(JUVENTUD Y REBELDÍA)
Estoy en el MacDonald’s de la Plaza de España de Zaragoza,
haciendo la cola gigantesca,
con los ojos clavados en los carteles de los precios,
el dinero justo en la mano derecha,
billetes arrugados.
Estoy ahora en el piso subterráneo, arriba fue imposible.
Estoy sentado al lado de un niño negro que tiene en su mano
una patata amarilla untada de ketchup muy rojo:
Santísima bandera del otro mundo,
el niño negro que resplandece,
mi hermano ciego.
El niño está solo, no bebe,
no le llega para la Coca-Cola, solo patatas.
Solo patatas, solo patatas, esa desgracia,
esa soledad idéntica a la mía,
¿no lo entiendes?, solo le llega para las patatas,
y está sentado, quieto,
en su trono, la negritud y el niño,
en el trono, allá, allá, en ese trono radiante.
MacDonald’s siempre está lleno.
Es el mejor restaurante de Zaragoza,
una alegría despedazada nos despedaza el corazón:
Por tres euros te llenan de cajas,
de vasos de plástico, de bolsas,
de pajitas, de bandejas.
Es el mejor restaurante del mundo.
Es un restaurante comunista.
Rumanos, negros, chilenos, polacos, cubanos, yo mismo,
aquí estamos, abajo, al lado de un muñeco,
al lado de un cartel que dice «I’m lovin’ it».
Tengo una bota encima de un charco
de un helado de nata deshecho.
Miro la nata comerse el tacón de mi bota.
Una nata blanca, despedazada.
Arde el sol sin tiempo, bulle la mano sucia.
A mi lado, una niña de veinte años
le dice a un tío de diecisiete
que no le importaría hacérselo con él.
Con él, con él, un eco negro.
Y ríen y tragan patatas fritas.
Y yo trago patatas fritas.
Y dos maricas están enfrente comiéndose
la misma hamburguesa goteante,
cada boca en un extremo, y se manchan y
se muerden.
Y tragan patatas fritas. Y se besan. Y se tocan.
Y se despedazan.
En Londres, en París, en Buenos Aires,
en Moscú, en Tokio,
en Ciudad del Cabo, en Tucson, en Praga,
en Pekín, en Gijón,
somos millones, la tarde harapienta,
el dolor en el cerebro, la comida,
millones en miles de subterráneos esparcidos
por la gran tierra de los hombres.
Estoy en paz aquí con todo: barata la carne, barata la vida,
baratas las patatas.
Me siento Lenin. Soy Lenin, el marica inusitado,
el gran hereje, el loco supremo,
el hijo de la última mano miserable que tocó
el monstruoso corazón del cielo.
Si Lenin volviera, MacDonald’s sería el sitio,
el palacio sin luna,
el gueto de las reuniones clandestinas.
Algo importante está sucediendo
en este subterráneo del MacDonald’s
de la Plaza de España de Zaragoza,
pero no sé qué es.
No lo sé.
De un momento a otro, vamos a arañar la felicidad:
el niño negro, los novios, el muñeco,
la nata del suelo, mis botas.
Botas nuevas, de piel brillante,
con la punta afilada en señal de muerte.
En MacDonald’s, allí, allí estamos.
Carne abundante por tres euros.
No las ves que están agotadas, que no se tienen en pie, que son ellas las que sostienen cualquier ciudad, todas las ciudades. Con el matrimonio, con la maternidad, con la viudedad, con los golpes, ellas cargan con este mundo, con este sábado por la noche donde ríen un poco frente a un vaso de vino blanco y unas olivas. Cargan con maridos infumables, con novios intratables, con padres en coma, con hijos suspendidos. Fuman más que los hombres. Tienen cánceres de pulmón, enferman, y tienen que estar guapas. Se ponen cremas, son una tiranía las cremas. Perfumes y medias y bragas finas y peinados y maquillaje y zapatos que torturan. Pero envejecen. No dejan las mujeres tras de sí nada, hijos, como mucho, hijos que no se acuerdan de sus madres. Nadie se acuerda de las mujeres. La verdad es que no sabemos nada de ellas. Las veo a veces en las calles, en las tiendas, sonriendo. Esperan a sus hijos a la salida del colegio. Trabajan en todas partes. Amas de casa encerradas en cocinas que dan a patios de luces. Sonríen las mujeres, como si la vida fuese buena. En muchos países las lapidan. En otros las violan. En el nuestro las maltratan hasta morir. Trabajan fuera de casa, y trabajan en casa, y trabajan en las pescaderías o en las fábricas o en las panaderías o en los bares o en los bingos. No sabemos en qué piensan cuando mueren a manos de los hombres.
Adiós, hermano mío, la grúa fúnebre te conduce
al infierno del desguace.
Majestuoso, vas hacia la destrucción subido
en una grúa roja,
como si fueses Luis XVI camino de la guillotina,
y yo detrás.
Pareces un rey.
Soy el único que ha venido a tu entierro.
Te he querido.
Rezo por ti un padrenuestro y un avemaría.
Rezo por ti y me conmuevo.
Eras el mejor.
Y lo que vivimos juntos, y las ciudades que pisamos,
y las carreteras secundarias y los pueblos
y los mares que vimos,
y los párquines subterráneos y los túneles helados
de las carreteras de montaña, con afiladas
estalactitas a la entrada,
amenazando nuestra milagrosa inocencia,
y los mendigos en las avenidas,
pidiendo en los semáforos en rojo,
y lo que nos amamos en la oscuridad de las autopistas,
fundidos en un solo ser,
confundida tu carne con mi chapa.
Me salvaste de la lluvia ácida y de la nieve sin ángeles.
Con tu aire acondicionado, que está intacto
después de doce años, impediste
que me quemara vivo en los veranos españoles.
Ese aire frío que me subía por la pierna, ay.
Y eras blanco,
porque la santidad y el amor industrial y la velocidad son blancos.
Y cómo me gustaba tocarte las marchas,
y cómo te ponía la quinta, eh, y qué caña te metías,
narciso, que eras un narciso.
Y ahora todo ha acabado.
Doscientos sesenta y ocho mil kilómetros
hemos estado juntos.
Fuimos felices.
