El Támesis estaba medio seco. Algunos contaban que años atrás el río se congelaba y se organizaban ferias populares debajo de los puentes mientras los patinadores se divertían zigzagueando frente a una ciudad que ya no existe, pero Sean Donovan no recordaba haber oído contar que el río se hubiera secado jamás: la pestilencia habría vuelto loco a todo el mundo.
Pero quizá ya había sucedido. En la furia de su ritmo incansable, en la rabia del tráfico, había algo decididamente psicopático.
Por no hablar de los secretos que saldrían a la luz cuando el cuarteado y escamoso limo del lecho fluvial quedara a la vista. Todo lo que los poderosos habían tratado de echar por el sumidero, de ahogar en la oscuridad, quedaría expuesto a la cruda luz del sol y ya no habría dónde esconder nada más.
Estaba de pie junto a un árbol del Embankment, un triste árbol amarillento que apenas ofrecía sombra. Sabía que aquella zona estaba sembrada de cámaras de vigilancia que cubrían cada centímetro del paseo sin respetar la privacidad de nadie, pero confiaba en el caos organizativo: los encargados tardarían un buen rato en establecer la correlación entre la persona apoyada en aquella barandilla a la espera de encontrarse con alguien y el encapuchado que había abandonado la furgoneta desde la que habían arrojado un cadáver a apenas un kilómetro de distancia de allí. Consultó el reloj, como si se propusiera verificar este último punto, y levantó la vista hacia cielo. El sol ya no se andaba con miramientos: ahora caía a plomo sobre cualquiera que se expusiera a sus rayos.
Cegado por un instante, no vio a Ben Traynor hasta que estuvo a su lado.
—Sean.
Aunque apenas habían transcurrido unas horas desde que se habían separado, se dieron la mano.
—¿Todo en orden?
—Sí, sí, estoy bien —dijo Donovan—. ¿Y la mujer?
—Deja ya de preocuparte por ella: está haciendo una cura de reposo, nada más.
Traynor miró a su alrededor haciendo un barrido de trescientos sesenta grados. No vio nada sospechoso.
—¿Y Monteith? Algo me dice que no estará muy contento.
«Nada contento», pensó Donovan.
—La cosa ha salido mal, Ben. Culpa mía.
—¿Mal hasta qué punto?
—Fatal.
Traynor asintió. Volvió a mirar a su alrededor, hacia la zona de South Bank, y su gesto se ensombreció mientras se hacía cargo de la nueva situación. Luego miró de nuevo a Donovan.
—Así que no está metido en la furgoneta, amarrado y friéndose como un pollo. Si te soy sincero, Sean, no creo que sea una gran pérdida para la humanidad.
—Será mejor que te marches —repuso Donovan—. Llama al chaval y dile que se acabó lo que se daba, ya sabe lo que tiene que hacer.
—Sí, pero ¿y después? Ya hemos llegado demasiado lejos.
—Lo del secuestro ya era malo de por sí, pero con el asesinato hemos cruzado una línea roja.
—¿Qué le has hecho, romperle el cuello?
—El muy capullo trataba de escapar. Al final resulta que tenía cojones, hay que reconocerlo. Pero yo no me lo esperaba, joder: estaba convencido de que se pondría a gimotear y que haría lo que le dijese.
—Todos lo estábamos.
—Lo he pillado y le he soltado un puñetazo. Un solo puñetazo, en serio.
—A veces uno no es consciente de su propia fuerza, son cosas que ocurren.
Donovan sí era consciente, lo que no había tenido en cuenta era la rabia acumulada durante los últimos años: la rabia lo había dominado y el golpe había resultado demoledor. Cuando oyó cómo crujían sus nudillos en el rostro de Sly, comprendió que acababa de precipitarse por un abismo.
Una sirena los puso en alerta, pero no era más que una ambulancia: un pobre desgraciado se habría desmayado por el calor. Donovan esperó a que el estruendo se perdiera en el rumor incesante de la ciudad.
—Sigues aquí...
—Todavía podemos arreglárnoslas para terminar este asunto.
—Es posible... pero no vamos a poder salirnos con la nuestra.
