(LA HISTORIA)
(Irak, abril de 2003)
El sargento mira por un ventanal gigantesco
las cuencas vacías del desierto, las grúas de la infantería
como palmeras hidráulicas saliendo desde las colinas arenosas,
los carros con mulas, una cabra perdida con un socavón
de pelos y sangre en el vientre,
un perro humeando,
un coche siniestro humeando también, es un Fiat del 86,
el sol arrojándose sin amor entre los maravillosos estercoleros.
El sargento norteamericano
entra en un palacio de Sadam, rompiendo
la puerta de una patada,
se sienta en uno de sus lujosos sillones,
canturrea una canción de Bob Dylan
y bailotea y se mueve con gracia y está contento
y se fuma un buen puro y le cuenta un chiste al cabo.
El cabo se alivia en una de las paredes,
debajo de un retrato de Sadam,
y se muere de risa con lo mal que canta el sargento,
si pudiera le pegaría un tiro en los sesos,
áridos sesos de Arizona.
Están bastante borrachos, aburridos y borrachos,
pero felices,
bebiendo toda la mañana cerveza fría y comiendo cacahuetes
manufacturados en China
para el Ejército de los Estados Unidos,
descargando la furia de sus muelas
sobre calientes cacahuetes importados.
Esto también es la democracia, hermano mío:
un negro afroamericano (el sargento)
y un hispano medio negro (el cabo)
entrando en los exclusivos palacios de Oriente.
El sargento llama desde un móvil a su novia y le susurra
oh, cariño, esto es mejor que follarte.
Ya estás borracho, maldito hijodeputa, le susurra ella,
ahora mismo me estoy tirando a tu hermano.
Mámasela bien a ese retrasado, le dice el sargento.
Luego se van el teniente, el sargento y el cabo
con algún trío de desgraciadas iraquíes
si aún queda alguna viva.
El coronel no va de furcias porque su mujer es senadora.
Es el teniente el que elige primero,
y se lleva a la que menos se parece a Frankenstein.
Entran las damas con miedo en las suites republicanas,
aún se acuerdan.
Esta cama y esta habitación es tuya, le dice a una de ellas
el sargento negro. Todo tuyo, toma, llévate esta jodida lámpara
y alcanza hasta sus manos oscuras el quinqué de la mesilla.
Las mujeres pierden siempre dos guerras, o tres, o un millón.
El sargento le da una patada en el culo a una iraquí que tiene
solo cuatro dedos en la mano diestra.
Te falta un dedo, bruja asquerosa,
me querías engañar.
Deja la pistola encima de la mesilla.
Canturrea el sargento negro Blowin’ in the Wind.
El mundo es cómico, chaval.
Haznos una foto, y se hacen una foto.
Allí están los tres: el sargento, el teniente y el cabo.
Bagdad, abril de 2003.
Cinco millones de megapixels.
Walk on the Wild Side, ponle ese título a la foto.
Quizá en el 2006 empiecen a ir al psicólogo,
en el 2008 pierdan pelo,
en el 2010 estén borrachos todo el día,
en el 2013 se sientan negros no de nacimiento,
en el 2015 se conviertan en mujeres baratas y absurdas,
en el 2016 abracen el islam con fe monstruosa y durísima,
en el 2017 sean sombras fantasmales en los parques de Brooklyn,
y en el 2018 se tiren al Hudson,
a nadar un poco entre el gasoil, la podredumbre, las algas,
las calaveras, los teatros, la nada, la luz y la célebre impunidad,
y la celebérrima luz de la impunidad
que se expande sin descanso.
(Madrid, 22 de mayo de 2004)
Vimos el Rolls del año 53 con las ruedas blancas
(mil kilómetros en cincuenta años)
en las teles de los bares del barrio del Actur de Zaragoza.
Sostenía en mi mano una copa de vino blanco fría
y ya hacía calor en España,
los hoteles del Mediterráneo estaban de limpieza general,
habitaciones abiertas con camareras esmeradas, esperando
la llegada de setecientos mil ingleses,
un millón de alemanes, cuatrocientos mil franceses,
cien mil suizos y cien mil belgas.
Estábamos con un vino blanco en la mano y los cuellos
levantados hacia el televisor.
No vino Isabel II de Inglaterra; Isabel II
solo aceptaría ir a la boda del Rey de Francia
y, como en Francia no hay Rey, Isabel II
se queda en palacio para siempre, reclinada sobre el mundo.
Son los súbditos de Isabel II los que aman el sol de España
y la cerveza barata,
los que exhiben la bandera británica
en las terrazas frente al mar.
Crepusculares casas reales venidas
de los rincones más oxidados de la historia
el 22 de mayo de 2004 surgieron en las televisiones de España,
países nórdicos, lejanos y prósperos, fríos, alejados
de este corazón inacabable.
Rouco Varela cantando la misa.
No vino el Presidente de la República Francesa.
Los arzobispos, bicolores, felices.
El nombre de Dios dicho en voz alta muchas veces.
La terca obsesión en nombrar a Dios, nombrarlo
como quien nombra el poder, el dinero,
la resurrección, la guillotina, la cárcel, la esclavitud.
El emperador del mundo se quedó en América,
ajeno a los ritos menores de sus provincias.
Los enormes paraguas azules.
Levantarse a las seis de la mañana
para que te maquillen, te depilen, te hagan la manicura,
qué felicidad tan grande.
Los grandes desayunos, los cubiertos de plata,
los mejores vinos y las colonias bárbaras.
Las duchas gigantescas, las suites, los bombones suizos,
las zapatillas de oro, los eslips de platino,
el zumo de naranja con naranjas atroces.
El lujo y el servicio, siempre gente abriéndote las puertas.
La sonrisa permanente.
Los profesionales de la sonrisa permanente,
esa sonrisa representa el trabajo más inhóspito de la historia.
¿Sonreír? ¿Por qué?
Y Umbral, y Gala, y Bosé, y A., y J., y Ayala, y M. M.,
grandes escritores, comprometidos intelectuales,
y grandes artistas, actores, cineastas, pintores,
entrando todos ellos en la catedral de la Almudena,
recompensados, elegidos,
a la diestra colocados, los jefes de la inteligencia española,
de la subida española, de la gran crecida.
La gran subida, la gran ascensión.
Y los ciento noventa quemados vivos tuvieron su homenaje,
el absurdo pueblo mutilado, el goyesco pueblo
elemental y monárquico,
el Rolls pasó ante ellos.
Y el expresidente del gobierno bebió Rioja reserva del 94,
todos los expresidentes de España, con su chaqué,
y sus mujeres en un segundo plano,
protectoras, devoradas, confundidas
para siempre, pero felices de haber llegado allá,
allá lejos, allá donde el aire es de oro
y la mano coge el mundo,
allá donde España entera quiso que estuviesen
y la legitimidad democrática es un fulgor definitivo.
Las pamelas iridiscentes, los yugos en la cabeza,
los yugos bajo el cielo oscuro.
Y José María Aznar y Jordi Pujol
y Felipe González, juntos de nuevo.
Y los tres se sintieron satisfechos viendo la obra bien hecha,
la sucesión de Franco, la mano europea, paternal,
sobre nuestras cabezas,
la sucesión de Franco, las mantillas del franquismo
metidas en los armarios,
chillando de envidia y respirando naftalina muy blanca.
Y Juan Carlos I cargando con España,
porque quién si no cargaría con España,
con la historia de España, el sello papal en el dedo meñique.
Y Zapatero con su Sonsoles, voluptuosa, sonriente,
su tipo le hubiera gustado a Baudelaire o a Julio Romero.
Sonsoles parecía un Delacroix:
la anatómica Libertad guiando al pueblo,
pamelas vistosas, el rito político,
la aburrida historia,
los pechos caídos.
Y socialistas y liberales y ultramontanos juntos,
la izquierda y la derecha maridadas,
las nóminas engrandecidas hasta la saciedad,
buscando lo mismo todos,
un Delacroix parecía Sonsoles,
la nueva reina de España,
del reparto de los despachos, las glorias,
los largos viajes por el mundo en aviones oficiales,
los oros laicos.
Ateos convertidos bajo el fulgor de las pamelas,
creyentes con el billetero ateo.
El poder en todo tiempo siempre igual a sí mismo.