Fuimos grandes y definitivos.
Te doy un beso delante del chatarrero
y de un negro
que lleva un chorreante radiador en una mano.
Te he amado más que a mis amantes,
más que a mi perro;
casi tanto, pero no tanto, eh, como al dinero.
Bueno, no te enfades,
tú también fuiste dinero,
y aún lo eres,
y yo también soy dinero.
Perdona que te humille haciendo recaer
sobre tu hermosa tapicería,
sobre tus ruedas, manguitos
y válvulas que han gloriosamente ardido,
la miseria de España:
el plan Prever, cuatrocientos euros sociales
(¿os molesta que hable de dinero o de tan poco dinero?),
para la clase media,
que ama la limosna.
Tú, que fuiste mi libertad, que me llevaste cerca del paraíso;
tú, que me hablabas por las noches y me decías
«hermano, qué bien conduces; hermano,
eres el mejor de los hombres».
Me pasa siempre, y duele, y confunde. Debe de ser algo relacionado con la desesperación de vivir. Si estoy en Barcelona, me gustaría estar en Madrid. Si estoy en Zaragoza, me gustaría estar en La Coruña. Si estoy en La Coruña, me gustaría estar en la cima del Aneto, comiendo setas venenosas bajo el cielo helado. Si voy al cine, en mitad de la película me entran unas ganas revolucionarias de estar en mi casa viendo la televisión. Si estoy sentado en el sofá viendo la televisión, me gustaría estar muerto y enterrado en el cementerio, contando los días que faltasen para la resurrección de la carne. Todo me persigue, ciudades, cines, casas, cementerios. Si estoy con amigos, preferiría estar con amigas. Si estoy con amigas, me gustaría estar con enemigas. Si estoy con enemigas, me gustaría estar en casa durmiendo la siesta. Si me compro unos zapatos con cordones, cuando salgo de la tienda y ando por la calle empiezo a envidiar a todos aquellos que llevan zapatos sin cordones. Y también me pasa con las camisas, las cazadoras, los pijamas, y las sandalias en el verano. Y también con las vidas: Si me pienso abogado, preferiría ser médico. Si médico, sacerdote. Si sacerdote, hombre casado y con siete hijos. Si casado, soltero. Si soltero, viudo muy apenado. Si viudo, monje. Si monje, matador de toros. Estés donde estés, no has acertado por completo. Siempre hay algo más barato y mejor por ahí. Siempre hay vistas desconocidas en el acantilado de la vida. Me está matando esto de vivir una sola vida. La gran muerte de vivir en una sola forma.
Una mañana Manuel Vilas sacó todo su dinero de los bancos.
Fue a las cajas de ahorro, fue a las compañías de seguros,
vendió su coche, anuló su plan de pensiones,
se lo llevó todo en efectivo, un buen fajo de billetes calientes.
Qué bien, dijo, qué fuerte,
y todos los empleados y los directores querían disuadirle,
pero Vilas tenía unas ganas infinitas de pasarlo bien.
Y luego se fue a ver enfermos,
a ver emigrantes, incluso se fue a las cárceles.
Quería ser un santo espectacular, tenía esa marcha,
tenía esa gran ilusión.
Quería ser Cristo, Lenin, San Pablo,
quería ir más allá del orden, de la naturaleza y de la vida.
Recorrió la ciudad de Zaragoza repartiendo dinero.
En Conde de Aranda, dio mil euros a tres árabes,
que le besaron los pies, y las manos, y se arrodillaron.
En el barrio de Delicias, en la calle Barcelona,
dio trescientos euros a una negra africana,
y ella quería comerle el sexo al buen Vilas,
pero Vilas dijo «no, nena, hoy soy un santo,
hoy soy San Vilas,
consérvate para tu marido, él te necesita,
y yo os bendigo; anda, nena, ve en paz».
Y Vilas se echó a reír.
Fuego, qué fuego más grande,
y siguió repartiendo, a una vieja china
de un todo a cien le dio seiscientos euros,
y la vieja le hizo una foto de diez millones de megapixels
y la amplió y la enmarcó y la colgó
en mitad de su tienda con dos velas debajo.
A un vendedor de La Farola, ese periódico
de los pobres, le dio ochocientos euros.
Y el vendedor se echó a llorar y ardía
como una vela en mitad de las catedrales antiguas.
Vilas quería ser un santo, tenía esa marcha.
Toda la mañana y toda la tarde estuvo quemando su dinero.
Miró la atmósfera y se estaban abriendo los palacios celestiales.
Estaba enamorado de sus semejantes.
Nunca vimos a nadie tan enamorado.
Era un 30 de mayo, en La Habana,
en esa ciudad elegida por el sol.
Somos los santos bebedores esparcidos por el mundo,
grandes y últimos –y escasos en número–
corresponsales del santo oficio: dos en París,
tres en Nueva York, cuatro en San Petersburgo,
cinco en Tokio,
uno en La Habana.
El que bebe solo espera beber con Dios un día.
Vieja piscina del Nacional,
de cuerpo entero bajo el agua.
Vieja piscina de la tierra,
y el fervor
y el santo oficio
y la alegría espantosa.
Veo la luz del sol,
pero soy más humano que esa luz.
Siempre estuve aquí.
Vengo de allá arriba.
Si la alegría fuese
este oficio
del que bebe en gloria.
Otra vez estoy al mando del gran ejército de la desesperación.
Al mando de las altas y superiores legiones solares,
en mi puesto,
aquí en La Habana,
diseñando la estrategia final de la victoria.
Soy el César,
estad pendientes de mis órdenes.
Mañana quemaremos la Historia.
Bob Marley, que estás muerto y bien muerto y en los cielos
y en el paraíso y en el corazón de todos los mares con ballenas,
con dulces ballenas enamoradas,
ayúdame a morir.
Ayudadme a morir, ayúdame tú, quien seas,
tú que pasas por una calle de Cádiz, de Leganés, de Sagunto,
de Murcia, de Tarragona, de Alcalá de Henares,
ayúdame.
Hay que ayudar a los que no saben morir.
¿No sabes morir, hermano? Es muy sencillo:
A todos nos pasa, nos pasa a todos,
es muy sencillo, hermano mío, ya verás qué bien lo haces.
