(TODOS LOS COLORES DEL MUNDO)
Era el 1 de mayo y estaba en Montevideo,
nunca había estado allí antes, toda la ciudad desierta.
La habitación de mi hotel era un palacio, entraba mucha luz.
La luz es un despropósito, una banalidad del universo.
A mí no me impresiona nada la luz.
En la calle solo estaba abierto un cine porno.
Entré, pagué mi entrada. Estaba solo en aquel cine
donde viejas estrellas del porno de los años setenta
hacían exactamente lo mismo que hacen las estrellas
del porno de la segunda década del siglo XXI.
Sentí nostalgia.
Alguien me dijo «el 1 de mayo en Montevideo
es fiesta nacional, es un día muy importante aquí,
la ciudad se paraliza».
Sí, todo paralizado
excepto el cine porno que estaba enfrente de mi hotel.
No me invento nada. Comprobadlo.
Me hospedé en el hotel Embajador,
enfrente estaba ese cine abierto.
Me senté en una butaca.
No estaba ni el acomodador.
Aquellas mujeres de los años setenta en la pantalla.
Era una película X de 1972, alemana.
Hablaban en alemán.
De repente, entró un hombre en la sala,
en aquel cine mortuorio, en Montevideo.
Se sentó a mi lado.
Era un hombre alto.
«Es aburrido Montevideo los unos de mayo», dijo.
«No me mires», añadió, «soy yo, sí, tu padre,
pero no me mires», insistió, «no estoy
muy presentable hoy».
Cogió mi mano y su mano estaba helada, era hielo,
hielo sin alcohol, esa mano no se podía beber, pensé.
«Las manos de esas mujeres y de esos hombres que salen
en la pantalla también son de hielo, hijo mío,
como las mías, y esta película ya la he visto,
la vi en Perpiñán hace cuarenta años, sabes,
ya sé que lo sabes».
Una mujer rubia con unas medias de rejilla
exhibía un sexo rubio que ya no existe sobre la faz de la tierra.
Estará descomponiéndose en algún cementerio
de este mundo, de Berlín, de Frankfurt, de Múnich,
o de cualquier pueblo de Alemania.
Un sexo ya legendario, pensaste.
«Siempre estoy contigo, hijo mío, siempre,
da igual dónde te escondas,
tu padre muerto es pasado, presente y futuro,
siempre contigo, ahora aquí en Montevideo,
mañana en Varsovia, pasado mañana en donde tú quieras,
eso da igual, la tierra para mí es diminuta, tan pequeña,
porque yo soy la tierra, las ciudades, los países,
los mares, los aviones, los barcos, los hoteles,
las películas porno y las películas infantiles,
lo soy todo, y lo soy para ti, pero por favor no me mires,
hoy no he tenido tiempo de arreglarme, estoy muy frío
y no, no hay alcohol en mi hielo,
no puedes beber de mi sangre».
¿Qué hace un hombre de mi edad
cuidando de una criatura de dieciocho meses,
tu hija, rubia y hermosa,
jugando con ella,
intentando
hacerla sonreír
con carantoñas?
Me he enamorado de ti, es verdad.
Pasamos las horas con tu niña,
en tu piso, en tu pequeño piso
de joven divorciada.
Los domingos por la tarde
tengo que beber para poder aceptar todo esto.
Y tú me miras, inquieta, asustada más bien.
Lo primero que pillo en tu casa:
una vieja botella de vodka, medio vacía.
Me aburre y me da miedo tu niña,
pero es tu niña. Y me amas a mí
tanto como a ella.
No hablas de su padre salvo para insultarlo
ni yo pregunto por él; mi falta de curiosidad
debería dolerte.
«Menudo hijodeputa», dices tú y yo asiento
diciendo «menudo cabronazo»,
sin saber si el pobre hombre era San Pablo
o el mismísimo Jesucristo
y tú la más puta de la tierra, qué más da
y a quién le importa.
Yo ya fui padre una vez, hace tanto.
«¿Dónde están tus hijos, amor?»,
tú sí me preguntas eso, dulcemente
y con miedo.
«A veces me llaman por teléfono»,
te contesto.
«Están far away», te digo, sonriendo.
Fuimos felices hace años y tú tienes
que serlo ahora con tu niña.
No sabes cuánto tiempo ha pasado
desde que mis hijos tenían la edad
que tiene ahora tu niña, amor.
Mejor no pensarlo o tendré que bajar
al bar de debajo de tu casa.
Tu sexo no apaga mi desequilibrio.
Tu sexo y tu belleza y tu amor,
y tu idea heroica de que tenemos un futuro,
y tus besos largos como las sequías castellanas,
tus besos apasionados y de una entrega rabiosa
que a cualquier otro enloquecería,
no apagan esta desdicha del tiempo,
la desdicha del animal moribundo.
Tengo que decirte adiós, amor mío.
Y no, no podremos ser solo amigos,
eso yo ya lo sé.
No insistas.
¿Amigo tuyo?
No lo vuelvas a pedir ni llores.
Tú también lo acabarás sabiendo, quizá no hoy.
Desgraciadamente, lo sabrás, con otros,
con otros lo acabarás sabiendo.
Esta es la última tarde en esta casa.
Ya no hay ni una gota de vodka en esa vieja botella,
un resto de cuando vivías en pareja,
de cuando vivías con el padre de tu bebé,
«el sinvergüenza», así lo llamamos,
cuando estamos compasivos.
Es verdad que te amo.
Es verdad que nadie me ha follado como tú.
También es verdad que nunca volveremos a vernos.
Sí, sufrirás.
Y yo más que tú, pero estoy acostumbrado.
No permitiré que nadie vea mi final.
Orgullo de samurái, mi niña.
Tu juventud, finalmente, me resulta insípida
y horrible tu perfume barato.
Miedo y terror,
eso siento ahora,
y la vejez se acerca
trayendo
más miedo y terror,
en una abundancia
que enamora.
Está allí, como una interrogación
y un cuchillo en la mano,
la vejez de un hombre,
el final de las cosas y de la vida.
Esta abundancia
que sustituye
a la abundancia
de los días poderosos.
Como una escama de tiburón
en lo más alto de la boca.
Esta boca que anhela ser besada
hasta el infinito.
Esta boca que en otra boca
busca el cielo estable y perdurable.
Si he de sentir terror,
es que el terror forma parte
de la belleza de la vida.
Creo en los ríos sin nombre, en las piedras que yacen bajo las aguas de esos ríos.
Creo en todos los órganos que inventan mi cuerpo cada día.
Creo en mi rebeldía, en mi agotamiento, en mi desgobierno.
Creo que no fui engendrado, creo que mis padres fueron una ilusión, actores de teatro.
Creo que todo muere.
Creo en mi nerviosismo.
Creo en la aceleración política, en la celebérrima maldad de la Historia.
Creo en los cientos de transatlánticos y en los cientos de petroleros y en los cientos de portaaviones que cruzan en este instante todos los océanos de la tierra.
Creo que las nubes me aman.
Creo en todos los trenes de altísima velocidad que atraviesan ahora mismo Japón a quinientos kilómetros por hora.
Creo en los bares de esos trenes, donde la gente bebe cerveza japonesa y come cacahuetes dulces importados de un país que se llama España.
Creo en las dilatadas conversaciones de negocios de esos hombres asiáticos, sentados en los sillones de cuero de primera clase.
Creo en la noche.
Creo en La Habana, en su impertinencia histórica, en su diminuta estrategia.
Creo en la prolongación de la bondad de los muertos.
Creo en la felicidad de los muertos sobre cuyas tumbas la lluvia cae tercamente.
Creo en las confesiones de los presos políticos chinos, en las descargas eléctricas que convierten sus cuerpos en un eccehomo que es anterior, simultáneo y posterior a Cristo.
Creo en los que se ahogaron en los mares, tratando de nadar bajo una luna incompasiva.
Creo que soy el hombre más maravilloso de este mundo y de cualquier mundo posible.
Creo que debería ser amado siempre por todas las cosas y por todos los seres.
Creo en los perros, en los loros y en las ballenas centenarias.
Creo en mis dolores inconmensurables.
Creo en los teléfonos móviles sumergibles de última generación.
Creo en los turistas, en su terror al incumplimiento de lo que la agencia de viajes les prometió.
Creo en las nobles alcobas donde murieron los zares antiguos.
Creo en las poderosas drogas paliativas que suministraron al cuerpo agonizante de un hombre que se llamaba como yo la tarde del 17 de diciembre del año 2005 en un hospital del norte de España.
Creo que he amado demasiado y demasiadas veces no he sido correspondido.
Creo en la usura, si es mía.
Creo en Dios, en un Dios distinto al vuestro, no infinitamente mejor sino infinitamente distinto al vuestro, sarracenos.
Creo que estoy vivo en tanto en cuanto creo y escribo que creo.
