SÁBADO

 

(EL POETA DE CINCUENTA AÑOS)

 

1980

 

 

 

Me miro todas las mañanas, aún es de noche,

bajo la luz eléctrica,

en el espejo del miserable cuarto de baño,

ya con cincuenta y un años mal cumplidos y bien solo,

y te veo a ti,

con la misma edad,

en el invierno de 1980.

 

Te veo a las siete de la mañana cargando las maletas

y los muestrarios en el maletero de tu Seat 1430.

 

Tal vez mi coche sea mejor que el tuyo.

 

La industria automovilística occidental oferta

a la clase baja algún modelo con sexta marcha

e incluso con aire acondicionado.

 

El salario, sin embargo, es el mismo.

 

El país, sin embargo, es también el mismo.

 

Veo el mismo rostro en el espejo, la aplastante madrugada

y el sórdido empleo,

y la sórdida ganancia de una comisión,

toda la vida detrás de una comisión a la intemperie,

que no te dio para nada,

absolutamente para nada.

 

Yo intenté escribir y tú fuiste

un anónimo viajante de comercio,

somos lo mismo.

 

¿Dónde están nuestras capillas en las más famosas

catedrales de España,

en la de León,

en la de Sevilla,

en la de Burgos,

en la de Madrid,

en la de Santiago de Compostela?

¿Dónde nuestros rostros en bronce esculpidos

con las heridas en el costado?

 

Tú, recorriendo absurdos pueblos de Aragón, luchando

por vender el textil catalán,

el textil de las boyantes empresas catalanas

–barcelonesas, prósperas y ya con relaciones internacionales–

a sordos y oscuros y pobretones sastres de pueblos atrasados

de la España hosca, medieval y mutilada.

 

Ellos sí, tus jefes catalanes, ganaban mucho dinero, tú nada.

 

Nos afeitamos los dos al mismo tiempo, tú en 1980,

yo en el 2013, un poco evolucionada si quieres

la industria del afeitado, un poco de colonia,

un poco de agua en el pelo.

 

Salimos los dos al mismo tiempo y montamos

en sendos automóviles,

el mío tiene música y el tuyo solo radio,

tu Seat 1430, y tal vez sea esa la única diferencia,

a mí me ayudan Lou Reed y Johnny Cash con sus canciones,

a ti no te ayudó nadie.

 

Te fuiste con setenta y cinco años.

Yo me voy dentro de cinco minutos.

 

No, no quiero verte al otro lado del espejo.

 

No soportaría tu mirada de fuego,

tu mirada de condenación suprema.

 

TÁNGER

 

 

 

Alguna vez Vilas el loco llegó a pensar que existía

en alguna parte del mundo Vilas el cuerdo.

 

Viajó a Tánger, Vilas el loco.

 

Subió a un ferry en Tarifa, mucho viento en todas partes,

viento de cristal ayunando sobre la desmayada atmósfera.

 

Se sentó en el asiento con ventanilla.

 

Veía el mar, como una plancha de aluminio grisáceo.

 

Bebió un minibotellín de Chivas 12.

 

Pensó en los millones de peces, libres y cuerdos,

que viven bajo las aguas del Estrecho,

navegando a la deriva, procreando sin conciencia

de la procreación y sin miedo a la nada.

 

Envidió el alma irresponsable de los peces.

 

Se hospedó en el hotel Continental de Tánger.

 

No tenía ni madre ni padre ni hijos ni esposa

ni amigos ni primos ni hermanos ni sobrinos

ni conocidos ni vecinos ni nietos ni amantes.

 

Vilas, el loco, estaba solo en el mundo.

 

Por eso se fue a Tánger,

porque Tánger era el sitio

–brujería y soledad, alta brujería sin descendencia–

de los enamorados del fin del mundo.

 

Se acordaba de una mujer,

sentado en la terraza de su habitación

del hotel Continental de Tánger,

mientras miraba el puerto y los barcos.

 

La lucha contra el aburrimiento es revolucionaria,

dijo Vilas en voz alta, desde su terraza.

 

¿Qué demonios estoy haciendo en Tánger?

Mañana cojo un avión y me largo de aquí.

Y te juro que no vuelvo nunca más.

 

Se arrepintió, no quería coger un avión sino nadar.

 

Nadar con brazos de hierro, piernas de aluminio,

lengua de oro en una cara de bronce

con pupilas de diamantes de Sierra Leona,

y pies de mármol.

 

El ídolo nadando, gobernador de la materia azul y salada,

rompiendo los mares a su antojo, sin caridad,

sin compasión, sin matrimonio.

 

Llamó a una empresa internacional, secreta casi.

 

El barco navega a su lado, no hay ningún peligro.

 

Somos tres, y los tres somos expertos nadadores

y uno de nosotros es enfermero, tenemos todo

preparado, tenemos los permisos.

 

Usted nada el Estrecho a su entero placer,

usted goza, en medio del agua, usted se glorifica,

cuando quiera para y descansa. Pida lo que quiera,

agua, comida, cerveza; whisky no, es peligroso.

 

Nosotros le indicamos las corrientes

y le decimos por dónde tiene que nadar.

Es como nadar en una piscina con un viento de lujo.

Jamás le perdemos de vista.

Tiene que ponerse este radar de pulsera.

 

De África a Europa nadando,

es una experiencia mística,

dijo uno, en inglés,

todo el que lo ha hecho

se espiritualiza, se engrandece, se fortalece.

 

Mañana es el día.

 

Mañana Vilas, el loco,

abandonará Tánger

nadando.

 

Cruzará el Estrecho desnudo,

como los hijos de la mar.

 

Pero Vilas, el viejo,

no pudo nadar más de una milla.

 

Subió al barco con sobrealiento,

y con una indecorosa fatiga,

y bebió whisky.

Se sentó en cubierta y miró

cómo se alejaban de Tánger.

 

Es usted un tipo muy especial,

le dijeron los tres nadadores.

 

Lo miraban con curiosidad y respeto.

 

Claro, dijo él,

soy Vilas,

Vilas,

el loco,

el último poeta romántico,

el Lord Byron de Aragón y Castilla,

dijo,

y se rio con una risa inconmensurable.

 

QUINIENTOS AÑOS DE SOLEDAD

 

 

 

En el mes de junio del año 2017

el gobierno español

hizo público un dato estadístico:

en España ya había más defunciones

que nacimientos.

 

Más cadáveres que niños.

 

Somos fin de raza.

 

Raza de gandules, ya ni procreáis.

 

El último que queme Las Meninas,

para que se olvide todo.

 

El último que queme al rey de España,

y que con él ardan

quinientos años de soledad.

 

LAS PALIZAS

 

 

 

Los libros que escribí saquearon mi cuerpo.

Me dieron puñetazos en la cara.

 

Muchos eligieron el cerebro.

 

Alguno se llevó el hígado, todos robaron.

 

Agotado, envejecido, deteriorado,

poco saludable,

así me dejaron las palabras bajo mi nombre.

 

El aparato digestivo, el sueño, los mareos,

la tráquea, las arritmias, el asma,

los huesos torcidos, la neumonía.

 

Mis poemas, mis novelas saquearon mi cuerpo.

 

Cada libro escrito era una paliza.

 

Daban fuerte.

 

Me dieron palizas de muerte,

esos libros míos, esos hijosdeputa

que finalmente no valieron la pena.

 

Mis libros no cambiaron el mundo,

solo me cambiaron a mí.

 

El glaucoma, la sed, el alcoholismo,

las lumbalgias, las taquicardias,

el pánico, la bulimia,

las palizas,

ellos saqueaban,

se lo llevaban todo.

 

Mis libros,

mis asesinos.

 

Pero me gusta que me peguen.

Las palizas del amor.

 

Ponte una tirita en la ceja,

aún te queda un pulmón sano,

respira, pues,

deja de beber,

y adelgaza.

 

Además, tampoco pegaban tan fuerte.