Ayúdame a desaparecer, ayúdame a no haber sido.
Abatimiento en mitad de una clase de adolescentes.
Quisiera estar en otro lugar, pero en dónde.
Rico y célebre en largos viajes por el mundo.
Tampoco ellos cumplirán sus ilusiones.
Salta a la vista: sin talento, sin inteligencia,
sin familia con posibles, sin belleza,
sórdida clase media-baja de la democracia
a quienes han prometido una educación intrascendente.
Enséñales, al menos, a querer la vida
con fuerza, con justicia, con dignidad,
con las palabras duras que a solas tú aprendiste.
Ayúdales a imaginar la ruina nada discreta
en que acabarán convertidos.
Los tristes negocios de sus vidas ya son un escándalo.
Diles que solo la verdad con las palabras justas
defiende de la verdad abandonada a su sombra.
Estás de suerte, viejo borracho, farsante ilustre
y mal poeta: decenas de chicos y chicas
se atrincheran en tu tumba.
Fuman marihuana a tu salud,
beben vino y tragan pastillas,
y te ofrecen, como si fueras un dios,
amor eterno y admiración infinita.
Allá lejos, Balzac se pudre, Proust es inencontrable,
y de Nerval ya nadie se acuerda.
Solo tú pareces vivo en esta tarde de agosto,
y para llegar hasta tu lápida he tenido que abrirme
paso entre italianas, francesas y americanas
–y hasta alguna rusa– que me miraban desdeñosas,
como si yo quisiera robarles,
con mi aspecto
de burgués indeseable,
el trofeo de tu sombra.
¿De qué es ejemplo Rubén Darío, el gran poeta de Nicaragua?
¿Es ejemplo de belleza contrariada, de melancolía de la carne
en medio de placeres fantasiosos, irreales?
Hay en sus palabras el delirio infantil de la Nochevieja,
la ebriedad del caballero que pierde los papeles y blasfema,
el griterío de los golfos, la afrancesada cordura de las formas,
hay un hotel con la espada del Cid
en la habitación del americano,
hay demasiados dioses para que alguno escuche
y una fúnebre colección de carbunclos, joyas, postrimerías.
Hay, por fin, ese miedo de los fuertes, de los que vivieron
cada día con la mala sorpresa de que el paraíso es una mentira,
de que el cielo es una plegaria, de que la oración, una cobardía,
de que la resurrección de la carne, una errante mitología.
Antiguo, alcohólico, obsesionado por la belleza que no existe,
pasado de moda, esteta de la frivolidad y sin embargo
transformador de la frivolidad en energía sólida,
olvidado, ya nadie te nombra,
tú, que en su día fuiste el más moderno
de todos los modernos del planeta,
te ves abandonado por los modernos de hoy
que se avergüenzan de tu decrepitud literaria y vital.
Desde que te fuiste, París es una tumba.
Toda la noche soñando contigo,
me he pasado la noche entera
soñando que te besaba en el patio de una iglesia junto al mar.
Qué enamorado estuve de ti, y no te lo dije nunca.
¿Lo adivinaste? ¿Lo deseaste? ¿Lo suplicaste?
Tenías seis años más que yo, estabas más hecha a la vida,
no te ibas de la cabeza como yo,
sino que eras moderada y prudente,
aunque llena de amor por dentro, amor hacia mí,
hacia mí, que era un tipo de lo más perdido, y eso sí
se notaba a la primera, y cómo me acuerdo de tus manos
y de tu sonrisa, todos los amantes se acuerdan de lo mismo,
solo que yo no me metí nunca en tu cama,
años llevo imaginando
cómo se debía de estar en tu cama, un día me la enseñaste,
pero nada más.
Y ahora me despierto y he soñado que te besaba,
y son las diez de la mañana de un verano monumental
y ya estoy bebiendo una ginebra, así, en ayunas, y salgo
a la terraza de mi habitación y veo a las turistas tumbarse
sobre la arena, y pienso que tú podrías estar aquí conmigo,
qué enamorado estuve de ti y cómo lo estuviste tú también,
y qué mal hicimos en no habernos revolcado mil veces
por mil camas, o qué bien hicimos, porque, conociéndome,
igual te hubiera pedido en matrimonio
y tú hubieras aceptado,
y borracho como estoy todo el día,
cuando nos hubiéramos cansado el uno del otro,
a lo mejor me daba a mí por tirarte a un río,
o a ti por pegarme un tiro,
o envenenarme o pegármela con otro.
Cómo puedo decir todo esto de ti, que eras un ángel
y lo sigues siendo, y de mí, que te quise con inocencia.
Será mejor que siga bebiendo
hasta que te borres de mi memoria,
y esto sí que me hace llorar, y soy un tipo que está llorando
a las diez y media de la mañana,
sentado en la terraza de una habitación
para turistas, con una ginebra caliente en la mano –son los restos
de la noche–, llorando porque si te echo de mi memoria,
verdaderamente entonces sí que ya no me quedará nada.
La mejor verdad de nuestro tiempo es el capitalismo: su naturaleza hermética, su inmortalidad, su compleja maquinaria sanguinaria, su poder omnímodo, su universalidad, sus grandes camuflajes, su amor por el comunismo, su enamoramiento de Lenin, su amor a la izquierda moderada, radical y ultra, su amor al terrorismo, su amor al cristianismo, su amor al islam, su amor al ateísmo, sus besos dorados a todos cuantos dicen combatirlo, su vieja historia de ya aburrido amor con la derecha política occidental, su amor al mundo del trabajo, su amor a los actos solidarios con el Tercer Mundo, su amor a la vacuna del sida, y a las vacunas del covid, su amor a todas las vacunas, su amor a los que luchan por un mundo mejor, su amor a la nobleza humana, su imposibilidad de combatirlo, sus grandes construcciones artísticas, sus grandes novelas, sus grandes edificios arquitectónicos, sus grandes pintores, sus grandes músicos, sus grandes filósofos, que tanto lo amaron porque dio sentido a sus meditativas existencias.
Cuantos dicen rechazarlo son los que más lo aman, acuérdate siempre de eso. Los que lo niegan lo adoran.
Vive en todas partes.