La historia humana en todo tiempo como ya fue hace tiempo.
El mismo tiempo siempre.
Repitiéndose la esencia de España, la esencia del mundo grande.
Y nosotros bebiendo en el Actur,
al lado de las grúas y del Hipercor,
felices de que nos dejen beber este vino
frío en una copa medio limpia, felices
de poder pagar este vino y dos más.
Y la palidez privada de la Reina Rania de Jordania.
Y la lluvia.
(Primeros veranos del siglo XXI)
España: aparatos de refrigeración (Carrier, Samsung, Sharp, Roca, Hitachi, Fujitsu) colgando de miles de ventanas, hospitales con gigantescas máquinas de aire frío, y los tubos extractores haciendo miserable el aire, el sol moribundo allá arriba, y después del calor, las tormentas absurdas, menudo vendaval de granizo y rayos.
Vagabundos en mitad de las fuentes públicas, con los pies negros junto a los peces rojos, ya ancianos esos peces, los últimos de la raza, recalentados y desesperados, buscando un pie donde estrellarse y morir, morir mordiendo carne humana, la carne culpable.
Y el sol con las coronarias coronadas de basura y la mente endurecida, y las nubes huyendo, y los tiburones blancos bajando a los fondos negros para morir a oscuras, y luego vendrá un otoño frío y un invierno caliente. Y en París la gente revienta, y la gente sale de los supermercados ahíta de aparatos de refrigeración, adiós a los ventiladores, y en Londres las niñas de un metro ochenta y cinco, pelirrojas, pecosas, han descubierto el abanico, y las niñas de Oslo las bragas caladas.
Se está calentando el mundo.
Las avenidas de las ciudades españolas a las tres de la tarde de un tres de agosto a cuarenta y tres grados a la sombra y los pisos y los semáforos convertidos en humo, en aceleración de partículas subatómicas.
Los muebles que heredamos de la abuela comenzaron a arder súbitamente un tres de agosto a cuarenta y tres grados a la sombra, aire nuestro.
Los bares del extrarradio con climatizadores de última generación y mando a distancia. Y los Mercedes con las ventanillas muy subidas, los Renault también. Y el mar, un albañal. Aire nuestro. Se está calentando el Polo Norte, y se derrite enamorado y quemado.
Nos quemaremos.
El agua caliente de las piscinas.
El giro inhumano del sol sobre nuestras frentes blandas, con fiebre.
Las gomas evaporándose de los neumáticos de los coches.
Las ganas de no hacer nada.
El sólido aburrimiento.
El calor está venciendo.
Aire nuestro.
Y los perros con la lengua fuera, los pájaros disecados en los árboles, los árboles tratando de moverse para buscar alguna sombra, las flores amarillas, la nube de basura que sube, el basurero universal.
Y todo es así, una inmensa llamarada azulina, la tierra descuartizada como una vaca del tamaño de King Kong en un matadero.
Seis mil millones de tipos en la hoguera del mundo, respirando este aire nuestro. Seis mil millones de tipos calentándose la sangre con la sangre del planeta.
No me digas que aún no tienes tu Carrier. Este espantoso sudor a cualquier hora. Estas ganas de sudar. No pretenderás seguir vivo con un ventilador Taurus, o con un Tropicano de esos, monocordes, coloniales, franquistas, estalinistas, victorianos, golistas, vilasianos. Porque cuando Carrier toca el nauseabundo aire nuestro, lo convierte en una brisa fría, en un beso húmedo, y entonces, entonces ya puedo acabar este poema.
Oh, sweet Carrier, it’s my wife and it’s my life.
Lo he amado todo, todo.
Ya me puedo morir en paz.
Me quemé los labios amándolo todo, de verdad, estuve enamorado de todo y lo estoy, aire nuestro.
Dejadme morir en paz, como un perro de lo Alto, un gran tipo, sin duda.
Oh, sweet Carrier, it’s my wife and it’s my life.
El Papa Juan Pablo II, que besó el suelo de Zaragoza. El incendio del hotel Corona. La UCD. Las voces roncas, y los bigotes y la gravedad de los socialistas utópicos. El Seat 124 o el Renault 12, elige uno. El alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván. El Rey Juan Carlos I esquiando en Candanchú. Plácido Domingo, que cantó una jota en Zaragoza. Las misas de hora y media por la muerte de Franco en los colegios de curas. La asignatura de Derecho Romano. El Ducados en la boca. Las pólizas de veinte duros. El divorcio. Los bares de los reclutas de Zaragoza donde vendían bocadillos con nombres bélicos. Luis Buñuel, que se murió muy lejos. El poeta Rafael Alberti recitando su «Marinero en tierra» de noche y de día por media España. Los pantalones de pata de elefante. El marxismo y la felicidad que daba a cualquier hora. Las gafas de pasta. Lo bien que se aprendía la gente los libros ilegibles. La fe general en todo. El retraso general en todo. Los ujieres con americana de almirante. La plaza de España. El Tubo. El Plata. La libertad, desconocida. El agrarismo, las moscas, el ternasco, el sexo. Los pueblos o la nada. Los tontos. Los listos. Los cojos. Los ciegos. Las putas. Las carreteras estrechas, los baches. Los Espumosos, que cambiaron de sitio. Los calamares del bar Victoria de Barbastro, que gracias a Dios siguen siendo los mismos. Y los aragoneses pintados con los brazos en jarras. Y los brazos en jarras como una forma de pensamiento. Y las campanas, y los muertos, y ningún sitio adonde huir.
(Navidades de 2006)
Mezclo vivos y muertos en estas fechas. Mezclo aftershave caro con colonia aún más cara en estas fechas. Pienso en los treinta millones de euros que llevo ganados este año y me río y gozo pensando en las viudas españolas que tienen pagas de cuatrocientos euros mensuales. Las imagino comiendo turrón Eroski y una gran risa me quema los pulmones con el gas blanco de la felicidad. La Nochebuena la paso en un apartamento de Manhattan de trescientos ochenta y nueve metros cuadrados sin contar las terrazas, las enigmáticas terrazas bajo la luna indiferente. Doy una fiesta para judíos exquisitos y hablamos de Faulkner y de Dante. Luego arrojo a uno de esos judíos por la ventana desde un piso 90. La Nochevieja la paso en la suite Castellana del antiguo Hilton de La Habana, y charlo con Fidel sobre Camilo Cienfuegos y sobre Ernesto –los muertos santos a quienes jamás alcanzará el desencanto–, bandejas revolucionarias llenas de frutas tropicales con ventanales frente al mar y larga nostalgia del Che, que jugó en esta suite del piso 22 al ajedrez con byroniana sonrisa. Hablo un rato con Benedicto XVI desde La Habana y le pregunto por el fin del mundo, y él se ríe, conoce mis bromas. «Está llegando», me dice Beni, «tienes la vida eterna asegurada, no te preocupes», añade. Largos, clandestinos pasillos del Vaticano con Dios al fondo, en la triste negrura de las alcobas diamantinas. La noche de Reyes la paso en París en la suite Chopin del Ritz. Aún queda algo suyo aquí, alguna bacteria fosilizada de su también fosilizada tuberculosis. Nada de España nunca en estas fechas, que me deprime. Aunque hablo con el Rey de España el día de Año Nuevo. «Debes coronarte emperador, como hizo nuestro amadísimo Hirohito, cuanto antes, esa gente no se merece otra cosa». Me duele no poder hablar ya con Stalin, cuánto lo añoro. No soporto el aburrimiento del mundo. Estas son fechas terribles. Pues ya no hay nada sobre la tierra. Solo hay autopistas, policías y semáforos. Millones de semáforos en rojo. Semáforos fabricados en polígonos industriales de las circunvalaciones en torno a Múnich, a Madrid, a Moscú, a Manchester y a Milán. Nada hay más que semáforos, llevamos millones de años esperando que cambien de color. Solo hay electrodomésticos y asalariados y chinos y chatarra y ruedas vacías, sin aire adentro, ruedas descendidas de las nubes aún más vacías, nubes sin líquidos, nubes llenas de la basura caliente que vino de la tierra. Ninguna revolución a la vista. Ninguna clase social tratando de salir de la mugre. Esta mugre inmensa. No hay fusilamientos de tiranos. No hay ni tiranos. No hay violaciones de las hijas adolescentes de las reinas neuróticas. Hay presidentes de comunidades de vecinos. Este aburrimiento universal. La gente cumple cuarenta años y luego cincuenta. Y luego se mueren y es como si nunca hubieran estado vivos. Ricos y pobres, vivos y muertos. El Mal me calienta el hígado.
