EN UPPSALA HACÍA un frío cortante. Tiritando, Elinor sacó de la maleta una chaqueta de punto. Iba a cenar en el hotel y no quería quedarse helada en el comedor. Billie se había instalado en la residencia de estudiantes y enseguida había congeniado con Annika, que vivía en la habitación de al lado. Esa noche las dos muchachas se disponían a ir a una asociación de estudiantes donde conocerían a más gente. Así que Elinor estaba sola.
«Qué suerte ser tan joven como Billie», pensaba frente al espejo mientras se pintaba los labios. Seguro que le gustaría estudiar aquí. ¿Y a quién no? Le sonrió al reflejo, muy feliz por Billie. Qué años tan bonitos que viviría aquí, en Uppsala.
¿Necesitaría también un chal o le bastaría con la chaqueta? Se colgó el bolso y se quedó pensando un momento, pero luego salió de la habitación. Si tenía frío en el comedor, podía volver a por más ropa.
EL MAESTRESALA LA acompañó al bar y le dijo que tendría la mesa lista enseguida. El bar era encantador: paredes oscuras, taburetes de madera, una gran chimenea con leña que chisporroteaba. Una música suave salía de los numerosos altavoces que había repartidos por la agradable estancia.
—¿No se puede comer aquí? —preguntó.
—Claro que sí, si no le importa sentarse en la barra —le contestó el hombre.
—En absoluto, me parece estupendo.
El maestresala le entregó una carta.
—Échele un vistazo y volveré enseguida. Johan, sirve a la señora algo para beber mientras tanto.
—Hola —dijo el camarero—. Bienvenida a casa de Johan. —Su inglés era más o menos perfecto.
Ella se rio.
—Gracias.
Elinor observó sus manos bien cuidadas mientras le dejaba en la barra un cuenco con frutos secos.
—Creo que eres la clienta más bienvenida de la noche. —La observaba con una sonrisa amplia y amable cuando ella alzó la mirada y se encontró con la suya.
Elinor miró a su alrededor.
—Estoy sola, no hay más clientes —dijo con una sonrisa.
—Y si fuera por mí, cerraría la puerta para que no entrara nadie más —dijo él en voz baja. Le brillaban los ojos.
—Una copa de vino tinto, por favor. —No tenía ni pizca de frío; al contrario, notaba que el calor le subía a las mejillas.
—Marchando.
A continuación pidió un plato de pescado que el maestresala le aconsejó que acompañara con una copa de vino blanco, y, cuando terminó de comer, se había bebido una segunda copa. Como mínimo, porque Johan no paraba de llenársela. Estaba ebria y contenta. Le había llevado un rato darse cuenta de que el camarero estaba flirteando con ella. Era joven, seguro que quince años menor que ella, pero era tan guapo que aceptaba sus cumplidos.
Se quedó en el bar hasta la hora de cerrar, y luego Johan insistió en acompañarla hasta su habitación. En el ascensor se magrearon como dos adolescentes. Después de un beso apasionado, esta vez con Elinor contra la pared del pasillo desierto, junto a la puerta de su habitación, ella lo apartó de un empujón y, temblando, le dijo buenas noches. Luego entró, se quitó el maquillaje, se lavó los dientes y se acarició hasta alcanzar el orgasmo mientras imaginaba que el joven alto y rubio la embestía y la penetraba con fuerza.
A LA MAÑANA SIGUIENTE Billie llegó al hotel.
—Mamá, hueles a alcohol —dijo sorprendida.
Desde que se había despertado, Elinor se había sentido muy angustiada. Hoy le parecían espantosos tanto los besos como todo el alcohol que había ingerido. No se había comportado como una mujer de cuarenta y tres años que debía despedirse de su hija universitaria. ¿Qué le había pasado? ¡Era una mujer casada!
Le quemaban las mejillas de la vergüenza al pensar en lo mucho que la había excitado el joven sueco. «Gracias a Dios que no me acosté con él», pensó.
—Lo sé. Ayer tomé alguna copa de vino de más. Cené en el bar y me la llenaban sin que yo lo pidiera.