Está en todos los sitios.
Esa gente que se hace la longui a la hora de pagar las cervezas de los amigos en un bar, allí está Él.
Esa gente que habla de proyectos políticos progresistas desde sus despachos de madera de caoba, allí está Él.
Esa gente que se manifiesta con convencimiento político verdadero en las calles, pero que con el mismo convencimiento verdadero consultan sus saldos bancarios todos los días desde modernas y divertidas aplicaciones de sus smartphones, allí está Él.
Esa compra de unas Ray-Ban, de un Volvo, de un Mercedes, de unos Levi’s, a mitad de precio, el amor a las ofertas, a los precios tirados, allí está Él.
Está en todas partes, su hálito nos alimenta la imaginación y nuestro amor a la vida.
Todos somos el mismo hombre, la misma mujer.
Todos somos hijos del mismo padre y de la misma madre.
Su densa alegría quema nuestros corazones.
«¿Cuánto te han dado por esa novela, hijo mío?».
«¿Cuánto cobrarás si te dan ese ascenso, hijo mío?».
«¿Cuánto vale este piso que te has comprado, hijo mío?».
El capitalismo y la paternidad.
El capitalismo y la maternidad.
El capitalismo y el amor a los hijos.
El capitalismo y el éxito.
El capitalismo y la poesía.
El capitalismo y las relaciones de pareja.
El capitalismo y la pasión.
El capitalismo y el poliamor.
El capitalismo y la indefinición sexual.
El capitalismo y la revolución.
Su clamor es la vida misma.
Sus avances morales son nuestra modernidad.
Fuera de él, no hay nada.
Fuera de mí, no hay nada.
Hegemónico, absurdo, sexy, políglota, promiscuo, así soy yo.
Cómo me gusta el dinero,
cómo me gustaría
ser uno de los hombres
más ricos del planeta.
Me gusta ese momento en que la gente te paga por lo que sea.
Creo que lo que me mataría de verdad es no tener dinero.
Eso mató a mis antepasados: no tener nada.
Me gusta recibir transferencias bancarias.
Pero no me estoy haciendo rico,
solo me hago viejo.
Se acerca el momento final
y sigo igual de pobre que siempre,
igual de pobre que mi padre y el padre de mi padre,
raza negra de negros españoles,
y eso me mete mala y negra sangre en la cabeza.
Muy viejo e igual de pobre que todos los viejos de la tierra.
Mira que era pobre mi padre y mira que yo amaba
esa pobreza, los pobres elegantes españoles
con la frente llena del sol del Mediterráneo.
Mi padre era un Woody Guthrie de las montañas de Huesca.
Era el mejor, siempre guapo, siempre radiante.
Pero se murió, así fue, se murió.
¿Por qué no soy rico si soy el mejor de los hombres,
si soy un santo,
si soy San Vilas,
muy colega de mis colegas,
un vitalista cordial?
Pagan mal en todas partes. Pagan mal en todo el planeta.
Pronto ya no pagarán nada, y volveremos a donde siempre
estuvo la gente como yo, allí abajo, quemados, enloquecidos,
ajusticiados, esclavizados, rotos.
¿Has visto cómo bajan los ríos de la tierra,
llenos de cadáveres flotantes,
llenos de moscas que se posan en los labios
de los cadáveres golpeados por la tiranía universal?
No soporto envejecer,
dejar de ser la criatura más resplandeciente de la tierra.
Ser pobre y joven era tolerable.
Ser pobre y viejo será un martirio.
Me comeré la pobreza y la vejez con ardiente mala sangre.
Y haré milagros, partiré el mar por la mitad
y me beberé las olas, los peces,
y me beberé a todo el alto mando
de la marina de guerra norteamericana.
Beberé almirantes, capitanes y delfines.
Beberé ballenas.
También me beberé al alto mando
de la marina mercante de los Estados Unidos.
Me beberé los portaaviones de la OTAN.
Necesito cambiar de sangre,
de órganos,
de vísceras,
de cuerpo,
pero no de alma.
Mi alma estará bien siempre.
Esta noche me largo.
Un vuelo en primera al fin del mundo: África, Asia, América, todos los desiertos con palmeras, grandes cenas en lujosos transatlánticos, bajo las estrellas.
Una noche en Oslo, otra en Santiago de Chile.
Una tarde en Pekín, otra en Kiev, exprimiendo este mundo hasta la última gota de vida.
Esta noche me largo.
Hoteles, taxis, bares, casas, ciudades de la tierra, voy a por vosotras.
Una mañana en Tokio, una noche en Ciudad del Cabo, el calor, el fuego, el descontento, la sed, una vuelta por el mundo.
Esta noche, me largo esta noche.
Templos, museos, lavabos, banderas, escaleras, barrios perdidos, farolas muertas en ciudades remotas, las playas, los calamares a la romana, los pobres, los ricos, la nada, el barro, el sol, la luna.
Este mundo.
No es inhóspito.
Las faldas azules de las camareras de los hoteles.
Las nubes desde la diminuta ventana del avión, Dios encima de una nube, descansando desnudo, excitado, abajo los inertes océanos con el vientre lleno de ballenas, de pulpos, de rodaballos, de sardinas tristes a la deriva, de viciosos peces transparentes.
Esta noche viajaré en un avión gigantesco, a la velocidad de la sangre, quiero ver este mundo que se muere, las naciones bajo mis pies, las cárceles, los gobiernos, las lenguas, las patrias, y yo arriba, al lado de Dios, al lado del sol y de las almas gastadas.
Me gusta el hedor moral de este maravilloso mundo. No soy mejor que el peor de los hombres.
Esta noche me largo.
Mucho amor en el aire humedecido.
Mucha felicidad en las manos radiantes.
Mucha santidad en los ojos.
Esta noche me largo.
Pobre fue mi padre,
muy pobre,
y el padre de mi padre
y pobre soy yo.
Nunca supimos qué era tener
ni por qué éramos pobres
si otros no lo eran.
No tuvimos nada,
absolutamente nada
ninguno de los tres.
Nos pasamos la vida
viendo cómo se enriquecían los otros.
No tener nada mata la sangre aquí,
en España, y no te quitas el olor a pobre nunca,
y acaban convirtiendo tu pobreza
en culpabilidad, todo un arte moral.