Los aviones de Air France se caen del cielo,
caen en mitad de las planicies oceánicas y se hunden
a la velocidad de los peces, cuatro mil metros bajo el agua.
Los familiares buscan abogados y leyes y luz y justicia
a la gran velocidad de la desesperación,
demonio y matadero del adiós ingrávido.
Michael Jackson pesaba cincuenta kilos de viento quemado
cuando se fue de este mundo como si fuese un negro de Nairobi.
Cuerpo adentro tenía vísceras de goma.
Hay un Big Bang carnal en todo esto.
Esta fiesta idéntica a las fiestas solares, a los sacrificios
humanos, comiéndonos los unos a los otros.
El canibalismo también es moderno.
Los cerdos, humillados,
inventan virus que matan a los hombres,
comedores de cerdo.
Mercedes baja los precios de sus berlinas.
De creer en algo, creería en un Mercedes-Benz,
y te juro que no es broma.
Adoraría sus ruedas,
su volante de cuero,
sus trescientos caballos,
su tapicería blanca, tan blanca como nuestro amor.
En un país pobre y sin historia llamado Honduras
los militares dan un golpe de estado: negros y soldados,
indios y piedras, hispanos y locos, ratas y cárceles,
hundidos en Honduras.
Una biblioteca de Nueva Gales del Sur exhibe
la lista de Oskar Schindler, fechada el 18 de abril de 1945,
la célebre lista que hurtó al Tercer Reich,
ochocientos judíos en trece páginas amarillentas,
el buen triunfo de la vida.
Y en esa lista
salimos tú y yo, amor mío, que estamos vivos de milagro.
El futbolista Kaká pasa el reconocimiento médico.
No hay mensajes nuevos, dice mi Windows Mail.
Cae otro avión, de una compañía fantasmagórica,
barata y africana,
sobre el océano Índico.
Demasiados aviones en el cielo.
Demasiada gente volando.
Michael Jackson estuvo casado con la hija de Elvis Presley.
En las noches de verano, desnudos, hacían espiritismo.
La autopsia de Elvis también fue poesía pura.
Es mucho más triste que no te hagan ni la autopsia,
como a esos desgraciados que se hundieron
en el Atlántico y en el Índico
y sus cuerpos desaparecieron
como si nunca hubieran existido.
La autopsia es un espejo moral.
La autopsia es un matrimonio con la gravedad.
La autopsia me pone a mil, desconocidos
metiéndome mano, árbol adentro,
donde ni siquiera tú has estado, amor mío.
Pienso en los riñones (creo que tenemos dos),
en el hígado, en el intestino grueso de Michael Jackson.
No hay mensajes nuevos, dice mi Windows Mail.
Nadie me escribe.
(1 de enero de 2020)
Roma recibió el nuevo año con retumbar de fuegos artificiales en el cielo, en memoria de las viejas artillerías de los fantasmagóricos imperios europeos; y retumbar de campanas, en memoria de los dioses idos; y gritos de gente bailando en las calles, en memoria de los muertos; y un grado bajo cero, en memoria de la intemperie.
Pensé en mi pasado y en el pasado de Roma.
Me senté en una silla y miré los dos pasados: el uno humilde y privado, de desaparición inminente; el otro, universal y necesario, desaparecido hace tiempo. Mi pasado vivo aún, dentro de mí, un cuerpo aún respirando y con sangre adentro; el de Roma, amortajado, iluminando el mundo, manteniendo la fe y la esperanza en que es verdad lo que los libros afirman y que por tanto estamos aquí desde hace más de dos mil años.
Fiesta en el Trastevere, en la Piazza Navona, en la Piazza del Popolo, en la Fontana di Trevi, en la Via del Corso, turistas venidos de todos los rincones de la tierra, buscando un poco de belleza, buscando la dignidad de la historia.
¿Hay dignidad en la historia?
Solo hay dignidad en el erotismo, en los besos, en el esplendor de las caricias de un cuerpo contra otro.
Llamé a mis hijos y a mi hermano, ¿a quién llamar si no?
Padres no tengo.
Acuérdate de a quién llamas en esa noche y tendrás una fotografía real de tu vida.
Gran noche romana que nos traes este año desconocido, este 2020, en donde muchos de nosotros moriremos o viviremos o seguiremos sin saber si estamos vivos o muertos, mantendremos el oficio y el hábito de la respiración, el vestido y el trabajo.
Noche romana, en donde me persigno y caliento mi sangre con la dulce memoria.
Los hoteles llenos, los restaurantes tirando kilos de lujosa comida, las conversaciones llenas de risas sin razón alguna que las cause, y las iglesias abiertas, y las estatuas haciendo lo mismo que llevan haciendo cientos de años, permanecer, estar, perdurar, perseverar, y los mendigos ausentes de toda celebración.
Roma delante de mis ojos, y yo delante de mi pasado.
Cada uno carga con lo que hizo.
Nuestra moral es el pasado.
Las mujeres bailaban y los hombres cogían sus manos, y luego se besaban, las parejas brindaban, comían lentejas, había besos, muchos besos, y el año nuevo se encarnaba en todos nosotros, nos agarraba el corazón con sus manos de bronce.
Y vi a los populares gatos romanos trepando por las tapias del Trastevere, espiándonos con indiferencia.
De vez en cuando, alguno se acercaba a los restos de platos de lentejas abandonados al pie de papeleras, repletas de basura.
Las mujeres jóvenes bailaban y los hombres jóvenes las miraban, cumpliéndose así la ceremonia de la vida.
Los fuegos artificiales duraron toda la noche en la ciudad de Roma, rompiendo el cielo y la quietud.
Toda la noche estuvo el cielo incendiado en señal de alegría y de júbilo, con todas las supersticiones resucitadas y presentes.
Roma, nuestra amada superstición.
(5 de marzo de 2020)
Con la epidemia gobernando Italia,
Roma se ha vaciado de turistas.
Te has quedado sin nadie, Roma.
Paseo por Campo de’ Fiori,
por Piazza della Quercia, por Via Pettinari,
y no hay hombres ni mujeres ni gatos,
todos se han marchado.
Te estoy viendo como te vieron los antiguos.
Como fuiste en el mil trescientos.
Como si regresara la Edad Media.
Como te vio Stendhal,
como te vieron los viajeros del siglo XIX.
Ahora estás tan sola como yo.
Qué más quisieras tú, Roma.
Jamás, nunca jamás estarás
tan sola como yo.
Esa jerarquía es solo mía.
Tuyos el arte, Dios, los ángeles,
la belleza, la espada,
el misterio de la historia.
Mía la soledad suprema.
El emperador Nerón mandó edificar
el palacio más enigmático de todos los tiempos.
No era un palacio sino un estado del alma.
Una casa para el alma
como el planeta tierra
es una casa para la vida.
Si Nerón se levantara de entre los muertos
y viera la ruina sombría y subterránea
en que su sueño solar se convirtió
lloraría, lloraría
como yo lo estoy haciendo en este instante,
aquí abajo,
visitando la Domus Aurea.
La entrada del sol en las habitaciones,
el sol por todas partes,
el sol humano y el sol animal,
el dominio del sol,
la doma del sol,
la victoria sobre el sol,
la humillación del sol,
el sometimiento del sol,
la transformación del sol
en ternura
y en amor
y en espíritu,
eso fue la Domus Aurea.
Nerón hizo del sol
un esclavo de la arquitectura
y un vasallo del agua.
Yo también quise una casa así
con el sol entrando en los jardines
cuando fui joven.
Fue mi sueño.
Vamos Nerón y yo
llorando por los subterráneos
de los sueños corrompidos.
Tuvimos un sueño,
el mismo sueño.
Lloramos juntos.
Nerón y yo.
Cuenta Hemingway que una noche coincidió en Michaud,
el célebre restaurante parisino de Saint-Germain-des-Prés,
con James Joyce, que estaba cenando con toda su familia.
Dice Hemingway que Joyce tenía la carta
a tres dedos de los ojos.
Habían salido a cenar los Joyce aquella noche
nada menos que a Michaud.
