EMMA TENÍA UN nudo en el estómago cuando subió las escaleras de piedra que llevaban a la casa de los Lansing. Sabía que Elinor y Billie habían ido a Suecia y que sería Sebastian quien le daría las llaves de la casa de verano.
—Bienvenida —le dijo al abrirle la puerta—. ¿Quieres beber algo? Quítate el abrigo y entra. —Se dirigió al salón, dejando tras él un ligero aroma de sándalo.
—No, gracias, solo he venido a buscar las llaves.
—Pasa un momento —gritó Sebastian.
Respiró hondo, se desabrochó el abrigo y entró en el salón.
—¿Un té?
Tenía una tetera y tazas en el carrito junto al sofá.
—¿Dónde está Magda? —preguntó Emma.
—Le he dado unos días libres mientras estoy solo en casa —dijo mientras servía el té—. Te dará tiempo de tomar una taza, ¿no?
Los dos eran más viejos. Dos adultos con un pasado común. No había nada más que eso. Podían estar contentos de haberse escapado por los pelos. En todo caso, eso es lo que pensaba Emma cuando se quitó el abrigo y lo arrojó al sofá. Habían estado a punto de destruir dos familias, pero se habían hecho cargo de la situación. Con la distancia que daba el tiempo, Emma se daba cuenta de que no se podía construir nada sobre la pasión. En el ardor del momento era difícil renunciar a la pasión, pero luego llegaba el mañana, en el que ahora se encontraban. Eran maduros y sensatos.
—De acuerdo. —Lo miró con una sonrisa y aceptó la taza—. Así pues, ¿tuvieron buen viaje ayer? ¿Has hablado con ellas desde que aterrizaron? ¿Qué tal la habitación de estudiante? Qué bien que Elinor la haya acompañado. Siempre sabe lo que hay que hacer. Yo no habría podido organizarlo todo en dos días, como hizo ella.
Hablaba con él como si fueran viejos amigos, y, después de todo, lo eran. Sebastian había sido un consuelo en el momento más difícil de su vida y le estaba agradecida por ello. Estaba tan destrozada que no sabía lo que hacía. Pero ¿de verdad fue así?
—Ya la conoces —dijo él con una sonrisa—. ¿Una rodaja de limón?
—No, gracias, está bien. Sí, su capacidad de organización es muy importante para mí, que soy un poco más desordenada. Sin ella, no habríamos salido adelante.
Estaba sentada erguida en el sofá. Era un salón muy bonito, siempre lo había pensado. El buen gusto de Elinor había hecho que fuera a la vez coqueto y acogedor. El estucado contrastaba sin desentonar con el arte moderno, y en el suelo había una alfombra kilim que su amiga le había comprado al mismo agente comercial que suministraba las alfombras al Flanagans. La gran chimenea abierta ocupaba el centro del salón, y a su alrededor había unos sofás bajos de piel en tonos claros que eran comodísimos. Emma sintió el deseo de retreparse en el sofá, pero no se atrevió a hacerlo, pese a que estaba mucho más relajada de lo que esperaba. Había pensado que debía quedarse en la escalera mientras él le traía las llaves, pero ahora se daba cuenta de lo ridículo que habría sido.
En la conversación telefónica que habían mantenido hacía poco él había insinuado algo, pero había sido tan sutil que tal vez lo había malinterpretado.
—No salió lo de Betty Ford —dejó caer a modo de tentativa.
—¿Lo dices en serio? Yo… —Se interrumpió—. ¿Has encontrado algún otro lugar para Frankie? Porque necesita ayuda, ¿verdad?
—Sí. Hay uno que parece estar bien y que no queda muy lejos de vuestra casa de verano. Creo que iremos a verlo cuando estemos allí.
—Me parece maravilloso —dijo él con una gran sonrisa. Como si hablaran de un hotel para las vacaciones en lugar de una clínica para drogadictos.
—Esperemos que así sea.
—¿Qué dice Alexander?
—No mucho. —Emma se aclaró la garganta, no quería hablar de su exmarido. Ahora mismo, ella y Alexander podían hablar, pese a todo, y eso era lo más importante.
