BILLIE LE SIRVIÓ más té a su abuela.
—¿Sabías que hace once años que vine aquí por primera vez? —dijo—. Fue después del entierro de Laurence. ¿Te acuerdas?
—El pequeño Laurence. No lo tuvo nada fácil —respondió la anciana, y pareció que fuera a replegarse otra vez en sí misma y sus recuerdos, como hacía cada vez con más frecuencia. Billie había oído contar historias de su tío, y no lo tuvo fácil, desde luego, pero fue porque era un malnacido.
—¿Qué vamos a hacer el día que cumplas ochenta años, abuela? ¿Quieres que cenemos aquí o prefieres ir al Flanagans?
La mujer resopló.
—¿Hay algo que celebrar? Que una se vuelva más vieja y más cansada y esté cada vez más sola es algo deprimente, no es motivo para una fiesta.
—Bobadas —dijo Billie—. Mi padre me ha pedido que me encargue de organizarlo y ya es hora de que decidas a quién quieres invitar.
—Me conformo con los más cercanos: Rose, Lily, tu padre y tú. Quizá alguien más si me dejas pensarlo un momento. Ya no quedan muchas personas que me gusten. Pero tú tendrás que vestirte mejor. ¿Qué es eso que llevas, muchacha?
Billie se miró la ropa. ¿Qué tenía de malo? Los vaqueros estaban parcheados, era cierto, pero limpios e impecables. Lo que molestaba a la abuela debía de ser que enseñara la barriga. Desde luego, no sabía que aquel era el año de la transformación de Billie. El año en el que iba a encontrarse a sí misma. Estaba buscando su propio estilo, el que le había faltado hasta el último día del año anterior. Hoy pensaba que había dado en el clavo.
Sus primas Lily y Rose parecían sacadas de la serie Falcon Crest. La primera vez que Billie las vio fue justo después del entierro de su padre, en casa de la abuela. Les había dado el pésame y había dicho que lo sentía. ¿Tenía doce años, entonces?
Rose, seis años mayor que ella, se rio a hurtadillas y luego dijo:
—Deberías haberte lavado antes de venir aquí.
Billie se la quedó mirando, sin entender a qué se refería.
—Sí. Ese color de piel que tienes no encaja aquí, entre nosotras.
¿Qué se puede responder a algo así? Y el resto de la tarde fueron amables y agradables. Así fue a lo largo de los años: pequeñas pullas apenas perceptibles. Casi siempre aludían al hecho de que su madre se había casado con un hombre rico. A que era una especie de cazafortunas.
—Las envidiosas sois repulsivas —les lanzó un día que no pudo contener la rabia.
—Espera… ¿envidiosas? —Rose miró a su alrededor, se señaló a sí misma y a Lily, y dijo asombrada—: ¿Estás hablando de nosotras? Pero, querida prima, ¿de qué íbamos a tener envidia? Tu madre obligó a nuestro querido tío Sebastian a casarse con ella cuando el aborto le salió mal. Vuelvo a preguntarte, ¿de qué íbamos a tener envidia? —La risa resonó en el amplio apartamento. La abuela descansaba antes de la cena y en el salón estaban solas las primas y una criada.
Siete años después de aquello, aún procuraba no quedarse a solas con sus primas. No soportaban que sus padres se hubieran casado por amor, huérfanas como eran. Billie nunca le contó a nadie aquella conversación y se limitó a evitar tanto como pudo a Lily y a Rose.
Sin embargo, la abuela quería reunir a todas sus nietas el día de su cumpleaños y Billie no se lo podía negar.
—Quiero que mi madre también esté con nosotros —sentenció Billie.
—¡Ni hablar! Es imposible, ya lo sabes. Tú eres carne de mi carne, pero tu madre es algo muy distinto.
—¿No puedes superarlo? —dijo Billie con un suspiro—. Mamá y papá llevan más de veinte años felizmente casados.
—No, insisto. Si ella tiene que venir, no habrá cena.
CUANDO BILLIE ABANDONÓ la casa de su abuela, decidió renunciar al intento de unir a la familia. No merecía la pena. Su padre no la ayudaría. En alguna ocasión había dicho que era mejor para mamá no tener que oír los comentarios de la abuela, por lo que más valía que no se relacionaran. Y si le preguntaban a mamá lo que quería, se limitaba a decir que el día que la abuela le pidiera perdón, estaría encantada de verla.