Joyce hablaba en italiano con sus tres hijos,
que comían con apetito. Hemingway iba con Hadley,
su primera mujer, un encanto, seguro.
Hadley estaba hambrienta.
Hemingway ya había leído a Joyce
porque se lo recomendó Gertrude Stein.
Tatie (el nombre familiar de Hemingway)
decía que el libro de Joyce
era «jodidamente bueno».
Tatie se quería dar un gustazo aquella noche,
porque Michaud era caro y Tatie era pobre.
Joyce también era pobre, pero no tanto.
¿Quién era más pobre, Tatie o Joyce?
Tatie se pidió aquella noche un espléndido tournedó.
Joyce también cenó a lo grande.
Parece ser que todos tenían hambre aquella noche.
Y yo que estoy aquí, en España,
comiéndome una ensalada de régimen,
entretenido evocando este encuentro
que sucedió hace más de ochenta años en París,
el encuentro de dos escritores
que no tenían nada que ver,
que escribieron libros con vidas distantes,
pero a los dos les gustaba cenar en Michaud.
A los dos les gustaba la carne,
el vino y los manteles blancos de los restaurantes.
Hace ochenta años: parece que no fue,
que nunca se encontraron,
ni existieron, ni cenaron, hace ochenta años, da igual que fuese,
ochenta años,
que fuese o no fuese es lo mismo,
ochenta años,
no fue, y si fue, no fue.
Y a mí qué puede importarme todo esto,
los libros y la muerte.
Hace ochenta años: un encuentro de dos hombres
que ahora hablan
desde páginas escritas
a un tipo que vive en España y está ilusionado
porque resplandece el sol todos los días, y eso es vivir.
Michaud, tendría que ir a comer todos los días a Michaud
e invitar a Molly Bloom y acariciarle el pubis
con la cucharilla del café y verla sonreír,
cuarentona y destrozada.
No me gusta España porque la libertad aquí es una suposición.
Me gusta España porque el verano aquí es una resurrección.
Ni siquiera le he puesto una oliva a esta maldita ensalada.
Joyce era flaco, y se murió pronto.
Tatie fue engordando con el tiempo,
y se pegó dos tiros.
Los planos arquitectónicos con que fueron construidas las grandes maravillas tecnológicas de este mundo se redactaron en lengua inglesa. La trama de la historia está en inglés. El inglés es la realidad. Todo lo que importa ocurre en inglés. La política es lengua inglesa. La economía es inglesa. El pop es inglés. El cine es inglés, y el inglés del cine es un imán que convierte en inglés lo que está en otra lengua.
Dios, por fin, nos habla a todos en inglés.
El inglés se comió, en una tarde lluviosa, al francés.
Se desayunó al alemán en una mañana kantianamente soleada.
Los franceses lloran de impotencia.
Cuando hablamos de Estados Unidos, hablamos del inglés. Los angloparlantes se pasean por el mundo como si estuviesen en el pasillo de su casa.
El mundo les pertenece.
La escritura de propiedad de todos los continentes está redactada en un inglés sólido como piedra y perfecto como el cielo.
Las recepcionistas más hermosas de los hoteles más escondidos de la tierra te reciben en inglés.
Los escritores de pieles indecibles en islas remotas escriben en inglés.
Todas las razas de la tierra quieren hablar inglés. Los maestros de Kung-Fu dan sus clases en inglés. Los de Tai-Chi, también. Las realidades que no se construyen con la lengua inglesa parecen antiguas, dudosas, baratas, tristes.
España es Spain, si quiere ser algo.
Bueno, así están las cosas.
Así está el mundo.
Todas las lenguas se han muerto o se van a morir en cinco minutos, menos el inglés.
Y ahora hablemos de Cervantes.
O de Molière.
Gente apilada en los autobuses urbanos, disfrutando de la igualdad, de pie un montón de almas tristes.
Vete a los barrios, para saber qué es esta ciudad, vete a los barrios: dos macetas sin flores en la galería, el camión con las bombonas de butano, un perro que mea tranquilo en un solar, una papelera verde colgada de una farola también verde, un contenedor amarillo, dos municipales sádicos que multan a un R-5 del 73.
Para salir del barrio, ya sabes lo que te toca: esperar la llegada de esa bestia roja. Suma todas las horas que has esperado en los últimos años a esa bestia roja y te dará una vida oscura esperando en una marquesina.
Se la ve llegar a lo lejos, esa bestia roja que te llevará al Centro siempre tarde. Mejor ya no la espero. Mejor renuncio a salir del barrio. Mejor me quedo en el barrio a perpetuidad.
No hay nada hermoso en los barrios de esta ciudad.
Piensan, si es que piensan, que los que vivimos aquí no necesitamos detalles, no necesitamos un miligramo de belleza.
Piensan que somos animales mutantes en establos, que estamos ciegos, que no merecemos la luz del mundo.
Nunca nos pondrán papeleras de materiales nobles, baldosas grandes, árboles frondosos, altos, parques con cisnes, barcas con remos, una estatua de Cervantes, un arco de cualquier triunfo, una lápida que recuerde a héroes legendarios, una pérgola decimonónica, un paseo de los ingleses.
Ya te vale con los semáforos y las aceras, chaval.
Con un Carrefour y un Telepizza en medio del barrio vas que te matas, chaval.
Estoy enamorado de este desierto, chaval.
Este desierto me pone a mil, chaval.
Este sudor, este pringue de la piel, esta nada húmeda, me pone cachondo, chaval.
El año comenzó con revoluciones en los países árabes.
Se desmoronaban Túnez, Egipto y Libia.
Parecía que la Historia había muerto y de repente
una mujer entró en el bar del tiempo
y dijo «champán para todos».
Japón volvió a beber un trago largo de veneno.
La tierra tembló y las centrales nucleares niponas
sintieron nostalgia de Dante, de la Biblia y del Apocalipsis.
El mundo volvía a estar caliente.
Gadafi, el líder libio, no aceptó la copa de champán.
El mundo árabe se estaba convirtiendo en una banda de rock.
China seguía comprando presidentes de gobiernos occidentales
a bajo precio y convertía la vida en basura universal.
La nave espacial Cassini detectó lluvias de metano
en las dunas del ecuador de Titán,
la luna de Saturno.
Pero continuaba sin aparecer
ningún vestigio de vida extraterrestre
en ese descomunal y vacío cielo que nos corona inútilmente.
Hosni Mubarak y Muamar el Gadafi y Silvio Berlusconi
usaban el mismo tinte de pelo y sus septuagenarias cabelleras
resplandecían al sol de la Historia con el claro color
de los cabellos juveniles de los dioses griegos de la Ilíada.
El hijo del cielo, el emperador Akihito,
habló a su pueblo desde las televisiones japonesas,
desde los receptores con la tecnología
más sofisticada del planeta,
en medio de la radiación nuclear,
que quema la vida del planeta.
Los reyes y los emperadores y los generales condecorados
se convierten en los grandes ídolos de la televisión
cuando llega el Apocalipsis.
Barack Obama viajaba por América Latina
con la mano extendida.
Fuego, volvía el fuego, un clásico de la Libertad.
La crisis económica bailaba flamenco en España.
España se estaba calentando.
Ya nadie leía a Góngora en España
ni a Francisco de Quevedo ni a Mariano José de Larra.
Ni siquiera se sabía quiénes fueron
ni si estuvieron vivos alguna vez.
La Historia se estaba resquebrajando, caminaba, al fin.
La creíamos muerta y como Lázaro salió de su tumba.
Murieron el Presidente Néstor Kirchner
y el actor Dennis Hopper y Bobby Farrell,
el cantante de Boney M., y la actriz Elizabeth Taylor
y el domador de leones Ángel Cristo.
Nació el primer bebé libre del gen del cáncer de mama,
y sus padres se sintieron fuertes, inmortales casi.
Las relaciones familiares empeoraban por culpa de la crisis.
La tierra tembló en Japón y la Historia se movía,
como un vampiro en la medianoche.
De qué sirve la vida si no es para acabar completamente muerto.
De qué sirve la vida si no es para cambiarla completamente.
Los dos famosos arquitectos
triunfaron en el arte
y fracasaron en lo único que importa:
no supieron ser hermanos, amigos,
colegas, cómplices,
y se odiaron en vida con tesón inacabable.