—Sean —dijo Traynor—, eso ya lo sabíamos desde un principio.
River Cartwright se sentía como si le hubiesen sacado las entrañas con un cucharón y, tras revolverlas un rato, hubiesen vuelto a metérselas de cualquier manera. Aunque se esforzaba por moverse con naturalidad, a causa del dolor parecía como si llevara un huevo invisible en equilibrio sobre la cabeza.
Nick Duffy era realmente bueno en su trabajo.
—Tu abuelo no va a vivir eternamente —le dijo Duffy mientras lo conducía a la salida de Regent’s Park.
River seguía sin comprender qué había ocurrido: su suerte parecía haber cambiado de pronto.
—¿Qué quieres decir?
En una mano llevaba el móvil, en la otra, su amor propio. Cualquier movimiento inesperado y uno de los dos, o ambos, irían a parar al suelo.
—Alguien te ha sacado las castañas del fuego, y no es que tengas amigos por todas partes.
—Tú, en cambio...
—Mira, voy a darte un consejo... —Le pasó el brazo por los hombros en un gesto aparentemente amigable, aunque sabía bien dónde tenía que presionar para dejar claro que no lo era—: no te molestes en volver a la Casa de la Ciénaga. Todos esos impresos e informes absurdos acabarán volviéndote loco. Es mejor que te rindas de una puta vez, ¿no crees? Prueba a buscarte algún otro trabajito; en un McDonald’s, por ejemplo. Finge que no hablas inglés y verás cómo te contratan enseguida. Lo digo porque tu carrera como espía está más muerta que tu amigo Spider.
—Spider no está muerto.
—Es posible, pero todas las mañanas tienen que acercarle un espejo a los labios para comprobarlo.
Para entonces ya habían salido por la puerta principal y se encontraban en la acera de Regent’s Park. En la calle había madres con cochecitos y algún que otro corredor descerebrado, pero la mayoría de la gente estaba sentada a la sombra, disfrutando de la tranquilidad del parque. Resultaba un tanto extraño contemplar aquella escena mientras Duffy le musitaba al oído amenazas apenas veladas.
—Mi abuelo tiene más de ochenta años, ¿sabes? —repuso River en voz baja—. Algunos días incluso le cuesta subir las escaleras: las articulaciones le juegan malas pasadas...
—Tú también vas a tener problemas de movilidad durante unos cuantos días.
—... pero incluso en su peor momento habría podido aplastarte como un gusano sin pensárselo dos veces.
Se alejó de Duffy caminando calle abajo y moviendo los brazos acompasadamente. Nada en su forma de desplazarse sugería que acababa de recibir una paliza a manos de un profesional. Dobló por la esquina, se apoyó entre dos coches estacionados y vomitó en el arcén.
Y ahora estaba de vuelta en la Casa de la Ciénaga.
—Creíamos que eras Lamb.
—Gracias, muy amables.
—¿No estabas encerrado en Regent’s Park? —preguntó Louisa—. ¿Cómo es posible que te hayan soltado tan pronto?
—Ni idea. ¿Catherine sigue desaparecida?
River les mostró su teléfono.
Louisa lo cogió y se acercó a la ventana sosteniéndolo en el ángulo indicado para verlo mejor. La imagen seguía siendo la misma: Catherine esposada, amordazada, sentada en una cama...
—Por eso te colaste en Park, ¿no?
River no contestó, estaba mirando fijamente uno de los monitores de Ho.
—¿Quién es ese cabrón? —preguntó.
—No me gusta que te acerques tanto a mi nuca —dijo entonces Ho.
—Su nombre es Sylvester Monteith —contestó Louisa—. ¿A qué viene lo de «cabrón», si puede saberse?
—Es el tipo que secuestró a Catherine, ¿por qué lo tenéis en la pantalla?
—No me gusta que...
—¡Cállate!
—Acaban de tirar su cadáver en medio de la calle en pleno centro de Londres —explicó Marcus.
—¿Quieres decir que se lo han cargado?
—Bueno, no creo que llegara volando.
River no estaba de humor para bromas.