 

Y yo soy más letal que ellos,

y ellos,

una panda de cobardes,

a quienes se les iba la fuerza por la boca.

 

COCAÍNA

 

 

 

Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

Hacemos el amor tan cerca de la cocina,

es tan pequeño este piso,

que llega el olor de las tuberías como un olor de santidad

pegajoso y sucio,

sintético y torcido,

demasiado calor,

por todo tu cuerpo con tatuajes y escamas.

 

Luz de la ciudad, eres blanca como el sol.

 

Conozco gente de mi edad,

gente de cincuenta o cincuenta y uno

o cincuenta y dos o cincuenta y tres años

que ocupan puestos importantes bajo las luces de la ciudad,

que hablan un español inmaculado,

que tienen el poder y la dicha social,

pero que no hacen el amor como tú y yo lo hacemos

–si es que es amor y no mentira–,

con esos gritos arrancados

–si es que son gritos y no ficciones–

a la piel, a la lengua, al ácido

de las enigmáticas baldosas del suelo,

que apenas aman así, a la manera nuestra

–rabia y poco futuro, ira y poca compasión–,

y yo no entiendo que la vida sea otra cosa

que las blancas cabelleras

de tu carne hipócrita y regiamente desnuda

como si sonasen los himnos nacionales de Francia y Alemania,

de Rusia y España, de Suecia y Finlandia,

no en mitad de una Olimpiada,

sino en mitad de los extrarradios industriales.

 

Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

A veces no nos dormimos en la madrugada

y pensamos en Marte

y pensamos en las cenizas de los crematorios ascendiendo

–cuerpos carbonizados,

gente que nació para decorar el cielo–,

buscando su tumba en el aire contaminado

–el aire pleno de cenizas humanas que vienen de la tierra,

culos y lenguas, fémures y sacros, hígados y simiente–,

siete horas seguidas mirando el plafón dorado allá en el techo

de un dormitorio traspasado por ruidos

de coches viejos y lejanos,

de puertas de vecinos que se abren;

y miramos una ventana,

presintiendo a través de las rendijas

la fuerza de las grúas que crean la vida y la historia.

 

Luz de la ciudad, te bebo desnudo.

 

Cuando tenga setenta años,

ábreme en canal,

y tira mi corazón a los perros.

Y tú come con ellos,

pelea con ellos para que te dejen morder,

muérdelo como tú sabes,

perra,

mi corazón.

 

Te quiero.

 

Te quiero tanto.

 

Te quiero,

como los dinosaurios quieren la luz de las estrellas

para beberla de noche,

como los leones de África devoran cebras

con los riñones plenos de basura,

como los blancos comen negros

con el corazón pleno de ilusiones blancas.

 

Luz de la ciudad, eres mi novia, mi espejo y mi alegría.

 

Me paso las noches gritando.

Contra la oscuridad, contra la luna,

gritando.

Desnúdate, perra,

gritos en mitad de la madrugada,

en mitad de las escaleras de los pisos baratísimos:

exaltación, demasiada exaltación.

 

Todo está blanco.

 

Desnúdate, perro. ¿Tiemblas? ¿Te asusto?

 

Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

Luz de la ciudad, que también ilumina

a los perros,

a los negros,

a los niños,

a los santos,

a los resucitados,

a los ancianos,

a los pobres,

a los asesinos,

y a las mujeres,

a las iniluminables mujeres.

 

Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

Luz de la ciudad sobre tu cabello de ceniza Sulamita.

 

Tengo muchas ganas esta noche.

Te mataré. Te lo daré. Te daré eso.

Nos casaremos. Te lo daré, lo juro.

 

Te quiero.

 

EL POETA DE CINCUENTA AÑOS

 

 

 

No sabes cómo has alcanzado a vivir cincuenta años,

la gente como tú siempre se marcha con veintiocho o treinta,

o treinta y cinco o como mucho cuarenta y uno en el mejor de los casos,

no por nada romántico, ni por destino heroico, ni nada de eso,

dios santo, esas palabras casi me enferman;

nada de eso nunca, por favor, por favor, mil veces por favor,

sino por defecto de fabricación,

por falta de inteligencia en todo caso.

Defecto de fábrica, eso es todo: malos órganos,

neuronas atrofiadas, sangre vaga, debilidad mental,

pensamientos errados, equivocaciones, errores vulgares,

un excedente de chapuzas en el cuerpo y en el alma.

 

Bueno, eras un buen madrugador,

tenías un estupendo despertador.

 

Ir a trabajar y madrugar orienta en la vida.

 

La gente te habla de libros ahora; justo ahora

cuando ya no te importan los libros,

¿a quién con cincuenta años pueden importarle los libros

sino a los grandes beneficiados por los libros?

 

No, queridos, no me habléis de libros.

 

Habladme de quienes los escribieron desde la miseria.

 

Me importan, sí, la miseria,

la humillación, el desprecio, el insulto,

el silencio, el hundimiento de quienes escribieron

esos libros de los que me habláis ahora

con tanto entusiasmo, en una fiesta literaria de verano,

con exquisita comida,

en una excelente terraza frente al mar,

con champán y vinos caros,

con gente sonriendo, con gente muy feliz,

con mujeres muy guapas y muy jóvenes y chicos atléticos.

 

Me importa el amor,

eso sí me importa;

el amor eternamente

no correspondido,

eso fue para mí la poesía.

 

¿QUÉ QUIERES BEBER?

 

 

 

Sí, cuando lo conocí el tipo ya estaba acabado.

Solo bebía y reía y esas cosas.

Te daba besos y abrazos.

Venga, vamos a tomar una copa aquí, otra allá.

«Una aquí, otra allá», era todo cuanto decía

pero lo decía con gracia,

con conocimiento,

como si supiese algo más, algo especial,

que callaba.

 

Cuando le llegaban las pruebas de su nuevo libro,

en vez de corregirlas y mejorar la novela o los poemas,

lo celebraba bebiendo, bebiendo hasta que su cabeza

de piedra caía muerta sobre la mesa de mármol.

 

Celebraba sus libros nuevos antes de haberlos escrito,

pero era feliz así y no le hacía mal a nadie,

solo a sí mismo, era una eucaristía, se daba por nada.

 

Y era un tipo maravilloso, brindo a su salud,

brindo por don Miguel de Cervantes y Saavedra,

genio de España.

 

¿Pero así se llamaba?

 

Claro que no se llamaba así, cretino.

 

Pero cómo puedes tener tan poca imaginación.

 

Solo le gustaba celebrar cosas.

La pereza y la vejez prematura lo estaban matando.

 

Todos acabamos igual, así que hizo bien.

 

Y si hizo mal, a nadie le importa.

Solo a la madre tierra, que recoge nuestra podredumbre,

piel, huesos, carne corrompida,

y analiza los despojos con ojos

de forense iluminado o martirizado.

 

Intentaba que la gente sonriera, era muy buen tipo.

 

Aún me parece oírlo: «Siéntate, hermano,

qué quieres beber, un whisky o un gintonic,

qué alegría verte, qué guapo y qué elegante se te ve».

 

A LORCA, CON UNAS HAMBURGUESAS

 

 

 

Hoy los artistas disfrutan de sus éxitos.

El poco rato que estuviste vivo se hizo leyenda,

de la que no puedes saber, y menos gozar.

 

Hoy tendrías un Mercedes a la puerta

de tu casa en Granada.

 

Leerías poemas en el Instituto Cervantes

de Nueva York, de París, de Roma y de Moscú.

 

Te hubieran dado el Premio Nobel

y luego el Cervantes,

seguro que por este orden.

Ya los conoces, bien de sobra los conoces,

son siempre los mismos.

 

La cólera de España te acompaña.

 

La cólera de España te hizo célebre

en mitad de la cólera del mundo.

 

Nada de lo que digamos a ti llegará jamás.

