilizaron los terroristas del 7 de julio?

Marcus levantó las manos en señal de rendición.

—¿Dónde está Lamb? —preguntó Shirley.

—Ha salido.

—Vaya, eres un lince, ¿tienes idea de adónde ha ido?

Louisa negó con la cabeza.

—Recibió una llamada y se marchó pitando.

—¿Ahora se digna responder al teléfono? ¡Lo nunca visto, amigos!

—Esto no tiene gracia: aquí pasa algo raro. Seguid con vuestros chistes, si queréis, yo voy a intentar averiguar de qué va todo esto.

—Pues yo no estoy tan ocupado —dijo Ho.

—¿Cómo?

—Simplemente he oído jaleo, he venido a ver qué estaban haciendo estos dos y los he sorprendido jugando a esa tontería. Puedo ayudar.

—Perra chivata —le soltó Shirley.

—Me debes cinco pavos.

—Muy bien, pues ya que estás libre, haz algo por mí —le dijo Louisa—: sácale humo al ordenador y averigua quién es el muerto.

—Eso está chupado.

Salió y se dirigió a su madriguera frotándose las manos en el lateral de los pantalones.

—Juntos de la mano... —canturreó Shirley.

—¿Tienes algún problema? —le preguntó Louisa.

—No, por Dios. Soy tan feliz como el príncipe Enrique.

—Entonces, ¿por qué actúas como una gilipollas sarcástica? ¿No te has metido la raya del mediodía o qué?

—¿Que yo actúo como una gilipollas? Pues mira quién habla: llevas un año entero dando la nota...

—Shirley... —dijo Marcus en tono de advertencia.

—... deambulando por la oficina como un fantasma atiborrado de antidepresivos ¿y ahora de pronto quieres empezar a dar órdenes?

—Shirley —repitió Marcus.

—Pues para que lo sepas, tú a mí no me das órdenes. Y tú no te metas en esto —dijo volviéndose hacia Marcus—, déjame en paz por una vez, «compañero» —añadió con retintín.

Salió del despacho y subió ruidosamente las escaleras. Unos segundos después, oyeron que se cerraba la puerta del cuarto de baño.

—Otro maravilloso día en la oficina —opinó Louisa—. ¿De verdad crees que Judd tiene algo que ver con lo que sea que esté pasando?

—No, sólo quería cabrear a Shirley.

—Bueno, eso no es precisamente una misión imposible. —Se acercó a la papelera, repescó un puñado de discos compactos y preguntó como de pasada—: ¿Te encuentras bien?

—Sí, claro.

—Es que pareces un poco...

—Estoy bien.

—Anímate un poco, chica. Te lo dice uno que te salvó la vida, por si lo habías olvidado.

—¿Acaso no te di las gracias en su momento?

—Por supuesto...

—Pues eso.

—Ya. —Marcus decidió cambiar de tercio—. En cualquier caso, a ese fulano le hubiera pegado un tiro de todas maneras.

—Lo sé.

—Me tenía hasta la coronilla.

—Me lo imagino.

—Shirley anda un poco nerviosa en estos días.

—Shirley es una puta bomba de relojería.

—Es que acaba de separarse de su novia... o novio, lo que sea.

—En fin, ya iré mirando en Facebook cómo va su situación sentimental pero, como siga tocándome las narices, te aseguro que acabará arrepintiéndose. En cuanto a ti, como vuelvas a llamarme «chica» más te vale ir haciendo testamento.

Salió del despacho en cuanto vio que Shirley volvía a entrar.

—¿De qué iba eso? —le preguntó a Marcus.

—Bromas de oficina.

—A esta tía habría que reciclarla en forma de manta ignífuga: te deja completamente sin oxígeno.

—¿Has estado todo este tiempo en el cuarto de baño?

—Pues sí: cinco minutos, más o menos.

—¿No estarías...?

—¿Qué?

—No, nada.

—Ay, por Dios, ¿tú también? —Dio dos zancadas hasta la silla de su escritorio y se sentó—. Ni que fuera una yonqui, ¿vale? De vez en cuando me gusta animarme un poco en plan recreativo y punto.

—Esa mierda que tomas jode tu capacidad de reacción.

—Ya: lo que supone un peligro mortal en mi maravilloso trabajo. —Shirley aporreó su teclado, al que arrancó un gratificante gañido—. El día que pierda la cabeza y se me extravíe la grapadora, acabo muerta.

—Deberías tomarte las cosas más en serio.

—Y tú deberías animarte un poco.

—Sí, bueno, pues te recuerdo que me debes una libra esterlina.

Shirley fingió no haberlo oído.