—Nunca me ha gustado —masculló Sebastian.
—Tampoco es muy fácil vivir conmigo.
Dio un sorbo al té caliente. Alexander había ido a ver a Frankie al hospital casi todos los días. La muchacha empezaba a recuperarse físicamente, pero su bienestar emocional era más problemático, y por eso no querían darle el alta todavía. Necesitaba la seguridad del hospital unos cuantos días más. Frankie estaba disgustada por haber tenido una sobredosis, pero también por el hecho de que sus amigos la hubieran abandonado. Cuando Emma iba a verla, su hija le volvía la espalda y decía que se podía ir, pero ella no le hacía caso. Prefería sentarse y mirar la espalda de Frankie antes que dejarla sola cuando todos los demás pacientes tenían visitas.
Sebastian la miró con aire reflexivo.
—Pero ¿con quién diablos es fácil vivir, Emma? Yo soy un canalla. No hago honor a mi esposa. Pero eso, al igual que mis excesos con la bebida, tiene muy poco que ver con mi matrimonio.
—¿Y cuál es la razón de esos excesos? —dijo ella, y en el mismo momento se dio cuenta de que acababa de entrar en un campo de minas.
—¿Por dónde puedo empezar? Creo que deseo otra cosa. —La miró fijamente—. Los sueños que todavía tengo sobre nosotros dos son…
«Yo también. Dios mío, yo también.»
Emma tragó saliva.
—Tengo que irme.
La porcelana tintineó en su mano temblorosa y dejó la taza sobre el platillo, se levantó como un resorte y agarró el abrigo.
—Perdona, no quería decir que… Emma, por favor. —Se acercó a ella. Le ardía la mirada… era como retroceder diez, veinte años de golpe. Dio otro paso hacia ella. Su olor… Dios mío, su olor.
«Retenme.»
—De verdad que me tengo que ir —susurró—. ¿Dónde tienes las llaves de la casa?
EMMA BAJÓ CORRIENDO las escaleras y fue andando hasta el Flanagans a buen ritmo, mientras intentaba refrenar su pulso desbocado. En la puerta giratoria se recompuso y respiró hondo, y luego, sonriendo y saludando con la cabeza, cruzó el vestíbulo y subió las escaleras hasta el despacho.
Algunos empleados estaban informados de que Frankie no se encontraba bien y que, por tanto, Emma se ausentaría más que de costumbre. Pero como su hija ya estaba fuera de peligro, en el hospital habían establecido los horarios de visita normales, de manera que ella aprovechaba para trabajar. Con Elinor en Suecia, tenía que estar en el hotel por lo menos unas horas cada día. Cuando Emma y Frankie se fueran a la costa, Elinor ya estaría de vuelta.
Media hora más tarde, intentaba concentrarse en un presupuesto cuando llamaron a la puerta.
Entró Alexander. Lo miró sorprendida, levantando la vista de sus papeles y agradecida de que no fuera Sebastian. Todavía le latía el cuerpo después del encuentro en su casa. Se quitó las gafas de leer.
—No esperaba tu visita. Entra —le hizo una seña y se puso de pie—. ¿Me acompañas al salón a tomar un té?
Él asintió.
—Con mucho gusto. Vengo del hospital. Hoy ya tenía color en las mejillas.
—Gracias por ir a verla tan a menudo. Siempre has sido muy bueno con ella.
Alexander miró a Emma.
—Es mi hija.
—Ya, ya lo sé, pero…
—Nada de peros —la interrumpió—. Es mi hija. A veces tan parecida a su madre que da miedo, pero aun así… —Sonrió.
Lo miró de reojo mientras bajaban las escaleras.
—Estoy de acuerdo. Me recuerda mucho a mí. No puedo dejar de preguntarme si debería de haberle puesto algunos límites. Exigirle más. Cuando pienso en cómo Elinor ha educado a Billie, veo que he sido muy permisiva.
—Eso nos afecta a los dos, en todo caso. Nuestra hija tiene su propia manera de hacer las cosas, siempre la ha tenido. Igual que tú.