 

Mi vida es más importante que la tuya

porque la vida es biología presente

y no legajos polvorientos del pasado.

 

Hace ochenta años te fusilaron.

 

A mí no pueden fusilarme.

 

Lo siento, hermano, te fue mal

en lo único que importa: la vida.

 

La vida: esta hamburguesa barata y buena

que me como en el MacDonald’s

de la Gran Vía madrileña,

mientras mi chica me revuelve el pelo,

acaricia mis manos y nos reímos

de la poesía, del tiempo y de la historia.

 

Mi chica y yo cumpliremos noventa años.

 

Y tú te fuiste con treinta y ocho.

 

Eso es todo, hermano mío.

 

MEMPHIS

 

 

 

Manuel Vilas llegó a la ciudad española de Santander

conduciendo su Audi 100, ventanillas bajadas, pelo alborotado,

alma venenosa, alma muy gastada, alma tóxica, como su coche,

tenía reservada una habitación en el hotel Silken Coliseum.

 

Entró en la habitación, la 301, y sintió algo especial.

 

Inspeccionó la habitación. Todo estaba en orden.

 

Había muchas cosas en el cuarto de baño,

eso pone de buen humor siempre,

hasta los muertos se regocijan con los regalos:

kit de afeitado, cepillo de dientes, aguja e hilo.

Había un calzador y una esponja

abrillantadora para los zapatos.

Había un boli pequeño, de bolsillo, con el anagrama

de Hoteles Silken.

 

Puso una foto de su padre en la mesilla.

Puso una canción de Johnny Cash en el ordenador portátil.

Vilas hace esas dos cosas siempre en los hoteles.

 

Revisó los poemas que iba a leer esa tarde,

en Santander.

 

Se cansó de los poemas.

Son solo poemas, palabras.

No son personas, no son seres humanos,

no besan, no hacen el amor.

Me casé con las palabras, pensó.

Me casé con mujeres muertas.

 

Oh, desesperación, protégeme de las bestias

de la tristeza, conviérteme

en el gran mendigo del amor, dijo.

 

Se duchó. Estuvo un rato bajo el agua,

maldiciendo su soledad inacabable,

más grande que la soledad de Dios,

no oía a Johnny Cash desde la ducha,

y eso le pareció una tragedia.

Tenía que elegir entre la canción y el agua caliente.

 

Siempre había que elegir.

 

I went up to Memphis, oyó.

 

Con la toalla en la cintura, abrió el minibar,

consultó los precios, y volvió a cerrarlo

con un portazo fuerte, sonoro, absurdo,

goma de la puerta contra la goma de la nevera

en un choque anónimo,

innecesariamente cruel.

 

Bueno, se dijo, volvió a abrirlo,

y sacó una botellita de whisky.

Al rato otra más. Al rato comenzó con el vodka

porque el whisky se había acabado.

 

Pensó en su poema «El alcohólico».

 

Miró la habitación: qué blancas las almohadas,

qué bonito el teléfono,

qué sensación de limpieza en el cuerpo.

 

Sonaron unos golpes secos y fuertes

en la puerta de la 301,

golpes fantasmales y a la vez esperados,

y Vilas abrió.

 

Era el mismísimo Johnny Cash, con camisa negra,

con botas y con levita y con el pelo alborotado.

 

Cash entró en la habitación, se sentó en la cama

y dijo «Vilas, cariño, camarada, amar a los seres humanos

no es suficiente si quieres amarlos de verdad,

estás desesperado, y no te curarás nunca,

no hay cura para esto, hermano, siempre estarás así,

violento, insatisfecho, radiante, destruido,

hermano mío, mi hijo casi».

 

Vilas pensó que Johnny le había leído el pensamiento

porque Vilas ama a todos los seres humanos

que ha conocido en esta vida.

A todos los ama hasta la extenuación, hasta la cruz;

aunque solo haya hablado dos minutos

con un hombre o una mujer,

Vilas lo ama.

 

Dios hace lo mismo.

 

Dios y su mismísimo hijo, el Gran Jesucristo, hacen lo mismo.

 

Más allá del beso, más allá de la fornicación.

Más allá del erotismo radiante.

Más allá de la posesión y del placer inimaginable.

Más allá de la amistad.

Más allá del matrimonio.

Más allá de la admiración, la lealtad y la fraternidad.

Más allá de todas las falacias del amor,

los fuertes comemos seres humanos,

dijo Johnny.

 

Vilas estaba solo en mitad de la habitación.

 

Debería pegarme un tiro ahora mismo,

dijo Vilas, mientras miraba la foto de su padre

encima de la mesilla, con su portátil marco de plata,

y Cash cantaba desde el ordenador I went up to Memphis.

 

CAMDEN

 

 

 

La casa de Walt Whitman en Camden está cerrada.

 

Algunos vagabundos merodean en el entorno y nos miran

con el rostro arrasado, el buen rostro arrasado

que la concepción de sus padres les regaló

y fue el peor regalo de sus vidas; y también el único regalo

y el último; el que volverán a ver los ángeles alargados

de los sepelios rutinarios de los servicios sociales.

 

Un vagabundo me pregunta que si soy chino.

 

Camden es un suburbio, como mi sagrado corazón.

 

La casa de Walt Whitman está rodeada de miserables.

 

Borrachos, vagabundos, negros, hispanos, sacerdotes

de la última voluntad de Jesucristo que no fue

el perdón de los pecados ni la resurrección de los muertos

sino la destrucción y la nada

y el castigo y el predominio del mal, su expansión,

su rigor, su inteligencia, su laboriosidad.

 

Llamamos a un teléfono que salía en internet

para concertar una cita, pero no pudo ser:

América olvidó a su poeta, y yo lo celebro,

y me alegro, porque nadie merece memoria.

 

El cielo arriba esconde la nube que te esconde.

 

Tengo hambre de la sangre de las grandes gradas

donde el empeño ya se desvanece y da paso al ingenuo sol.

 

Los ríos de la tierra, ¿dónde perseveran?

 

La basura corre por la calle de tu casa en Camden

y es bella porque no hay voluntad en sus adentros.

 

Me gusta sonreír al misterio, para que el misterio

se dé cuenta de que no hay miedo ni obstinación en mí.

 

Fuimos al cementerio y estabas allí, lleno de hojas secas.

 

Si hubieras sacado la mano de la tumba, te la habría

retorcido, porque nadie merece la resurrección de la carne.

 

Había frente a tu tumba un lago

con cisnes envejecidos, sordos, amarillos.

Envidié el reino animal y el agua, inerte.

 

Estabas enterrado con tu familia.

 

También envidié eso: estar allí con tu gente, si es que existió

tu gente; pensé en familiares comidas de domingo

en soleados días de junio, en risas, en abrazos, en amor.

 

Había lápidas con varios Whitman,

primos y sobrinos y hermanos,

y tíos y abuelos y cuñadas,

no lo sé,

todos pudriéndose juntos.

 

Había la luz en todas las cosas,

alumbrándolas

para nadie.

 

No te mereces este poema porque estás muerto.

 

Y los muertos no sirven para nada.

 

Dile a mi padre que yo también soy un poeta.

 

Anda, hazme ese favor, díselo, con cariño.

 

GETTYSBURG

 

(13 de abril de 2016)

 

El esplendor del verano fue también el esplendor del adiós.

 

Éramos críos de diecisiete, dieciocho años

venidos de todas las tierras de América.

 

Nadie sabía qué era la muerte.

 

Pensábamos que era una fiesta, y lo era, pero no así.

 

Vimos marcharse la vida tumbados en estas praderas,

con el plomo clavado en la carne,

y el verano allá arriba nos miraba desde el cielo arcaico.

 

He venido a estar aquí con vosotros, soy Vilas.

 

A rezar un rato y mirar el cielo, la morada democrática.

 

El soldado Vilas, del Regimiento de Barbastro,

luchando con el Sur,

porque Vilas siempre lucha al lado de los que perdieron.