En la hora de la muerte,
tan mencionada en sus monumentales obras,
los dos fueron un solo cuerpo en derribo.
Me gustaría soñar que se quisieron,
que celebraban juntos
el misterio de la vida,
que comían y reían el uno frente al otro
en los veranos romanos
y bebían la misma copa y abrazados soñaban
la llegada de la luz sobre las piedras
con la fraternidad y la risa y la comedia
como sólidas certezas
frente a la vanidad, el orgullo y la ceniza.
Tanta gente allí en las alturas como turistas abajo.
Más corpulentos, iracundos y hermosos
los seres humanos pintados en el techo.
Triviales y ordinarios y banales y caídos
los que abajo estamos,
con nuestras preocupaciones a cuestas,
que no son las de ganar la salvación del alma.
La imperfección de la vida no alcanza a los de arriba.
Abajo estamos los seres imperfectos, pero estamos vivos.
Los de arriba,
los que pintó Miguel Ángel, son extraordinarios,
pero no existen.
Abandono la Capilla Sixtina
con odio hacia la deformidad de mi cuerpo,
es una tarde de invierno.
Miro mis brazos,
no son los brazos del Dios verdadero,
ni los de los santos,
los héroes o los ángeles.
Miro mis manos y mi rostro en el espejo
de los lavabos y no sé quién soy,
más allá de un hombre viviendo su vida
en donde las arrugas
beben de mi piel con lenta serenidad,
como en un lago azul
en una tarde de invierno.
Pienso en ti, en tu defensa del paraíso en la tierra,
pienso en ti, Miguel Ángel,
pienso que tú no viste a Dios realmente,
porque no existe, por eso no lo viste,
y te encomendaste a la vanidad del arte,
pero gracias a esa vanidad
mi vida es mejor en este instante.
Mañana volveré.
Valdría la pena estar aquí abajo
con la cabeza vuelta hacia el techo
todos los días.
(27 de octubre de 2013)
La noticia sale en las televisiones de todo el planeta:
Lou Reed ha muerto.
Si Lou Reed ya no está en este mundo,
yo tampoco quiero estar en él.
Llorad, hermanos, se ha ido el mejor de los hombres,
el artista más grande de mi tiempo.
Siempre pensé que yo me moriría antes.
Ese era el trato con los dioses.
Debería haberme muerto yo, y no tú.
Coge mi hígado, es tuyo.
¿Cómo vivir sin ti?
Ha muerto Lou Reed.
Sabía que esto tenía que pasar.
Ya nunca seré el mismo.
Ya soy otro, deforme, asesino, triste, desagradable,
muy desagradable, cariño, ten cuidado.
Se ha ido un Príncipe:
lo saben los mares, los árboles,
las ciudades,
todos los millones de seres humanos que viven
hacinados en Asia, en América, en Europa,
los animales en la selva,
las nubes,
lo sabe la materia.
No estuve en la muerte de Dante.
No estuve en la muerte de Cervantes.
No estuve en la muerte de Mozart.
No estuve en la muerte de Rimbaud.
No estuve en la muerte de Van Gogh.
No estuve en la muerte de Kafka.
Eh, pero he estado en la muerte de Lou Reed.
Se olvidará todo. Este tiempo será carbonizado.
Pero la voz de Lou Reed permanecerá al lado del mundo,
porque era la voz de las cosas mejores.
Todas las voces se queman en la muerte.
Esta no.
Siempre hay una voz que la muerte no puede quemar.
Te quise y te querré siempre.
Toda forma de gravidez ha concluido.
Renuncia, oh, Tierra, a la ley de la gravedad
porque Lou Reed ha muerto:
murió la voz que santificaba la materia.
Muéstranos tu duelo, oh, Tierra, renuncia a la gravedad.
Tú, que te hundiste a propia y ciega voluntad,
acepta mi derrumbe.
Tú, que te tambaleabas ruidosamente en las tabernas,
acepta mi aullido.
Tú, que estuviste en la cárcel charlando con las ratas amarillas,
acepta mis drogas.
Tú, que envenenaste a conciencia tu joven cuerpo,
acepta mi envejecimiento.
Tú, que fuiste pobre y miserable y torpe,
acepta mi desesperación.
Tú, que tuviste los trabajos más duros y sucios,
acepta mi funcionariado.
Tú, que estuviste completamente solo y sin amor,
acepta mi matrimonio.
Tú, que viste la cartografía de este mundo imaginario,
acepta mi desequilibrio.
Tú, que entendiste las fórmulas de las arterias solares,
acepta mi ignorancia.
Tú, que del sexo hiciste una corona de espinas,
acepta mi soledad.
Tú, que le hablaste de mí a mi padre agonizante,
acepta mi amistad.
Tú, que pedías limosna y sufrías de dolores inconmensurables,
acepta mis humillaciones.
Tú, que tuviste un amigo que resultó ser nada y nadie,
acepta mis palabras.
Tú, que te fuiste de este mundo sin haber sido feliz,
acepta mi alcoholismo.
Tú, que te fuiste mucho antes de que yo llegara,
acepta mi espera.
El gran poeta, líder indiscutido
de las enfermedades mentales
en la historia de la poesía,
cuya obra, según los catedráticos tristes,
habló de Grecia y de Alemania,
y propuso a los hombres corrientes
un reino superior,
que ocurría en las alturas legendarias
donde los dioses viven en pereza perpetua,
fue en el tiempo de su vida
un chiflado menesteroso que olvidó
hasta su propio nombre.
Tuvo razón Goethe,
que lo vio desde el principio
como lo que en verdad fue:
primero, un joven exaltado,
con poca experiencia del mundo
y demasiada filosofía,
luego, un loco más,
pobre y enfermo,
de entre los que abonan
los campos de la tierra.
Convertiste tu vida en un derrumbe prematuro.
Y son palabras tuyas estas que ahora cito:
«Está claro que vivir consiste en hundirse poco a poco».
Y un 21 de diciembre de 1940,
caíste muerto en el living-room del apartamento
de Sheila Graham, en Hollywood,
el gran favor de aquel infarto que te sacaba de la vida
porque ya no había vida en ti,
mil pedazos, mil cristales dorados,
brillando sobre el suelo.
Dime, ¿la amaste?, dime, ¿te amó ella?
¿Dónde está Sheila ahora, y Zelda, dónde?
Tú, que creaste a Jay Gatsby,
la criatura más resplandeciente de la vida
e hiciste –nunca te lo perdonaremos–
que ese hombre enigmático
se enamorara locamente de una mujer llamada Daisy,
la mujer más egoísta de la Historia
y la más bella y la más codiciosa del santo dinero,
de la riqueza y de las fiestas y del champán
y de los coches de lujo
y de las mansiones y de los grandes viajes
a la Riviera francesa, todos nuestros amigos esperándonos
en la playa, con la copa en la mano, en veranos legendarios.
Pero aquí estás ahora, de pie, frente a mí,
como fantasma ilustre de la gran literatura
y por tanto de nuestro escaso saber sobre la vida,
con tus depresiones, con tu alcoholismo, con tu expiación,
con tu mujer, con tu amante,
con tu pobreza final, con tu hija Scottie,
pagando facturas de universidades y de médicos,
y con tu conquista laboriosa, al fin, de la nada y de la muerte.
Y en 1948, Zelda Fitzgerald ardió viva en el incendio
de un manicomio de Carolina del Norte, donde sobrevivía
como un fantasma más entre los millones de fantasmas
que pueblan este mundo
del que tú ya habías, elocuentemente, desertado.
Tu elegante y envidiable fracaso,
tu ascensión a las nubes cristalinas
del firmamento, tu penuria, tu caminar erguido
hacia la destrucción,
pero no la destrucción común a muchos hombres
(porque vivir es hundirse poco a poco pero no todos
–tú lo sabías– se hunden igual).
No la destrucción común –digo– a miles de hombres
y miles de mujeres,
sino la rigurosa y lenta liturgia del derrumbe,
su ceremonia inmemorial,
la conciencia bajo el calor de agosto, en el sur ardiente,
mandorla calcinada del dolor insoportable.
Duerme, duerme en paz,
hijo del viento último de la tarde áspera,
de los grandes veranos de Long Island
y de sus crepúsculos agudos.