En el vestíbulo, Alexander saludó con la mano a sus antiguos colegas de la recepción.
—¿Echas de menos el trabajo? —le preguntó Emma.
Él le puso la mano en la espalda mientras se dirigían a la mesa del salón que estaba siempre reservada para Emma y Elinor.
Le retiró la silla a Emma.
—No, la verdad es que no —le contestó.
Paul, el camarero, ya se había acercado a la mesa.
—¿Unos bollos? —le preguntó Emma a Alexander cuando él se hubo sentado frente a ella.
Alexander asintió.
—¿Por qué no?
Emma le dio las gracias a Paul y luego se volvió de nuevo hacia su exmarido.
—¿Por qué has venido?
La miró a la cara.
—Me voy a vivir a Calais y quiero que seas la primera en saberlo. También se lo diré a Frankie. Podrá venir a mi casa siempre que quiera, después del tratamiento. Es fácil ir hasta allí.
Emma lo miró sorprendida.
—¿A Francia? Vaya. ¿Qué vas a hacer allí?
—Compraré un pequeño restaurante que dirigiré con una… buena amiga —dijo, toqueteando la fina taza de té de porcelana de color azul claro.
¿Se sentía incómodo?
—¿Una vieja amiga?
—Algo así.
¿Su casto marido había tenido una aventura? Eso la sorprendió, teniendo en cuenta lo mucho que se enfadaba porque ella no quería acostarse con él. ¿Por qué se quejaba tanto si tenía una amante?
—Qué bien. Tengo que felicitarte, pues.
Emma observó que, a los cuarenta y cinco años, Alexander seguía siendo muy atractivo. Hubo un tiempo en el que había pensado que era uno de los jóvenes más encantadores del hotel. Dios mío, con lo enamorado que había estado de ella. Emma también lo había apreciado, pero por desgracia perdió la virginidad con Sebastian y eso apagó la llama por Alexander. Qué críos habían sido. Ella más que él.
Cuando Alexander fue a buscarla, Frankie tenía solo unas semanas, y Emma no tuvo elección. Prometió que se encargaría de ellas y fue lo mejor. Luego llegó Edwin, y Emma llegó a sentir un gran cariño por su marido. Quizá incluso amor. Porque, ¿cómo iba a saber ella qué te hacía sentir el amor?
¿Puede que fuera eso lo que había sentido por Alexander durante aquellos años? Le había dado seguridad, un hombro en el que apoyarse. Había sido un buen padre y había pasado mucho tiempo con los niños. Y también había sido un amante muy sensible cuando Emma estaba de humor. Pero eso solo sucedía después de pensar en Sebastian. Había descubierto que si cerraba los ojos podía imaginar que Alexander…
—¿Emma? Estabas muy lejos.
Paul había vuelto con lo que le habían pedido, sirvió el té y puso los bollos sobre la mesa.
—Perdona, me han asaltado viejos recuerdos. Hace más de veinte años que empezamos a trabajar aquí. Este salón era el más bonito que yo hubiera visto jamás. —Meneó despacio la cabeza.
—Me acuerdo como si fuera ayer. Tú eras lo más bonito que había visto. —Le sonrió con cariño—. Me robaste el corazón ahí mismo.
—Espero que lo hayas recuperado con el divorcio —dijo Emma mientras se ponía nata y mermelada en su bollo.
Él arrugó la frente y se echó a reír.
—¿No creerás que deseaba el divorcio porque ya no te quiero?
—Pues claro. ¿Por qué ibas a quererlo, si no?
—Porque me hacía demasiado daño quedarme. —Se encogió de hombros—. Supongo que algún día dejaré de quererte, pero todavía no he llegado a ese punto.
—No sé qué decir —replicó ella en voz baja. Su sinceridad la había pillado por sorpresa. La había emocionado.