En la calle hacía un sol de justicia. Lamb encontró un retazo de sombra junto a un canal de aguas verdes y estancadas cubiertas por una capa de hojas tan gruesas y redondas como platos de loza. En los parterres había algunas flores que desafiaban la temperatura, blondas de tonalidades blancas y rosadas que hacían pensar en ojos con conjuntivitis. En un macizo cercano, unas plumas desperdigadas revelaban que un zorro había atrapado a una paloma —eso, o la paloma sencillamente había explotado—. Por fin pudo encender su cigarrillo. Su teléfono se había quedado en silencio justo al salir de la iglesia, pero pronto volvería a sonar.

Cuando sonó, se lo llevó al oído sin mirar la pantalla y dijo:

—Diana.

—¿Qué has estado haciendo, Lamb?

—Visitar una iglesia, ¿y tú? ¿Cuándo dejarás que Jesucristo entre en tu vida? Hace visitas a domicilio, pero nunca está de más acercarse a su garito para saludarlo.

—Tearney acaba de firmar la autorización para que dejen en libertad a tu chaval, el tal Cartwright.

—Lo dudo.

—Justo acabo de hablar con Nick Duffy: él mismo se está encargando de escoltarlo hasta la salida. No parecía muy contento, la verdad.

—Dudo que Tearney haya firmado nada.

Una pausa.

—De acuerdo, no lo ha hecho.

Lamb se distrajo contemplando la dificultosa ascensión del humo de su cigarrillo por el denso y sofocante aire de la tarde.

—¿Qué estás pensando, Diana?

—Por lo visto, Judd está planteándose cambiar la estructura de mando —explicó Lady Di—. Al parecer, entiende que las Segundas Mesas funcionarían mejor dirigidas por personas designadas por el ministerio.

—Tiene su lógica —dijo Lamb—: el sistema actual no termina de tener sentido. Por ejemplo, ¿cómo se explica que tú estés por encima de mí?

—Si Judd se sale con la suya, tendrás que vértelas con algún politicastro del montón a quien sólo le interesará trepar a toda costa... Aunque lo de «tendrás que vértelas» es un decir porque, en cuanto se entere de la existencia de la Casa de la Ciénaga, lo primero que hará será cerrarla para siempre.

—Y me estás contando todo esto porque...

—Bueno, siempre he querido lo mejor para ti, ya lo sabes.

—¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez estoy planteándome la jubilación?

Otra pausa... que Lamb aprovechó para sacarse el calzoncillo de la raja del culo.

—Si no vas a tomarte esto en serio —le dijo Taverner finalmente—, no tiene sentido que trate de avisarte.

—Tan sólo quería quitarle un poco de hierro al asunto.

—No te imagino jubilado, hojeando revistas de caza y pesca, qué quieres que te diga.

—Te agradezco tu opinión, pero tengo un par de cosas que hacer antes de que Cartwright llegue a la oficina, así que mejor te dejo.

—Jackson...

—Diana.

—¿Sabes a qué he estado dedicándome durante los últimos cinco meses? A trasladar archivos de un lugar a otro. Hablo en serio: me he dedicado a supervisar el traslado y almacenamiento en otro sitio de los informes más absurdos, de las carpetas obsoletas, de todo cuando ya no es relevante para nuestros... y cito literalmente... «objetivos cotidianos». Eso hago todos los días, por si te lo estabas preguntando.

—No me lo estaba preguntando ni por asomo, lo juro.

—Veo que sigues con tus chistes, pero estoy a cargo de la Segunda Mesa de operaciones, Jackson, y me obligan a hacer el trabajo que haría una becaria, así que no van a conformarse con echarle el cierre a la Casa de la Ciénaga, lo que harán será convertir el servicio en un trampolín para los amiguetes que quieran colocarse en el cuerpo diplomático. —Hizo una pausa para dar un efecto teatral a sus palabras—. Si te piden que escojas un bando, espero que te decidas por el bando correcto.

—¿El correcto para ti o el correcto para mí? —le dijo Lamb, y colgó.

—Se llamaba Sylvester Monteith —explicó Ho— y dirigía una empresa de seguridad: Black Arrow. ¿Os suena?

—Para nada —repuso Louisa.

—No es que sean de alto nivel —continuó Marcus—, pero en su día se hicieron con un par de subcontratas del gobierno...

No llegó a completar la frase. Había algo más, un detalle que tenía en la punta de la lengua.

—Y ahora el tal Monteith ha pasado a mejor vida —dijo Shirley—. ¿Quién le hizo el favor?

—Eso no lo pone en su currículum —contestó Ho.

No habían pasado ni diez minutos desde el altercado en el despacho de Marcus y Shirley, y ahora, sin haberlo acordado, se encontraban en el de Ho para ver qué era lo que había descubierto. En la Casa de la Ciénaga esas cosas pasaban a veces, y no siempre era un buen presagio.

