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LLAMARON A EMMA de la escuela, y esta se reunió con un director muy alterado que amenazó con expulsar a Frankie para siempre.

—Perder un hermano es trágico y entendemos que pase por dificultades, pero se está portando muy mal y no podemos aceptarlo.

—No es propio de ella —dijo Emma.

—Al contrario —replicó el director—. Desde hace un par de meses la muchacha está ingobernable. Me cuesta creer que solo se comporte así en la escuela.

Él no lo entendía. Pocos lo hacían. Pero Emma entendía a su hija, siempre la había entendido. Había sentido que Frankie se retraía, pero no le parecía tan extraño. La familia había cambiado. La relación de Emma y Alexander estaba rota. Sin duda, Frankie debía de notarlo. Emma había intentado acercarse a ella, pero en ese momento era difícil. Además, sospechaba que Frankie había entrado en la pubertad, y eso lo hacía todo aún más difícil para ella.

—¿A quién pegó?

El director carraspeó.

—A Albert, el hijo del doctor Robinson.

—¿Y qué razón adujo Frankie?

—El chico, por supuesto sin querer, había tocado a Frankie… de forma inapropiada.

—¿Sin querer, dice usted? —Emma se enderezó.

—Sí, por supuesto. Los chicos de doce años no saben dónde tienen las manos y los pies. Cuando se crece de golpe, no es fácil controlarse.

A Emma le latían las sienes.

—Haremos lo siguiente —dijo, haciendo un esfuerzo por ser cristalina cuando continuó—: Contactaré con el doctor Robinson, que deberá hablar con su hijo sobre lo ocurrido. Por supuesto, yo hablaré con Frankie. ¿Podemos decir que el asunto queda zanjado así?

—De ningún modo debe hablar usted con el doctor Robinson. No debe saber nada de esto.

—Es la única alternativa que soy capaz de ver —dijo Emma, mirándolo a los ojos.

—No, señora Nolan, no hace falta. Seguro que el chico exageró el golpe que le dio Frankie. Haremos borrón y cuenta nueva, y esperemos que los chicos dejen de pelearse en ahora en adelante. ¿Lo dejamos así?

 

 

EMMA ESTABA HECHA una furia cuando volvió al Flanagans y se quitó el abrigo en un rincón de su despacho. Luego fue corriendo a ver a Elinor para quejarse.

Su amiga no estaba en su despacho, pero encontró a su marido. Había bajado las cortinas, por eso no lo había visto por la ventana de cristal. ¡Lo que le faltaba!

El rostro de Sebastian resplandeció y dejó en el escritorio el periódico que estaba leyendo.

—Cierra la puerta —susurró.

—¿Dónde está Elinor? —preguntó Emma, que apenas podía respirar.

¿Por qué estaba Sebastian allí? No quería verlo. No se habían visto a solas desde… No pensaba cerrar la puerta.

—Ha tenido que ir a casa con Billie, está enferma y quería estar con su madre. Yo he venido a buscar unos papeles para ella, pero no encuentro los archivadores. ¿Puedes echarme una mano?

—Pero si estás sentado leyendo el periódico…

—Estaba esperando ayuda.

—¿De mí?

Él asintió con un gesto suave de la cabeza.

—Me ha dicho Elinor que tú sabes dónde está todo. ¿Dónde estabas? Dijo que trabajabas en el turno de noche.

—En la escuela de Frankie. Ha pegado a un chico que le metió mano.

—Bien hecho, Frankie —dijo Sebastian con una media sonrisa.

—El director no piensa lo mismo —repuso ella, encogiéndose de hombros.

—Echa de menos a Edwin.

—Sí, y a su mamá feliz.

—¿Cómo estás? —Sebastian se levantó, empujó la puerta, que se cerró con un clic, y se acercó a Emma.

Ella no se atrevía a mirarlo porque tenía miedo de echarse a llorar. ¿Cómo estaba? Hecha polvo. Ya no estaba disponible para nadie. Había cortado con todos. Estaba fría por dentro. «Salvo contigo», pensó.

—¿Que cómo estoy? Bueno, voy tirando —dijo—. Los archivadores están en aquel armario. ¿Cuál necesita Elinor?

Mientras abría el armario de los documentos, notó que él se colocaba detrás de ella, y todo su cuerpo reaccionó como si la hubiera tocado. El deseo la acometía en oleadas, cada célula de su cuerpo era consciente de su cercanía. El cuello le ardía. Tragó saliva. Solo con que se inclinara un poco hacia atrás…

—Emma, yo…

—¿Qué archivadores? —«Quédate a mi lado», pensó ella.

—Los números 71 y 72.

Él respiró, ella sintió su calor.

Le tendió por encima del hombro los archivadores que Elinor quería y luego cerró el armario.

—Date la vuelta.

Ella negó con un gesto lento de la cabeza. Su cuerpo estaba ardiendo, y se quedó congelado cuando él se alejó un paso.

«Vuelve», quería gritar.

—Saluda a Elinor de mi parte y dile a Billie que se mejore —le pidió cuando él estaba junto a la puerta.

«No te vayas. Por favor», pensó. Pero, por supuesto, no lo dijo en voz alta.

Sus miradas se encontraron en un segundo eterno, luego él abrió la puerta y salió del despacho. Ella tuvo que sosegarse antes de volver a su despacho. Aquello era una locura.

En su escritorio encontró una nota doblada.

 

Emma, esta noche duermo en el Ritz. Me registraré como Mr. Lester. Ven, por favor. Te necesito.

Sebastian

 

Como si en el hotel de la competencia no supieran que era Sebastian Lansing. Emma sonrió para sus adentros y metió la nota dentro del ejemplar de Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, que había comprado aquel día. La conservaría como un recuerdo de su fuerza de voluntad.

Se quedó a pasar la noche en el hotel, como hacía siempre que tenía que empezar a trabajar temprano después del turno de noche. Aunque estaba agotada, no podía dormir. Primero fue Frankie la que le daba vueltas en la cabeza. Tanto Emma como Alexander intentaban que se abriera, pero las veces que salía de su habitación era solo porque quería comer, y el resto del tiempo permanecía encerrada en su propio mundo. Y, en realidad, no era tan raro. Los Nolan estaban abatidos y nadie hablaba mucho. ¿Cómo podría ninguno de ellos volver a ser feliz?

Emma no paraba de revolverse. La ropa de cama le picaba y, al final, acabó por abandonar cualquier esperanza de dormirse. Se levantó y se metió en la ducha. No se le ocurría ni una sola razón sensata para ir a encontrarse con Sebastian, pero era como si de repente su cuerpo se hubiera liberado de todo lo que le pasaba por la cabeza. Cuando salió del cuarto de baño, se puso la ropa interior y, encima, el abrigo.

Justo antes de entrar en el Ritz fue como si se despertara y comprendiera lo que estaba a punto de hacer. Hizo una seña a un taxi y, veinte minutos después, se metió en la cama al lado de su marido, en su apartamento, e hizo el amor con él por primera vez desde la muerte de Edwin.

Después se sintió como si hubiera traicionado a Sebastian, a pesar de que durante todo el tiempo había estado pensando en él.