—Ese tipo estaba esperándome en el puente peatonal esta mañana. Fue él quien me envió a Regent’s Park: quería que le consiguiera un informe.
Marcus se acordó del tipo al que había visto en el puente antes de que Shirley y él se fueran a la heladería en vez de buscar a River. Mejor no mencionarlo por ahora... es decir, mejor no mencionarlo nunca.
—Si él secuestró a Catherine y ahora está muerto, ¿qué habrá sido de ella? —preguntó Louisa.
Shirley cogió el móvil de River y estudió la foto.
—Ese cabrón quería que robara el informe confidencial de seguridad sobre el primer ministro —explicó River.
—¿Y lo conseguiste?
—¿Tú qué crees?
—Está muy entera... —dijo Shirley.
—¿Cómo?
—Me refiero a Catherine: en la foto se la ve muy entera, sentada con la espalda completamente recta...
—¿Y qué?
—En las fotografías de este tipo, la víctima por lo general aparece completamente abatida y con la cabeza gacha.
River se la quedó mirando.
—¿Eso es un hecho comprobado?
—Sí... no, no lo sé. Pero la postura me parece sorprendente, como si no fuera más que una escenificación.
—¿Crees que es falsa?
Shirley se encogió de hombros.
—No lo sé, pero el hecho es que no parece... desesperada.
River frunció el ceño.
—¿A qué te refieres? —preguntó Marcus.
Shirley le pasó el teléfono.
—No da la impresión de estar asustada, ¿no?
—Está esposada, por Dios —dijo River.
—Sí, claro que está esposada —replicó Marcus—, pero Shirley tiene razón: no parece asustada.
—No creeréis en serio que ella forma parte de todo este tinglado...
—Bueno, no me la imagino arrojando un cadáver desde una furgoneta —admitió Marcus.
—¿Os importaría apartaros un poco de mi escritorio? —dijo Roderick Ho—. No me gusta que esto esté tan abarrotado...
—¿Quieres saber lo que no me gusta a mí? —replicó Louisa.
Roderick se la quedó mirando con el ceño fruncido mientras River le cogía el móvil a Shirley y volvía a examinar la foto. Catherine esposada y amordazada... ¿estaba asustada? Era difícil saberlo: su expresión, en general, no solía revelar demasiado. Podría estar gritando por dentro y nunca lo adivinarías. De hecho, probablemente eso era lo que hacía la mayor parte del tiempo... Pero el caso era que River ni siquiera se había parado a considerarlo: aquella foto había encendido una mecha en su interior haciendo que entrara en combustión.
—¿Has encontrado la cámara de vigilancia que nos interesa? —le preguntó Louisa a Ho.
—No, porque aún no me he puesto a buscarla.
—Éste podría ser un buen momento, ¿no crees? —propuso River.
—¡Tú a mí no me das órdenes! —soltó Ho levantando la voz como para dejar claro que aquello iba para todos los presentes.
—No es momento para chorradas, Roderick —le dijo Shirley.
—No podría estar más de acuerdo —anunció Jackson Lamb, que se las había arreglado para subir por las escaleras sin hacer ruido.
Todos se quedaron helados.
Los dos hombres se encontraban en el puente de Hungerford, cruzando el río perezoso. El perfil urbano del South Bank, tan seductor después del anochecer, resultaba simplemente brutal a esa hora del día. En el puente ferroviario, un tren se había detenido inesperadamente bajo el sol: los pasajeros debían de estar cociéndose a fuego lento. Donovan y Traynor lo contemplaron durante unos segundos sin que la suerte de aquellos pobres los conmoviera mucho: ambos se habían encontrado en situaciones bastante más ardientes.
—Entonces, ¿dónde está el cadáver? —preguntó Traynor—. ¿Lo dejaste dentro de la furgoneta?
—No, lo dejé tirado delante del Anna Livia Plurabelle’s. ¿Has comido alguna vez allí? Dicen que está muy bien.
Traynor hizo una pequeña pausa y luego dijo:
—Doy por hecho que no estás bromeando.
—Si lo hubiera dejado en la furgoneta, seguro que habrían corrido un tupido velo sobre el asunto: dirían que Monteith había desaparecido y punto, o que había tenido un infarto mientras dormía. Ahora no podrán ocultarlo; no tan fácilmente, al menos; de modo que tendrán que seguirnos el juego.
