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FRANKIE NECESITABA DINERO. Le había prestado todo lo que tenía a Carol, que le había prometido devolvérselo, pero que, por descontado, no había cumplido su promesa. Eso la enfureció. ¿Por qué tenía que ser siempre ella la que se ocupara de las dificultades económicas de los demás? Frankie ya ni siquiera sabía por qué Carol quería vivir con ella. ¿Era porque había pagado el alquiler, la comida y las drogas de Carol durante dos meses?

Qué contratiempo que Elinor no estuviera en casa. Creía que siempre tenía el martes libre.

Le habría pedido que le prestara dinero, y de buena gana habría charlado un rato con ella. Lo que no le apetecía en absoluto era hacerle confidencias a su madre. Había llamado al apartamento de Carol para decirle que papá y ella iban a divorciarse.

—Es evidente que él tampoco quiere vivir contigo —le había respondido Frankie—. También con él eres fría como el hielo.

Luego se había arrepentido, puesto que en un matrimonio siempre había dos partes.

Su padre era un calzonazos y un cobarde. Aunque se dio cuenta de que su madre se entristecía, Frankie no le pidió perdón. Emma la había llevado a una terapeuta cuando Edwin murió. Sin duda, eso era más fácil que intentar acercarse ella misma a su hija. Otras madres, como Elinor, consolaban a sus hijos cuando estaban tristes. Pero no la madre de Frankie. Ella encargaba esa tarea a otra persona.

Frankie no le había dicho ni pío a la terapeuta. Si la habían mandado allí era porque había sido una idiota y había demostrado lo triste que estaba. La loquera quería que le dijera cómo se sentía tras la pérdida de su hermano pequeño, pero Frankie no era imbécil. Después de tres visitas en las que estuvo callada como una tumba, la psicóloga dijo que no merecía la pena continuar, ya que era incapaz de ayudar a aquella muchacha.

No había llorado desde que Edwin había muerto, y tampoco estaba nada triste por el hecho de que sus padres se separasen. Sin embargo, tenía ganas de gritar, porque ¿qué se podía hacer sin dinero? Le dolía la barriga de lo hambrienta que estaba. Claro que podía ir a la cocina del Flanagans para que le sirvieran la mejor cena de tres platos de todo Londres, pero su madre lo sabría. Y entonces Frankie habría perdido. Aunque no estaba segura de la razón, sabía que aquello sería una derrota.

Valía más volver a casa de Carol. Aunque nunca tenía dinero ni comida, siempre había otras cosas que hacían que la existencia fuera un poco más agradable.

 

 

FRANKIE DIO UNA zancada para pasar por encima de la basura esparcida por el suelo del vestíbulo y fue directamente a la cocina. Había cacharros por todas partes. Cajas de pizza, platos sucios, sartenes quemadas. Vasos y copas hasta decir basta. El fregadero estaba lleno de botellas vacías, cerillas y pipas de hachís. No había jabón ni champú, y mantener relaciones sexuales sin lavarse antes y después era una guarrada.

Además, la colchoneta hinchable de Frankie estaba pinchada. El día anterior alguien la había quemado con un cigarro mientras reía sin piedad y había perdido todo el aire. La última vez había limpiado Frankie, así que ahora le tocaba a Carol.

—Pareces muy mosqueada. —Su compañera de piso estaba sentada en el sofá—. ¿Necesitas algo que te anime?

—No, pero quizá podríamos limpiar, ¿no? Y tienes que devolverme el dinero que me debes. Tengo hambre.

—Menuda murga. Pareces mi vieja. Si vas a cargarte el buen ambiente no hace falta que vengas más.

Frankie se asustó. Si la echaba de allí, no sabría a donde ir.

Hacía muchos años se había acostado con John, que trabajaba en la recepción del Flanagans, y lo había amenazado con contárselo a su padre si no le conseguía una suite para pasar la noche de vez en cuando. No tenía ni idea de cómo se las apañaba, pero él tenía tanto miedo de perder su empleo que hacía lo que ella le decía.

En las suites había celebrado unas fiestas de aúpa. John se ponía pálido cuando al día siguiente veía la devastación. Había una gran diferencia de clase si las comparaba con las fiestas de aquí. En el hotel había lujo, champán y besuqueos en una cama con dosel; en el apartamento de Carol todo era cutre, y se trataba casi en exclusiva de drogas y sexo sin protección. Hacía varios años que no se aprovechaba de John, pues al hacerse mayor comprendió que lo del chantaje era algo bastante infantil, pero en el peor de los casos quizá podría pedirle que la ayudara a esconderse en el hotel.

—Tom está en camino, viene con su amigo Sam, que parece que es una persona fuera de lo común —dijo Carol.

—¿A qué te refieres?

—Trae cosas mejores y más fuertes. —Bajó la voz, como si alguien pudiera escucharlas—. Como no podemos pagarle, lo arreglaremos en especie, ¿te parece bien?

Frankie se encogió de hombros. En realidad, estaba cansada de todo eso. Si era sincera, debía reconocer que aquello era un antro de drogadictos.

