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A ELINOR LE encantaba la casa de Belgravia. El barrio era seguro, quedaba cerca del Flanagans y Billie estaba a gusto. Su madre iba a visitarla de vez en cuando, pero su padre se negaba. Decía que aquel no era lugar para los de su clase. Sus padres habían abandonado Notting Hill cuando habían derribado manzana tras manzana, y ahora vivían en un acogedor apartamento de dos habitaciones en Chelsea. Era más caro, pero se lo podían permitir. Su madre iba andando cada mañana de casa al trabajo. Era la gobernanta del Flanagans. Su padre hacía trabajos eventuales para Linda Lansing, pero se negaba a dejar su trabajo en el puerto, pese a que habría podido conseguir un empleo a tiempo completo en el hotel si lo hubiera deseado.

—El puerto lo acabará matando —le dijo su madre aquella mañana cuando fueron paseando juntas hasta el Flanagans. Seguía teniendo un fuerte acento sueco, a pesar de todos los años que llevaba viviendo en Inglaterra.

Elinor anudó su brazo al de su madre.

—Y pensar que ya llevas más de diez años trabajando en el Flanagans.

—Y tú más aún —contestó su madre.

—A veces Sebastian dice que debería dejar el trabajo, pero ¿qué haría durante todo el día? Billie va a la escuela. —Nunca habían discutido por eso; Sebastian sabía que ella amaba su trabajo. Por suerte, en ese aspecto era un hombre moderno.

—Y además Billie tiene una niñera —dijo su madre.

—Sí. Yo no sabría estar mano sobre mano. Mi sueño sigue siendo llegar a ser la directora del hotel. —Elinor sonrió ante su propia estupidez. Era un sueño imposible, desde luego. Pero que ella, la Elinor medio jamaicana de Notting Hill, viviera en Belgravia, estuviera casada con un hombre blanco y tuviera un buen puesto en el hotel más legendario de Londres era casi igual de disparatado. No había nada que le diera tanto miedo como la idea de perder todo aquello por lo que tanto había luchado.

—Es un buen sueño —dijo su madre—. Aférrate a él. Gracias a ti, tu hermano ahora también tiene ambiciones. Quiere estudiar antes de que sea demasiado mayor.

—Cuánto me alegra oír eso —respondió Elinor. Su hermano pequeño era listo y tenaz—. ¿Y papá? ¿Qué dice él?

—Está muy orgulloso de vosotros dos. Aunque nunca os lo diga, a mí sí me lo comenta. Y a nuestros vecinos también. —Asió fuerte el brazo de Elinor—. Vuestro taciturno padre sufre un ataque de locuacidad cada vez que alguien le pregunta por sus hijos. Por no hablar de su nieta.

—Él y Billie siempre se han llevado bien —dijo Elinor.

Tenían tiempo de sobra, y de camino hacia el Flanagans pasearon por Green Park. Era un pequeño rodeo, pero ¿qué importaba en un día como aquel?

—¿Cómo lleva Sebastian la muerte de su hermano?

—Es difícil saberlo. Se aísla y bebe mucho, pero no quiere hablar de ello. Me da mucha pena.

—Quería a su hermano, claro —afirmó su madre.

A Elinor se le oscureció la mirada.

—Era un cerdo —dijo—. Maltrató a mujeres y deberían haberlo metido en la cárcel por lo que le hizo a lady Mary.

Su madre asintió con un gesto.

—Pero ella no quiso denunciarlo, ¿verdad?

—No. Se quedó con las partes del hotel de él y de Sebastián, y se conformó con esa venganza.

—¿Ahora trabaja en el hotel? Nunca la veo.

—De vez en cuando. Creo que más bien hace de consejera de miss Lansing. Su marido, lord Carlisle, está muy enfermo y ella lo cuida, aunque no han vivido juntos desde que Laurence la violó. Las apariencias son muy importantes en esos círculos —dijo Elinor.

—¿Eres feliz, hija?

Aquella pregunta directa llegó de forma tan inesperada que respondió que sí casi sin pensar. Si lo hubiera podido pensar un rato, a lo mejor la respuesta habría tenido más matices. Le resultaba difícil estar satisfecha, siempre quería más. «Feliz» era una palabra difícil de definir, pero a los ojos de su madre, Elinor lo tenía todo, y era cierto. Ahora vivían en mundos distintos, y la conciencia de este hecho le provocaba cierta vergüenza. No debía quejarse, y nunca lo hacía. Pero a veces sentía algo que no podía llamar felicidad, y entonces se avergonzaba. En su situación tenía que ser feliz.

Su madre suspiró.

—Pienso muchas veces en tu amiga Emma. ¿Cómo puede vivir con su pena? Yo no lo habría soportado.

—De hecho, ahora está en la casa de verano. Sebastian tenía que ir para abrir la casa y se fue con él. Se quedará una semana.

—¿Y él ahora está allí?

—No, volvió después de la primera noche. Dijo que Emma parecía cansada. Y en eso tiene razón. Está agotada, pero lucha. Ya sabes cómo es.

Su madre hizo un gesto de asentimiento.

—Espero que allí pueda descansar —dijo—. A veces la soledad es buena, pero otras veces puede desencadenar unas emociones terribles.

—He obligado a Sebastian a ir a recogerla.

—¿Te parece buena idea?

—¿Qué quieres decir?

—Nada, olvídalo.

—Irá a botar el barco y no va a meterla en un tren si tiene que ir en coche de todos modos, ¿no?