—¿Has contactado con ellos?
—Sí, con Ingrid Tearney, la Dama. —Donovan se detuvo y contempló el cielo—. Este maldito calor... esto no es normal. Dadas las circunstancias, era lo más conveniente, ¿no crees?
—Bien visto.
Reemprendieron la marcha.
—¿Y qué te ha dicho? —preguntó Traynor.
—Que recurramos al personal de la Casa de la Ciénaga, a la gente de Standish. Está claro que quiere manejar el asunto de forma extraoficial: esa Casa de la Ciénaga es el lugar al que envían a los que en su momento la cagaron bien.
—Eso me llena de confianza.
—Tampoco es que los necesitemos demasiado: tan sólo tienen que llevarnos allí donde nos conviene. Una vez allí, cogemos lo que nos interesa y nos esfumamos.
—O sea, que lo haremos después del anochecer.
Donovan asintió.
—Y por ahora debemos mantenernos a la espera... —añadió Traynor.
—Preferirías encontrarte metido en un buen tiroteo, ¿verdad?
—Una y mil veces.
Ambos hombres, que en más de una ocasión se habían tenido que refugiar tras un muro acribillado por las balas, soltaron una carcajada que los acompañó hasta la otra orilla del Támesis.
• • •
Lamb tiró la chaqueta al perchero, pero no acertó.
—Colgadla por alguna parte —ordenó sin dirigirse a nadie en particular. Luego hizo rodar la silla del segundo escritorio del despacho, que Ho utilizaba para almacenar los empaques del software y las pringosas cajas de pizza, y, antes de sentarse, lo tiró todo al suelo de un manotazo—. Así está mejor. Y bien, yo pensaba que todos teníais trabajo que hacer.
Ho fue el primero en reaccionar:
—Les he dicho que volvieran a sus despachos, pero...
—Claro, claro... cállate, anda.
Lamb entrecruzó las manos sobre la barriga. Olía a tabaco y a sudor, pero daba la impresión de que se alegraba de que aquellos olores lo impregnaran todo.
—A ver, ¿qué es eso que estamos viendo?
—Hemos encontrado al tipo que raptó a Catherine.
—Sylvester Monteith —afirmó Lamb, impávido—: un viejo compinche de Peter Judd reconvertido en carroña tirada en la cuneta. —Contempló sus expresiones de asombro con una sonrisa desdeñosa que había ido practicando con los años—. ¿Y? ¿Os habíais propuesto darme una sorpresa?
—Judd está metido en todo esto, ¿verdad? —preguntó Louisa.
—Vaya, vaya —le dijo Lamb con pretendida admiración—, y yo que pensaba que te pasabas las noches follando hasta quedar atontada. Al final va a resultar que tu pequeño cerebro sigue funcionando.
Ho miró a Louisa con cara de perplejidad y Shirley sofocó una risita.
—¿Y tú qué te cuentas, Cartwright? —siguió Lamb—. Un día divertido, ¿no?
—Ha sido un día... diferente.
—Puedo imaginarlo. ¿Qué es eso de colarse en Regent’s Park por la cara? Te recuerdo que eres un agente del servicio secreto, no uno de los Siete Secretos de Enid Blyton. Pensaba que te habrías dado cuenta a estas alturas.
—Monteith me ha enviado esto.
River le mostró la pantalla del móvil y una sombra cruzó por sus ojos, aunque se esfumó un segundo después. Frunció los labios y dijo:
—¿A ti te parece que Catherine esté asustada?
—¡Es justo lo que acabo de decirles! —exclamó Shirley.
—Claro, y sin duda tú la habrías atado mejor. —Se volvió hacia River y apartó el móvil—. Esa tropa de Monteith formaba un equipo tigre, Judd los había contratado. Y tú has caído en su trampa como un gilipollas.
—Pero... entonces, ¿quién se ha cargado a Monteith? —intervino Marcus.
—Es lo que suele ocurrir cuando se juega con tigres, ¿no? A veces les da por ponerse a morder de verdad.