 

Nací noventa y nueve años

y dieciocho días después de la Batalla.

 

Gettysburg, qué bondadoso es todo ya aquí, ahora,

acabadas las fiestas, las risas, los llantos, las armas,

los alaridos de dolor de las madres lejanas,

como si lo que ocurrió en los tres primeros días de julio

de 1863 fuese tan solo el anuncio de lo que está ocurriendo

ahora, este 13 de abril del año 2016.

 

Vengo de un tiempo de hombres viejos

que codician cumplir más años y ser aún más viejos.

 

Y vosotros estáis enterrados aquí,

vivisteis solo cinco minutos

que en la alquimia de la vida alta

valen cinco mil años.

 

Por eso os contemplo, por el milagro.

 

Lincoln y su estatua.

Vilas y su poema.

Vilas y vosotros,

soldados de la Confederación,

ya somos aire,

el aire y su predominio sobre todas las cosas que fueron.

 

Vilas, del Regimiento de Barbastro, muerto en Gettysburg,

con diecisiete años, cuerpo no hallado.

 

Cuerpo perdido, al aire lo que fue siempre del aire.

 

ORANGE

 

 

 

Él dijo que te ayudaría a que abandonases a tu marido.

Él dijo que te amaba, te inundaba a wasaps.

 

Estúpida de ti, no viste que solo quería tu cuerpo.

¿Qué veía ese hombre en tu cuerpo?, te preguntas ahora,

para desearlo más que tu corazón,

que se lo diste sin pedir nada.

 

Quedasteis en una cafetería.

Él dijo que había encontrado un piso magnífico,

con mucho sol.

 

Llevabas en tu coche dos maletas y el portátil.

 

Una excitación salvaje rompía esa alma tuya, tan tuya.

Él no vino. No sabías qué pedir. Del café con leche

pasaste a tres whiskies seguidos.

 

La mirada del camarero, no la olvidas, esa mirada.

 

Llamaste mil veces a su móvil.

Una voz de la compañía telefónica Orange

decía que ese número no estaba disponible.

 

Odiaste y temiste esa palabra: «Orange».

 

Todo el rato «Orange le informa que...».

 

La palabra Orange fue para ti una sentencia de muerte.

 

Volviste a casa y tu marido te rompió la cara.

 

Te dio una salvaje bofetada que te dañó el oído

y no oías los insultos,

eso que te ahorraste.

 

Aquella noche dormiste en un hotel barato del centro.

 

Pero no podías dormir.

 

Bebías más.

 

Te quedaste dormida por efecto del alcohol

y a las tres horas te despertaste con un ataque de pánico.

 

Tu marido dijo que no volverías a ver a tu hijo.

 

Llamaste a una amiga, que no te ayudó.

 

Al día siguiente acudiste a tu trabajo,

y a los tres días tu jefe te despidió.

 

Dijo que no quería mujeres desesperadas en su empresa.

 

BAJO EL VOLCÁN

 

 

 

Que nadie desdeñe el sufrimiento de algunos hombres buenos.

 

Estuvieron en este mundo, combatiendo contra sí mismos,

como combatieron los aliados contra el Tercer Reich

hace setenta años.

 

Coraje y oscuridad.

 

Que nadie pisotee sus bajas pasiones, su acre acabamiento.

 

La gente se acaba.

 

Un hombre se acaba.

 

Tal vez ese sea el mayor espectáculo del Universo:

Un hombre que se hunde, porque la destrucción

de la vida inteligente contiene la solución final

de nuestros baratos enigmas.

 

Por lo demás, la gente se muere, se suelen morir

todas las personas; hombres y mujeres se mueren,

quisieran seguir un día más, pero no es posible.

 

Beso todo acabamiento humano.

 

Los aliados vencieron al Tercer Reich.

 

Nosotros fuimos vencidos por nosotros mismos.

 

Bajo el volcán estamos, esperando la resurrección de la carne.

 

Amaré el dolor.

 

Sostendré la desgracia sobre mis hombros.

 

Besaré el final de la vida, tan sucio, tan miserable.

 

Beso a mi esposa muerta,

a mi madre muerta,

a mi hermana muerta,

a mi amante muerta,

a mi hija muerta,

a mi nieta muerta,

a mi biznieta muerta,

a mi abuela muerta,

a mi bisabuela muerta,

a todas las muertas,

a millones y millones

de mujeres muertas,

una por una,

con parsimonia,

con liturgia,

con amor.

 

VIDA DE UN HOMBRE CUALQUIERA

 

 

 

Los graves desórdenes psicológicos,

la grasa en el abdomen,

el cambio climático,

el remordimiento

por no haber estado en la muerte de mi madre,

los ataques de pánico, los pólipos nasales,

el sol demasiado radiante para estos ojos fatigados,

la presbicia,

los zapatos sucios,

la dermatitis,

la grasa en el cuello,

las uñas sin cortar,

un herpes en el labio que escuece,

la camisa que aprieta por el sobrepeso,

los botones tensando la tela,

ningún negocio a la vista,

la caída de la tarde,

la puerta de casa que chirría,

los platos sucios en el fregadero,

el reloj de la cocina que se ha parado,

una mosca gorda dando vueltas por el piso,

una foto de mis hijos en un marco de tres euros,

el agua mineral que se ha acabado,

la camisa blanca que sale amarilla y arrugada

de una lavadora que se va a romper enseguida,

la cama sin hacer,

la ropa vieja en el armario que huele a humedad,

el cansancio sin causa,

el dolor de cabeza en pleno día,

la angustia todo el rato de no ser nadie,

la nostalgia de cuando era joven,

las muelas que me faltan y cuyo hueco palpo con la lengua,

el café que abrasa en un bar de barrio,

la confusión a la hora de recordar una contraseña de internet,

el felpudo en donde se lee la palabra Welcome,

la rabia porque se me ha caído un vaso al suelo,

el cubo de la basura que me mira,

la impotencia sexual,

el telediario que nunca dice nada de mí,

el desodorante barato que me pongo todas las mañanas,

la persiana del dormitorio que se atasca

y deja pasar la luz de una farola de una calle anónima,

un libro viejo,

tirado encima de la cama deshecha,

abierto por la última página que está casi en blanco

salvo por una línea

en donde mis ojos se detienen:

Estos días azules y este sol de la infancia.

 

GOLO HABLA

 

 

 

La nada de los perros es igual a la nada de los hombres.

 

Aquí me tienes de nuevo, a tu lado, como siempre.

Alégrate, alégrate porque he vuelto no más de cinco minutos.

 

Todos los días, los grandes días –lo sé– te acuerdas de mí.

 

Me ves en la cocina de tu casa mirándote a los ojos,

mientras te bebes un café.

 

Te gustaba tanto contemplarme:

en los parques, en las playas,

en las calles de las ciudades españolas.

 

Nadaba en los lagos de montaña

al lado de los árboles y sacaba

piedras húmedas de los ríos

con mi boca enaltecida por el sol.

 

El sol era nuestro hermano.

El sol era nuestro imperio, nuestro imperial hermano,

se dejaba besar, lo besábamos nosotros a él,

aunque ardíamos, sí, ardíamos sin notar las llamas,

pues qué nos importaba arder a nosotros

si éramos amor, porque el amor nos quiso mucho,

acuérdate.

 

Nadamos juntos en los altos ríos de las montañas de Huesca,

en el mes de mayo, cuando el frío aún es aterrador.

En medio del agua de los santos deshielos,

solos ante el peligro.

Los muertos venían a hablar con nosotros, viejos

muertos de las montañas de Huesca, afables y atormentados,

dulces y ensombrecidos, pero siempre enamorados.

 

Tú contemplabas

cómo se deshacía la nieve en las alturas.

Oíamos el cántico de las alturas.

Sí, lo oíamos.

 

Estábamos hechos el uno para el otro,

y aún te quiero.