—Sea como sea, los que lo hicieron no se esforzaron en mantenerlo en secreto —dijo Louisa—: eso de tirar un cadáver desde una furgoneta en pleno centro de Londres suena a mafia de algún tipo, a crimen organizado.

—La furgoneta no fue muy lejos —informó Ho—: la dejaron a tres calles de distancia.

—¿Alguna cámara de vigilancia?

—¿Una cámara de vigilancia? ¿En el corazón de Londres? Déjame que lo piense...

—Gracias, listillo. ¿Has encontrado las imágenes?

—Aún no —reconoció Ho.

—¡Peter Judd! —dijo Marcus de pronto.

—¿Qué pasa con él?

—Monteith conseguía subcontratas del gobierno para su empresa porque tenía a un colega bien situado, al menos eso es lo que se rumorea.

—¿Y ese colega era Peter Judd?

—Si era el caso, la cosa daría que pensar, ¿verdad? Sobre todo teniendo en cuenta que Judd estaba a dos pasos de donde dejaron tirado el cadáver.

Ho estaba frunciendo exageradamente el labio superior. Era la expresión que solía adoptar cuando chapoteaba en los cenagales de internet, una mueca que explicaba en gran parte —aunque no del todo— las pocas simpatías que despertaba.

No necesitó teclear mucho más para anunciar:

—Fueron juntos al colegio.

—Algo me dice que no era un colegio de medio pelo —opinó Shirley.

—¡Dios bendiga a la clase dirigente! —exclamó Marcus—. Pero ¿todo este asunto qué tiene que ver con la desaparición de Catherine?

—No lo sé —le contestó Louisa un poco tensa. Marcus tomó nota mental de la necesidad de mantenerse a una distancia prudente: las chispas que echaba una mujer con estrés podían llegar a chamuscarte si no te andabas con cuidado—. A ver qué más encontramos sobre Black Arrow.

—Querrás decir a ver qué encuentro yo —la corrigió Ho.

—No hay ningún «yo» en el equipo —le recordó Louisa.

—Pero sí una «o» en gilipollas —dijo Shirley.

Ho se frotó la mejilla, que aún tenía un tanto magullada.

Marcus abrió una de las ventanas y por un segundo se dejó llevar por la fantasía de que una brisa fresca entraría barriendo el olor a sudor y a energías marchitas que inundaba el despacho de Ho, pero una ardiente ráfaga de aire y ruido lo devolvió a la realidad. Volvió a cerrar y se prometió darle la lata a Catherine sobre la conveniencia de comprar unos ventiladores que funcionaran... pero Catherine no estaba allí: llevaba casi veinticuatro horas desaparecida... Divisó a alguien saliendo a paso rápido de la casa de apuestas situada calle abajo. Se detuvo junto a una papelera y tiró una bola de papel en el interior, o lo intentó, porque rebotó en el borde y fue a parar a la acera. «Alguien que tiene un mal día», se dijo. Él mismo había tenido sus días malos, pero lo único que necesitaba era una tarde de suerte; entonces se olvidaría de todo para siempre: de los naipes, de las carreras de caballos, de las puñeteras ruletas electrónicas...

—¿Has dicho algo?

—Que nos hacen falta unos ventiladores que funcionen —respondió Marcus.

Ho empezó a recitar lo que había encontrado sobre Black Arrow: fundada hacía veinte años, no había tenido un éxito deslumbrante, ni mucho menos, y sus últimos cinco años eran toda una oda a la eficiencia del libre mercado. Black Arrow contaba hoy con una plantilla de algo más de doscientos «especialistas», tenía unas cuantas subcontratas del gobierno —tirando a pequeñas— y estaba a cargo de la seguridad de una cadena de supermercados de segundo nivel —lo que probablemente tenía más que ver con el traslado en furgón de la recaudación y los salarios que con la vigilancia de existencias, aunque esto último tampoco podía descartarse del todo.

—¿Expedientes del personal? —terció Louisa.

—¿Para qué los quieres? —preguntó Shirley.

—Estamos reuniendo información y datos de inteligencia. Si quieres, te explico el concepto, pero no tenemos tiempo para...

—Ah, pues por mí no te cortes...

Marcus la interrumpió:

—Eso ha sido la puerta: Lamb acaba de entrar.

Los cuatro adoptaron un repentino aire ocioso, pues la experiencia les decía que, si los encontraba trabajando en lo que fuera, sospecharía de inmediato que estaban tramando algo.

Sin embargo, no fue Lamb quien apareció un minuto después en la puerta del despacho de Ho, sino River Cartwright.