Pobres y culpables,
el padre de mi padre,
mi padre
y yo.
Solo Dios sabe por qué me fue regalado el don de aprenderme de memoria las manos de todas las cajeras que me han atendido y cobrado alguna vez en mi vida. Es un don inexplicable, frenético cautiverio de los ojos.
Cajeras del Carrefour, del Sabeco, del Alcampo, cajeras de todas las tiendas que he visitado, llevo vuestras manos en el disco muy duro de mi memoria.
Manos grandes, pequeñas, manos tristes, alianzas, adornos, uñas de todas las formas y de todos los colores, venas bajo la piel, manos atadas a una máquina registradora, manos cansadas, uñas rotas.
Falanges señaladas para trabajos poco señalados.
Manos siempre pulcras, manos a veces de una belleza fulminante.
Manos inesperadas.
Siempre que voy con el carro de la compra, y dejo el azúcar y las galletas en el mostrador, y comienza la cajera el rito de coger con sus manos mi compra, me invade una rabiosa melancolía: miro esas manos que cogen lo que compro, esas manos esclavas, las mías que también lo son, las mías que sacan billetes de una cartera, las manos de ella, con sus uñas pintadas (he visto cien mil uñas encerradas en cien mil colores), los cambios, el Rey de España pasando de mano en mano, ausente él también con su efigie narcotizada, las vulgares galletas, la abundante azúcar.
Y es entonces cuando actúa mi memoria.
Allí donde solo hay manos muy baratas en trabajos muy duros, yo me aprendo esas manos muy de memoria: dedo a dedo, alianza por alianza, uña a uña, cada falange, cada vena abandonada a su suerte, cada pliegue de la piel, cada forma delicada de los dedos.
Hay mucha gente que no quiere morir:
Mick Jagger, Madonna, Isabel II, Bill Gates.
No quieren morir porque su vida es plena,
vertiginosa y fascinante,
y la muerte es una humillación.
Barack Obama, el Papa Francisco, Clint Eastwood,
Lady Gaga, Paris Hilton, Robert Redford,
Juan Carlos I
no quieren morir.
Sin embargo, morirán.
Steven Spielberg, Brad Pitt, Jeff Bezos, George Bush,
Nicolas Sarkozy, Elon Musk, Joanne Rowling
tampoco quieren morir.
No aceptarán el hecho de su desaparición:
furia, se pondrán furiosos.
La furia de los niños contra las estrictas tinieblas.
Angelina Jolie, Keith Richards, Vladimir Putin,
Bill Clinton, Bernard Arnault, Tom Cruise
morirán, un día lo anunciará la televisión:
ha fallecido en su casa de...
Bob Dylan, Hillary Clinton, Tony Blair,
Julio Iglesias, Naomi Campbell, Al Pacino
se morirán también, os lo aseguro.
Os lo juro por lo más sagrado: se morirán.
Decidles, si os apetece,
que la muerte no es el final,
por decir algo.
Tanto dinero sin gastar, tantas casas, tantos viajes,
tantos yates surcando los dorados océanos,
tantas joyas, tantas leyendas,
tantas islas en las que tomar el sol desnudo
y hablarles a los loros, a los pelícanos y a los ángeles,
tantas cenas, tanta ropa de marca sin usar,
tantos momentos de éxito, de orgullo y de poder,
tantos momentos radiantes,
que habrán de quedarse en este mundo.
Decidles si os apetece,
cuando airados protesten
–y porque en el fondo somos compasivos–,
que se abrirán los palacios celestiales para recibirlos,
que les espera una brillante posteridad,
una página de oro escrita
en la historia de la humanidad.
El verano son estas sandalias que te pones, amor mío. Estas uñas pintadas de rojo encendido. El verano y tus sandalias, esas monadas con tiras de cuero.
Esa gracia en el talón, cómo golpea.
Esa blanca desesperación del pie desnudo pisando carreteras y calles, aceras y losas, suelos inconcretos.
Tantas sandalias en este mundo.
Tantos modelos, tan hermosos, tan caras las sandalias que me gustan.
Allí están, en esos escaparates, esperándome.
Pregunta por ellas a las dependientas.
«Oh, quiero unas sandalias de reina de los mares y de los continentes, de las montañas, del viento, del fuego y del aire», diles eso.
«Quiero unas sandalias para caminar sobre las aguas, quiero unas sandalias para pisar la luna», diles eso también.
Cómo me gustan esos pies, esos millones de pies de todas las mujeres y de todos los hombres.
Pies entrando en los restaurantes.
Pies que son el rostro del cuerpo allá abajo.
Pies en las sandalias entrando en los cines con la refrigeración a tope, pies que sienten frío de repente y se asustan.
Pies en las escaleras mecánicas de El Corte Inglés.
Pies en las piscinas municipales.
Abro el armario y allí están todas tus sandalias, sandalias de todas las épocas, porque tú llevas muchos años en este mundo, sandalias del año diez, sandalias Lou Andreas-Salomé, sandalias de los años veinte, sandalias Rita Hayworth, sandalias de los cincuenta, sandalias de ayer y sandalias de hoy, y las de mañana, las que guardas en una caja fuerte porque no quieres asustarme.
Sandalias Matrix, sandalias para Trinity, que tiene los pies más místicos y vanguardistas de la tierra.
Tiras blancas, tiras negras, tiras rojas, tiras verdes, las sandalias, tus pies, la tierra, las uñas rojas, la carne que habla.
Amo tus pies más que tu alma, porque los pies existen y tu alma yo no lo sé.
Cuando visito una ciudad, por la noche, en el hotel,
cuando entro en la cama y apago la luz
y no puedo dormir y me levanto y corro la cortina
de un ventanal nunca frecuentado
y me quedo toda la noche mirando la calle, entonces,
justo entonces me convierto en otro
porque no me basta ser uno.
Manuel Oliveira me sentí hace una semana en Oporto.
Tenía una sastrería en el barrio de Ribeira.
Tres años hace que perdí a mi mujer.
Tres amigos, uno carnicero, el otro camarero,
el otro sastre, como yo.