—Ya, pero ¿a quién estaban poniendo a prueba? —preguntó River—. ¿A nosotros o a la gente de Regent’s Park?
Lamb le clavó la mirada durante lo que pareció ser un minuto entero —algo perfectamente plausible tratándose de Lamb— y entonces se echó a reír. Y como se trataba de Lamb, aquello involucró todo su corpachón, que se estremeció al compás de las carcajadas. Uno de los botones de la camisa se le desprendió dejando al descubierto un peludo segmento de su inmensa barriga. Riendo así, a todo pulmón y con la cabeza echada hacia atrás, parecía un payaso malvado.
—Madre mía —afirmó finalmente entre jadeos—. Lo siento, pero es que uno se descojona contigo... «¿A nosotros o a la gente de Regent’s Park...?» Ja, ja, ja. No irás a pedirme una licencia para matar, ¿no? —Se enjugó las lágrimas en la manga y la risa se borró de su rostro—. Pero ¿tú te has oído? ¿Te parece que Judd se habría propuesto poner a prueba la efectividad o la seguridad de un lugar como la Casa de la Ciénaga? Lo que Judd pretende es enviarla al contenedor de la basura, y cuando digo «la Casa de la Ciénaga» os incluyo a todos vosotros, los magos del humor.
—Pero está claro que el tiro le ha salido por la culata —dijo Marcus.
—Hay que mirar el lado bueno de las cosas —convino Lamb—: ese colega de Judd, Monteith, pronto va a ser abono para las plantas, pero vosotros vais a salir vivos de ésta. Los hay con suerte, de eso no hay duda. Os cuento: ahora que han devorado a su domador, esos tigres tienen una agenda completamente nueva, y da la casualidad de que vosotros estáis en ella. La Casa de la Ciénaga ha entrado de pronto en escena y vosotros cuatro también.
—Somos cinco —recordó Ho.
—Ah, ¿tú también cuentas? Bueno, pues sé buen chico y prepárame una taza de té, estoy que me muero de sed.
Ho emitió una risita.
Nadie lo secundó.
De mala gana, se levantó y echó a andar hacia la cocina arrastrando los pies.
—Así que entramos en escena —repitió Marcus.
—¿Alguna vez habéis oído hablar del archivo de las chaladuras? —preguntó Lamb.
—Más conocido como el fichero gris... —puntualizó River.
—Tendría que haber imaginado que tú lo conocerías. Probablemente tu abuelito te contaba esa historia cuando te acunaba, ¿me equivoco? Muy bien, pues adelante, explícanoslo tú mismo.
—Se trata del fichero en el que el servicio secreto almacena todo tipo de teorías conspirativas sobre el 11-S, las bombas en el metro de Londres, el avión de Lockerbie, las armas de destrucción masiva... Digamos que es el cofre del tesoro de los paranoicos.
—Por no hablar de las mierdas más demenciales de todas —dijo Lamb.
—Sí, claro —convino River—: que el país está dirigido por lagartos con forma humana, que la familia real es de origen extraterrestre, que los ovnis nos visitan cada dos por tres o que la Unión Soviética en realidad nunca se vino abajo y ha estado gobernando el mundo desde 1989...
—¿Hay un archivo oficial para estas cosas? ¿En serio? —preguntó Marcus.
—No es más que un resumen de todo lo que circula por ahí —dijo River—. Durante la Segunda Guerra Mundial quedó claro que la mejora en las comunicaciones no sólo facilitaba que la información se difundiera con mayor rapidez, sino que también permitía que la gente hiciera circular toda clase de patrañas. Por ejemplo, corrió el rumor de que Churchill había sido asesinado y sustituido por un doble, y esa historia se volvió lo que hoy llamaríamos «viral», con el consiguiente perjuicio para la moral de los Aliados.
—Desinformación —concluyó Louisa.
—Con la salvedad de que aquí estamos hablando de la basura que la gente se inventa por su cuenta —matizó River—. Tras la aparición de internet, hoy puedes alumbrar tu propio desvarío conspiranoico a la hora del desayuno y contar con un grupo de seguidores a la hora de cenar. Por lo demás, el servicio sabe desde hace tiempo que, en vista de lo que la gente está dispuesta a creerse, cada vez resulta más fácil sepultar las verdades incómodas, de ahí que exista el fichero gris.