Creo que yo no recibí una educación exquisita como sí la recibió la escritora Irène Némirovsky, que nació en Kiev y murió en Auschwitz.
Creo en el dorado hígado de Jesucristo, en su elevación, en su lujuria, en su idolatrada y veloz ascensión a los reinos de la nada.
Creo que la tierra jamás, absolutamente jamás, fue redonda.
Creo que no existe la raza de los hombres.
Creo que mi soledad es más real que mi persona o mi existencia.
Creo en los delfines, en los caballos y en los rinocerontes.
Creo que sí existe el Mal.
Creo en el Mal, en su imperio inabarcable, en sus vastas extensiones de superficies orgánicas e inorgánicas de este mundo y de millones de otros mundos, en sus océanos, en sus peces negros, en sus aves rojas, y en sus elevadísimas montañas donde todo es dolor y vacío, anunciación y prestigio, codicia y soledad.
Creo en la infelicidad del Universo.
Creo en Anna Karenina, en su general hundimiento, en su festivo hundimiento.
Creo en Jay Gatsby, en la suave y blanda oscuridad de la bala americana que lo mató.
Creo en Berlín, en una triste canción que lleva ese nombre y cuya letra contiene, cifrada, la historia de mi existencia.
Creo que la luz es un milagro destinado a nuestra credulidad.
Creo en el viento de la tarde que acaecerá en esa tarde en que el mundo termine.
Creo que la muerte nunca creyó ni creerá en mí como sí cree en ti y en todos vosotros.
Creo que me he vuelto profundamente sabio, delicado y frenético.
Creo que estoy encima de una montaña de viento, tomando el venenoso sol.
Creo en mi demolición, como creo en la demolición de los grandes edificios envejecidos.
Creo en los degollados, en los torturados, en los ejecutados en la silla eléctrica, en el acre semen de la cristiandad, en la sutil y casi invisible erosión del sistema nervioso de aquellos hombres buenos que padecen incurables, feroces trastornos psicológicos que acabarán siendo, con el paso de los años y la llegada inesperada de un envejecimiento prematuro, visibles descomposiciones neurológicas, severos trastornos mentales.
Creo que acabaré solo, en un piso de alguna circunvalación perdida, con una pensión de cuatrocientos euros, en un piso de cuarenta metros que ni siquiera serán cuadrados sino tal vez redondos, sin ascensor, bebiendo cerveza barata como el último de los sabios asesinos.
Creo en el hundimiento de todos los hombres y de todas las mujeres, de todas las formas de gobierno, de toda forma de intención política, de todo bien y todo mal, de todos los países, de todas las razas, de todas las florecientes ciudades del Universo.
Creo en el fuego, que creó al fuego.
Creo en el agua, que creó al agua.
Creo en la desaparición, en las brujas vencidas, en el Mediterráneo inhóspito antes de la llegada de las trirremes romanas.
Creo en el mar que vio el hundimiento de la Armada Invencible, que vio el hundimiento del acorazado California en Pearl Harbor, que vio la oxidación imparable de los bellos submarinos soviéticos de la Segunda Guerra Mundial que vigilaban el mar del Norte.
Creo en las grandes transformaciones que han de venir mañana y en el derramamiento de la sangre de los canallas, creo en la muerte de la Historia tal y como la conocemos y creo en el nacimiento de un nuevo hombre, cuya vida será inalterable e ilimitadamente erótica y perfecta.
Creo que nunca moriré.
En el mes de junio del año 2016
se exhibió la obra del pintor Caravaggio
en un museo de Madrid.
Me quedé delante de un cuadro titulado Los músicos.
Supe que yo salía en ese cuadro.
Allí estaba reflejada la suciedad de la vida de los pobres,
la baja condición,
la suciedad de los pies de todos los seres humanos.
Mi baja condición.
Mi inutilidad absoluta para cualquier oficio.
Comí un menú en el restaurante
del Museo Thyssen-Bornemisza,
una sopa de tomate y una merluza,
mal hechos los dos platos.
Volví después de comer
a ver a mis músicos.
Allí estaban,
colocados del lado del terror.
Junto a Caravaggio.
Junto a mí.
La vida de Caravaggio es una gran leyenda.
La mía lo acabará siendo.
Rostros anónimos en el metro,
camino del parquin de Ciudad Universitaria,
que tiene precios populares,
en busca de mi viejo Mazda 6.
Y Caravaggio en el centro de mi alma,
ondeando al viento la bandera
de la belleza impertinente
y las pasiones que arrancan de cuajo
corazones del pecho
y se los comen palpitando aún.
Junio del año 16, calor en toda España.
Di una palabra, di el nombre secreto.
Caravaggio, ese es el nombre.
Viajé a Italia, al pueblo de Stresa.
Fue un viaje de trabajo, un buen trabajo,
pero las razones,
olvídalas.
Estuve alojado en el Gran Hotel de las Islas Borromeas,
frente al lago Maggiore y era el mes de mayo.
Llevo cincuenta y tres años sobre la tierra,
y nunca había estado en un hotel tan hermoso
–pensé con la maleta aún en la mano–.
Cuando vi mi habitación, con su gran terraza sobre el lago,
me entraron ganas de llorar.
Cuando vi los desbordantes zumos de naranja del desayuno,
en bandeja de plata, cuando vi a la joven camarera
que me sonreía y se alegraba de verme,
y las golondrinas en los aleros de las nubes,
y los veleros en el horizonte,
pensé que Dios, en el último momento,
había decidido ser bueno conmigo,
y amé a Dios.
Fui monárquico al fin.
Fui republicano al fin.
Cincuenta y tres años sobre la tierra,
y aún no sabía qué era la riqueza.
La primavera y el lago Maggiore me devolvieron
el pasado, su verde imperio, su amor.
Vi a mis padres muertos allá en el lago,
saludando a su hijo, y pude hablar con ellos tres minutos.
La mañana no acababa nunca.
Me hablaban el aire, el agua, el sol.
Tuve ganas de nadar en el Maggiore,
de arrebatarle el escándalo de su gloria,
el centro de su bienaventuranza.
Rey de la vida, de mi vida al final de su avalancha.
Mi habitación estaba cerca
de la famosa suite Ernest Hemingway.
Pensé en él,
en Hemingway,
en sus días de fiesta
en este hotel,
en sus días de éxito
–porque el éxito lo es todo–,
en su sonrisa inconmensurable
en tanto en cuanto su vida era inconmensurable.
En su victoria sobre el mundo.
En su nombre como lápida prestigiosa
en la puerta de una habitación de lujo.
Me dormí en mi cama gigante.
Al cabo de unas horas,
me despertó un ruido en la terraza.
Allí estaba Hem, tumbado en la hamaca,
bajo una luna alta
y leal a los fantasmas.
Me senté a su lado, nos miramos.
«Tienes que aceptar tu fracaso»,
me dijo Hem, mientras se quitaba
una gorra de capitán de barco
y se alisaba el cabello.
«Nunca tendrás en este hotel
una suite que lleve tu nombre,
porque dime, ¿tú cómo te llamas?,
lo mejor que puedes hacer es venirte conmigo
esta misma noche»,
y rio con deslealtad hacia sí mismo.
Nos quedamos mirando la gorra
que Hem había dejado en mitad
de la mesa de mármol de la terraza.
«Para qué quiero una placa con mi nombre aquí,
esa es una condecoración de muertos»,
le contesté riéndome con una risa bárbara.
Y nos dimos un ilegítimo abrazo de buenas noches.
Ya no pude conciliar el sueño.
Estaba asustado, a quién no le asusta el fracaso,
eh, decidme, hermanos, vivos o muertos.
Odié a Hemingway, pero también le quise.
Podía haber sido al alba, un buen instante.
Había una viga de robusta madera en el techo.
Enamorado del Gran Hotel de las Islas Borromeas,
al día siguiente,
me puse mi corbata
a bordo de mis más de cincuenta años,
y salí de nuevo a navegar la vida,
vacío como el mundo,
vacío como la edad,
pero con mi corbata fulgiendo bajo el sol.
Me puse mi corbata, sí.
Como tú hiciste siempre, padre mío.
Llegué casi a la medianoche a Cincinnati,
media hora de taxi desde el aeropuerto hasta el hotel,
y las luces de la ciudad al final de la autopista.
Al día siguiente vi el río Ohio y mi alma se alegró.
Desde una colina vi el río dividiendo dos Estados,
a un lado Kentucky, al otro Ohio,
con sus puentes, sus barcos, sus camiones,
y abajo, el agua turbia, y los rascacielos de la ciudad.
Decía por dentro la palabra Cincinnati,
como una oración, como una palabra sagrada
que le robara a la oscuridad un sol merecido.
Llamé a mi hijo pequeño a España para decirle que estaba aquí,
en esta ciudad y al lado de este río,
y nadie descolgó el teléfono.
Vi que llevaba cuarenta llamadas realizadas.