—No, claro que no, son personas adultas. Tienes razón, desde luego. Es solo que la pena puede provocar…

—¿Qué, mamá?

—Ay, no me hagas caso. Me alegro de que puedas ayudar a Emma. Sé que os habéis apoyado durante todos estos años. Es muy bonito.

Habían llegado a la puerta por donde entraban los empleados del Flanagans.

—¿Tomamos el té juntas? Hoy las dos trabajamos en el turno de día —preguntó Emma.

—Sí, estupendo.

—Ven a mi despacho. —Elinor besó a su madre en la mejilla—. Estaré allí todo el día.

 

 

ELINOR ESTABA CONTENTA con su nuevo empleo, puesto que le daba la oportunidad de aprender más cosas sobre la administración del hotel. Antes había realizado trabajos menos cualificados, pero ahora se sentaba a su escritorio vestida con traje, el pelo recogido y zapatos de tacón. La sección de personal era interesante. Cada día surgían muchos asuntos nuevos. Las preguntas más frecuentes que se le planteaban durante una jornada de trabajo eran si alguien podía tomarse unas horas para ir al dentista, cobrar unas cuantas libras por adelantado o marcharse antes porque tenía un hijo enfermo. Sin embargo, ayer mismo había tenido que mediar entre dos cocineros coléricos, había tenido una seria conversación con una camarera que había vuelto a llegar demasiado tarde, y después se había sentado con Linda durante tres horas para tratar sobre el personal que necesitaban para el verano. Cada uno de los doscientos empleados del hotel tenía necesidades distintas, y Elinor no paraba en todo el día.

Se compadecía sobre todo de las madres solteras que tenían que luchar para salir adelante. Ella misma habría podido ser una de ellas.

No lo había sido gracias a Sebastian. A veces dudaba de que él la amara, y sabía que se acostaba con otras. Cada vez que eso ocurría se desesperaba y pensaba que tenía que ser por su culpa. Que a lo mejor era demasiado fría. Procuraba ir siempre maquillada y bien vestida incluso en casa, nunca se negaba cuando su marido la buscaba. Pero lo terrible es que nada de eso importaba, él llegaba a casa envuelto en el perfume de otra mujer de todas maneras.

Elinor había recibido proposiciones de hombres a los que había rechazado. Según Sebastian, los «matrimonios abiertos» estaban de moda, pero ella no quería ni oír hablar del asunto. No obstante, nunca le daba un ultimátum. Le daba demasiado miedo perderlo todo. Estaba dispuesta a luchar por su familia y la vida que habían construido, y si su marido tenía que acostarse con otras de vez en cuando, lo aceptaría por mucho que le doliera.

Había abandonado las esperanzas de que el matrimonio lo cambiara e intentaba no amargarse. En todo ese tiempo no la había dejado por ninguna de sus bellas amantes blancas. Era un padre maravilloso para Elinor, la llevaba y la recogía del colegio, y el amor era mutuo: Billie idolatraba a Sebastian.

Era un compañero cariñoso y divertido, y Elinor lo amaba a pesar de su frivolidad. Las conversaciones profundas las tenía con Emma y Linda, no necesitaba tenerlas con su esposo. Después de todas sus traiciones, tal vez no fuera extraño que ya no la excitara tanto como antes. El caso es que se acostaban, sí, pero muy pocas veces por iniciativa de ella.

Alexander, que golpeaba al cristal de la puerta de su despacho, interrumpió sus pensamientos. Con un gesto le indicó que podía entrar y fue a su encuentro. Le besó su pálida mejilla y le señaló la silla al otro lado del escritorio.

—¿Cómo estás? —le preguntó Elinor mientras tomaba asiento.

Alexander tenía un aspecto demacrado. Verlo así le encogía el corazón.

—Estoy hecho polvo —dijo—. ¿Cómo se sobrevive a la muerte de un hijo?

—No lo sé —dijo Elinor. No podía ni pensar que Billie…

Alexander miró los diplomas colgados en la pared y las fotos de Elinor y Emma de 1960. Su mirada se volvió más afable.

—Me acuerdo de cuando os conocí a las dos, dabais que hablar a todo el Flanagans. —Y, tras un silenció, añadió—: ¿Has tenido contacto con ella?

—No. Quería estar tranquila, se trata solo de una semana, y ya llamará si quiere hablar. ¿No ha telefoneado a casa?

—Sí, pero cuando Frankie no estaba en casa colgaba. La he acusado de la muerte de Edwin y estoy muy arrepentido. No debería haberlo hecho. —Alexander se miró las rodillas.

—Pero los dos estáis desesperados, seguro que habéis dicho muchas cosas de las que os arrepentís.

—Sí, pero no debería haberla acusado. No fue culpa suya. Creo que la he perdido —dijo, y miró a Elinor—. ¿Crees que es así?

—No, estoy convencida de que no —dijo ella—. Ya verás como esta semana le sienta muy bien. Y poco a poco volverá a acercarse a ti.

Él le sostuvo la mirada.

—Temo que nunca ha sido mía más que sobre el papel. El amor no es el fuerte de mi mujer. Me acuerdo de cuando me dijo que no quería casarse ni tener hijos. Creo que eso es tan cierto ahora como lo era entonces. Quizá lo mejor habría sido dejar que se fuera. O contar la verdad.

—La verdad… —Elinor negó con la cabeza. ¿Por qué la gente no se limitaba a decir lo que era conveniente?—. Prometiste que quedaría entre nosotros. Ahora la verdad le haría mucho daño a Emma.