8

 

 

 

 

 

EMMA SE SENTÓ al lado de Sebastian en el coche deportivo. Dejó la pequeña bolsa de viaje junto a sus piernas.

—Te acompaño en el sentimiento —dijo educadamente. Estaba contenta de haberse puesto pantalones. En aquel asiento tan bajo, un vestido habría mostrado demasiado sus piernas.

—Gracias —respondió él.

Durante dos horas estuvieron en silencio. Emma miraba el paisaje y Sebastian iba concentrado en la conducción. Emma no tenía nada que decirle. Durante diez años había evitado su compañía, pero ahora ya no le preocupaba. Ahora estaba helada por dentro y aquella historia de 1960 ya era vieja y estaba olvidada. Ella había sido una presa fácil para Sebastian cuando él buscaba una compañera de cama, y durante muchos años le había dolido verlo con Elinor y pensar que la había rechazado.

—¿Tienes hambre? —preguntó él cuando ya habían recorrido más de la mitad del camino.

Desde la muerte de Edwin, tomar cualquier bocado se había convertido en un tormento, pero, por mucho que le costara, comía para no consumirse.

—La verdad es que no. Pero algo picaré.

—No muy lejos de nuestra casa hay un buen restaurante. Tenemos que dar un poco de rodeo, pero es un lugar muy bonito y merece la pena.

—Suena bien —se animó ella.

Cuando hubo aparcado, Sebastian rodeó el coche y le abrió la puerta.

—Es allí —dijo señalando con la mano.

Emma miró hacia la casa pintoresca que le indicaba y estuvo a punto de echarse a reír.

Sebastian, el esnob de Londres que tenía todo cuanto deseaba, al parecer consideraba que una posada romántica oculta entre hiedras y rosas era un «buen restaurante».

La comida estaba muy buena y, de repente, Emma se dio cuenta de que lo pasaba muy bien con Sebastian. Era divertido y la hizo reír varias veces; no recordaba la última vez que lo había hecho. Como era de esperar, evitaron hablar de su historia del pasado, bromearon sobre los huéspedes del Flanagans y chismorrearon sobre la alta sociedad que todavía llenaba el hotel con sus secretos. Por un momento, Emma pudo pensar en otra cosa que no fuera la pena con la que cargaba.

—Yo creía que a finales de los cincuenta era un hombre bastante liberado —dijo él sonriendo—, pero ahora muchos de nuestros viejos amigos ya no tienen bastante con una sola mujer.

Lo de «viejos amigos» naturalmente no concernía a Emma. Los huéspedes casi nunca se fijaban en los empleados, y mucho menos trababan amistad con ellos, pero a esas alturas Emma conocía a todos los clientes habituales. Siendo la mano derecha de Linda Lansing, estaba al corriente de casi todo.

Le hizo señas con el dedo índice para que se acercara.

—La otra noche, Woody subió a una de las suites con tres mujeres —susurró.

Emma abrió los ojos como platos.

—¿Woody? ¿El viejo banquero? Jesús. ¿Tiene tanta… energía?

—Sí, por lo menos cuando toma anfetaminas —dijo él en voz baja—. He hablado de este tema con Linda, no es bueno para el Flanagans que corra esa clase de drogas.

Ahora Linda y Sebastian tenían una buena relación. Les había costado muchos años, pero los primos habían conseguido reconciliarse después de lo ocurrido en 1960 con Laurence.

—Pero ¿cómo vamos a impedirlo?

—No podemos, pero podéis decirle a la gobernanta que pida a las que limpian las habitaciones que tengan los ojos y los oídos bien abiertos. Que miren bien en las papeleras. Yo me enteré ayer —sugirió Sebastian.

El camarero les retiró los platos y Sebastian pagó. De vuelta al coche, sonrieron y charlaron. Él plegó la capota y en el último trecho hasta la casa admiraron las vistas del mar con el cabello al viento, se rieron al ver un gatito en el borde de la carretera y Emma se sintió más relajada de lo que había estado esa misma mañana. Cada minuto de alivio le daba fuerzas para sobrevivir otro día.

—¿Cuánto tiempo te quedarás? —le preguntó cuando llegaron al vestíbulo.

Si no se hubiera vuelto hacia él en ese preciso instante, tal vez nunca habría ocurrido lo que sucedió a continuación. Pero la mirada de Sebastian se posó en ella, y al ver el deseo que encerraban sus ojos, se dio cuenta del peligro que corría. Nunca había sentido una pasión tan ardiente como aquella única vez con Sebastian, o como ahora, cuando él la devoraba con la vista. Emma intentó tragar saliva.

—¿Cuánto tiempo quieres que me quede? —preguntó él en voz baja y se acercó un paso hacia ella.

Emma notó su aliento. El olor de la loción para después del afeitado. «Bésame», pensó.

—Lo mejor sería que te fueras de inmediato —dijo, y carraspeó. Apenas podía hablar.

Él alargó la mano y le puso un rizo detrás de la oreja con cuidado. Hacía doce años que no sentía el roce de sus dedos sobre la piel.

—Esto acabará ocurriendo, lo sabes tan bien como yo. —La calidez de su voz hizo que le temblaran las piernas.

Ella asintió. Tenía mucho miedo… y un intenso deseo.

Sebastian respiró hondo.

—Tus labios… —musitó con voz entrecortada.