Comí en un restaurante asiático,
comí arroz y un pez de agua dulce,
era un día primaveral, con brisa y luz,
y pensé ojalá encontrara trabajo aquí,
una casa, una familia, unos hijos, un perro.
Y decía todo el rato Cincinnati,
porque parecía una palabra sanadora,
porque parecía una palabra italiana,
porque parecía la palabra perfecta
para decir adiós a quien fui.
Después de comer hice la llamada cuarenta y uno.
Me alojé en el Fairfield, un hotel agradable
en el barrio de la universidad, había gente joven
por las calles, di una vuelta y otra vez
dije Cincinnati, porque es una fiesta
esa palabra, un desfile de íes que bailan en mi alma.
Quiero vivir treinta años más, Cincinnati,
quiero llegar a ser octogenario.
Hice otra llamada.
«Hola, hijo, estoy en Cincinnati,
es una ciudad preciosa,
¿qué quieres que te compre, cariño?»,
terminé diciéndole a la recepcionista
afroamericana del Fairfield en español,
y ella no entendió ni una palabra
y me miró con ojos incrédulos,
pero también apenados.
Abril del año 2018,
tengo cincuenta y cinco años,
y dije mil veces la palabra Cincinnati.
Estoy mirando las fotos de mi hijo,
que ya tiene veintiún años.
Hay una en la que se parece al actor James Dean.
Esa foto se la hice yo.
James Dean nació en Marion, Indiana,
el 8 de febrero de 1931.
Imagino ese día, ese 8 de febrero,
porque ese día existió.
La existencia de ese día hace posible
el recuerdo del amor de sus padres,
si es que hubo ese amor,
que sí que lo hubo.
Y veinticuatro años después,
su muerte en un accidente de tráfico.
El automóvil era un Porsche Spyder 550.
Vivir veinticuatro años es casi no haber estado en este mundo.
Tal vez la experiencia del tiempo
que nos es concedida
a los seres humanos
que logramos envejecer
albergue de manera muy tímida
la sombra lejana de la divinidad
y nos permita verla manchada
de confusión y de máscaras y de sufrimiento.
Por eso he sentido divinidad en James Dean.
Hay un paso más en la experiencia de los años,
ese paso lo das en busca de alguna forma de bienaventuranza,
o de martirio,
o de iluminación.
No nos basta la vida,
ni el significado más humano de esta,
como es el de la creación del amor
y de los lazos de la sangre.
En un momento determinado
necesitamos ir solos a la búsqueda de una elevación del dolor.
Grandeza y humildad en un beso.
Te pareces tanto a James Dean.
No sabes cuánto te quiero.
No sabes cuánta belleza llevas encima,
como si nada, como si no importara.
No sabes cómo te precede
el viento poderoso de tu juventud
cinco minutos antes de que aparezcas,
de que yo te vea con estos ojos
que se comerá la tierra.
Estoy en Panamá, me trajo un avión desde Atlanta.
Me hospedo en el hotel Riu, en el piso 28.
Veo la fila de barcos esperando cruzar el Canal.
Quisiera ser el dueño del Canal de Panamá para no dejar pasar a nadie, solo al agua, a los peces, a los nadadores y a las ballenas.
Hay un montón de pájaros gritando encima de los árboles, en la parte vieja, que construyeron los españoles, mi gente, o la tuya, tú sabrás, hipócrita español, mi hermano, mi semejante.
Esos pájaros están locos.
Soy el dueño de todas las cosas.
Me ducho varias veces al día, por amor al agua panameña.
Me llevan en un Mercedes de la Embajada.
Hablo con el Embajador. Eh, haz bien tu trabajo, que no sea en vano el uso del Mercedes.
Embajadores de España, no uséis en vano los Mercedes que el pobre pueblo español compra a la rica Alemania.
Abre la capota, quiero saludar al pueblo panameño como si fuese Theodore Roosevelt.
No tiene capota, no es un modelo deportivo.
Sabes, el desayuno del hotel es espectacular, toda la comida de la tierra en todas sus formas posibles.
Adoro Panamá.
Quiero vivir aquí, estoy buscando piso, un apartamento, son caros, quiero vivir aquí.
Quiero fundar empresas y un partido político.
Quiero cruzar el Canal nadando.
Quiero que mi cuerpo sea venerado por las aguas dulces y por las aguas atlánticas y las aguas pacíficas.
El Canal es mío, mío y de los peces.
Veo, encima de una compuerta de 1914, una gaviota.
Oh, tú, Manuel Vilas, el monolingüe.
Te vimos hablar un inglés de pacotilla.
Te vimos hablar un francés sin Francia dentro.
Te vimos gesticular en italiano farfullando
sílabas que procedían de la noche de las cavernas.
Oh, tú, Vilas, que amaste
todos los colores del mundo
desde tu monolingüismo ardiente.
Te quemabas en el silencio español.
Pero amabas los países, las ciudades,
las lenguas desconocidas,
amabas como un sordo, un mudo,
pero nunca como un ciego.
Ni entendías ni hablabas.
Y sufrías y maldecías tu nulo don de lenguas,
pero mirabas, y codiciabas, codiciabas todo cuanto veías.
Mirabas todos los colores de la vida,
eso lo hiciste como nadie.
Y finalmente el mismísimo Dios
te reveló que las lenguas de los seres humanos
eran todas una solemne tontería.
Acodado en tu monolingüismo,
un día de profunda iluminación
y de severa desesperación
te vimos decir adiós a tu propia lengua,
y quedarte sordo y mudo,
a imagen de Dios.
Sé que moriré sin leer muchos libros que me hubieran salvado la vida.
Se quedarán perdidos, sepultados, escondidos, en el caos de mi biblioteca o de otras bibliotecas.
Cientos de libros excepcionales no serán leídos nunca por seres humanos excepcionales.
Toda la historia de la literatura está inédita para millones y millones de seres humanos que no leen.
Para millones de seres humanos «Puedo escribir los versos más tristes esta noche» no significa nada.
Me quedan muchas novelas de Galdós por leer.
No he leído todo Dostoyevski.
Me faltan páginas y páginas de Dickens.
Me voy olvidando de las tragedias de Shakespeare que leí cuando tenía veinte años.
Me olvido de lo que leí y me acuerdo de los lomos apenas entrevistos de los libros que nunca leeré.
No hay melancolía en esto.
Hay fascinación.
Puedo inventarme el placer moral y el deslumbramiento que me causarían esos libros extraordinarios que no conoceré, porque mi vida es mortal.
Moriré sin conocer las gran literatura rusa de la Edad Media.
Porque nunca aprenderé ruso.
Me moriré sin saber cómo sonaban hace dos mil quinientos años los versos de Homero.
Me moriré sin saber qué pensaban de la muerte miles y miles de personajes de novelas que hablan de la muerte y que yo no tendré tiempo de leer porque la muerte me lo impedirá.
También en la calle alumbra un sol de invierno, estamos en febrero.
Madrid es una ciudad llena de vida.
Ningún ser humano, pasados los cincuenta años, puede dedicar a la lectura los días enteros.
El mismo Don Quijote, cumplidos los cincuenta, dejó de leer y eligió vivir.
También yo cierro los libros, como hizo Don Quijote, y me levanto de la mesa, y salgo a la calle.
Y descubro entonces la hermosura de la vida.
Y me pongo muy nervioso, porque todo es ferozmente intenso: la gente, las calles, los árboles, las casas, los semáforos, las nubes, las tiendas.
Y entonces regreso a mi casa.
Y no quiero que nada se pierda.
Y abro el ordenador.
Y escribo, como escribieron cientos de seres humanos antes que yo, con la misma intención de que no se desvanezca la hermosura de la vida.
Somos una cadena de fantasmas enamorados.
Celebremos las páginas que hombres y mujeres escribieron al servicio y dictado de la vida y que no leeremos jamás.
No leer jamás esas páginas es belleza también.
Ah, la literatura y la muerte, dos grandes bailarinas en la oscuridad.
Acabo de salir de mi hotel y camino sin rumbo
por esta otoñal ciudad francesa
llamada Burdeos.
El pintor aragonés Francisco de Goya murió aquí,
hace ya ciento noventa años,
es mucho tiempo,
casi dos siglos.
Todo es distinto hoy.
Las calles, las casas son diferentes.
Diferentes los atuendos, el calzado,
la higiene, las costumbres,
la moral y la política.
Diferentes las camas de las casas.
Diferentes los armarios, las mesas,
los manteles, la luz de las alcobas, las sábanas,
los colchones, la ropa interior,
las alpargatas, el jabón, las cortinas.
Diferentes los vasos, la vajilla, el agua de fregar.
Diferentes las escaleras y las ventanas.
Diferentes las posadas, el vino, la comida.
Diferente el dinero, las armas, la ley,
el amor, el placer y el lujo.
Diferente incluso la miseria, la enfermedad y la muerte.
Solo una cosa no ha cambiado y es la misma.
