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LINDA LANSING ESTABA de pie en el centro de su despacho del Flanagans. El sol entraba a raudales por la ventana, creando una magnífica introducción para los próximos días. Bergsbacka las esperaba. Por primera vez había invitado a Elinor y a Emma para que la acompañaran al lugar donde había nacido. Emma había pasado una temporada terrible, y estaba muy lejos de haber terminado. Era inconcebible cómo se podía superar la pérdida de un hijo, pero ahora Emma tenía que pensar en Frankie, desde luego. La muchacha tal vez lo estuviera pasando peor, porque ninguno de sus padres era capaz de encargarse de ella en aquel momento.

Linda apreciaba mucho a las hijas de sus empleadas. Habían corrido por el hotel durante todos aquellos años, y de vez en cuando había invitado a las jóvenes damiselas a tomar el té en el salón. Ahora era imposible: lo que hacía un año había sido una riña se había convertido en una guerra después de la muerte de Edwin. Billie trataba de ser amable con Frankie, pero esta silbaba como una cobra en cuanto la otra entraba en la habitación en la que ella se encontraba. Pero con el tiempo, cuando la pena de Frankie se hubiera apaciguado, seguro que lo superarían. Pronto serían adolescentes y querrían trabajar en el hotel.

Linda miró su despacho una última vez y, con un gesto, les dio las gracias a los retratos de sus antepasados, al abuelo, que había construido el hotel y al padre, que se lo había legado a Linda.

—Prometo que dejaré vuestro hotel en buenas manos —susurró.

 

 

GRACIAS A LOS vecinos, podía ir a la casita de Bergsbacka en cualquier momento. Ellos se ocupaban de que las tuberías no se congelaran durante el invierno, abrían al deshollinador para que pudiera hacer su trabajo e informaban a Linda de las cosas de las que debía encargarse en persona. Linda había intentado que fueran a Londres para agradecerles su consideración y ofrecerles unas cuantas noches en el Flanagans, pero al oír esa propuesta ellos no habían hecho más que reírse. Estaban muy bien en Håkebacken y no tenían la menor intención de ir a Inglaterra. «¿Qué crees que diría tu abuela si no te ayudáramos?», le habían dicho.

Linda retiró las fundas que protegían los viejos muebles que su abuela tenía en el salón. El polvo se arremolinó a su alrededor. Pasaría la aspiradora en cuanto terminase de retirar todas las fundas.

Ahora pasaba aquí un par de semanas todos los años. Pero hubo un tiempo en el que era incapaz de estar en la casa, porque la pena por su abuela era demasiado grande. Pero en cuanto se atrevió a volver a Bergsbacka, estuvo a punto de perder las ganas de volver a Londres. Acarició el sofá de terciopelo. Con los años, el dolor había dado paso al agradecimiento por el hecho de haber podido crecer en aquella casa con ella.

La decisión que había tomado se debía en buena parte al deseo de venir aquí, que era demasiado grande. Quería pasar un verano entero, quitarse los zapatos y dejar descansar los pies en un par de sandalias antes de ir paseando hasta Sälvik y bañarse. Luego quería volver en invierno, cuando la nieve se amontonaba. Era casi igual de bonito entonces que durante el verano. Y luego estaba Robert. Ahora vivía entre Londres y Nueva York, para que pudieran estar juntos por lo menos una semana al mes. Linda quería más. Tenía cuarenta y cuatro años y había dirigido el Flanagans desde los veintiuno. Era el momento de un cambio.

De la cocina venía un olor maravilloso. Sobre la antigua encimera de la cocina de su abuela había una fuente de bollos de canela al lado de un termo con café. Los había dejado la vecina, como cada vez que Linda venía de visita.

—Chicas —llamó a Emma y a Elinor, que estaban viendo la casa—. Vamos a tomar un café. Podéis tomar té, pero en esta parte del mundo el café es lo más importante.

—Ya lo sé —dijo Elinor sonriendo—. He bebido café desde que era pequeña. Mamá dice que a todos los suecos les encanta el café.

—Y a nosotras también. Sentaos —les pidió Linda, señalando las sillas que rodeaban la mesa del comedor. La pintura azul empezaba a desconcharse. En verano tendría que repintarlas. Blancas, como habían sido desde el principio. La casa también necesitaba una mano de pintura. La pared junto a la entrada, la que daba al mar, estaba muy castigada, y la casa no lucía ni mucho menos tan bonita como debería. Su abuelo se habría vuelto loco si desde el cielo hubiera visto lo mal que cuidaba la casa que él había construido. Los vecinos le habían recomendado un pintor que podía ayudarla, y ya era hora de ponerse manos a la obra.

—Es muy amable de tu parte que nos hayas invitado a venir aquí —dijo Elinor, que se había emocionado cuando, desde la parada del autobús, habían recorrido el pueblo para luego subir hasta Håkebacken. Había dicho que nunca había visto un lugar tan bonito, y Linda le dio la razón con un gesto de cabeza, porque era la pura verdad. Bergsbacka ganaría cualquier competición de belleza.