Te quiero mucho porque nadie te quiere ya

como tú quieres que te quieran.

 

La nada de los perros es igual a la nada de los hombres,

un rigor primitivo, antes del mundo,

que iguala la desaparición de la carne.

El célebre adiós de la carne.

 

Me llenabas de caprichos,

acabábamos comiendo lo mismo.

Me comprabas salchichas alemanas.

Me comprabas galletas danesas.

Me comprabas pollo pequinés con salsa de almendras.

Me comprabas mortadela de Bolonia.

 

Y me llevabas a hoteles de lujo que aceptaban mascotas.

Y nos tumbábamos en la misma cama.

Y escuchábamos juntos a Johnny Cash,

aunque a mí me gustaba más Juan Sebastián Bach.

 

Y pensábamos las mismas cosas.

 

Y me alquilabas una hamaca en las playas,

durante los veranos legendarios.

 

Sí, lo has adivinado, soy Golo,

quién si no,

tu perro, tu amigo, tu hermano.

Te he querido más que nadie en este mundo,

y tú lo sabes.

 

He venido de entre los muertos a decirte esto:

Nunca volveremos a estar juntos.

Nunca, entonces, estuvimos juntos.

No volveré.

No te querré ya más.

No te veré morir.

 

LA PIEL

 

 

 

Ese hombre que se levanta con dolor

en las vértebras del cuello,

como si hubiera permanecido

balanceándose

en una horca

toda la noche.

 

Ese hombre que delante del espejo

recuerda a sus muertos mientras contempla

el mineral crecimiento de la barba,

la carne devastada

como tierra

aún involuntariamente fértil,

donde solo crecen las ortigas.

 

Ese hombre que corre la cortina

y entra el sol feroz de España,

porque es finales de julio y reina el verano

que se ha convertido en veredicto,

condenación

y sudario de las estrellas.

 

Ese hombre que aúlla como luz sin agua.

 

Ese hombre que se sienta en la cocina

y ve la disolución del fantasma de su madre.

 

Ese hombre a quien ya no le hablan ni los muertos.

 

Ese hombre soy yo.

 

LOS AMIGOS MUERTOS

 

A Enrique Gómez,

in memoriam

 

Ya poseo unos cuantos amigos muertos.

A veces, cuando llego a casa temprano,

me siento en la mesa del cuarto en donde escribo

y los recuerdo a todos, uno por uno.

 

Cuánto los quise y cómo se han escondido en el pasado,

y cuánto me gustaría estar allí con ellos.

 

Pero ninguno como aquel, que tantos años me sacaba,

y que en 1977 o 1978 me dijo que la poesía era

la cima de todas las cosas.

 

Una tarde de junio me lo dijo.

 

Era casi verano.

 

Él fumaba, y el humo de su cigarro

decoraba su rostro de sombra y luz.

 

Había serenidad cuando hablaba.

Había equilibrio y ponderación,

enjuiciaba lo que había vivido

desde la indulgencia y la conformidad.

 

¿Tantos años me sacaba?

Sí, muchos.

Podría haber sido su hijo.

Pero fuimos amigos,

tal vez los amigos más originales

y misteriosos del mundo.

 

Cualquiera que nos hubiera visto entonces

me habría dado la razón.

 

Pero no creo que nadie nos recuerde.

 

Estábamos los dos en la puerta

de una biblioteca pública de una ciudad pequeña,

1977 o 1978, por ahí,

uno de esos dos años, calculo.

 

Una calle estrecha y antigua,

en penumbra, al lado de una plaza medieval.

Coches de aquella época.

Gente de aquella época.

 

Yo empezaba a vivir,

no era más que un crío que leía libros,

y él ya estaba en la cima de todas las cosas

y comenzaba a descender.

 

La poesía es la cima, dijo.

 

Y él estaba bajando los peldaños

hacia la oscuridad,

como yo ahora.

 

Ahora que sé lo que se siente al descender

esa escalera,

ahora brota con fuerza el agradecimiento.

 

Pero aquellas tardes de junio,

él fumando su extralargo Ducados Internacional,

con el verano a las puertas,

hablándome de novelas y películas,

de ciudades y de amores,

y yo escuchando,

aquellas tardes aún están aquí,

en mi todavía vibrante corazón.

 

MOSQUITOS

 

 

 

Ocurrió en Buenos Aires, a finales de agosto, paseaba por la larga calle Florida. Miré mis zapatos y los encontré polvorientos.

 

La calle Florida está llena de limpiabotas y de casas de cambio, miles de personas, docenas de tiendas que intentan vender maletas baratas, ropas brillantes, abrigos de cuero con diseños de hace muchos años.

 

Me senté en la silla inmunda de un limpiabotas. Me pidió cinco pesos por lustrarme los zapatos. Era un precio tan ridículo que me alegré al instante. Le sugerí que usara una crema incolora.

 

Sus manos enlodadas vivían ya en los páramos, donde gobiernan brujas codiciosas de cerebros rotos.

 

Me di cuenta de que aquel limpiabotas era un hijo de la nada y la catástrofe.

 

Me di cuenta de que tenía delante la física, la termodinámica, y la turbulencia de la enfermedad. Contemplé cómo se rascaba los tobillos mientras quitaba los cordones de mis zapatos grises y se reía con una mueca hostil.

 

Dijo que le habían picado los mosquitos, por culpa del calor. Labios enmarañados con la locura, lengua en manos de labios locos. Rostro degenerado, lengua que se rompe en sílabas negras.

 

«No hay mosquitos, estamos en invierno», le dije.

 

Mis zapatos eran de un gris afortunado, muy hermoso. Él los convirtió en un amasijo de crema sucia, falsa y goteante, con un olor a petróleo y a humedad.

 

Volvió a rascarse con furia, ahora se rascaba los brazos, volvió a decir «son los mosquitos», y seguía riéndose. La locura convertida en risa y en picor en Buenos Aires, en la calle Florida, un 30 de agosto del año 2009, en un invierno con mosquitos.

 

Arruinó mis zapatos.

 

Lo odié mucho tiempo, varios días después. Aquel loco de la calle Florida, aquel ser maligno. El rey de las moscas invisibles, gran señor de la imbecilidad.

 

Te daría un beso, pobre idiota, y acabaríamos los dos limpiando zapatos, en la calle Florida, destrozando colores, hiriéndonos con los mosquitos imaginarios, tú en una esquina, yo en la otra, altos hermanos de la imbecilidad final de nuestra rabia, y allí estaríamos, en la larga calle Florida, en Buenos Aires, a la espera de que las rocas y los gases y la materia que forman el universo se convirtieran en millones de nubes de mosquitos a la búsqueda de la carne de los hombres.

 

BIENVENIDOS

 

A Jaume Sisa

 

Mira, aquí llega Elvis, sonriendo,

con su traje blanco lleno de collares,

bienvenido, mi casa es tuya.

 

Y llega Janis, bienvenida, qué guapa eres,

y esos pelos tuyos que parecen relámpagos en el cielo.

 

Entrad en mi casa, sed bienvenidos,

sentaos donde queráis,

hay una noche estrellada, clara y veraniega.

 

Bienvenidos a mi humilde apartamento.

 

Pasad, pasad, hola, David, aquí llega el chico

con naranjas en el pelo, mi casa es casa vuestra.

 

Y viene Amy con los labios como espadas.

Bienvenida, buenas noches,

pareces una reina de Oriente.

 

Y allí viene Lou, con sus gafas negras.

 

Oh, bienvenidos todos,

mi casa es vuestra casa.

Y ahora llega Johnny Cash

con la funda de su guitarra en la mano.

 

Deja la funda en la entrada, Johnny.

 

Y acaba de llegar Leonard con su mínimo sombrero.

 

Los invitados van llegando,

todos jóvenes, todos traen algo,

botellas de vino, tartas de cereza

y chocolate, whisky y champán,

todos traen regalos y sonrisas y besos.