La angustia y el vacío
que Francisco de Goya sintió
como hombre
son los mismos
que estoy sintiendo
en este instante.
Era mediados de octubre del año 2010 y estaba en Londres.
Estaba tan solo que creí, por un momento, haber muerto ya.
Haber muerto hace mucho tiempo y sentir la antigüedad de mi muerte como un don del alto cielo. Sin embargo, estaba vivo. Estaba gozando de una soledad como no la ha tenido nunca ningún otro hombre o mujer.
Era la mismísima soledad del universo.
Los seres humanos no saben pensar una existencia sin finalidad, pero yo sí, porque estoy desesperado.
Entré en muchas zapaterías de Oxford Street. Buscaba los zapatos de la Cenicienta, los zapatos del primer hombre y de la primera mujer, buscaba el arquetipo, toda la vida así, buscando la paz.
No encontré esos zapatos y volví al metro.
No quería salir del metro.
Estaba arraigando allí abajo, en el metro.
Viajaba por la ciudad, enamorándome.
Sentía un amor que me desgarraba las articulaciones, los nervios, las ingles, los pies.
No quería salir del metro.
Me gustaba tanto la estación de Notting Hill Gate: tenía árboles al final de las vías.
Cómo puedo estar tan enamorado, ¿y de quién o de qué?
Fui al Soho, ya era de noche, y comí noodles y verdura cruda en un chino.
Todo el mundo estaba acompañado, pero yo estaba solo.
La alta posesión de mí mismo me exaltaba en mitad de las calles de Londres.
Era –ya lo he dicho– como si ya hubiese muerto hace mucho tiempo, como si fuese un arcángel del que toda memoria ha desertado.
Estaba hospedado aquí: Grange Strathmore Hotel, en el 41 de Queen’s Gate Gardens, junto a la estación de metro de Gloucester Road.
Una habitación de techos muy altos, llena de bombillas, que imitaban a las velas, de luz, de armarios, de cuadros, de toallas, de dibujos cambiantes en la moqueta, de cortinas pesadas, capaces de alcanzar el techo, de muebles que brillaban en lo oscuro.
Estaba enamorándome del hotel.
Caminaba descalzo por la habitación, una habitación cuádruple.
Dormí un poco en cada cama.
De 11 de la noche a 1 de la madrugada dormí en una cama.
De 1 a 3:30 en otra.
De 3:30 a 6 en la tercera.
De 6 a 8 en la cuarta.
En todas las camas dormí como una recién casada perezosa, deshaciéndolas por puro placer. Las cuatro camas estaban deshechas cuando se hizo de día, como si hubieran dormido allí cuatro personas, y me sentí al fin acompañado, la compañía de cuatro fantasmas durmientes.
Soy un hombre de acero.
Toco mi cuerpo y es acero, mármol, granito, uranio.
Me gustaba estar en medio de la estación Victoria.
Todo el mundo va hacia alguna parte.
En medio de la estación Victoria, fluyendo como el amor.
Me tomé un zumo de naranja, sentado en mitad de la estación Victoria.
Sentí cómo mi sangre se llenaba de naranjas.
Volví al metro.
No quería salir del metro.
Estaba bailando con la claudicación o con la desesperación o con la devastación, o con las tres a la vez.
Nos besamos. Nos matamos de amor. Nos tocamos. Nos arrasamos. Nos perseguimos por todas las estaciones del metro de Londres.
Queensway. Lancaster Gate. Marble Arch.
Amo la estación de Gloucester Road.
Soñé con una identidad inglesa. Soñé con otro hombre mejor.
Trabajo desde hace diez años en una fábrica de galletas redondas con sabor a vainilla, chocolate y frutas del bosque, en las afueras de Londres, cerca de Gatwick, y me va bien.
Estoy ascendiendo en mi trabajo, tengo altas responsabilidades, tengo grandes proyectos. Tengo muchos amigos interesantes.
Tengo elevadísimas responsabilidades en el gobierno de la vida. En el gran castillo de la vida, de todas las vidas.
Amo la estación de Gloucester Road.
Reino de los desesperados, toda la ciudad de Londres, mi amor, mi gran amor.
Me había enamorado desesperadamente de la ciudad de Londres.
Dios ama a los desesperados.
Porque los desesperados besan como nadie.
Pasé el día comiendo pasteles.
No comí ni carne ni pescado ni ensaladas ni legumbres
ni espaguetis ni lasañas ni mandarinas ni uvas,
solo me alimenté de pasteles,
un cannolo aquí,
un tiramisú allá,
un amaretto con un espresso doppio,
un panforte con un capuchino,
un ricciarelli con un macchiato,
y así iba cayendo el día,
herido por una dulzura imaginaria.
La miel, la avellana, la nata se acaban pronto,
en tres minutos ha terminado todo,
es mucho más larga la vida.
Todo el día caminando por Florencia
mis pasteles y yo.
En un bar una tarta de almendras,
en otro un bizcocho con el nombre
de una santa que olvidé.
No tienes que sentarte frente a un plato.
Ni esperar a que se enfríe.
No hay ceremonia, ni cubiertos.
De pie en las pastelerías de Florencia,
eligiendo con el dedo índice el pastel más hermoso.
De pie en el puente de la Santa Trinidad,
comiendo una sfogliatella,
mientras miraba pasar las aguas del Arno.
Dejé caer unas migas
para que los suicidas y los ahogados
subieran a la superficie
y tuvieran alimento y memoria.
Y el espíritu de aquellos seres doloridos
ascendió de entre la oscuridad y el olvido
y pude ver sus cientos de rostros
tristes y solitarios, convertidos en peces
cuyas bocas luchaban unas contra otras
por los regalados restos de mi sfogliatella.
Me he dormido en el tren.
Iba el vagón casi vacío,
todo era apacible.
He llegado a Termini
y venturosamente no he tenido
que esperar más de cinco minutos
a que pasara el 75,
que es mi autobús,
y también iba vacío.
No he tenido que coger un taxi.
Iba mirando Roma bajo la lluvia.
Pensaba que pronto no recordaré nada,
ni los errores ni las penas ni los amores.
He llegado a mi apartamento romano.
He deshecho la maleta,
y me he encontrado con las cosas
que compré en Florencia.
Había una especial:
un jabón de la farmacia
de Santa Maria Novella
con esencia de almendras.
Lo he abierto con la ilusión de un niño
y me he lavado las manos con él.
Su olor a almendras puras
ha invadido todo el apartamento.
Su olor ha engrandecido mi alma
y ha obrado un milagro:
no importa que todo camine hacia la nada,
porque desde el primer día de mi vida
estaba escrito que todo se desvanecería,
y mi madre y mi padre lo sabían y lo saben,
sabían que nuestras vidas no sucedieron nunca.
Ellos lo sabían y dieron su aprobación.
Jamás volveré a lavarme las manos
si no es con un jabón fabricado
en la farmacia de Santa Maria Novella.
En ese jabón está mi alma.
La vida siempre son los bondadosos prodigios de la vida, no lo olvidemos nunca. Y de entre los prodigios, las prodigiosas mujeres romanas que ahora son septuagenarias u octogenarias y que veo en las calles, en las tiendas, en los bares de esta gran ciudad.
Cualquiera de ellas tuvo un pasado erótico lleno de placer, de amores confusos, de desengaños, de pasiones enormes.
Cualquiera de ellas conoció el amor físico, lo padeció, y lo frecuentó, y vio todos los abismos que dos cuerpos desnudos encierran.
Y sin embargo, ahora, en la edad septuagenaria, parece como si sus cuerpos no recordaran, hubieran olvidado, y veo en ellas una forma serena de la inocencia.
Es un espectáculo que me abruma, como si la naturaleza les diera un premio inesperado, una jubilación o una alta condecoración por los servicios prestados a la belleza de las cosas.
Las mujeres septuagenarias y romanas conocen el misterio de la vida, que reside en esta honda transformación.
No ocurre en los hombres.
Por eso me siento hondamente feliz y tranquilo cuando hablo con mujeres de setenta años.
Veo en ellas una verdadera dimensión de la amistad.
Me nace una complicidad mágica con las mujeres septuagenarias.
Puedo abrazarlas, darles un beso en la mejilla, coger sus manos, acariciar sus hombros en una equilibrada ceremonia de respeto y cariño.
En sus rostros se dibuja un entendimiento de la vida sin furia y sin ira, sin egoísmo y sin urgencias.
Tal vez sea que yo puedo sentirme así un hermano dichoso.
Tal vez porque nunca tuve una hermana.
O puede ser simplemente que me enamoro de la juventud que aún perdura entre los rostros arañados por el tiempo en las mujeres de setenta años, esa mezcla de besadas arrugas y belleza recordada.
O puede ser que Roma protege a sus heroínas, a sus santas, a sus emperadoras, a sus guardianas.