Pero, con un poco de suerte, Billie pronto dejaría de estar en medio de todos y de intentar que se hicieran amigos. Había solicitado una plaza en las universidades de Uppsala y de Gotemburgo, no la habían aceptado en la primera convocatoria, pero esperaba que ocurriera un milagro y apareciera una vacante en el último segundo. Si la aceptaban, cosa que podían comunicarle cualquier día, dado que el plazo empezaba entonces, se subiría en el primer avión rumbo a Suecia. En tal caso, le sería muy difícil organizar la cena de la abuela, pero le pediría a su padre que se encargara del asunto.
Suecia siempre la había atraído. Su abuela materna era de Uppsala y le había enseñado sueco, y Billie había visitado la ciudad años atrás. Y si la aceptaban en Gotemburgo, podría ir a ver a Linda en Bergsbacka, puesto que pasaba la primavera y el verano en la casa que tenía allí. Las dos ciudades le convenían por igual.
Con más de veinte años cumplidos, había llegado el momento de irse de casa, y si ese tenía que ser su año, debía aprender a adquirir responsabilidades. En casa, le servían casi todo. Siempre había tenido a una niñera a su lado, y a una gobernanta que se ocupaba de la casa. Además, su madre ejercía un férreo control sobre todo, a pesar de que trabajaba más que a jornada completa. Billie nunca había cocinado ni hecho la colada, nunca se había tenido que preocupar por el dinero, y ahora deseaba llevar ropa desteñida, tener cacerolas quemadas y mirar por cada penique, como debían hacer todos los jóvenes de su edad.
Había hablado de ello con sus padres, y su madre estuvo de acuerdo y propuso que Billie descargara de algunas tareas a Magda, la gobernanta, pero su padre se negó en redondo, aduciendo que la mujer se molestaría.
Billie había pensado mucho en sus padres últimamente. Cuando era una niña, era evidente que los dos se gustaban mucho, pero ahora ya no se sentaban nunca para charlar como antes. Era como si el uno llegara cuando el otro se iba. No discutían, pero tenía la sensación de que algo había cambiado entre ellos. Se sorprendió a sí misma observándolos a escondidas.
No había que preocuparse por su madre. Era tan emprendedora y estaba tan segura de sí misma que siempre se las arreglaría. Sin embargo, su padre era otro cantar. Había ganado una enorme cantidad de dinero después de la guerra, y después de vender su parte de las empresas tras la muerte del tío Laurence, ya no tendría que volver a trabajar nunca más. Y cuando iba a celebrarse alguna fiesta en el Flanagans, se comprometía como el que más. Le gustaban los grandes fastos. Siempre le habían gustado.
Aunque habría sido mejor que no se fuera nunca de juerga. Cuando se emborrachaba, se ponía muy pesado.
A Frankie le encantaba señalar lo mucho que el padre de Billie disfrutaba del alcohol. «Cómo le gusta la juerga a tu padre. Mira, mira, no tardará en caerse», podía llegar a decir, y si entonces se tambaleaba, se reía como una descosida. Hacía un par de semanas, se había emborrachado en el Flanagans, y esa vez su madre lo había dicho en voz alta para que Billie lo oyera. Estaba muy enfadada. Si quería beber, que lo hiciera en otro lugar que no fuera su hotel, le había dicho con un bufido.
Después de aquello, Billie le preguntó a su madre si creía que papá era alcohólico. Ella reflexionó un momento antes de responder: «Es difícil de decir. Creo que su problema es que, cuando bebe, bebe demasiado, pero pueden pasar semanas entre borrachera y borrachera. Es o todo o nada.» Estaban en la pequeña suite donde su madre dormía cuando sus turnos de trabajo se hacían demasiado largos.
—¿Y qué puedo hacer? —le preguntó Billie—. ¿Debo hablar con él?
—Si lo que quieres es expresar tu preocupación por él, sin duda —asintió su madre—. Pero es imposible ayudarlo.
¿Cómo les iría si Billie se iba a Suecia? ¿Papá bebía porque era infeliz con mamá?
A veces Billie pensaba que quizá era difícil estar casado con alguien que tenía tantas ambiciones, que siempre quería ser mejor y más eficaz en todo lo que hacía.