—¿Estás diciendo que algunas de esas cosas son verdad? —preguntó Shirley.
—Si lanzas los suficientes dardos, alguno termina por hacer diana —susurró Louisa pensado en voz alta.
—Exacto —coincidió River—: si hace un par de años hubieras aventurado que las agencias de inteligencia de medio mundo estaban espiando nuestros correos electrónicos de forma masiva, te habrían tomado por loca.
—Entonces, algunas de esas cosas son ciertas... —insistió Shirley.
River se encogió de hombros.
—Los bulos más estrafalarios pueden tener su utilidad. Por ejemplo, para saber quién se cree según qué patrañas. Porque al fulano de turno igual le da por ponerse un cinturón-bomba y acercarse al centro comercial de la esquina. Si este fulano existe, al MI5 le interesa saber sobre él, y cuanto más, mejor. Lo monitoriza, registra sus datos, los almacena...
—Y yo que creía que nuestro puto trabajo era el peor de todos los trabajos posibles.
—Bueno, la mayor parte de esta clase de vigilancia suele subcontratarse: hay gente que está encantada de pasarse la vida metida en internet investigando las teorías más descabelladas. El servicio tiene a unos cuantos a sueldo: es como tener un pequeño ejército de escarabajos peloteros revolviendo en la mierda.
—No suena demasiado confiable —objetó Marcus.
—Es cierto, aunque probablemente ninguno de ellos sepa que está trabajando para el MI5.
—Pero probablemente lo imaginan.
—¿Y quién va a hacerle caso a un friki que se pasa el día pegado a la pantalla del ordenador?
—Hablando del rey de Roma —dijo Lamb.
Ho acababa de aparecer en el umbral taza en mano.
—¿Qué?
—Nada, nada, cosas nuestras... —Lamb cogió la taza y utilizó uno de los paquetes de software como posavasos. Ho hizo amago de objetar, lo pensó mejor y volvió a sentarse en su silla—. Bueno, chicos, ahora ya sabéis de qué va la cosa: la enciclopedia de las chifladuras, una lectura idónea para adolescentes y vírgenes de mediana edad. Gracias a Dios que ganamos la Guerra Fría, ¿eh?
—¿Y todo esto qué tiene que ver con nosotros? —preguntó Louisa.
—Es lo que quieren los tigres de Monteith —Lamb se rascó la axila y a continuación se secó la mano en el pantalón—: el fichero de las chaladuras, y vosotros vais a ayudarlos a hacerse con él.
—¿Por qué nosotros? —quiso saber River.
—A ver, un momento... ya ha quedado claro que esos tipos son unos putos majaderos, ¿no? —contestó Lamb—. ¿A qué otra cuadrilla se les ocurriría recurrir?
—¿Y dónde se guardan esos archivos? —preguntó Marcus—. Ese fichero, o lo que sea.
—Me alegro de que hagas esa pregunta... —Lamb frunció el ceño, levantó las nalgas unos centímetros del asiento y se echó hacia delante. Todos se prepararon para lo peor. Al cabo de un segundo, negó con la cabeza y volvió a acomodarse—. Va a ser que no —dijo—. Sí, eso, ¿dónde está el puto fichero? Ve a averiguarlo, ¿quieres?
—¿No sería mejor que lo hiciera Ho?
—Vaya, veo que has cambiado de idea, pero ¿no decías esta mañana que era un memo y un inútil? —Se volvió hacia Ho—. Son sus palabras, no las mías.
Ho asintió con la cabeza, agradecido.
—Aunque me tomé la molestia de aclarárselo —añadió Lamb—: un memo y un inútil no, un mamonazo. —Se volvió hacia Marcus—. ¿Aún estás aquí? —Señaló a Shirley con el dedo y agregó—: Y tú, ve a hacerle compañía. —Su índice apuntó a River—. Y en cuanto a ti...
—¿No sería mejor que lo hiciera Ho? —preguntó River.