Me he sentado en una orilla del río Tíber,
al lado de unos mendigos
que habían hecho una hoguera
y vivían en tiendas de campaña con plásticos
e ingeniosos remiendos
y rodeados de galgos negros y gatos blancos
y me he puesto a pensar en Roma.
Ella también viene de la noche del hambre,
de la intemperie profunda.
Me miran los mendigos, con rostros
oscurecidos por las barbas y los gorros,
ausentes tras sus raídas mantas.
Una caja vacía de pizza,
unas latas,
unas estacas con ropa tendida
y sus sonrisas
temerarias y deformes.
Me imagino por un instante
que me quedo a vivir aquí con ellos,
como uno más que solo quiere ver el sol
y tocar el viento
y hablarle a la lluvia.
Roma, eres mi última esperanza
de amar y ser amado.
Tengo delante la basílica de San Bartolomeo all’Isola.
Es un día de lluvia.
La iglesia es un amasijo de edades.
Se construyó en el año ochocientos,
creció y se reformó en el mil doscientos,
fue destruida por una inundación
en el mil quinientos,
fachada actual del mil seiscientos,
y adentro los restos de un hombre
llamado Bartolomeo
a quien se venera como santo.
No es una iglesia famosa en Roma.
Tampoco él pertenece al grupo selecto
del santoral más popular y canónico.
Es una iglesia menor, dicen en los libros.
Por eso he venido a verte,
pequeña iglesia aterida entre tanta iglesia grande,
pequeña iglesia de mi corazón ambulante.
Eres como mi vida.
Vives rodeada de agua.
En una isla.
En una isla diminuta.
Eres como mi esencia.
San Bartolomeo, tu iglesia, tu isla y yo,
amada segunda división,
amada y querida gente común,
amada y querida clase media,
que pasamos por la vida
sin demasiada gloria,
pero con muchas penas,
y con mucho silencio.
Paseo por la Via dei Giubbonari,
es una calle alegre, llena de tiendas de ropa.
Me topo con personas que llevan
en la mano, envuelto en un cucurucho,
pescado frito,
sonríen y comen felices.
Sigo la pista de aquellos que llevan el frito en la mano
hasta que me conducen a un bar casi escondido,
en un pequeño meandro donde la calle se ensancha,
y allí leo en una pizarra «Filetto di Baccalà».
Aquí está el origen de los comedores alegres.
Entro en el establecimiento
por una puerta muy pequeña,
y suena una campanilla.
Es una casa de comidas,
noblemente envejecida, angosta,
como detenida en los años sesenta
del siglo pasado.
Sale más gente con su tesoro en la mano,
recién hecho, humeando el rebozado
de un color amarillo que hipnotiza.
Es invierno y en la calle está helando.
Hago la cola, no muy numerosa,
el pasillo es pequeño,
va deprisa, es fácil.
Delante de mí un hombre, con un denso bigote
y pelo engominado,
de unos cincuenta años,
me saluda y me habla.
«Mi abuelo ya venía aquí
y me traía de niño», me dice.
Cuesta un filete de bacalao cinco euros con cincuenta céntimos.
Preparo con urgencia el dinero en mi mano derecha.
Cuando llega mi turno, contemplo la cocina.
Hay tres enormes cazuelas con aceite hirviendo,
un cocinero y una camarera.
La camarera es joven y despacha
los filetes de bacalao con tal destreza
que crea un pequeño espectáculo teatral
sin ninguna voluntad por su parte.
Un espectáculo maquinal, instintivo.
Los envuelve en dos papelinas,
que empapan el aceite caliente,
y dejan al aire más de la mitad del filete.
Se crea así una empuñadura
para que la mano del cliente se lleve su trofeo.
Veo cómo el cocinero reboza el bacalao
con un arte de malabarista,
veloz como la ternura cuando sube hasta el corazón.
Arde la cocina de calor, de brillos, de luz antigua.
Se iluminan los rostros del cocinero y de la camarera,
les va bien el negocio.
Nada ilumina tanto a un ser humano
como el trabajo y el dinero.
Salgo a la calle con mi filete de bacalao.
Camino por Roma con una antorcha en la mano.
(Museo Vaticano, sala de los animales)
Me iré de este mundo sin hablar con los cocodrilos.
Me iré de este mundo sin vivir al lado de las jirafas.
Me iré de este mundo sin dormir con los lobos en la nieve,
sin que mi lengua toque la suya en la noche polar.
Las ballenas, nunca las conoceré, no las veré nacer,
no me hundiré con ellas en los abismos atlánticos,
no las veré crecer, no las veré madurar como trigo en el campo.
Los osos blancos no me besarán jamás.
Los pingüinos, las águilas, los tigres,
no viviremos juntos.
Los delfines, las serpientes, las alondras,
no rozaré sus corazones con mi sombra triste.
Los jabalíes, los leones, los elefantes.
Todo fue creado en mi honor.
Todos los animales son mis hermanos.
Todos nacieron para estar conmigo.
¿Qué he hecho con el tiempo de mi vida?
Las montañas, los lagos, los océanos, la selva,
allí estuvisteis esperándome largos años.
Mi venida se dilataba, dijeron los ángeles
en el cielo nevado, inhóspito, inclemente.
Las panteras, los gorilas, los avestruces,
sus pieles temibles no tocarán la mía.
Los tiburones, los linces, los halcones,
las hormigas, los caracoles, las lombrices.
El viento y el sol en vuestros corazones,
en el mío la nostalgia y la luna.
Nostalgia de vosotras, criaturas salvajes,
amor de mis amores, besos de mis besos,
bestias refractarias al pensamiento y la desolación.
Quise ser como vosotras, profundamente inhumanas,
albergar en mis órganos internos
la seguridad del instinto y la ignorancia del tiempo.
(Paseo por Via Condotti)
Entender de trajes,
entender de colonias exquisitas,
entender de gastronomía,
entender de vinos,
entender de pintura clásica y moderna,
entender de fútbol,
entender de literatura,
entender de ciudades,
entender de arquitectura,
entender de inversiones y de bolsa,
entender inglés, francés, alemán,
entender latín y griego clásicos,
entender de viajes,
entender de restaurantes famosos,
entender de hoteles históricos,
entender de protocolos,
entender de educación aristocrática,
entender de automóviles de alta gama,
entender de las complejidades del lujo,
de las complejidades infinitas de los precios,
del valor de cada cosa,
de cuánto esfuerzo hubo en la fabricación
de unos zapatos que cuestan mil quinientos euros,
en eso he perdido yo mi vida,
y aún doy gracias de no haberla
perdido en un sótano de una oficina,
en una mina de carbón,
en una polvorienta obra de construcción
de viviendas sociales,
en una fábrica de componentes químicos,
en un bar de barrio,
en una calle de barrio también,
bajo una farola.
Salgo a una calle del Trastevere
y me encuentro en una esquina
con una gaviota que desmembra
con su pico inclemente
los intestinos de una rata
que yace muerta a pie de alcantarilla.
Es una rata blanca.
El espectáculo es tan siniestro
como frecuente en Roma.
Cuántas ratas llevo vistas, ya no lo sé.
También los emperadores y los papas
debieron de verlas hace siglos.
Yo siempre las veo muertas.
Hace unos días en una recóndita escalera
que sube a San Pietro in Montorio
me topé con la cabeza de una de ellas,
pero de piel negra.
Alguien la había decapitado con escrúpulo.
Parecía la cabeza de un dios del inframundo,
seccionada con precisión de guillotina.
Una cabeza que había olvidado el cuerpo.
¿Cómo no ver augurios terribles en todas partes?
Miedo blanco, miedo negro.
Si algún recuerdo fotográfico quedase
de mi vida en Roma, sería el de un hombre maduro
corriendo desesperadamente detrás de un autobús urbano,
con una humilde mano en alto,
pidiendo la parada.
Rojos y blancos eran los colores de los autobuses:
los rojos, grandes y viejos,
y los blancos, nuevos y pequeños.
Un hombre que miraba las pantallas
con las frecuencias de las líneas,
incumplidas y caóticas.
Esa ha de ser mi memoria,
mi escueta fotografía: un hombre esperando
el 115, o el 75, o el 44,
esperándolos con devoción de enamorado,
rogando que alguno apareciera.
Oh, autobuses de mi vida romana,
me tratasteis peor que los romanos a los cristianos.
Me devorasteis las entrañas ya mil veces devoradas
por otras contiendas y en otras batallas
y en otras ciudades
que recordar ahora no quiero.
Me entregasteis a los leones de la espera,
y sin la recompensa de la resurrección de la carne.
No os guardo rencor alguno,
porque un hombre como yo no se merece nada,
salvo la espera.
Lascia ch’io pianga
Una mañana de agosto Manuel Vilas tuvo una alucinación
en las solitarias y esplendorosas playas de Galway.
Hacía mucho viento, un viento humano y enrojecido,
y Manuel Vilas vio dentro del viento
a todos los seres humanos a quienes había amado
demasiado, tal vez mucho, tal vez poco, nunca nada.