 

Oh, bienvenidos, pasad, pasad.

 

Ya mi casa y mi vida son vuestras.

 

Hola, Elvis

Hola, Janis.

Hola, Lou.

 

Hola a todos.

 

Bienvenidos seáis, poneos cómodos,

quitaos los estupendos zapatos,

y tú, hermano Juanito Tocateja,

quítate si quieres

esas botas en punta que asombraron al mundo.

 

Tengo una pequeña terraza

con velas encendidas,

con olor a albahaca, menta y limón.

 

Buenas noches a todos.

 

Pasad, pasad, por favor, pasad.

 

Pronto serviré la cena.

 

Gracias por venir.

 

Bienvenidos,

benditos y bienvenidos seáis,

vuestras voces

llenan esta casa,

mi casa,

que es ya la vuestra.

 

MADRID

 

 

 

A veces me vuelvo loco conduciendo por Madrid.

Siempre hay calles en las que no he estado nunca,

calles que no conoceré jamás.

 

Me molesta que sea tan difícil aparcar

y me enfada que los párquines públicos

sean tan caros y las plazas tan pequeñas.

 

A una ciudad se la conoce

recorriéndola con tu propio coche.

Porque una ciudad no solo es el noble casco histórico.

Una ciudad son también los barrios, la periferia,

las circunvalaciones, los espacios muertos,

las casas desparramadas en los sitios más inesperados,

las avenidas donde solo viven los semáforos y los mendigos.

 

Para conocer una ciudad hay que pisarla de cabo a rabo

y no a las doce del mediodía.

Hay que atravesarla a las horas más angustiosas,

tal vez a las tres o a las seis de la madrugada.

 

Voy anotando en el libro de mis sueños

los barrios y las calles en donde me gustaría vivir.

Por ejemplo, en el barrio de Moncloa.

Me gusta la calle Altamirano, su nombre claro y largo.

 

Mi restaurante preferido es el MacDonald’s de la Gran Vía.

Para mí es el mejor restaurante de Madrid,

porque es barato y popular y anónimo.

Desayuno allí, me suelo pedir el sándwich

de salchicha con huevo y queso,

que es excelente y está tirado de precio,

eso me pone de muy buen humor,

y me gusta sentarme junto a los ventanales

y ver pasar a la gente, a la buena gente de Madrid,

hombres y mujeres venidos

de todos los confines de América Latina.

 

Si estoy por la Gran Vía, acabo visitando Primark.

Pero nunca me compro nada.

Me gusta ver ropa a precio de ganga.

Me gusta contemplar la alegría de la gente

cuando ve que la ropa está tirada de precio

y se la puede comprar si ese es su deseo, su codicia,

porque me gusta ver la codicia de los humildes.

Ese es mi momento solidario con la pobreza en el mundo.

 

También me gusta la plaza del Callao.

Situarme en mitad de la plaza,

porque ese sitio tiene algo mágico.

 

Hay una zapatería que suelo visitar.

Nunca me he comprado nada allí, porque es cara.

Pero me gusta ver zapatos.

A veces me pruebo algunos.

A mí me gustan los zapatos italianos en punta

y de rebajas, y no es fácil encontrarlos.

 

Solo amo las cosas baratas, las rebajas,

las grandes ocasiones.

«Gran ocasión», esas son las dos grandes palabras de mi vida.

 

La verdad es que muchas veces regreso a casa

habiéndome gastado solo los dos euros

del lujoso desayuno de MacDonald’s.

 

Mi momento de oro es recorrer Madrid con mi coche

los domingos a las nueve de la mañana.

 

No hay nadie.

 

La ciudad está desnuda.

 

La Puerta de Alcalá entonces es una puerta de verdad.

 

La Cibeles te invita a que beses su mejilla de piedra.

 

Recorres el paseo de la Castellana en cinco minutos.

 

Te plantas en el Santiago Bernabéu.

 

Y desde allí, Madrid ya es tu enamorada,

tu mujer, tu madre, tu hermana, tu destino.

 

EL FRACASO

 

 

 

Respeta siempre la destrucción de las mujeres

y de los hombres que amaron o intentaron, al menos,

amar la vida y esta les quemó o les rompió los huesos de la cara,

las entrañas y las venas y el hígado y el buen corazón,

respeta todos los sagrados y los más humildes hundimientos

de los seres humanos.

 

Respeta a quienes se suicidaron.

 

Respeta a quienes se arrojaron a los océanos.

 

No hables mal de ellos, te lo ruego.

 

Ama a toda esa gente, esa muchedumbre, ese río amarillo

de la Historia de todos cuantos perdieron tan injustamente,

o tan justamente,

da igual.

 

Gente que aceleró en una curva.

 

Gente que escondía botellas en los rincones de su casa.

 

Gente que lloraba en los parques de las afueras de las ciudades.

 

Gente que se envenenaba con pastillas, con alcohol,

con insomnios aterradores,

con veinte horas de cama todos los días.

 

Lo intentaron, pero no lo consiguieron.

 

Gente a quien le sobraban

tres cuartas partes de su pequeño frigorífico.

 

Gente que no tenía con quién hablar semanas enteras.

 

Gente que no comía por no comer sola.

 

Son hermosos igualmente, te lo juro.

 

Resplandecerán un día.

 

Nombremos todo aquello

que nos convirtió en seres humanos.

 

Para que no haya miedo, ni envidia, ni maldad.

 

Amo, celebro, y exalto todos los hundimientos

de todos los seres humanos que pisaron este mundo.

 

Porque el fracaso no existió jamás,

porque no es justo el fracaso y nadie merece fracasar,

absolutamente nadie.

 

IBERIA

 

 

 

¿Te puedes creer, hermano del alma, lector

que pasas por esta página sedienta de hablarte,

que me enamora la música ambiental

que suena en los aviones de Iberia

antes de que despeguen?

 

Antes de que el avión se dirija a la pista

esa música llena mi corazón de alegría.

 

Nunca sé qué hacer, si leer o intentar dormir,

allí en el espacio celestial,

pero qué hermoso es que te lleven a otro continente.

 

Y darle la mano a tu amor si lo tienes cuando vas a aterrizar.

 

Y si no tengo esa mano en el asiento de al lado

qué demonios estoy haciendo subido a un avión

que tan solo va a mover mi soledad de un continente a otro,

gastando gasolina en vano, o lo que sea que consuman

esas bestias blancas que surcan los cielos.

 

Si rompes el cielo, que sea por amor.

 

Si gastas el cielo, que el amor gaste tu corazón.

 

Porque sin amor ningún viaje merece la pena.

 

GRAN BOSTON

 

 

 

Pensé que por fin sería aquí, pero aquí tampoco fue.

 

Camino del hotel, en un taxi, pensé esta noche será.

 

Iba feliz, esta noche será.

 

Ilusionado, esta hermosa noche será.

 

Gigantesca cama de mi hotel, el Ritz-Carlton.

 

Llamé a una mujer, desde el móvil, mientras esperaba

la parada irrevocable del corazón.

 

Todo el rato se cortaba, la cobertura, era la cobertura.

 

El piso dieciséis, alturas de Boston, una ciudad

que creí española porque todas las ciudades son españolas,

con un hermoso río,

ya hacía calor, siempre hace calor en donde estoy.

El calor me acompaña, un calor errante.

 

Sacando botellines del minibar y hablando con ella,

una española que vivía allí, en Boston.

 

Con esa mujer, hablando hasta las cinco de la madrugada.

 

Eres un fin de raza, dijo ella, pero no voy a ir a tu hotel.

 

Eres hermoso, duérmete ya. Tampoco es una tragedia.

 

Pues no, la verdad es que no lo es.

Casi es mejor así.

 

Mujeres malditas, hombres malditos, sin generosidad

ni ellas ni nosotros, bestias prehistóricas.

 

Cuatro horas después, abrí los ojos, seguía,

inexplicablemente, vivo.