Te beso.
Bésalas tú a ellas tres a cambio de mi beso,
a Sheila,
a Zelda,
a Scottie,
a la oscuridad,
a la enfermedad
y a la inocencia.
Ten en cuenta que somos tipos que nunca hemos tenido nada.
Que no somos nadie, y nunca seremos nadie, y eso nos gusta.
Somos soldados del siglo XXI, en una región infértil de la Tierra.
Yo trabajo en una zapatería, el otro es conserje
en un colegio de monjas ahorradoras y maniáticas,
y el tercero está en el paro.
Mitos, como mucho, buscamos mitos legendarios
en el hundimiento de la Historia.
Eso nos calma, nos ilusiona.
Nos juntamos las noches de los sábados
en un local a 33 kilómetros de Madrid centro,
un local de 66 metros cuadrados,
nos gusta el estúpido simbolismo de la aritmética.
Es un local asqueroso, un garaje o algo así. Hay taburetes,
un sofá con costurones,
una nevera de los setenta, que enfría más que las actuales
–un milagro de la miseria–, y una pantalla.
Y un portátil, un Mac excelente, eso es lo mejor que tenemos,
lo compramos de segunda mano entre los tres.
Bebemos mucha cerveza.
Allí ponemos las pelis de Hitler y de su ascensión al poder.
Nos encanta Leni Riefenstahl,
lloramos con La trilogía de Núremberg.
El nazismo parece algo, y nosotros no parecemos nada.
Compramos también un proyector
de saldo en eBay, por cuarenta euros,
somos gente muy organizada.
Somos tres tipos; los tres tenemos tres coches de quinta mano.
A veces pagamos a alguna prostituta de los polígonos
y la llevamos al Cuarto Reich, así se llama nuestro garito,
que se lo alquilamos al cuñado –cuyo nombre no importa,
como tampoco el mío– de uno de nosotros tres,
por veintiséis euros.
A ella no la tocamos, a la prostituta; prácticamente,
somos célibes por nuestro compromiso político
con el Führer, nuestro Dios; es simplemente nuestro
Dios porque somos pobres, gente hundida.
A veces pensamos que podríamos haber elegido a Stalin.
Stalin no tuvo una Leni Riefenstahl,
de haberla tenido hubiéramos dudado mucho.
Las películas que había sobre Stalin no nos gustaban
o no supimos encontrar las buenas.
Aunque la épica y la filosofía del Ejército Rojo nos emocionaban,
y las camisetas del Che Guevara nos ponían a mil.
Albergamos, por tanto, nuestras incertidumbres intelectuales.
Le ponemos los discursos de Hitler
y le pedimos que aplauda, eso es todo,
a ella, a la prostituta, que nos cobra veinte euros.
Ella aplaude y su sexo descansa esa noche, qué bien.
Ella aplaude, los discursos son en alemán,
ella es ecuatoriana, no sabe muy bien quién
demonios es el tipo del bigote y bebemos cerveza.
Ninguno de nosotros sabe decir ni buenos días en alemán,
aquí íbamos a estar, en un polígono como este,
si supiéramos alemán.
Nos gusta mucho otra película: El hundimiento,
los últimos días de Hitler en su magnífico búnker,
la hemos visto mil veces, nos gusta su suicidio.
Es un suicidio de lujo, mucho mejor que los nuestros,
que están al caer, sí, porque queremos acabar ya con todo.
No le hacemos mal a nadie.
No somos proselitistas, sencillamente nos gusta el teatro.
Nos gusta ver esas películas, simplemente.
Nos gusta la marcialidad de esos tipos.
Parecen gente importante, hundiéndose.
Nosotros nos hundimos igual, pero no somos importantes,
por eso vemos esos vídeos.
Unas veces yo soy Himmler, otras soy Albert Speer,
y ellos también eligen, unas veces eligen Rudolf Hess,
otras Joseph Goebbels, otras Hermann Göring.
Tenemos nuestros uniformes, y así pasamos la vida,
creyendo que la Historia fue nuestra alguna vez.
A ti te lo puedo decir, amor de mis amores,
sangre de mi sangre, reina testaruda de la nada en que acabaré,
–gracias demos a Dios que sabrá devolvernos,
nulos al fin, ya tranquilos, en nuestra nada–,
a ti sí puedo decirte que sueño un poco,
a veces más que un poco,
con la destrucción de España,
con la defenestración de sus elites,
con quemar su historia y a sus líderes y a sus cantantes,
y a sus futbolistas y a sus toreros y a sus nobles y a sus reyes
y a sus libros de éxito y a su televisión española,
sueño con eso, con calentarme las manos en ese fuego
cuando llega el invierno y nieva mucho en los Pirineos,
mi santa tierra,
solo mía,
inocente de mí,
buena persona siempre, sabedlo, no obstante.
Amor y odio, siempre es así.
Mucho amor y poco odio, siempre es así.
Sueño con el aniquilamiento
de la vida peninsular tal como la conocemos,
sueño con el delirio final de todos nosotros,
los ancianos españoles,
muertos de miedo,
solo salvaría el Tren de Alta Velocidad,
y algunas películas de Buñuel y de Berlanga,
porque soy un sentimental y estoy enamorado
y me pone a mil que me hablen en la lengua de Cervantes.
Que Vilas sea español, que le den, dijo
un sádico arcángel un 19 de julio de 1962.
A ver qué hace, dijo otro, será interesante ver eso.
Seguro que se hunde, pobre diablo, no podrá con eso.
Se matará, se colgará, se dará a la bebida, beberá
hasta reventar, o delinquirá
o se convertirá en un drogadicto,
en un souvenir barato.
Qué buena idea, sí, dijo el arcángel San Miguel
con una copa de vino de Rioja en la mano.
Apostemos fuerte por el Gran Vilas y su hispánico destino.
A ver cómo se apaña con España, dijeron todos
mientras reían y bebían y fornicaban
en la alta oscuridad del Paraíso.
Bah, hicisteis bien, camaradas,
amo este país, lo amo mucho,
daría mi vida por él y no es coña,
lo amo porque en España
las mujeres son mejores que los hombres desde siempre,
hicisteis bien, hijosdeputa,
y sabed que lo mismo da España que Francia, China o Rusia,
Italia que Alemania, Suecia que Finlandia,
lo mismo da, hermanos míos,
la vida es buena y ya la misma en todas partes,
pero sí, la jodida España era mi sitio,
el lugar de mi arcangelidad
dionisiaca, veraniega y popular.
Allí estuvisteis de fábula, pequeños hijosdeputa,
reinones del celestial azar,
libidinoso y acre.
Como el pintor José de Ribera,
un hombre de infinito talento,
que vivió en Nápoles y amó Italia,
pero que aún amó más España,
yo también quiero llamarme
como él, «El Españoleto».
Es un nombre precioso.
Es posible que no conozcas demasiado las afueras
de la ciudad de Zaragoza: ese mundo ambiguo,
fronterizo y misterioso.
Ya no son suburbios las afueras.
Son un combate lento entre el ladrillo y la tierra,
entre el asfalto y el erial,
entre la farola y la luna.
Entre muertos y vivos.
Entre santos y pecadores.
Entre gladiadores y cristianos.
Más allá de Torrero, más lejos del Actur,
allá donde los efluvios del Carrefour terminan,
más allá de Las Fuentes,
hay un mundo de calles asfaltadas con fantasmas
que terminan en huertas sin frutos
y acequias sin agua,
de bares al lado de escombros desesperados
que dejan ciega la mirada,
bares desolados, de casetas de campo
junto a grúas recién puestas,
de albañiles tristes que hablan en rumano,
convertidos más tarde
en vampiros llenos de luz con baterías muy baratas,
todo es barato en este reino mío,
de neumáticos torturados,
de pequeñas tiendas que despachan pan industrial
y golosinas calientes.
Las afueras son también un reino de juventud:
allí es donde los jóvenes de treinta años tienen su futuro,
su piso y su larga deuda con los hombres viejos.
Porque los hombres viejos tienen el poder y la nada,
tienen las leyes y el dinero, y mujeres viejas, a quienes
ya no se follan –porque todo es una mentira inabarcable–,
y son dueños de los techos, de las paredes,
de la domesticación del frío,
del pegajoso frío.