Estaban en el cielo, montaban caballos salvajes,
pero estaban muertos,
completamente muertos,
muertos antes de desvanecerse para siempre,
un instante de muerte,
porque la muerte aún es presencia.
Manuel Vilas entró vestido en el agua, hasta la cintura,
las olas inundaban su cuerpo,
la camisa de seda se pegó a su carne,
y se fue el sol y vino la luna.
Miró su camisa de seda abatida por las aguas,
pegada a su cuerpo como a él le hubiera gustado
pegarse al cuerpo de los seres enamorados.
Entonces, todas las calles de Nueva York,
todas las calles de Madrid,
de París, de Moscú, de Roma, de Estocolmo
desfilaron encima de las olas del mar de Galway.
Vio a millones de seres humanos haciendo el amor
en hoteles, en pisos, en cuartos, en esquinas, en bares.
Estaban haciendo el amor, como quien de rodillas
ruega una revelación al cansado universo,
saber algo antes de morir, algo maravilloso.
Porque Dios, de ser algo, sexo y besos y caricias y risas será.
Vio al amor caminando sobre la vida,
con un revólver en la mano.
El amor era un hombre alto,
de cabello moreno, de manos elegantes y rostro anguloso,
un hombre sonriente, un temible seductor
con una cazadora de cuero,
joven y despeinado,
conduciendo un gran coche rojo.
Quería Vilas ver a la humanidad y la estaba viendo,
aquí, en la oscura Irlanda.
Quería ver más: quería ver la fundación del amor.
Amor cumplido en medio de las playas de Galway.
Vilas se sintió disuelto, ingrávido finalmente,
y se puso a esperar el gran ejército de la muerte:
tenientes y capitanes conduciendo los deportivos negros,
soldados blandiendo las hachas negras,
generales de división con los zapatos de charol,
pero no vino nadie.
Salió del agua.
Tenía frío.
Galway es hermosísimo, y tan triste.
No hace calor en agosto.
Se mezcló con los turistas que paseaban
por las calles de Galway.
¿Quién se ocupará de mi felicidad si estoy destruido?
Más allá de la fornicación, del matrimonio,
más allá del amor entre un hombre y una mujer,
llévame a la sala del poder.
La gran sala de máquinas donde está la sucia saciedad,
la bestia inmaculada, mi novia.
Húmedo, mojado, tosiendo en pleno agosto.
Desesperado, desamparado,
un hombre perdido para siempre.
Siempre.
TED HUGHES
Cuantos aquí nacimos siempre seremos víctimas,
cumplimos condena, somos los internos,
esclavos menores del universo en una pantalla intrascendente.
Es un país de carniceros,
de levantadores de cuchillas sin filo.
Lo fue, lo es y lo será.
Tal vez hasta el Mediterráneo acabe harto
de nuestras malas voluntades, de nuestra ordinariez histórica.
La maledicencia nos pone a mil.
Yo amé y amo este país, pero es maligno.
Hay algo en él que acaba destruyendo la inteligencia.
Yo lo amo, sí, amo este país llamado España.
Lo amo bien, intento darle besos, intento salir adelante.
No me quedó otro remedio.
Hasta los alcohólicos tienen hijos que aman a sus padres.
«Eh, papá, te quiero, venga, levántate, arriba»,
y el padre está tirado en mitad de la calle,
completamente roto como una bicicleta del siglo XIX.
Me acuerdo de lo que dijo Luis Buñuel de Hemingway,
dijo que si hubiera nacido en España
sería un perfecto desconocido.
Lo dijo Luis Buñuel, no yo.
Luis Buñuel: el español más irreductible del siglo pasado,
increíblemente era español; es para morirse de risa.
Y Buñuel se reía mientras hablaba de Hemingway
(podéis ver el vídeo, está colgado en internet)
con una risa sonora, salvaje y triste, difunta.
Hubo tantos españoles y españolas
que me escandalizaron
y me cambiaron el carácter,
pero de eso España tal vez no tenía la culpa,
o tal vez sí.
Decididlo vosotros,
yo ya no puedo
ni sé.
Decididlo vosotros,
venga,
haced algo por mí,
tomad esa decisión.
Pienso ahora
que España ya es para mí
viento, cenizas, pasado, calor en el verano,
la tierra en donde me descompondré
como uno más entre millones idénticos a mí.
La generosa tierra que no sabe que se llama España
que acoge nuestros cadáveres y nos da un sentido biológico,
un sentido al fin; la generosa tierra que recoge
a miles de millones de nosotros, los seres humanos.
No me amaron mucho los españoles.
O sí me amaron
y no supe darme cuenta.
Yo, sin embargo, acabé amándolos a todos,
uno por uno.
Eran mi gente, mis amigos, mis hermanos, mi sangre.
Eran lo que tuve, lo que fue mi vida.
Lo que me tocó en el sorteo universal.
¿Tuve suerte?
No lo sé y a quién le importa ya.
No la tuve.
Sí la tuve.
No, no la tuve.
Sí, sí la tuve.
Blando, te has hecho un blando.
Ojo con lo que dices,
aquí el pueblo se enfada a la mínima,
y luego te insulta
y te deja de hablar
para siempre,
tan enseguida.
Si pudieran, te matarían.
Ahora, simplemente, no pueden.
Herida de muerte barata está la mano que tocó esta tierra.
Herida de vida alta estaría la mano que hubiera tocado otras tierras.
Dedico estos versos de Nochevieja a los vagabundos de todas las ciudades de la tierra, a los niños, a los viejos, a los perros, a los locos, a los pájaros, a los tuertos, a los tartamudos, a los torpes, a los tontos, a los que no saben ir en bicicleta, a los que no hablan ninguna lengua, ni siquiera la suya, como yo.
Dedico este poema a Kafka, a Lenin y a Jesucristo. Y a la ciudad de Trieste y a la ciudad de Tesalónica, porque la te es una letra mística.
Dedico este poema a mi perro, rey de reyes.
Dedico este poema a los autobuses urbanos números 20 y 23, en donde pasé buena parte del año.
Dedico este poema a los mares podridos, a los ríos podridos, a los árboles podridos.
Dedico este poema a los vinos del Somontano y a la uva garnacha, negra y dura. Y a los negros, a todos los negros, y a los chinos, y a Extremadura, y a Lou Reed, que se murió sin despedirse de mí. Y a MacDonald’s por ser tan barato, y porque he sido feliz allí. Y a la sección de colonias de caballero de El Corte Inglés, por tener tantas y dejarme probarlas todas. Y a los relojes Longines, y al modelo Avigation, porque es el que llevo ahora mismo en la muñeca y es muy hermoso. A la vida, infinita y absurda. A la vida, finita y absurda. A la vida, absurda y sensata.
Dedico este poema a John Fitzgerald Kennedy y a Walt Whitman y a Jorge Manrique y a Amy Winehouse.
Dedico este poema a todos los que soñaron ser escritores y se quedaron en poema.
Dedico este poema a Miguel de Cervantes, que se murió sin saberse Cervantes. Y a Rocinante, que cabalgó con la locura encima.
Dedico este poema a las mujeres enlutadas, hermosas, muertas.
Dedico este poema a mi pena, negra y sola. Mi pena que no cesa. Mi pena, que es tan negra que no morirá conmigo.
El horror y la nada hacen que yo te celebre.
Tu inocencia es el mayor ejército de hombres y mujeres,
armado con flautas y tambores y cometas rojas
–The pipes are calling, dice la canción–
que vieron los tiempos, este tiempo presente,
pero también el vano ayer y el futuro interminable.
Pensaba en ti en todas las habitaciones
de todos los hoteles de la tierra en donde me sentí muy solo.
Aprendí los nombres de esos hoteles para ofrecértelos
como un sacrificio robado a las vísceras del tiempo.
En Lima pensé en ti
toda una noche de místico insomnio,
con los pobres de la tierra acercándose a mi cama.
En Gotemburgo te vi a mi lado, sentados los dos
en un banco del puerto, frente a barcos gigantescos.
En Moscú soñé que te enseñaba toda Rusia,
cubiertos de nieve, corriendo bajo la luna,
montados en dos dinosaurios azules.
La alta atmósfera era tu rostro.
Las olas del mar que baña Gotemburgo, tu vida futura.
Quisiera que las ciudades y los días que yo amé estén en ti,
pero ya lo están.
Rezo por tu felicidad,
pero ya sé que no es preciso.
Pensar en ti me convirtió en un árbol sin bien y sin mal.
Fui el hombre con más poder en el universo.
Te oiré pisar sobre mí, ya te estoy oyendo.
Vi una estatua en medio del sol.
Más allá de la alegría, de la exaltación y de la plenitud,
vi la bondad con que está hecha la materia.
Lo ha dicho el viento en esta noche de Gotemburgo.