—No tienes que decir nada, Emma. Las cosas son como son. Lo he aceptado y para mí es más fácil respirar ahora que ya no vivimos juntos. Y, ya que hablamos de este tema, todavía tengo algunas cosas en la caja fuerte del apartamento que quiero llevarme a Calais y te agradecería que me la abrieras cuando hayamos terminado el té.
—Desde luego.
ALEXANDER HABÍA RECOGIDO sus pertenencias de la caja fuerte y los dos estaban junto a la puerta, a punto de despedirse. Cuando ella se inclinó para besarlo en la mejilla, él la abrazó con decisión y la besó en la boca. La excitación que Emma conservaba en el cuerpo a causa de lo que había pasado unas horas antes en casa de Sebastian, floreció de repente. Abrió los labios para dejar entrar la lengua de Alexander, soltó un leve gemido y se apretó contra él mientras el beso se hacía más profundo. ¿Acostarse con Alexander una última vez? ¿Por qué no?, pensó confundida. No habían cerrado bien su historia y, pese a todo, habían estado casados durante veinte años.
Llevarlo al dormitorio fue muy sencillo.
—VETE AL INFIERNO —dijo después Alexander, furioso.
Pero ¿a qué venía aquello? Había sido fantástico. No se había sentido tan excitada desde hacía muchos años y él había aprendido algunas cosas nuevas sobre el cuerpo femenino desde la última vez que se habían acostado.
—¿Cómo diablos voy a olvidarte cuando maúllas como una gata y eres afectuosa como un cachorro? Era más fácil dejar a la Emma amarga y agresiva. Vete al infierno.
Se vistió con movimientos bruscos y, cuando hubo terminado, se quedó junto a la cama clavando sus ojos en ella.
—Te has abotonado mal la camisa —dijo ella sonriendo con dulzura. Se mostraba cariñosa, relajada y satisfecha—. Cariño, no te enfades. Vas a vivir en Francia. Quizá vaya a visitarte —continuó con tono alentador.
—No serás bienvenida —refunfuñó Alexander mientras se volvía a abotonar la camisa frente al espejo.
—¿Por qué te pones de mal humor? Has sido tú el que me ha besado.
—Porque después de todos estos años hay momentos en los que aún eres irresistible.
—¿Y qué culpa tengo yo?
—Utilizas tus armas de seducción cuando lo deseas, siempre lo has hecho. Y yo caigo cada vez.
—¿No es maravilloso que después de un matrimonio tan largo el sexo todavía nos haga gemir de placer a los dos? Yo, por mi parte, estoy muy satisfecha. Muchísimas gracias. —Se hundió todavía más en la almohada.
Alexander había terminado de abrocharse la camisa y se volvió de nuevo hacia ella. Levantó un dedo.
—No vuelvas a acercarte a mí —le advirtió con tono severo.
—¿O qué? —dijo ella levantando las cejas.
—Me estás destrozando la vida. —Se puso la chaqueta y se pasó los dedos por el pelo.
—Tengo que reconocer que ahora estás muy atractivo —murmuró Emma. Y era verdad. Tenía el pelo más largo y se le rizaba. Le sentaba bien. La chaqueta realzaba la anchura de los hombros y la rabia le encendía los ojos. Emma empezó a gesticular.
—¿Tu amiga… es buena en la cama? —«Emma Nolan, no sigas», se regañó a sí misma. «Deja que se vaya. Esto no tiene sentido. Solo estás celosa.»
Alexander se sentó en el borde de la cama y se calzó. No respondió. Era comprensible. Pero su silencio la irritó y no pudo contenerse:
—¿Le vas a contar que sedujiste a tu exmujer y que esta hizo que llegaras al orgasmo dos veces?
Alexander agarró el abrigo que había dejado en el sillón y la observó mientras se lo ponía.
Sin mediar palabra, volvió a acercarse a la cama y la besó en la boca con fuerza. Justo cuando ella creía que el beso iba a suavizarse y a volverse sensual, él se incorporó y salió del apartamento con paso decidido.
Emma se llevó la mano a los labios temblorosos. ¡Caramba! Era incapaz de acordarse de la última vez que se había acostado con Alexander sin pensar que estaba con Sebastian Lansing.