Allí les esperan dorados domingos para disfrutar
del salón de diecinueve metros cuadrados,
de la cocina de siete, del «dormitorio-suite» de diez,
así lo llamó el constructor el día de la firma del contrato,
de la plaza de garaje que protege del bárbaro viento
de los desmontes recién urbanizados a un Corsa del 87,
y de las magníficas vistas a la autopista de Barcelona.
Mira esas vistas, cariño,
mira ese ardor del sol contra nosotros,
mira cómo nosotros acabaremos como ellos,
como esos tipos que nos han vendido esta mierda,
cómo seremos leña roja y almas baratas,
así que deja que te lo haga todo esta noche,
es lo único que tenemos.
Deja que me coma
lo que ellos no tienen: tu carne blanca y dulce
y que apague
tus gloriosas ganas de follar.
Es nuestro reino.
Cuando llegue el insomnio, que llegará, cuenta,
para no volverte loco, amor mío, cuenta el número
de coches que pasan
a doscientos kilómetros por hora
(provistos de aparatos
altamente sofisticados que detectan los radares
de las baratas autoridades policiales españolas)
en madrugadas tan insignificantes
como las golosinas que venden en la tienda de la esquina.
Amor mío no puedes dejar tu trabajo, amor mío
si quieres follamos hasta morir, pero por favor
no dejes tu trabajo.
Entregas tu cuerpo, tu amado cuerpo,
lo único que tienes,
lo único verdaderamente tuyo,
a camas y sábanas desconocidas,
en habitaciones donde durmieron otros
con sus pesadillas a cuestas.
Recuerdo especialmente un hotel de Caracas,
al lado del aeropuerto, un verano tórrido,
aquella habitación pintada de verde,
la ensordecedora y vieja refrigeración,
chillando como un cerdo al ser degollado,
la cama mal hecha, las manchas en la colcha,
el olor a humedad, la almohada amarillenta,
la mesilla rajada, con huellas de colillas abrasadas,
el baño con grifos de los años setenta.
¿Qué hago aquí, dios santo,
qué me ha traído aquí?
Aquella habitación de aquel hotel
al lado del aeropuerto de Caracas me habló:
«Atrévete, seas quien seas, atrévete a quedarte dormido
aquí dentro, siente toda la oscuridad de este mundo,
porque tú la ves; y una vez vista esa oscuridad,
duerme, duerme, si tienes valor.
Todos los hombres y mujeres
que fueron asesinados en Caracas
están aquí contigo, en esta habitación,
en el enfermo color verde de mis combadas paredes,
míralos a ellos, a los asesinados,
alguno incluso sonríe,
la imbecilidad y la muerte a veces contraen matrimonio,
y luego quédate dormido,
como si no pasase nada,
como si fueses un turista más,
un huésped más,
un cliente más de este hotel de aeropuerto
que cuesta diecisiete dólares la noche,
y donde la miseria es mucho más importante que la muerte».
Elisabeth Vilas tiene veintisiete años. Canta y lidera una banda de rock and roll. Elisabeth vive en Detroit. Su primer disco, titulado Elisabeth One, pasó completamente desapercibido. Elisabeth odia Detroit y está pensando en largarse a vivir a España, a la Costa del Sol, a Málaga.
Belleza y esplendor del mundo, aplaca los corazones sedientos.
Ramiro Vilas tiene cuarenta y dos años. Vive en Canal de Berdún, provincia de Huesca. Es agricultor. Tiene un tractor al que llama, en broma, «Mariano». Cuando nadie le ve, les da patadas con sus polvorientas botas –compradas en un Carrefour– a las ruedas del tractor y le dice obscenidades como «me has jodido la vida». El tractor ni se inmuta.
Belleza y esplendor del mundo, no nos abandones en el desierto.
Alonso Vilas tiene ochenta y siete años y vive en Madrid. Es sacerdote jubilado. Vive en un Seminario. Desde su habitación oye los coches que pasan por la M-30. Le gustan los coches rojos. También puede verlos. Se ha comprado en un bazar chino unos prismáticos y ve los coches. Ve la cara de los conductores y se asusta y se conmueve.
Belleza y esplendor del mundo, muéstranos la belleza y el esplendor del mundo.
Cristo Vilas tiene sesenta y dos años y vive en Lima. Es peluquero y homosexual célibe. Tiene cáncer de páncreas pero sigue yendo a la peluquería todos los días. A veces, en mitad de un servicio, se pone a temblar de dolor, suspira hondo y sigue peinando al cliente.
Belleza y esplendor del mundo, elévanos hasta la presencia del sol.
Marie Vilas tiene cincuenta y cuatro años y es profesora de autoescuela y vive en Lyon. Su padre murió hace mucho y Marie vive con su madre. Su madre le prepara un sándwich de cuatro quesos con mortadela de Bolonia todos los días y Marie le da un beso en la boca antes de irse a trabajar a la autoescuela.
Belleza y esplendor del mundo, dinos que sois verdad la belleza y el esplendor del mundo.
Gottfried Vilas tiene veintinueve años y acaba de asesinar a su novia en un piso de las afueras de Frankfurt. Tiene delante, atemorizado, temblando, al amante de su novia, un hombre maduro, y no sabe si matarlo también. Finalmente, decide apuñalarlo como ha apuñalado a su novia. Gottfried Vilas mide 1,91 y hace culturismo. Se queda mirando a los dos cadáveres y se arrepiente de haberlos matado, pero se da cuenta de que son hechos tan irredimibles como olvidables en poco tiempo. Piensa en treinta años y seis meses. Y acto seguido se arroja por la ventana, es un piso catorce.
Belleza y esplendor del mundo, ¿qué harás con los asesinos?
Rosario Vilas era un niña-mendiga que fue encontrada ayer en un sótano de la Rambla de Catalunya. Era una gitana muy morena y tenía once tristes años. Tenía el cráneo reventado y los ojos metidos en la boca.
Belleza y esplendor del mundo, acuérdate de nosotros.
Oh, tú, lengua desamparada.
Tal vez yo me haya convertido en tu último apóstol.
Los hijos de los latinos que nacieron
en la inmensa tierra de Abraham Lincoln
a duras penas hablan
la lengua de sus padres.
Oh, tú, lengua de los pobres.
A ellos, sí, a ellos,
cuando los veo en las prósperas
ciudades anglosajonas trabajando
en los peores trabajos,
les digo con amor: «Háblalo,
enséñalo a tu hijos,
el español,
estas sílabas nuestras,
estas sílabas caídas».
Ellos me miran con gesto interrogante,
incómodo, como diciendo «cállese, se lo ruego».
Oh, sílabas españolas dichas
en voz baja
para que no sean oídas por el gringo rico.
«Cállese, cállese, se lo ruego,
usted viene de España,
usted tiene suerte,
pero yo no».
Cocineros de bares humeantes,
dependientas en tiendas outlet,
camareras y camareros,
conductores de autobuses,
limpiadoras y sirvientas,
pieles oscuras en trabajos duros, en obras,
en fábricas, en la industria tóxica,
en la basura,
oh, lengua desamparada,
allí dicen tus sílabas con miedo y vergüenza.
Oh, lengua desamparada,
ven a mi corazón desamparado.
Oh, lengua de los humillados,
yo soy tu último apóstol.
Tu novio, tu sangre, tu amor.
Oh, lengua de los sacrificados
para que el mundo rico siga siendo rico,
yo te doy el último beso.
Oh, lengua del desamparo,
vuelve a mí,
entra en mi corazón,
contempla cómo tu soledad
halla hermanamiento
con la mía,
que es siete mil veces más grande
y más antigua
que la tuya.
Estoy en la ciudad de Bucaramanga,
y es 31 de agosto de 2019.
Ha llovido un poco y corre el viento.
Acabo de estar en una conferencia
que ha dado el político José Manuel Santos,
que fue presidente de Colombia durante ocho años.
Me he sentado en primera fila.
El presidente cuenta
cómo se llevó a cabo
la pacificación de Colombia,
pues este país vivió una guerra civil
durante cincuenta años.
Cuando ha salido al escenario ha recibido
una larga ovación del público.
La gente ama la paz, he pensado.
Y me he emocionado.
Y me he sentido en paz con la raza de los hombres.
Habría más de mil personas.