Estoy oyendo tu canción.
Puedo verlo todo. Te veo dentro de treinta años,
te veo y te toco.
Dentro de treinta años.
Qué alto eres. Qué guapo eres.
No hará falta que te acuerdes de mí.
No hace falta, te lo juro, y lo entenderás,
y cuando lo entiendas seremos libres los dos.
Yo estaré en las montañas, aquellas montañas
que te enseñé cuando eras solo un niño.
Oh, Danny boy, oh, Danny boy, I love you so.
Mi padre me llevaba a Huesca,
era la capital de nuestra provincia.
Le gustaba que le acompañara.
Tenía clientes allí.
Era una ciudad pequeña,
llena de conocidos.
Él tenía sus lugares predilectos,
un bar, una tienda, una pastelería,
ninguno sobrevive hoy.
Las ciudades también se marchan
con los que se marchan.
Lo recuerdo sonriendo por los porches.
Saludando a este y al otro.
Treinta y nueve años
tenía él entonces
y yo siete,
íbamos de la mano,
de vez en cuando me miraba
y decía mi nombre con dulzura,
nos cruzábamos con curas y militares
y mujeres asustadas por el Coso Alto,
autobuses viejos,
alguna moto,
las calles con sol,
septiembre de mil novecientos
sesenta y nueve.
Cada día me cuesta más verte.
Me cuesta recordar tu rostro, tu voz, tu alto espíritu.
Miles y miles de españoles acabaron sustituyendo
a mi padre, en esa redonda ley de la Historia,
ese amontonamiento de cuerpos y vida que somos
y la indiferencia final.
No tengo amigos en las altas esferas.
Mi padre tampoco los tuvo.
En España conviene tener amigos en las altas esferas.
Si es que en España existen las altas esferas.
Las altas esferas de la política, del dinero, del poder,
de la cultura, de la fama, de los escogidos,
de quienes lo lograron de verdad.
Puede que las altas esferas solo existan en Estados Unidos,
en Francia tal vez, en Inglaterra y Alemania imagino que también.
¿Los tendrá ahora, mi padre, amigos en las altas esferas,
en las otras esferas en donde está ahora,
en donde estaré yo también dentro de cinco minutos?
Nunca pensé que la vida acabase así, tan humildemente.
Ningún rostro permanece
y nada es.
Da igual que fueras feliz.
Da igual que fueras infeliz.
Este conocimiento que ahora tengo es maravilloso.
No quisiera compartirlo.
Da igual tu plenitud.
Da igual tu vacío.
Da igual tu belleza.
Da igual que lo lograras o que no.
Casi lo logro, papá, pero al final no sé qué pasó
y volví a ser como tú, uno más.
Voy hacia ti con las manos vacías.
Toda la vida trabajando, eso ha sido mi vida.
Trabajando y pagando cuotas a la Seguridad Social española,
un ente que inventó el generalísimo Francisco Franco
y que sigue y seguirá siempre ahí,
robándote, como hacía la mafia en Nueva York,
arrancándote un trozo de carne
de tu frente sudada.
Me he pasado toda la vida trabajando.
Las seis de la mañana fue mi hora,
la hora de los trabajadores.
Fui camarero, fui peón de albañil,
fui ferrallista, fui vendimiador,
fui cabo de infantería,
fui auxiliar administrativo,
fui becario,
fui parado,
fui maestro de escuela pública.
Ahora soy escritor,
pero cualquier día de estos
acabo de camarero en un MacDonald’s,
porque todo se reordena cada día
y porque la vida tiende a la comedia.
De todos los trabajos que tuve
el de ferrallista fue el más real,
construía casas con mis manos,
casas para los seres humanos,
para que vivieran bajo un techo,
para que pudieran amarse bajo un techo,
pensaba en ellos mientras dejaba la piel
de mis manos en la polvorienta ferralla.
No sé vivir sin trabajar,
como le pasó a mi padre
y al suyo, en una cadena
de esfuerzos compartidos
que ha dado en llamarse España,
pero sin nosotros dentro.
Sin mí.
Es un mandato genético.
Viene de la noche del hambre.
De la intemperie profunda.
Mi madre se quedó viuda
con una pensión de ochocientos euros.
Y mi padre se murió pronto.
Y eso fue todo.
Ahora a mí parece que me va mejor,
pero no me fío.
Sigo teniendo mucho miedo,
miedo a no tener nada,
a que se lo queden todo ellos,
esos señores que se llaman siempre España,
unos señores que cambian con los tiempos,
que unas veces toman una apariencia,
otras, otra,
pero están allí,
siempre estuvieron allí,
siempre son y fueron lo mismo,
recordándote que tú no eres uno de ellos.
Ahora tengo unos dolores de espalda espantosos
pero mi médico de la Seguridad Social
dice que vuelva mañana,
le importo muy poco, pero eso sí,
se queda mi dinero todos los meses.
Me quedan como consuelo
los versos de Jorge Manrique,
porque a un español herido y asustado
siempre le auxilian dos poetas.
Uno se llama Antonio Machado.
Y el otro Jorge Manrique.
«Buen caballero, dejad el mundo engañoso»,
ese es mi lema hoy, en las puertas del final.
Siempre he apestado a pobre.
Los versos de la calle no han gustado
nunca en España.
Y ese olor de la calle,
esos restos del analfabetismo, la brutal ignorancia
y el miedo y la barata desolación
y la desconfianza mezclada con ganas de morir,
ese olor a pueblo, a gente fracasada,
ese hermanamiento con los deficientes mentales
que llevo en la sangre,
ese olor a loco, a chiflado, a tartamudo,
no te lo quitas nunca de encima.
Era más de medianoche
cuando llegué
a un anónimo y perdido hotel
de aeropuerto,
en Heathrow.
Alcancé la habitación,
después de caminar
un interminable pasillo.
Números grabados en las puertas,
y detrás seres humanos.
Antes venías a verme.
Esta vez ya no lo hiciste.
Te estuve esperando largo rato.
Sentado en la silla de la habitación,
sin deshacer el equipaje.
Ha madurado tu muerte, pensé,
ha florecido en otro reino.
Han prescrito
tus venidas
de entre los muertos.
(Años ochenta)
Éramos tan jóvenes
y tan inocentes y tan pobres
y éramos poetas
y creíamos en llegar a vivir
una vida heroica,
una vida famosa,
llena de pasiones,
amantes, juerga, vino,
fiestas, castillos, viajes.
Ahora me doy cuenta de que cada generación
vive una juventud diferente.
Porque la juventud también acaba siendo
una ilusión del tiempo y de la historia.
Cada edad inventa su juventud.
La mía tenía ese engolamiento heredado de los libros.
Adorábamos los libros y éramos pobres.
Y teníamos poco talento.
Y no éramos franceses, ni estadounidenses,
ni ingleses, ni alemanes.
Éramos españoles, poetas españoles
metidos en la década de los ochenta
del antiguo siglo XX,
publicando poemas en revistas tristes,
y libritos en editoriales de provincias aún más tristes,
pagados con alguna subvención pública,
y enseguida nos dimos cuenta
de que teníamos que encontrar un trabajo.
Me acuerdo de mi rostro de entonces.
Bondad y angustia, así era yo.
Era limpio de corazón.
Y, como mi padre,
encontré un trabajo.
Y acabé madrugando.
Y cuando me acuerdo
de que fui joven una vez
me muero de rabia,
de mucha rabia,
pero también de amor,
de mucho amor.
Ahora soy un hombre empeñado en demostrarle al mundo de la elegancia que es falsa y supersticiosa la tradición estética que afirma que un caballero tiene que abrocharse solo el botón de arriba de su americana.
Parece un empeño menor y ridículo.
Tal vez solo un empeño humilde.
Me parece más hermoso abrocharse los dos botones. Y así lo hacía, pero siempre aparecía alguien que me recordaba que lo distinguido era abrocharse solo uno, como si yo fuese un palurdo, y me afeaba el gesto.
Hasta en eso fui desobediente.
No obedezcas nunca.
Voy por la vida con los dos botones abrochados de mi americana, porque estoy delgado y tengo la figura fina y porque me veo más guapo y porque mi sentido de la belleza no es colectivo sino privado y porque me da la gana, y así lo haré hasta que un buen día mi americana se quede sin su cuerpo, quieta y triste en el armario, hasta que mis hijos la donen a una oenegé.
Y espero que quien la herede, allá en el Tercer Mundo, se abroche, en mi memoria, los dos botones.
Con estilo, siempre con estilo.
Es una mañana del 1 de marzo
y estoy en un pueblo llamado Getxo,
muy cerca de una ciudad llamada Bilbao.
Todos nos llamamos de alguna manera,
personas, ciudades, países, perros, gatos, caballos.
Poco significa tener un nombre, te lo juro.
Es un día inesperadamente luminoso.
Estoy tomando el sol en el puerto viejo, frente al mar.