—¡Ho, Ho, Ho! —gritó Lamb—. Esto parece el puto gueto de Papá Noel.
—La gruta: la gruta de Papá Noel.
—¡Feliz Navidad, muchachos! Tú y tú también —su dedo señaló a Louisa—, averiguad quién dirige ahora ese equipo tigre, porque ése es el tipo con quien queremos hablar. ¿Todo claro?
Un pedo monstruoso resonó sin previo aviso.
—Uf, menos mal. Pensaba que no iba a salir nunca. En fin, andando, fuera todos de aquí de una puta vez. A las cinco en punto os quiero de vuelta, y con respuestas.
El repentino aroma que empezó a inundar la estancia hizo que no se lo pensaran dos veces a la hora de salir, pero Lamb retuvo a Louisa.
—A ver, el año pasado estuviste a cargo de una investigación en la red, ¿no es así? Te pasabas el día metida en salas de juego...
—En salas de chat, querrás decir. Son foros que...
—Lo que sea. Una vez que hayáis descubierto quién es el Señor X, trata de encontrar su rastro digital en los lugares previsibles: los que están como una cabra suelen juntarse en rebaños, así que es posible que haya estado buscando compañía. El tipo quiere el fichero de las chaladuras, no estaría de más saber por qué.
—Ya, pero es poco probable que utilice su verdadero nombre en la red, ¿sabes?
—¿Y eso es un problema?
—Bueno, es como ponerte a buscar un coche sin saber la marca, el color o la matrícula.
—Uno se crece ante los desafíos.
Louisa se lo quedó mirando fijamente y Lamb se encogió de hombros.
—Los de Recursos Humanos no dejan de enviarme correos electrónicos —explicó—, es probable que se me haya pegado algo de su mierda.
—¿Hasta qué punto están metidos los de Regent’s Park en todo esto?
—¿Y eso qué importa ahora?
—Bueno, siempre que nos vemos metidos en uno de los chanchullos de Diana Taverner alguien sale trasquilado.
—Espero que no estés cuestionando mi buen juicio.
—Es sólo una opinión...
—Genial, pues ya sabes lo que dicen —dijo Lamb—: las opiniones son como los agujeros del culo, cada uno tiene la suya. —Enseñó sus dientes amarillentos—. Y la tuya apesta que no veas.
Cuando Louisa salió del despacho, Lamb se volvió hacia Ho, que no apartó la vista de sus monitores. Parecía malhumorado.
—¿Listo para hacer un trabajo de verdad para variar?
—Pensaba que...
—No te emociones, sólo necesito un chimpancé bien adiestrado delante de su pantallita.
Le explicó a Ho lo que quería.
Era el calor. El calor y la botella, pero sobre todo el calor.
Y al mismo tiempo, también, y sobre todo, la botella.
Catherine tenía hambre, pero era incapaz de probar bocado porque comer algo supondría desbaratar el bodegón que conformaba la bandeja. Si se comía el sándwich, la manzana o la barrita energética, o si se bebía el agua, situaría el vino en primer plano, así que lo mejor era dejarlo todo como estaba para que el vino no pasara de ser un simple elemento del conjunto. Si continuaba siendo un elemento más, su amenaza se vería neutralizada, no supondría un peligro.
Poco antes se había dado un baño —¿qué clase de secuestro era ése, donde te servían bebidas en tu propia suite?—, pero sus abluciones matutinas le habían traído imágenes indeseadas a la mente porque había encontrado el cadáver de Charles Partner precisamente en una bañera. Y un tiro en la sien no era tan pulcro como muchos podrían imaginar: dentro de la cabeza había cosas que resultaba muy desagradables de ver.
Dejó que el agua escapara por el sumidero y, vestida sólo con la combinación, volvió al dormitorio, donde la diminuta botella de Pinot seguía esperándola como una granada de mano.
Algunas veces, Partner la llamaba Moneypenny: era una forma de mostrarle su afecto. Llevaba algún tiempo sin beber cuando él se suicidó, y seguía sobria desde entonces, así que... ¿por qué demonios ese botellín de vino le parecía ahora tan peligroso?