Yo también he aplaudido,
mis aplausos eran un poco de adorno,
pues no soy colombiano,
y eso me ha hecho pensar
en que las identidades nacionales
lo siguen siendo todo,
el único amparo de los pobres.
Los pobres necesitan países,
no los ricos.
Por eso yo sigo necesitando a España.
Me ha gustado ver que la gente
apoyaba a ese hombre
y que veían en él un motivo de esperanza.
Como me he sentado en la primera fila
y el presidente Santos estaba subido a un escenario,
he podido contemplar con detalle su forma de vestir.
Me he fijado en que llevaba unos zapatos elegantes,
muy cerrados a la altura del empeine.
No llevaba corbata, sino un traje
azul marino con camisa blanca.
Iba bien vestido,
pero la ausencia de corbata producía
proximidad y cercanía a la gente.
Lo que más me ha sorprendido
han sido sus pantalones,
porque tenían el bajo con el corte llamado skinny,
que está de moda.
Es un corte que ciñe el pantalón al tobillo
y permite que el zapato se convierta en protagonista.
El corte skinny es inhabitual
en la forma de vestir de los políticos.
He pensado que ese modelo skinny
que llevaba el presidente Santos
era un buen presagio
de la modernización de Colombia.
He pensado en cuánto costarían los zapatos
que llevaba José Manuel Santos.
He calculado que unos doscientos dólares.
Por doscientos dólares tienes
unos muy buenos zapatos en este mundo.
Quienes conocen bien la historia,
y su misterio,
saben que todo se basa en la clase de zapatos
que puede desear un hombre o una mujer.
Brillaban los zapatos, y el presidente sonreía.
Ojalá este maravilloso país, al que amo tanto,
conquiste para siempre
la justicia, la democracia y la belleza.
El horror a cualquier hora y la belleza a ninguna.
Murió Franco Battiato, que era un ángel que nos ayudaba
a sonreírle al mundo y a amar la luz, el sol, el viento.
Estoy en Italia en este instante, no quiero volver a España.
Cada setenta años nos pueden las ganas de matarnos entre nosotros.
El horror a cualquier hora y la belleza a ninguna.
Padre y madre, por qué me obligasteis a nacer allí,
donde los besos no existen
y la fraternidad ha sido humillada.
El horror a cualquier hora y la belleza a ninguna.
Y la mentira,
y el privilegio,
y la envidia,
y la soberbia,
y la adulación,
y la altanería,
y las revoluciones baratas,
y el desprecio.
Siempre el desprecio, que es dios entre nosotros.
Y a ver si podemos matarte de un momento a otro.
Porque no nos gusta tu cara.
Porque no eres de los nuestros.
Porque de muerto hasta podríamos amarte,
pero de vivo no.
El horror a cualquier hora y la belleza a ninguna.
Murió Franco Battiato que cantaba en español,
que cantaba en la lengua de los que se matan los unos a los otros,
sin saber por qué, ni para qué.
El horror a cualquier hora y la belleza a ninguna.
Estoy en Italia en este instante, los lobos españoles,
todos, todos los lobos españoles esperan, te esperan,
porque tienes que volver, porque amas esa tierra,
no puedes ser feliz en ningún otro sitio sino en España,
es el misterio de tu vida, pero repetid conmigo:
El horror a cualquier hora y la belleza a ninguna.
Un día de finales de febrero del año veintidós
la vieja Rusia invadió Ucrania.
Yo estaba en la costa atlántica de Portugal,
en la solitaria planta novena de un hotel con vistas al mar.
Había olas amenazantes,
y espumas que se alargaban hasta el horizonte.
Tengo miedo, rabia, deseo, mucho deseo, me dije,
y dentro de unos meses cumpliré sesenta años,
y ese mar me está volviendo loco de codicia.
Amor de mis amores, la codicia, la gran codicia
del agua, de la luz, del aire, eso es la vida,
todo entra en mí y yo entro en todo, todo es cuerpo
y nada es alma,
amor de mis amores,
estar desnudo y en actitud de arrodillamiento ante ti,
amor de mis amores.
Mi habitación parecía un nido de ametralladoras
enamoradas de la blancura de las olas gigantes,
de esa noche que caía
y volvía de color naranja el espacio y la arena.
Me senté en la terraza e imaginé
el séquito de Vladimir Putin gobernando la anciana Rusia:
los asesores, el generalato
–todos atemorizados, todos temiendo morir–,
la guardia personal, los camareros, los secretarios,
las camareras, las secretarias rubias,
llenas de medallas de oro ganadas
en memorables Juegos Olímpicos
de todos los países de la tierra y de la historia,
los amigos poderosos, las fortunas, las armas nucleares,
los cocineros pensando en el menú de la cena,
el champán francés, el whisky escocés,
el chocolate belga, las naranjas españolas,
el sastre que decide el color del traje
de paño italiano,
el médico experto en su cuerpo,
que se formó en Harvard,
los asistentes infinitos,
todos convertidos en una reverencia estalinista
aterrorizada, siniestra, y cómica también.
Me iré de este mundo sin acariciar una ojiva nuclear.
La bondad no tiene argumento, no tiene intriga,
es plana e invita a la inexistencia,
las guerras y el mal sí tienen acción, suspense,
planteamiento, nudo y desenlace,
y así construimos la Historia,
porque con la bondad la Historia pasa desapercibida.
Me inventé los insomnios de Putin, sus paseos en bata
por los corredores del Kremlin,
soldados cuadrándose a su paso.
Yo también necesito reverencias y estoy solo.
A mi paso no se cuadra nadie,
es el paso anónimo de un ser humano más
entre millones de desconocidos
que viven y mueren sin salir jamás en los noticiarios
de las televisiones y en las portadas de los periódicos
de todos los países, de todas las naciones.
Qué poco he sido reverenciado en esta vida.
Me moriré sin saber qué se siente.
Y el mundo entero,
las mentes más brillantes del planeta,
intelectuales, escritores, pensadores prestigiosos
condenan la guerra,
pero Vladimir Putin no oye,
vive entregado
a sí mismo, a su narcisismo fértil,
como yo a mi narcisismo baldío.
Mi narcisismo es inocuo e inocente.
El de Putin abre la puerta a la muerte universal.
Al día siguiente me subí a un tren camino de Lisboa.
Los ejércitos rusos asediaban Kiev
y yo paseaba por el Chiado con un pastel de Belém en la mano.
Cientos de turistas, venidos de España, Francia, Italia,
asediábamos Lisboa, gozando del calor y del sol.
Al planeta tierra venimos a ser dichosos, a hacer el amor,
reír, cantar, comer, soñar
y luego morir en paz después de muchos años.
En este año veintidós, las mujeres temen
a los hombres y los hombres a las mujeres,
es una novedad en la historia de la humanidad
que envilece la vida,
envilece las pasiones
y nos arroja a existencias grises,
a un mundo sin sexo, y esa es la razón
de que regrese la guerra.
El miedo contempla el mundo
como el Zar de la nueva Rusia contempla Ucrania.
Los enemigos de la vida asedian mi vida,
que canta por las calles del Chiado
y de la Alfama canciones
de sexo, lujuria, de gran lujuria, de fraternidad,
de salvaje fraternidad,
y ya sé que tan solo el océano Atlántico
me comprende.
No conozco corazón más infiel que el de la vida.
Nunca me fuiste fiel, oh vida mía, siempre te fuiste
con el primero que llegaba.
Ah, el amor, aquí, en Lisboa, llena de novios y novias,
que esta noche se besarán en hoteles de tres estrellas,
que fornicarán sin tregua,
con gritos de placer inconmensurable,
mientras al otro lado de Europa los hombres y las mujeres
sufren y mueren por nada,
por la veleidad de un tirano,
y aquí entregamos nuestras vidas
al placer, la belleza y el sexo,
pero nunca es bastante,
nunca fue bastante para mí,
siempre deseé más placer
del que mi vida supo acumular.
El placer es tan escaso
como interminable la angustia.
Lisboa, ojalá en esta noche me saciaras para siempre.
Ojalá pudiera sentir la plenitud de los dioses,
la caricia perpetua de la belleza,
el orgasmo continuo de la muerte sin fin.
La historia se derrumba sobre mis hombros,
la tiranía se acerca,
el nuevo Zar quiere matarme
y yo, como el viejo Dostoyevski,
solo quiero estar enamorado.