Ella consiguió dar un paso atrás. Aquello no debía suceder. Levantó su bolsa a modo de escudo contra él.

—Quizá podrías enseñarme mi habitación. —Intentaba mantener la voz firme. La tensión entre los dos se rompería si lograba respirar un rato a solas.

—Está en el piso de arriba, la primera puerta a la derecha. La mía está al lado. Dormiré allí esta noche.

 

 

CUANDO EMMA VOLVIÓ a la planta baja, él estaba de pie en medio del gran salón. Un fuego chisporroteaba y, cuando él la vio, le dio la espalda y caminó sobre la alfombra de colores vivos hasta los grandes ventanales que daban al mar. Pero ella alcanzó a ver sus lágrimas.

—¿Sebastian? —dijo en tono interrogativo.

Él se pasó veloz la mano sobre los ojos.

—Veníamos aquí todos los veranos —pronunció con tono ausente mientras miraba a través de los cristales—. Laurence y yo competíamos por la atención de nuestro padre los pocos días que podía quedarse aquí con nosotros. Mi hermano ganaba, claro, él era el más inteligente de los dos y nuestro padre lo admiraba.

Emma dudó, pero al final se acercó.

—Estás triste por Laurence —le dijo.

—Sí. Y no puedo mostrarlo delante de Elinor porque se portó como un cerdo con ella. ¿Sabías que la echó de nuestro restaurante por ser negra?

—Sí, yo también estaba. Fue horroroso.

—No quería que vinieras. Creía que necesitaba estar solo, pero ahora estoy contento de que estés aquí —confesó observándola con su intensa mirada. Era como si pudiera ver todo lo que ella pensaba—. Me acuerdo de las pecas de tu cuerpo. —Sonrió al recordarlo y a Emma le dio un vuelco el corazón.

—El sexo no alivia la pena —respondió, y se encogió de hombros para expulsar el recuerdo de sus labios sobre su piel.

—¿Crees que no? ¿Que alguien te abrace y te seque las lágrimas con besos? No tiene por qué llevar al sexo, pero puede consolarte. ¿No has sentido esa necesidad?

¿Qué podía responder a eso? No, ni siquiera había querido que la tocaran. En el mejor de los mundos, los esposos encontraban consuelo el uno en el otro, pero eso no ocurría en su caso.

—No, no he sentido esa necesidad —dijo. No pensaba hablar de su relación con Alexander y tampoco le apetecía nada hablar de Elinor. En ese momento deseaba al marido de su mejor amiga y sentía una gran vergüenza.

Sebastian la escudriñó con la mirada.

—Me acuerdo de una mujer joven que vibraba de placer. ¿Dónde se fue?

—Se casó y se volvió adulta.

Él suspiró.

—Sí. Es lo que nos pasa a todos, supongo. Pero echo de menos aquel tiempo en el que todo era posible, como acercarse a una ayudante de cocina entusiasta y admirar sus pecas. —Se echó a reír.

—Hiciste más que eso —contestó, y al momento se arrepintió de haber mordido el anzuelo, pero se apresuró a añadir—: Quiero decir que tú tenías mucha más experiencia y yo era muy ingenua y, además, virgen.

—Lo recuerdo. He olvidado muchos encuentros amorosos, pero ese lo recuerdo. Estuviste maravillosa.

—¿Encuentro amoroso? ¿Así lo llamas? Fue sexo, Sebastian, nada más. —«Al menos para ti», pensó ella.

—Pero te gustó. Lo recuerdo muy bien. No es demasiado tarde para avivar la antigua llama, Emma.

Ella se alejó del ventanal. Las lágrimas de Sebastian habían desaparecido y la conversación removía unos recuerdos que ella no quería traer de regreso. Se estremeció. Había faltado muy poco para que un momento antes se lanzara sobre él como un lobo hambriento.

—Creo que voy a acostarme —dijo para eludir su propuesta.

—¿No te apetece una copa para conciliar el sueño? —Fue hasta el carrito de las bebidas y sacó una botella de whisky.

—Gracias, pero no. ¿Nos vemos mañana, pues? —replicó. Aunque pensó: o esta noche.

Sebastian levantó el vaso hacia ella.

 

 

AL AMANECER, ÉL se había ido. Mientras Emma dormía, había limpiado la terraza, había sacado los muebles de exterior y había metido leña en casa.

 

Espero que pases una buena semana, nos vemos el viernes por la noche. Volveré para botar el barco el sábado por la mañana.

Sebastian

 

La nota estaba en la encimera de la cocina, al lado de una rosa de color rojo oscuro que habría cogido del jardín. Se la acercó a la nariz y olió su perfume. Tenía la sensación de haberse escapado de la erupción de un volcán. Todavía le hervía la sangre. Había sido un tormento saber que Sebastian estaba en la habitación de al lado. Se había despertado varias veces durante la noche y se había obligado a permanecer en su cama. Todavía lo deseaba.

Cuando lo conoció doce años atrás no sabía que tenía una relación con Elinor, pero ahora sí, y nunca podría hacerle nada semejante a su mejor amiga. Era la pena por Edwin lo que la hacía vulnerable. Debía permanecer alerta de ahora en adelante. Pero iba a ser difícil: durante las horas que había pasado con Sebastian, había logrado sentir algo distinto a la desesperación.