Su hija la escudriñó con la mirada.
—Pero ¿te lo pasaste bien?
—Sí, mucho. Y la comida estaba muy buena. Fue una noche muy agradable.
—Estupendo. Temía que hubieras estado bebiendo sola en la habitación del hotel.
—No, no. Nada de eso. —Tiró de Billie hacia sí y le acarició el pelo—. ¿Ya sabes lo orgullosa que estoy de ti? —dijo en voz baja. Le parecía que no podía decírselo suficientes veces. Había sido muy estricta con ella, y a veces llegó a creer que su buena intención era contraproducente, puesto que lo que más necesitaba su hija era que la animaran. A partir de ahora las cosas serían distintas.
La joven asintió con la cabeza.
—Ya lo sé —dijo apoyando la cabeza en el hombro de su madre.
—Me consuelo pensando que volverás a casa para celebrar el cumpleaños de tu abuela.
—Me inquieta pensar en ese día. Mis primas estarán en la celebración. En los últimos años han cambiado un poco, pero siguen siendo insoportables.
—Todo irá bien. Papá no consentirá los malos modales de Lily y Rose.
—Pero, aun así…
—Te entiendo. La familia Lansing es difícil. Suerte que tú le has insuflado sangre nueva.
—Papá y Linda también están bien.
—Sí, pero no vas a ver a Linda en el cumpleaños, te lo aseguro. La abuela tampoco ha sido muy amable con ella.
—A pesar de que es blanca —dijo Billie sonriendo.
Elinor asintió.
—Linda heredó el hotel delante de las narices de Laurence y de tu padre, y eso fue suficiente para tu abuela. —Miró el reloj—. Tengo que pensar en el viaje de vuelta. El taxi llegará dentro de diez minutos. ¿Esperas conmigo hasta que venga?
Cuando dejó la llave en recepción, le dieron un mensaje.
La próxima vez te toca a ti.
Besos por todas partes.
Johan
—¿De quién era? —preguntó Billie, y Elinor se quería morir de vergüenza cuando le mintió diciéndole que era del director, que le decía que estarían encantados de que volviera.
—HOLA, SEBASTIAN, ¿ESTÁS en casa? —Elinor dejó la maleta en el suelo y se quitó las botas y el abrigo—. ¿Sebastian? —gritó.
Entró en la cocina y abrió la nevera, arrugó la nariz y volvió a cerrarla.
—¡Sebastiaaaan!
Magda salió del salón con un trapo en las manos.
—Bienvenida, señora Lansing. El señor Lansing no está en casa.
—¿Sabes dónde está?
El ama de llaves negó con la cabeza.
—Está bien. Voy a ducharme y luego iré al Flanagans. ¿Puedes encargarte de llenar la nevera? Parece que a mi marido se le ha olvidado.
La mujer asintió con la cabeza.
—Yo me encargo. ¿Preparo la cena de esta noche?
—Eres una joya, Magda. No, puedes irte a casa después de hacer la compra.
Subió las escaleras con la maleta y se dirigió al dormitorio. Pensaba en lo poco que había faltado para que cediera en el hotel de Uppsala. La próxima vez tendría que alojarse en otro lugar. No quería exponerse a la tentación y cometer una estupidez.
Pero aquella experiencia le hizo pensar que tal vez debería acostarse con su marido más a menudo. Hubo un tiempo en el que la excitaba tanto como el joven del bar. Aunque no hubiera sentido ningún deseo en los últimos años, estaba claro que su cuerpo no estaba muerto en ese sentido.
Porque ¿qué haría Sebastian si no reanimaban su vida sexual? Puede que un buen día encontrase a una mujer y prefiriese estar con ella antes que con Elinor. La simple idea despertó su antiguo miedo a que la abandonaran.
A lo mejor el viaje a la Toscana era una buena idea. Hablaría con él de aquel plan en cuanto llegara a casa. «Si dejase el alcohol una temporada y fuera él mismo, incluso podría ser muy agradable», pensó esperanzada.