Fui el viudo Oliveira, afable, sigiloso, escaso.
Nací en 1942, un año terrible en medio mundo,
pero apacible en la calle de los Mercaderes,
vieja calle de Oporto
en donde abrí los ojos por primera vez.
Tres hijos tuve, uno muerto
en un accidente de moto en el puente Luis I.
Su moto se hundió en el Duero.
En Londres me llamé Lou Milton.
Era suboficial de infantería.
Alto, rubio, fuerte, sonriente.
Nací en 1961. Soltero.
Había perdido a mi madre hacía poco,
y a mi padre nunca lo conocí.
En Salamanca fui Gaudioso Noriega.
Profesor de Filosofía en un instituto de la ciudad.
Homosexual. Seis novios y los seis contentos.
Nacido en 1954.
Ultimo una tesis sobre San Agustín.
Cesare Kafallo me llamaba en las calles de Milán.
El servicial Kafallo tiene un gran talento para las señoras,
y yo sonreía.
Kafallo es peluquero. Nacido en 1974.
Manos finas, Kafallo, peinando señoras
con la sonrisa elegante y el alma pequeña.
Todas las noches Oliveira y los demás
toman mi carne en los hoteles.
Toda esa gente que me espera.
Toda esa gente en que me convierto para no ser solo uno.
Para amar más, para vivir más,
para ser una multitud en armas contra la muerte.
(Valle del Aspe, agosto del 98)
Dios dio a la clase media el buen tiempo y el verano
para que gozasen del baño, del agua y de la luz,
como esperanza y anuncio de un futuro inigualable,
superior al esplendor y el gobierno de los tiranos.
La vida y España siempre estuvieron llenas de tiranos.
Así llegaban los obreros y los empleados a la orilla del mar,
del río o del lago, con sombrillas y hamacas baratas,
con la comida hecha en casa, con la bebida en la nevera
portátil, con las sandalias nuevas, con las flores del gorro
de agua, con el periódico, el cigarro,
y el bigote sobre el labio.
No quiero seguir escribiendo poesía. No creo en ella.
Es una dedicación de cobardes, de legisladores menesterosos.
La poesía dejó de servir a la vida para servir a la historia
de la poesía, una vieja tentación de los hombres,
un ridículo aburrimiento, un vaso vacío en la medianoche.
Me paso la vida comprando navajas.
Me miro en el espejo del hotel Bernadette,
en una ciudad francesa del sur,
voy vestido de blanco, con corbata de seda,
como un anhelante de errores hermosos,
telúrico, claro, exaltado y ni siquiera
son las once de la mañana y ya he bebido
con indebida abundancia,
mano desesperada en la botella.
Me miro en el espejo sucio del hotel Sahara Inn,
en Marraquech, la moqueta roja del suelo es casi sangre,
las toallas no quitan el sudor de los cuerpos,
y el agua quema y está contaminada.
El bosque de las hayas está ofendido
y me acuerdo del pasado.
En el bosque de las hayas busco frambuesas y arándanos.
Quisiera estar aquí, sobre la tierra, como están las hayas,
los robles, los serbales y los abetos blancos.
Los árboles son la bondad y la belleza
transformándose en materia ante nosotros.
Mi pasado es un río, un molino, una navaja,
una caña de pescar.
(Presa de El Grado. Huesca)
Ahora me acuerdo de los baños de este verano en la presa de El Grado,
que es un mar de agua dulce, toda el agua
del deshielo de las altas montañas del Pirineo acaba
en ese mar custodiado por la piedra.
Allí estaba yo, a las ocho de la mañana, nadando
de un extremo a otro de la presa,
buscando la muerte por ahogamiento, la muerte grande;
cruzando la maldita presa para saber qué es el agua,
qué es, dios santo,
quisiera saberlo antes de morir,
cruzando la presa, extenso,
extenuado, cruzándola, kilómetros,
kilómetros de agua santa y dulce,
y yo en el medio, riendo, enamorado,
y mirando el cielo santo
desde abajo, en mitad del cielo de abajo, santo.
Las ocho de la mañana en el verano santo, santísimo.
Parecía Dios resucitado, no te puedes ni imaginar que todo
celebre tu existencia, multitudinariamente desnudo, ofrecido,
comido, nadando, a las ocho de la mañana, yo, el hermoso,
el santo, el oferente, el grande, yo solo, sin nada, nada y santa.
Eso hacen los nadadores: buscan la muerte por agua,
pero no encuentran nada.
Mira que he nadado en sitios, he nadado en charcas,
en ríos, en pantanos, en piscinas antiquísimas, en presas;
en charcos en donde debía arrastrarme como una alimaña.
Cuando me muera llegaré al paraíso nadando,
nadando como los monstruos prehistóricos,
que siguen nadando en las alturas, infinitos, inextinguibles,
fantasmas que nadan.
La presa de El Grado es una nave espacial
hecha de agua y de miles de toneladas de cemento
apiladas contra la tierra, hierros, cadenas, óxido,
vejez y catedral, mucha catedral,
siniestra catedral, eucaristía, la presa de El Grado
es mi extremaunción,
y Dios lo sabe, lo sabe, y me nombra así:
«Es él, el maldito nadador buscando el conocimiento,
ese miserable que madruga y a las ocho de la mañana
está en mitad del paraíso, en mitad de mi paraíso,
bajo el sol dorado de la permanencia,
nada, nada, nada, en pleno mes de julio,
confundidos julio y agosto,
es él, ese explorador de sí mismo que madruga,
a las ocho de la mañana,
en el pantano, mirando no, porque ese bastardo no mira,
ese hombre que yo creé come, come mi reino, come
el aire azul, come el agua, come
las montañas, los árboles, el viento,
las olas subterráneas, los peces felices allá abajo,
ese ha venido a robarme, los peces felices allá abajo,
a comérselos ha venido».
Hay un Seat 600 L en el fondo, y una barca hundida,
y el osario fosforescente de un caballo,
y escaleras que conducen
allá abajo, y no te imaginas
lo que es ver las rocas de la orilla
desde la mitad del pantano, bajo el sol, bajo el intocable sol.
Hay peces grandes como demonios,
hay serpientes,
hay fuego que sabe mi nombre.