Sentado en una terraza, y son las dos y media de la tarde.
En ese momento, justo en ese momento,
a las dos y media de la tarde y mientras acerco unas gotas
de vino blanco a mis labios ya no de este mundo,
alguien me dicta el título de este libro.
Y ese alguien dice el título de este libro
con una autoridad digna, radiante, libidinosa.
Dice «el título de tu libro es Una sola vida».
Y lo acepto. Tengo un título. No podía ser otro título, claro.
Un buen título para una gran jugada de la vida.
Estoy en Getxo.
Hay una pareja crepuscular a mi lado.
Él tendrá cerca de sesenta años y ella también.
Ella lleva el cabello teñido, muy rubio.
Parecen felices. ¿Lo son? ¿Les pregunto si lo son?
Hablan de lo que van a hacer por la tarde.
Él me mira con unos ojos bondadosos y azules.
Ella tiene un perro, y juega con él.
¿Qué va a ser de mí? Dime, ¿qué va a ser de mí?
Miro el mar grisáceo, hace sol.
No hay barcos,
no hay olas.
Es Getxo, en la costa vasca,
con grúas a lo lejos,
y a mí me parece hermoso,
estoy en una plaza pequeña,
frente a una casa azul.
Ojalá esa fuera mi casa.
Me gusta este pueblo.
Estoy en Getxo, ni sé cómo se pronuncia
el nombre de este pueblo bellísimo:
la te parece una pared, la equis una iglesia.
Me gustaría morirme ahora mismo.
Caerme de la silla, arrastrando conmigo
en la espectacular caída
la copa de vino blanco, la casa azul,
y el título de este libro,
caerme sobre el suelo con un golpe sonoro y duro,
romperme la mandíbula contra la piedra,
romperme las manos,
las costillas, los hombros,
en la caída más terrorífica y hermosa y justa
que vieron los tiempos, todos los tiempos.
Ya no me quiere nadie.
Una herida tarde de mediados del mes de julio
Manuel Vilas rompió a llorar en su solitaria casa.
Parecía el último hombre enamorado sobre la tierra.
Sangraba por el costado, pies llagados, manos rotas.
Le temblaban las piernas y le ardía la memoria,
leña vieja haciendo humo negro, subiendo al sol.
Lloró mucho, pensó en matarse,
pidió morir a las estrellas.
Y una mujer de cabellos rubios, muy hermosa,
se le apareció en mitad de la habitación,
toda llena de luz, de juventud, de poder,
y Vilas no sintió miedo sino un imperio de rencor,
rencor ya no de este mundo,
y la miró a los ojos con venenosa fuerza.
¿Quién eres?, preguntó Vilas.
Soy el amor, tu amor.
Mi amor ya no existe, dijo Vilas.
Vete, astuta alucinación de un cerebro gastado.
Ella seguía allí, radiante y dulce, reinando,
llena de tentaciones, con las manos abiertas.
Todo era silencio luminoso en su entorno
y calor del mes de julio.
¿Quieres que ame todavía?
¿Puedes devolverme al tiempo del amor?
¿Te es posible?,
le preguntó Vilas con pena,
con humillado dolor en las palabras.
Imposible, como aplacar tu fantasma
que se pasea por mis ojos
y me condena a supremo martirio.
Cualquier cosa tiene más sentido en este mundo que escribir poesía: arrojar piedras a un río, mirar el sol, respirar, no hacer nada, dormir, subirse a un árbol, mentir, odiar, morir, llorar, matar una mosca vieja que a duras penas levanta el vuelo, sufrir, enamorarse, ser correspondido, no serlo, perderse en el mar, ahogarse, comprar en una tienda una chocolatina, comerse una mandarina con la mirada ausente, hacer el ridículo, ser humillado, humillar, matar un pavo para Navidad con un cuchillo Arcos comprado en Amazon, conducir un cortacésped por una autopista, saludar a los muertos como si estuvieran vivos, arreglar el tejado de la casa de tus abuelos, decepcionar, pagar a Hacienda, tirar la basura a un contenedor, comprarte un avión, aprender a tocar una trompeta, usar desesperadamente demasiada lejía para lavar el váter, rezarle a Dios, afiliarse al Partido Comunista de España, ducharte, buscar un zapatero para que te arregle los zapatos más viejos del mundo, hospedarte por dos mil trescientos euros la noche en una suite del Four Seasons de la calle Sevilla de Madrid, desaparecer, borrar tu nombre de todos los registros civiles del estado español, hacerte inmensamente rico, empobrecerte, pedir limosna en una esquina, desvanecerte en la Gran Vía madrileña como si no hubieses sido sino una ilusión óptica, cualquier cosa tiene más sentido que este oficio de escribir poesía, el misterioso oficio que el azar y el tiempo encomendaron a unos pocos y desdichados seres humanos entre los que no quiero contarme.
Suave luz de mis pensamientos, adviérteme
de la llegada de los heraldos de la Noche de Reyes.
Demasiado incumplimiento arrastra esta sed de cuerpos.
Demasiada herejía, lejana enemistad con todo.
Cuando uno se hace viejo, qué hacen esos seres
aún más viejos, los Reyes Magos,
sobre los puentes, con canciones.
Cuando uno es ya un solitario de las calles
y ve aparecer la fantasmal Cabalgata con pajes y comitiva.
(Las encendidas tiendas con dependientes cansados,
las ilusiones del año nuevo en la ciudad hermosa,
la noche codiciada, el alado arte de morir desnudo).
Y el recuerdo de la primera vez,
la primera vez de todo, recuerdo brumoso
y frío en la escena de graves delitos,
la pena y la memoria.
Y este sentimiento de penuria y destrucción,
y a la vez de abrasadora exaltación del pasado,
la carne y las velas de los siglos, los amores,
la gente que con prisas pasa, la luz de los edificios
iluminados en la medianoche de Navidad.
Y el día –no puedo olvidarlo– en que supe
que moriría, y que moriría sin conocer
multitud de vidas, leyendas, músicas, pasiones.
¿Dónde la grandeza y la conquista del oro?
Mejor dormir, a ilusiones vanas y solitarias
entregar las armas viejas y rotas, inútiles ya.
Por eso existió la Noche de Reyes, para que fueran
todos los sueños, la nostalgia adusta y la fiesta
del rabioso amor, del iracundo amor, del santísimo amor,
del secreto amor, del presuroso amor...
Pero silencio, silencio, están viniendo, están ya aquí,
sus camellos, sus túnicas brillantes, sus barbas,
su elegancia, su generosidad incansable.
Vienen y me traerán el amor de nuevo.
Noche de Reyes, noche de todos los enamorados
que quieren seguir sirviendo al amor.
Era noviembre del año 2051
y el escritor Manuel Vilas agonizaba
en una habitación del hospital
La Paz de Madrid.
Tenía ochenta y nueve años.
Sus hijos y sus amigos estaban con él en la habitación.
Hijos y amigos sostenían las manos de Vilas.
Manos que no recordaban haber cogido el mundo.
Vilas estaba lúcido.
Se moría de viejo,
pero hablaba.
Veo una fiesta, veo gente bailando –dijo–,
una gran fiesta tropical.
Yo tengo diecinueve años y no ochenta y nueve.
La gente se baña en el mar.
Vuelvo a ser joven y estoy enamorado.
Soy un ángel perfecto.
Vuelvo a sentir el futuro como una puñalada
de alegría en el corazón.
Vilas expiró en ese momento,
lleno de besos, de abrazos fuertes
y de emocionados apretones de manos.
La tierra tembló y se abrieron los palacios celestiales.
Vilas estaba muerto.
Pensé que acabaría pegándome un tiro
o saltando por la ventana, pero he acabado como todos.
Habían estado besando a un muerto hediondo,
pero no les importaba eso,
eran los hijos y los amigos de Vilas.
Amaban a Vilas y Vilas les amaba.
En efecto, el médico de planta confirmó el fallecimiento.
Había algunos periodistas y algunos personajes imprecisos.
Mira que fui feliz, pero aún podía haberlo sido más
y eso me está matando mucho más que esta muerte real.
Seré un fantasma violento, feroz, criminal.
Un fantasma más enamorado que el hombre
muy enamorado que lo inspiró.
Vilas parecía una momia.
Daba bastante asco.
Un cuerpo replegado sobre cuatro huesos.
Una boca aplastada.
Unos ojos gastados hasta lo indecible.
La frente era una arruga escandalosa.
Las manos eran pura podredumbre,
los dedos no tenían forma,
falanges vivas, en ingrávido retorcimiento.
Esto fue el Gran Vilas, finalmente.
El hombre más bondadoso de la tierra, finalmente.
El hombre más enamorado de la historia, finalmente.
Su paso por el mundo estaba consumado.
Gran Vilas, ¿regresarás?
Los grandes vuelven.
Pero para qué volver.
Seguid besándolo, los besos son nuestras rosas.