Antes de ir a vivir allí, pensaba que Carol tenía una casa acogedora. Ahora paseó la mirada por aquel apartamento guarro y asqueroso. No había nada acogedor por ninguna parte. Tenía que marcharse de allí como fuera; no podía quedarse. En aquel momento tenía la sensación de haber acabado tanto con las drogas como con Carol. Frankie sabía que ella no era una drogadicta, pero había deseado tanto formar parte de la pandilla que había hecho lo que hacían los demás. Pero ya no era así. ¿Adónde podía ir? ¿Podía caer tan bajo como para volver a casa? Esa alternativa parecía aún más terrible que quedarse allí.

 

 

—¿ERES LA VIEJA de Frankie?

—Sí —respondió Emma al teléfono—. ¿Qué le pasa a mi hija? ¿Con quién hablo?

—Soy Carol. A Frankie le pasa algo. No se despierta.

A Emma le temblaba la mano.

—¿De qué estás hablando? ¿Dónde está? ¿Por qué no se despierta? ¿Qué habéis hecho?

—Relájate, la ambulancia está en camino. Quizá bebió demasiado, o quizá la droga estaba adulterada. ¿Cómo coño voy a saberlo?

Carol farfulló unas palabras, era difícil entender lo que decía. Emma intentó guardar la compostura.

—¿Dónde está? ¿Adónde se la llevan?

Oyó cómo Carol gritaba «adelante», y luego decía:

—Han llegado los de la ambulancia. Hola.

—Pregúntales a qué hospital la llevan…

Pero Carol ya había colgado.

Emma llamó a Elinor. Oía un tono de llamada tras otro.

—Contesta, Elinor, contesta, por favor —murmuró.

—Hola, soy Sebastian.

«Dios mío, ayúdame.» Se puso a llorar.

—Hola, soy Emma. Frankie ha sufrido una sobredosis y está en una ambulancia, pero no sé adónde va. Ayúdame, Sebastian.

—Cuelga. Te llamaré en cuanto sepa dónde está. Mantén la calma y haz que alguien se acerque a buscarte en coche.

—Gracias.

Tenía que llamar a Alexander. Emma había recibido los papeles del divorcio por mensajero hacía unos días, pero no habían hablado, y sabía que él estaba en contacto con Frankie. Él amaba a su hija y nunca le perdonaría a Emma que no le contase lo que ocurría.

Marcó el número desde el teléfono al que llamaban los empleados. Ninguna respuesta. Justo cuando había colgado, sonó el teléfono del dormitorio.

—Está en el St Thomas —dijo Sebastian—. Te esperamos en la entrada del hospital.

 

 

EMMA ENTRÓ CORRIENDO en urgencias con Sebastian y Elinor.

—¡Qué poco ha faltado! —dijo el médico que se encontró con ellos en la sala de espera. Se dejó caer en un sofá —. ¿Quién es la madre?

—Soy yo —respondió Emma.

—Su hija está débil y deshidratada, y seguramente padece desnutrición. ¿No se había dado cuenta, señora…?

—Nolan. Emma Nolan.

«No», quiso gritar. «No me había dado cuenta.»

—Se fue de casa y evitó a la familia —dijo. ¿Era eso una disculpa? ¿No debería haber…?

—Y el padre, ¿quién es? —preguntó el médico.

—Estamos separados, no lo he localizado en su casa —informó Emma.

—¿Qué podemos hacer para ayudar a Frankie? —preguntó Elinor, y Emma miró agradecida a la amiga que siempre sabía lo que había que decir.

—En casos así, recomiendo tratamiento. Debería mandarla lejos de Londres para que recobre las fuerzas y recupere las ganas de vivir. Necesita paseos, el aire fresco del campo y un programa de tratamiento.

¿Está diciendo que sufrió una sobredosis a propósito?

—No lo sé, es una de las cosas que habrá que averiguar. La retendré aquí un par de días, la trasladaremos enseguida a un pabellón, pero en cuanto salga del hospital debe procurar que vaya al campo. Parece que se lo puede permitir y, cuando sucede algo así, lo más conveniente es marcharse un tiempo de la ciudad.

Emma asintió con la cabeza.

—Por supuesto.

—¿Hay alguna institución que nos pueda recomendar? —preguntó Elinor.

—Pediré que les preparen una lista.

—¿Cuándo podré ver a Frankie? —preguntó Emma en voz baja.

El médico se levantó y señaló el pasillo con la cabeza.

—Venga conmigo.

—Nosotros esperaremos aquí —dijo Elinor.

Sebastian no había dicho ni una palabra, pero buscó la mirada de Emma. Ella no se atrevía a mirarlo. Era la hija de ambos la que había tenido una sobredosis. ¿Cómo habría reaccionado si lo hubiera sabido?

«Mi pequeña loquita», pensó Emma. «No lo has hecho adrede, ¿verdad?» Se sentó en el taburete que había junto a la cama, en la habitación que su hija compartía con otras pacientes. Tenía tubos pegados al cuerpo y parecía dormida.

—Querida Frankie, cómo me has asustado. —Emma susurraba para no molestar a los demás—. A partir de ahora van a cambiar las cosas en casa. Pienso hacer todo lo que pueda para arreglar nuestra relación. Siento mucho no haber estado para ti como tú necesitabas.

Rompió a llorar y sus lágrimas cayeron sobre la mano de su hija.

—Superaremos esto, Frankie, te lo prometo. Te pondrás bien y yo te acompañaré durante todo el camino.