 

No fue esa noche tampoco.

 

Me duché lentamente, un rato después.

 

Bajé a desayunar al bufet libre y todo

era basura: cruasanes, huevos, tostadas,

fruta, queso, tomate, salmón.

 

Intenté beberme un café, pero no pude.

 

Intenté llamar a alguien desde el móvil,

pero a quién.

 

Me bebí un vaso de agua, y me volví a la habitación.

 

Parecía sencillo hacer la maleta.

 

Me senté en el exótico sillón.

 

Miraba mi americana colgando de una percha,

con el armario abierto.

 

Me entró hambre entonces, y me arrepentí

de no haberme comido todas las tostadas,

todos los salmones, todos los cruasanes de la tierra.

 

EZRA POUND

 

 

 

El poeta Ezra Pound fue declarado loco y traidor

a su patria, los Estados Unidos.

 

Loco y traidor, dos títulos de vieja y noble leyenda

en un mundo que ya no quiere leyendas.

 

Loco de tantas voces como llevaba dentro:

las voces de los emperadores chinos,

las voces del Cid y los suyos,

la voz de Adams, la voz del hipocondriaco fascista Marinetti,

la voz de Casanova llamándole

desde su casa con vistas al Gran Canal.

 

Gran codicia de todas las bellezas,

de la sangre nublada del verano.

 

Era verano, en Venecia, subí al vaporetto

y me fui a la isla-cementerio

de San Michele, la brisa en la cara, como un pañuelo de Dios.

 

Italianos muertos con sus avejentadas fotografías,

las fechas, las tumbas,

el recuerdo, las flores, gente muerta en la nada detenida

y por la nada sostenida y yo lloré;

un espectáculo celestial, eso es San Michele, sol sobre la muerte,

sol de barro sobre el barro donde vive la muerte.

 

Y allí busqué la tumba de Ezra Pound.

 

Largos paseos por aquel cementerio

en una mañana de fuego.

 

Y me costó encontrar su tumba.

 

La tumba de un hombre en una mañana en que otro hombre,

sin ningún cometido, le busca para decirle algo.

 

Me ayudé del consejo de los empleados del cementerio

y tras un largo y errático paseo

me encontré con una lápida de suelo

muy parca en explicaciones.

Solo estaba el nombre y nada más: Ezra Pound.

 

Acerqué mis labios a la tumba y le dije:

Ezra: La poesía ha muerto. Y la vida también.

Y yo me largo, renuncio a esta herencia de podredumbre.

 

Subí al vaporetto y me fui a la Fondamenta Nuove

y en una terraza del Campo de Giovanni e Paolo,

rodeado de turistas codiciosos de la luz adriática,

me comí unos espaguetis con gambas, calamar, pulpo y almejas,

con mucho vino blanco, frío,

bañado en una cubitera con hielo grande,

mientras mi rostro se doraba bajo el maduro sol del cielo.

 

ELVIS

 

 

 

Un hombre estaba viendo la televisión,

en un hotel de Almería.

En la pantalla salía Elvis Presley,

llevaba unas gafas doradas.

 

Eres lo mejor que ha salido de la tierra.

Te adoran.

Yo te adoro.

 

¿Qué hacemos tú y yo en esta habitación de hotel,

en Almería,

y quién está más acabado de los dos

y quién de los dos murió primero

y quién de los dos sigue vivo?

 

El hombre se levantó y besó a Elvis en la pantalla.

Los dos hombres estaban de pie, besándose.

 

Tanto dolor. Tan enamorados los dos hombres.

 

Unchained Melody sonaba en el universo,

como si fuese la canción elegida por Dios

para el Juicio Final y el Final de los Tiempos.

 

Se besaban con furia.

Se metían la lengua en sus bocas.

Una sabía a Coca-Cola,

la otra a whisky.

Se abrazaban y se empujaban.

Reían cuando dejaban de besarse.

 

Los dos hombres se estaban quemando vivos,

en la habitación de un hotel,

en Almería.

 

El hombre apagó la televisión y Elvis se desvaneció.

 

Telefoneó a recepción y pidió que le despertaran

a las 6:30 de la mañana.

 

Su avión salía temprano.

 

SAN NICOLÁS DE BARI

 

 

 

Tengo cincuenta y siete años

y cada día que pasa soy un hombre mejor,

más bondadoso, más acaudalado

en sombra y amor y silencio.

 

Delgado, huesudo, abundante

mata de pelo, pies perfectos,

vientre plano, venas sobre la carne,

manos grandes como las de mi padre.

 

Todas las mañanas me despierto

lleno de ganas de hacer el amor

a quien sea

o a lo que sea,

promiscuo y místico a la vez.

 

Amor al orgasmo, a la salida

de mi cuerpo hacia la bendita lejanía,

hacia la luz del sol.

 

Amor a la perfección de mi cuerpo,

cuya madurez no es envejecimiento

sino una inesperada forma

acabada de una juventud más experta,

una juventud tan esculpida como recordada,

y siempre extraordinaria.

 

Quiero vivir cien años.

 

San Nicolás de Bari,

tú que gobiernas el mar Adriático

desde tu sepulcro vacío,

donde nunca hubo nadie,

ayúdame, entrégame,

dame el poder y la alegría

de vivir un siglo entero.

 

A UN POETA FUTURO

 

 

 

Esta canción es para ti, y no sé quién eres.

 

Me da igual no conocerte, esta canción es tuya.

 

Toda la oscuridad del cielo me la voy a beber ahora mismo.

 

La gente es feliz en las calles, pero yo no.

 

La gente es feliz en los bares, pero yo no.

 

La gente es feliz en las playas, pero yo no.

 

Esta canción es para ti, y no sé quién eres,

ni lo sabré nunca.

Y tú tampoco sabrás quién fui yo.

 

Demasiados problemas,

fuertes,

muy duros,

habrá en tu vida

como para que te enamores

de los problemas fuertes,

muy duros

que hubo en la mía.

 

Y sin embargo, viví para ti,

para ti escribí todos estos libros.

 

Mis poemas, tuyos son.

 

Creo que llevo dos días sin comer.

 

Creo que llevo tres días sin dormir.

 

Creo que llevo cuatro días llorando.

 

Creo que llevo mil años amando.

 

Esta canción es para ti.

 

Nunca te veré y tú a mí tampoco.

 

ELLA

 

 

 

Pensé: es ahora, el corazón se detenía,

algo negro en la lengua.

La vi, estaba delante deteniendo mi sangre, mirándola

con la boca abierta.

 

Dudaba. Codiciaba esa sangre, sí, la mordedura.

 

Ella, antigua, rigurosa, precisa, serena.

 

En mi cama, a las tres de la madrugada, cavilando.

 

Un dolor tan sonoro, un dolor nuevo,

distinto, arrasador: es ahora, dije, me marcho,

adiós; en realidad nunca estuve, pensé.

 

Me quedé dormido.

 

Al día siguiente, en la consulta, mi médico

me dijo «es angustia, una angustia del carajo,

no tienes nada».

 

Pero yo sé que lo tuvo en la mano, mi corazón:

no tenía hambre de mí aquella noche,

estaba saciada, no me quiso, así es ella, sus caprichos.

 

¿Volverá? Claro que volverá.

 

¿Cuándo? Y a quién le importa.

 

Tal vez no vuelva nunca, tal vez seas

el primer inmortal sobre la tierra de los hombres.

 

Tranquilo, volverá.

 

Y morirás como todos los hombres.

¿Te parece inconcebible?

 

SÁBADO POR LA NOCHE

 

 

 

I

 

España, ¿qué has hecho de mí?

Me tiré veinticuatro años madrugando, levantándome a las 6:30 de la mañana, veinticuatro años dando clases en institutos de enseñanza secundaria en pueblos perdidos del norte desértico y frío.

Vi a la clase media-baja española, más baja que media.