Hace treinta años nadaba en el minúsculo río Vero,
en Punta Flecha, en Melinguera, nombres sin nombre
de mi mala memoria, regiones rojas donde estoy
a solas con los árboles, los barbos, la luz.
Ya nadie nada allí.
Piedras, moscas, barro, libélulas,
lagartijas, renacuajos, culebras.
Y en el pantano de Barasona, arenas movedizas,
barro que penetra las falanges de los dedos de los pies.
Condenados dedos de los pies que nunca serán
inertes aletas fosforescentes.
(Amé y no me amaron y finalmente dio igual.
Siempre da igual, eso me está matando, que dé igual.
Es duro que no te amen. Es el terror sin culpables.
No me acuerdo de qué amé ni de por qué no me amaron.
De lo que me acuerdo es de que bebía mucho
pero tampoco sé por qué lo hacía,
debía de estar contento, imagino).
Bajo el sol, hazte el muerto, no te hundes.
El gran muerto: el nadador,
hijo de este milagro, un hombre
en mitad del universo de agua sucia,
riadas de agua humillada, excremental,
no sé si sabes de qué hablo,
hablo del légamo en la lengua,
ardiendo en la base de la carne y la saliva.
Y en los ibones, tiritando de frío, con el sexo contra el hielo.
No puedo morir ahogado, es este impulso terrorífico
de los músculos, este conocimiento gigantesco
de la flotación en el agua, esta agua que entra
en los oídos y me habla, agua que dice:
no morirás hoy, no morirás ahogado, nunca, nunca, nunca,
sigue nadando, hermano nuestro,
hijo nuestro, nada, nada, nunca.
Y nado, entonces nado, el gran privilegio de mi vida,
ese huracán, mi vida convertida en un huracán, yo no sé:
Todo fue energía vertida en el aire azul del mundo.
Pero estaba harto de las palabras, de la poesía, de las palabras.
Buceé hasta el Seat 600 L, matrícula
de Huesca, y me metí dentro,
y me senté en el asiento del conductor,
y conduje un rato bajo el agua,
a quince metros de profundidad,
el 600 L y yo,
por el tortuoso fondo, barro y piedras, del pantano
de El Grado.
Y fui feliz.
Las nutritivas cabezas de las cigalas, restos
de sus sesos viajando desde tus labios con carmín
a la blanca servilleta, amor mío,
dame un beso, amor mío,
no me hagas esperar.
Esas santas luces de Navidad en las ciudades
son santos resucitados.
Los árboles con bolas rojas. Los hospitales
y el turno maldito de esta noche.
Los huesos del cordero en el cubo de basura mezclados
con las patas rotas de las cigalas.
Los lavavajillas encendidos, potentes, serenos.
Gente que quedó atrapada esa noche en un ascensor,
y nadie vino a rescatarles, y no hicieron el amor,
y era lo único que podían haber hecho de verdad
para que aquella noche
hubiera sido innoblemente inolvidable.
Y los huesos del cordero en la basura
mezclados con las botellas vacías,
con limones exprimidos,
con cáscaras de almejas.
El cielo y la tierra, metáforas duras.
El santo humo de las calefacciones
inundando la atmósfera de nuestra celebración de la carne,
el sexo caliente, ese humo del gasoil o del gas
que sube hasta las caras
de los ángeles que vagan por el cielo.
Y la paga de Navidad, cómprale algo a tu chica.
Y tu chica que se va con otros, por fin.
Y los otros que se fueron con otras.
Y están follando ahora mismo
encima de la mesa de la cocina, los culos
resplandeciendo como lunas,
mírame a la cara y deja que mire
los dedos de tus pies cuando lo hacemos,
quieres mirar tantas cosas que no atinas con la principal.
Todos se están follando a tu chica,
y tu chica te llama al móvil y te lo dice.
Bueno, es una forma de la felicidad compartida,
es fraternidad, y es celebración y es Nochevieja
y me gusta el vino blanco y me gusta
la santa irresponsabilidad en el amor.
Amor humano, largo y tornadizo.
Amor humano, inexistente y resistente.
Bendito sea el suicidio.
Lo mejor de nuestro amor fue suicidarnos.
Tantos suicidas en París, en Nueva York,
en Ginebra, en Londres, en Estocolmo y en Madrid.
Hombres y mujeres que se arrojan por las ventanas,
desde décimos o undécimos pisos,
intentando volar en el envenenado viento de las ciudades.
Bendito sea el suicidio, que nos iguala a los ángeles
más famosos en las rutinarias gradas del Universo.
Es temperamental la muerte por amor.
Suicídate, no significa nada, el mundo resplandecerá
aún más y no habrá tristeza alguna porque ya nadie te quiere.
Hombres y mujeres que dispararon negras pistolas
contra sus inocentes y vencidas sienes,
que castigaron su aparato digestivo
con cápsulas verdes y blancas, rojas y amarillas.
No soporté que me abandonaras, amor mío.
No soporté quedarme sin trabajo, amor mío.
No podía verte con otra, amor mío.
La santa horca, la santa pistola y el santo gas,
y el amor siempre,
el amor
tan asesino.
Di adiós a tu cuerpo, se ha quedado vacío.
Bendito sea el suicidio,
que nos aleja de la mirada de todos los Emperadores.
Bendito sea el suicidio, el gran adiós de los lunáticos.
Qué bella es la muerte y su hermano el sueño,
dijo un inglés ilustre.
No podía soportar las nubes, el mar, las calles,
amor mío.
Cúbreme de tierra, estaré bien no estando,
amor mío.
Cómprame un ataúd barato, estará bien así.
No hace falta que me recuerdes,
amor mío.
Entraba la luz de la tarde, posándose
en las pequeñas botellas del minibar
de la habitación del hotel.
Era una luz de montaña –estábamos
en un hotel de lujo de los Alpes–,
que traía el frío de finales de agosto.