«Ningún día sin beber es un día perdido.»
Era un pensamiento recurrente, un mantra que se repetía al acostarse por las noches, una pequeña victoria con la que terminar el día. Porque ningún día sin beber era un día perdido: con independencia de lo que hubiera hecho o dejado de hacer durante la jornada, siempre le quedaba ese salvavidas para cuando llegara la hora azul. Cada nuevo día sin beber era uno más que sumar al total y, aunque no llevaba la cuenta exacta —como sí hacían muchos alcohólicos en rehabilitación—, tampoco lo necesitaba: cada día tenía valor en sí mismo porque lo único que importaba era el presente.
En ese momento, sin embargo, se le ocurrió que su mantra tenía una lectura adicional: si desde que había dejado de beber no había perdido ni un solo día, bien podía permitirse perder alguno. Al fin y al cabo, la cuenta de los días provechosos no variaba. Era como el dinero en el banco: si una semana no hacías un ingreso, eso no significaba que tus ahorros se redujeran.
Volvió al cuarto de baño para mojarse un poco la cara y refrescarse. Quizá debería comerse la manzana y beber un poco de agua. El vino seguiría camuflado por el sándwich y por... la barrita energética. ¿Qué tipo de secuestradores te llevaban a la habitación una barrita energética? Aquello iba más allá del absurdo. También podía mezclar el vino con el agua, y entonces ni se notaría. Sería como tomar un medicamento. Así, el vino ya no estaría en la bandeja y ya no tendría que pensar más en él.
No disponía de ningún espejo en el que enfrentarse a sí misma, en el que mirarse a los ojos y preguntarse qué demonios pensaba que estaba haciendo.
En realidad, a esas alturas estaba convencida de que su dependencia del alcohol había pasado a una nueva fase. Sabía perfectamente que ningún alcohólico pasaba en realidad a una nueva fase, si bien le resultaba reconfortante pensar que ella lo había conseguido del mismo modo que sus colegas de la Casa de la Ciénaga preferían creer que sus carreras profesionales aún podían resucitar. Porque creer no quería decir creer de verdad: la creencia era simplemente un lugar donde depositar las esperanzas.
Ella podía argüir en su defensa que había superado todas las pruebas que se había impuesto... y también las que otros le habían impuesto. Hacía tiempo que Lamb le servía un vaso de whisky cuando se reunían en su despacho por las noches y, aunque nunca había sucumbido a la tentación, muchas veces se había preguntado cómo habría reaccionado él en caso contrario. Probablemente le habría arrebatado el vaso al instante, o al menos eso era lo que ella esperaba. Estaba claro que Lamb disfrutaba comprobando hasta dónde llegaba el instinto de supervivencia de los demás, quizá porque él mismo se había visto sometido a pruebas tanto o más rigurosas a lo largo de los años, aunque la verdad era que nunca lo había escuchado hablar del asunto. Alguna vez se le había ocurrido que, después de la caída del muro del Berlín, Lamb había optado por construirse un muro propio en el que vivía parapetado desde entonces. Pero no era fácil comprender a alguien que ponía tanto empeño en protegerse del exterior, así que tal vez se equivocaba y lo que Lamb pretendía en realidad al tentarla con aquel vaso de whisky era simplemente que sucumbiera.
La cuestión fundamental era recordar que no lo había hecho hasta ahora.
Además, tarde o temprano, una de esas noches —y en este punto las probabilidades jugaban a su favor— Lamb se acabaría la botella y se vería obligado a reclamar el vaso que acababa de servirle. Sería divertido verlo: un momento de triunfo para ella. Y en cuanto terminara de bebérselo, ella iría a traerle su propia botella, la que guardaba como un tesoro en el cajón de su escritorio... suponiendo que él no la hubiera encontrado ya y hubiera dado buena cuenta de su contenido antes de que se presentara la oportunidad. Eso también vendría a ser un triunfo, en este caso para él; aunque, por supuesto, aspirar a un triunfo de ese tipo sería admitir que estaba jugando con ella.
Regresó al dormitorio. La botella de vino continuaba esperándola en la bandeja, obstinada, reluciente en medio del calor de la buhardilla.