Hijos de obreros y de desempleados.

Quería hacer algo por ellos, algo importante, yo vengo del mismo sitio.

No me quejo. Me enorgullezco.

La queja no va conmigo, la queja es una vulgaridad imperdonable. Creo que a don Antonio Machado le fue peor por esos institutos tuyos, más viejos entonces, con estufas de leña, sin tecnología alguna.

Si Machado lo hizo, cómo no lo iba a hacer yo, si soy tan buena persona como él y tengo un móvil de última generación. La queja no va conmigo, si no me creéis, preguntad por mí y os dirán.

Además, trabajar era un privilegio: ya sabes, España, la gran conquista de tener trabajo y todo eso.

Pero no tenía tiempo para escribir, ya sabes, escribía de noche y todo eso.

Nueve años me pasé haciendo doscientos kilómetros a diario, llenando el depósito en gasolineras perdidas de los pueblos aún más perdidos de Aragón, mirando cara a cara al gasolinero, muertos de miedo los dos.

Nueve años metido tres horas diarias en un coche blanco y barato. Vuelvo a insistir porque soy terco y terco y más terco: no es queja, te lo juro, es precisión, es amor a la precisión. Amor a la clase baja española, les hice leer a Kafka, pero de verdad, con todas sus consecuencias.

Eso hice por ellos.

La poesía es precisión: nueve años, tres horas al día en el coche, sí, así fue. No sé si estuvo bien o estuvo mal; en cualquier caso, ya es una ficción.

Toda mi vida ya es una ficción, como la de mi padre.

Sangra la ficción por todo mi cuerpo.

 

 

 

 

II

 

 

 

España, me gusta la realidad.

Es dura. Es clara. Es fuerte.

España, ¿eres real?, ¿lo soy yo?

España, he intentado ser feliz.

España, soy santo.

España, jamás he odiado a nadie.

Creo que he amado a todo el mundo. Sí, espera, deja que lo piense: sí, sí, a todo el mundo porque todo el mundo es santo y todo el mundo merece ser amado.

España, jamás mentí.

España, no hablo mal de nadie, no insulto a nadie.

Me parece maravilloso que a todos los escritores y a los poetas y a los cantantes y a los actores y a los empresarios y a los trabajadores de la construcción y a las empleadas del hogar y a los pescadores y a los taxistas y a los conductores de autobuses y a los catedráticos de universidad y a los guardias civiles y a los sargentos del Ejército de Tierra y a los repartidores de Telepizza y a los camareros y a los grandes banqueros y a los ministros y a las secretarias de los ayuntamientos de pueblo y a los jueces y a los bomberos y a los oncólogos y a los maestros y a los celadores de hospital y a los dentistas y a los mineros y a las prostitutas y al Rey de España les vaya de lujo.

A todos los españoles, que les vaya de lujo, de cine.

       España, no envidio a nadie.

España, no odio a nadie.

       España, solo envidio, como hizo mi madre, al sol.

       Este sol, esta luz.

España, amo a quienes me odian, lo hago por delicadeza, por elegancia, por corresponder un poco, porque amo el misterio de las grandes devastaciones cósmicas, porque amo la desobediencia.

 

 

 

 

III

 

 

 

España, mi padre te quería.

Hablaba muy bien de ti.

Jamás una palabra contra ti.

Mi pobre padre te quería; fue concejal de un pueblo pequeño en las segundas elecciones democráticas que hubo en ti, España, en el 79, creo.

Estoy orgulloso de eso si me dejáis: ¿puedo?; la gente le dio su voto.

Salió elegido democráticamente, eso estuvo bien.

Lo querían.

Seguramente lo querían porque era pobre e inocente, pero pobre con estilo. El estilo es gratis.

Llevo toda la vida intentando tener estilo en mitad de la pobreza.

España, en 1985, hice el servicio militar; se suponía que era un año y medio de mi vida que te regalaba a ti, mi amada España, en defenderte de no se sabe quién. ¿Te atacaba alguien? A mí sí que me atacaron.

España, mi abuelo era republicano y se pasó seis años en la cárcel de Salamanca y lo echaron de la cárcel porque se estaba muriendo y mejor que se muriera en otro sitio, allá en su pueblo, todo el mundo tiene un pueblo en España adonde ir a morir como un perro.

Gracias, España, por ese detalle.

España, a mí me gustará morir como un perro, te lo juro, seré feliz muriendo como un perro, como el último de los perros. No merezco otra cosa, porque morir como un perro dentro de ti es la muerte más fastuosa, bella, enigmática y cósmica que pueda ser concebida.

 

 

 

 

IV

 

 

 

España, muchas veces me diste miedo.

España, sentí terror.

España, en la ciudad en la que he vivido, sentí terror, mucho terror, pero igual tú no eras, España, la ciudad en la que me tocó vivir, eso pienso ahora.

 

España, vivo en la ciudad más cainita de la tierra, pero tú, España, no eres esa ciudad, porque tú eres generosa y buena. España, tu cainismo en mi ciudad es patrimonio histórico de la humanidad, debería reconocerlo la Unesco.

 

España, conozco tu historia.

Dime si te importo.

Yo sé que sí.

 

España, déjame ser el escritor que quiero ser, permíteme eso, qué te importa a ti, déjame ser otro tipo de escritor.

Déjame ir a mi aire.

Qué puede importarte eso, si finalmente me moriré de hambre y en silencio, entonces qué más te da.

Quítame de encima a los fascistas, España, que ahora están tan bien, tan impolutamente camuflados.

Mesiánicos, maledicentes, intolerantes, siempre allí, queriendo pegarte un tiro.

 

España, nos das trabajos muy dolorosos.

 

España, no tengo un duro y mis libros se venden poco y no puedo vivir de mi trabajo, y trabajo para nadie.

 

Solo sé escribir y me estoy quedando sin palabras.

 

 

 

 

V

 

 

 

España, pensé en pasar de ti, pero no puedo, eres mi esposa.

 

España, el mundo es como tú; da igual que te llamaras Francia o Alemania o Estados Unidos, ya todo es España.

 

España, a veces me trataste muy bien, me dabas besos con lengua y me acariciabas y lo pasábamos de lujo, haciendo el amor toda la noche.

 

España, no adoro a otro país, y todos los países me parecen peor que España, pues eres tú quien me sostiene, a quien piso con mis pies desnudos todos los días.

 

España, I love you.

 

España, sé perfectamente que todos los países más civilizados de la tierra son tan necios como tú, o incluso más que tú, mucho más que tú.

 

España, tú y yo sabemos de qué estamos hablando, estamos hablando de una rara forma de clarividencia, amor y sentido del tiempo y de la historia.

 

España, no dejes que me hunda.

Soy tu hijo.

Acuérdate de mi padre; creo que ese me quiso, vete a saber si tuve padre, si alguien tiene padre.

Nuestras ficciones son irremediablemente leyendas católicas.

 

Solo te tengo a ti y no sé quién demonios eres ni si existes.

España, échame una mano.

España, lo mismo solo consistes en el dinero que la gente ha metido en tus tristes entrañas, en tu luminoso escaparate europeo.

España, ¿tú serías algo sin la gente que tiene dinero en España?

España, lo mismo estás peor que yo, y yo aquí como pidiéndote cuentas.

España, igual eres mi amante.

España, igual me necesitas tú más que yo a ti. En ese caso, puedes contar conmigo, yo te echaré una mano y no permitiré que te hundas como yo me hundo en ti.

Me casaré contigo y tendremos siete hijos.

 

España, qué raro es todo, igual nos han engañado a los dos.

 

España, los españoles pobres son mis hermanos, eso siempre.

 

España, creo en la pobreza, en la mala suerte, en la bondad martirizada.

 

España, estamos solos tú y yo.

Yo más solo que tú, y aún lo estaré más.

 

España, ¿nos conocemos, hemos sido presentados?

 

Ahora mismo no lo recuerdo.