Billie había crecido oyendo decir a su madre: «¿Ya estás satisfecha?», cuando había hecho un trabajo escolar que tenía que presentar. Como si no pudiera estarlo. Como si siempre hubiera más que hacer.
Su madre decía que Billie no entendía lo dura que era la vida para una joven mujer negra en el Londres de los años sesenta, pero no tenía razón. Billie sufría todos los días las consecuencias de ello.
—¿QUÉ HACES AQUÍ? —preguntó Billie sorprendida al ver a Frankie delante de la casa de Belgravia.
—¿Qué pasa? —Frankie tenía un aspecto desaliñado, como si llevara días sin ducharse.
—Solo me lo preguntaba. Si buscas a mi madre, está en el Flanagans.
—¡Mierda! —gritó Frankie—. Okey. —Se dio media vuelta y se dirigió al metro.
—¿Quieres que le diga algo? —gritó Billie, pero no obtuvo ninguna respuesta.
Encontró a su padre en su despacho.
—Ha venido Frankie, buscaba a mamá. El martes es su día de descanso semanal, ¿verdad?
Sebastian levantó la vista del periódico que tenía en el escritorio.
—Eso era antes. Ahora tu madre tiene demasiadas cosas que hacer y trabaja todos los días de la semana. ¿Qué ha dicho Frankie?
Billie se dejó caer en el sofá cama que había junto a una pared.
—¿¡Naranja, papá!? —dio una palmada al cojín de color chillón—, tienes que actualizarte un poco. Tira este viejo sofá y cómprate uno de piel, como todo el mundo. Uno de color blanco quedaría muy bien en esta habitación. Con cojines de color rosa brillante, como los que tengo en mi cuarto.
—Pero es que mi sofá es muy cómodo —dijo él sonriente.
—Si yo tuviera uno así me pondría mala.
Su padre gruñó unas palabras inaudibles y prosiguió:
—¿Puedes responder a mi pregunta? ¿Qué quería Frankie? —Se sentó a su lado y puso los pies encima de la mesilla—. En mi despacho hago lo que quiero —dijo al ver su cara de rechazo—.
—No lo sé. Tenía una pinta que parecía que hubiera dormido en una pocilga. —Billie hizo una mueca.
—¿Qué crees que le pasa? ¿Toma drogas?
—Sí, pero no sé con qué frecuencia. En todo caso, no estaba drogada.
—No entiendo que Emma no lo haya parado. Esto es lo que pasa cuando no se ponen límites.
—Debe de estar muy ocupada con el divorcio.
—¿Qué? ¿Emma y Alexander se van a divorciar? ¿Estás segura? Creía que solo se habían separado una temporada.
—Mamá me lo ha dicho esta mañana, cuando hemos desayunado juntas en el hotel.
Sebastian asintió, como si estuviera pensando en algo.
—¿En qué piensas?
—En que no todos los matrimonios superan las penas. Emma estuvo deprimida muchos años después de la muerte de Edwin.
—¿Ah, sí? No lo recuerdo.
—Por lo menos espero que lo resuelvan de forma amistosa —dijo.
—Nunca te ha caído bien Alexander, ¿verdad? —le preguntó su hija—. Y me parece que nunca te he visto hablar con Emma, tampoco.
—Eso no significa que no les desee todo lo mejor. Pese a todo, es la mejor amiga de mamá.
—¿Qué tiene de malo Alexander? —preguntó Billie con curiosidad—. A su padre le solía caer bien la mayoría de la gente, pero era evidente que no lo soportaba.
—Esto… No tiene nada de malo. Es solo que no tenemos química. Yo tampoco le caigo bien a él. Esas cosas casi siempre son mutuas.
—Es posible —dijo la joven, poniendo los pies sobre la mesa, al lado de los de su padre.
Estaba sobrio, ni siquiera parecía resacoso; era agradable estar con él en esas circunstancias.
—Me gustas cuando estás sobrio, papá.
Sebastian se sobresaltó.
—Así que quieres decir que crees que bebo demasiado —dijo mirándola de reojo.
—Pues sí. ¿Tú no lo crees?
Pensó un momento antes de contestar.
—Sí, tal vez tengas razón. ¿Mamá te ha dicho que hablaras de eso conmigo?
—No, pero me preocupo cuando te veo borracho. Te pones muy pesado.
—Pensaré en ello —prometió Sebastian—. De verdad que lo pensaré.