—Tengo un motivo —dijo Linda, y miró a Emma, que parecía ausente. Era un milagro que aquella mujer se mantuviera en pie, pero había dicho que trabajar era lo único que hacía que a ratos pensara en otra cosa que no fuera en la muerte de Edwin. Estaba pálida, parecía casi transparente, y la ropa le colgaba del cuerpo, cada vez más delgado. ¿Debía Linda preguntarle aquello en lo que siempre había pensado? Sí, decidió. Se trataba de algo que podía afectar al futuro del hotel y, por tanto, una pregunta natural.

—De hecho, quisiera hablar a solas con Emma —siguió diciendo Linda—. Detrás de la casa hay una mesilla con unas sillas muy cómodas; puedes sentarte allí un rato, Elinor. Llévate el café y un bollo de canela.

Cuando se hubo ido, Linda se sirvió más café, pero Emma dijo que no con un gesto de la cabeza.

—No, gracias.

—¿Qué ocurre, Emma? Me he dado cuenta de que miras a Elinor con una mirada casi suplicante, como si tuvieras algo que decir. ¿Qué ha pasado?

Emma se sonrojó.

—No puedo hablarlo contigo, Linda.

—¿Y si te digo que creo que lo sé?

—Entonces debes decir qué es lo crees saber —dijo Emma.

Linda miró alrededor para asegurarse de que estaban solas.

—Creo que Sebastian es el padre de Frankie.

Emma se estremeció como si alguien la hubiera golpeado, y luego bajó los ojos hacia la mesa, avergonzada.

Así que era verdad. Linda lo había sospechado desde la primera vez que había visto a la niña. Su primo no solo había conquistado a Elinor y la había dejado embarazada, sino que había hecho lo mismo con Emma. Madre mía, qué lío. Era imposible que Elinor lo supiera, lo mismo que Sebastian. Pero ¿cuánto sabía Alexander?

Emma levantó la cabeza y miró a Linda a la cara.

—Sí, es verdad —susurró—. Pero nadie debe saberlo nunca, prométemelo, Linda. No se lo he dicho a nadie.

Linda alargó la mano y la posó sobre la de Emma.

—Puedes confiar en mí —dijo—. Pero ¿estás segura de que no debes contarlo? ¿Las muchachas no tienen derecho a saber que son hermanas?

—Sí, si creyera que eso las haría más felices, pero no lo creo. Frankie necesita a Alexander, sobre todo desde que Edwin murió, y le partiría el corazón saber que tiene otro padre. Y Alexander es tan bueno con ella…

Linda la miró con preocupación. La situación era terrible, desde luego, pero no había nada ella que pudiera hacer. Debía ser responsabilidad de Emma contarlo de tal modo que el secreto no estallara un buen día y destruyera a las dos familias.

—No diré nada. Tu secreto está seguro conmigo. Pero esto refuerza todavía más mi decisión. Tú y yo no volveremos a hablar de ello si no quieres, pero hay otra cosa muy distinta que quiero deciros a ti y a Elinor. Ven, vamos al jardín.

Se echó una rebeca por encima de los hombros, se puso bajo el brazo un gran sobre que estaba junto a la puerta y metió los pies en los zuecos.

—No te asustes, mi querida amiga, son buenas noticias —dijo, al ver que Emma parecía dudar. Linda alargó una mano hacia ella, porque casi parecía que la joven necesitase que alguien la acompañara hasta el césped.

—Este rincón es magnífico —observó Linda con una sonrisa cuando encontraron a Elinor sentada en una de las sillas de la parte de atrás.

—Sí, es una maravilla —contestó esta con la nariz levantada hacia el sol.

—Siéntate —le pidió a Emma, y señaló la silla al lado de Elinor antes de sentarse frente a sus aprendices—. Antes que nada, quiero decir que nunca he conocido a dos mujeres más ambiciosas que vosotras.

Las miró a las dos. Tan distintas, tanto por fuera como por dentro, y a la vez tan compatibles. Lo que le faltaba a la una lo tenía la otra. Era una combinación muy poco común. Además, cada una era la mejor amiga de la otra, y Linda no le había mentido a Emma. No diría ni una palabra a nadie sobre el origen de Frankie. Alexander era el padre de la chica, y así seguiría siendo.

—Vuestra ambición y vuestro amor por el Flanagans han sido evidentes desde la primera vez que nos conocimos, hace doce años. Ha llegado el momento de vuestro siguiente paso. —Abrió el sobre y sacó dos fajos de papeles.

—Este es el documento de venta. Compraréis el ochenta por ciento del Flanagans por la cantidad neta de una libra cada una.

Se oyó un leve murmullo en los manzanos, un par de gaviotas chillaban y volaban en círculos sobre la casa de los vecinos, donde debían de estar limpiando el bacalao para la cena. Se oyó una puerta cerrándose de golpe a lo lejos, un niño se ahogaba de risa, y en el jardín de Linda Lansing estaban sentadas dos jóvenes mujeres —las futuras propietarias del Flanagans de Londres— que habían perdido el habla.