Desde la terraza, ponte un jersey si sales
a la terraza, se podían ver esos pinos
que tocaban las nubes de tan altos, fragmentos
de la carne de un dios inocente,
¿por qué no quieres ver a nadie,
eres un ser antisocial,
te pasas el día aquí metido, bebiendo
y mirando los pinos?, me preguntaste,
y yo te lo dije bien claro,
estoy felizmente casi dentro de la luz,
soy solo un viento humano que viaja
por el mundo,
un turista condenado a vacaciones eternas,
un asaltador
de minibares de hoteles de lujo,
un consumidor de minibotellas,
y solo me importa esta luz,
esta luz que ilumina la habitación
porque esta luz es lo más misterioso que he visto nunca,
parece como si en ella cupiese la vida que he vivido
y la que no podré vivir.
Tu falda y mis pantalones estaban en la silla,
y tú sentada en el suelo
bebiendo un gintonic,
si no me gustases tanto, dijiste, ven aquí,
volvamos a la cama,
y empecé a comerme tus brazos,
tus manos, tus uñas bien cortadas,
y la luz seguía entrando
golpeándolo todo
dando a nuestras almas
almas nuevas y más fuertes y más salvajes
porque eso hace la luz con los amantes jóvenes,
y la luz resplandecía en las etiquetas
de las pequeñas botellas
del minibar.
Me quedé dormido un rato,
me levanté de la cama, desnudo,
fui al minibar,
cogí el último botellín y me lo bebí de un trago,
fui al lavabo y dejé correr el agua hasta que salió fría
y luego bebí, y mojé mi boca y mi lengua mucho tiempo,
tú seguías durmiendo,
aún tenía líquidos tuyos por todo mi cuerpo,
saliva tuya, escociéndome,
y la luz ya se había ido,
trayendo una paciente oscuridad.
En una noche de agosto, en Cadaqués, empecé a beber
con un desconocido. Se hicieron las seis de la mañana,
nos fuimos con una botella de ginebra a la playa,
ya hacía ese maldito calor del que no ha dormido,
esa vejez del deseo.
El desconocido miraba las luces de las estrellas y divagaba,
había una barca en la arena y le tiraba pequeñas piedras
mientras bebía y fumaba.
El desconocido me había acompañado de barra en barra,
con muchas ginebras en el cuerpo,
presos los dos del mar y de los barcos del acabamiento físico,
hablando de amantes y de fútbol,
contando chistes y moviendo el pie
en señal de ritmo, cogiendo con una mano
un mechero Bic y con la otra la copa.
El desconocido me dijo ya está amaneciendo,
ahora refrescará,
una vez tuve un buen trabajo,
ganaba bastante dinero
y mi madre estaba orgullosa de mí.
Yo era bueno en mi oficio
y le dedicaba mi vida entera.
Un día mi madre enfermó,
y los médicos me advirtieron
de que iba a morir,
pero de una muerte larga y lenta, impredecible.
Me ausenté de mis obligaciones
todo lo que pude para cuidarla,
mis jefes me preguntaban por mi madre casi todos los días,
pero me di cuenta de que no podía faltar a la oficina
por más tiempo
y busqué una enfermera.
Una noche mi madre empeoró terriblemente,
pero a la mañana siguiente
me dijo que estaba mejor y yo me fui a trabajar,
y mientras estaba trabajando en mi despacho, mi madre murió.
Yo no la vi morir ni estuve con ella en ese instante.
Llegué a casa y ya estaba muerta.
A los seis meses me despidieron del trabajo
porque mi departamento ya no era rentable
y yo mucho menos que mi departamento
porque me había vuelto melancólico,
intratable, perezoso, alcohólico, violento.
Me dejé la piel y la piel de mi madre por ese trabajo
y luego me echaron a la puta calle.
No me vas a dar lástima, le dije.
Si no tienes donde dormir, duerme en la playa.
Yo ya te he pagado quince ginebras
y seis paquetes de Marlboro,
y yo sí tengo donde dormir, en un hotel de tres estrellas,
que no está mal, el chorro de la ducha es potente
y las toallas y las sábanas están
mucho más limpias que tu alma.
No obstante, si te sirve de algo,
te diré que siento lo de tu madre,
y si tuviera una edición de las poesías de Jorge Manrique
te la regalaría ahora mismo,
porque Manrique fue un tipo
que perdió a su padre como tú a tu madre,
pero él no tenía un mal curro como tú,
y desde luego, bebía mucho menos que tú.
Y Manrique, el poeta y el guerrero, hubiera sabido degollar
a todos esos jefes tuyos que impidieron que le cogieras la mano
a tu madre cuando se fue de este mundo.
Eso es lo que te está matando, que no hayas tenido el valor
de matar a quienes te confundieron y te indujeron
a una vida falsa, sin honor.
El desconocido se levanta
y arroja al mar una botella vacía de ginebra,
se quita la camisa, se queda desnudo y entra
en el agua con gesto decidido, adiós, dice,
me marcho al fin del mundo,
y se cae en mitad de una ola.
Está tan borracho que, al caer,
se ha abierto la cabeza contra una roca del fondo.
Cuerpo inerte, la ropa en la orilla mojada por las olas,
la cabeza y el pelo llenos de sangre,
la ginebra que se mezcla con la sangre y la sangre con el agua,
llamo a la policía y un médico dice que el desconocido
acaba de fallecer, que estaba tan borracho
que el golpe lo ha asfixiado,
y le miro la cara y sí, tiene cara de faltarle el aire.
Me llevan a comisaría y regreso al hotel a las siete de la tarde,
cansado, sucio, con cien declaraciones firmadas,
con un cheque de cuarenta billetes extendido a un joven
que ha hecho las veces de mi abogado,
harto de cafés y de subcomisarios,
me echo en la cama del hotel y me quedo dormido
pensando en la madre del desconocido, en el encuentro
de los muertos, de la madre muerta,
el hijo muerto, todo muerto,
y mientras, los vecinos de mi habitación
toman el sol en la terraza
y la orquesta del hotel –un hotel de turistas– empieza
a montar el escenario al lado de la piscina,
y yo estoy perdido en este mundo
como una bestia sin corazón,
como un capitán de infantería de la Gran Guerra
con el pecho cosido a balazos,
con un bigote grande, con cejas negras, ancho de hombros,
un capitán que parecía muerto,
pero que de repente
sale de la trinchera y comienza a disparar a todas partes,
y resulta imposible que un hombre
que lleva tantas balas dentro
pueda seguir empuñando una pistola.