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EN EL SALÓN del Flanagans, Emma y Elinor se pusieron al día de lo que había ocurrido mientras esta última había estado en Suecia.

Cuando Emma contó que Frankie ya estaba preparada para abandonar el hospital, Elinor suspiró aliviada.

—Cuánto me alegro. ¿Y vais a ir a nuestra casa?

—Sí, iremos directamente desde el hospital. Espero que así nos demos una tregua. No quiero discutir más con Frankie, solo quiero estar cerca de ella.

Su amiga asintió y Emma supo que la entendía.

—Y ahora quiero que me cuentes qué tal por Suecia —dijo Emma—. ¿Uppsala es tan bonita como Bergsbacka?

Elinor se sonrojó, y a la otra no le pasó por alto el detalle.

—¿Elinor? ¿Hola? ¿La señora Lansing tiene algún secreto del otro lado del mar?

Elinor se inclinó hacia delante.

—Me emborraché y me di el lote con un joven, y eso me produce una angustia espantosa. En realidad, no debería haber hecho algo así, pero no lo pude evitar porque estaba ebria, y ya sabes las tonterías que una puede hacer en esas circunstancias… y él era tan guapo y decía cosas tan bonitas que me derretía —soltó de un tirón. Luego tomó aliento.

—Me alegro de que te soltaras —dijo Emma en un susurro, porque era una conversación entre dos amigas a la que nadie más estaba invitado—. Cuéntame más. Estos escarceos son lo mejor —le pidió con una mirada soñadora.

—Me sentí como si volviera a tener diecinueve años —reconoció —. De joven me encantaba el sexo. Tuve varios amantes antes de conocer a Sebastian. ¿Te acuerdas de que te enseñé a usar el diafragma?

Emma asintió y sonrió.

—¿Te apetecía acostarte con el sueco?

Elinor enarcó las cejas.

—¿Que si me apetecía?

—Ya sabes que Sebastian se acuesta con otras, ¿por qué no lo hiciste tú?

Emma sabía cómo era Sebastian. Eso no le impedía desearlo, pero tampoco estaba casada con él. Si él hubiera sido su marido, lo habría despedazado vivo hacía tiempo.

—No lo sé. Me arrepiento de no haberlo hecho, pero a la vez me parece bien que me resistiera.

—Alexander estuvo aquí hace un par de días y nos acostamos —susurró Emma.

—Eso no lo hacíais cuando estabais casados —dijo la otra, riéndose—. ¿Qué significa eso? ¿Vais a volver a ser pareja?

—No, Dios me libre —aclaró Emma con énfasis—. Tiene un nuevo ligue con el que se irá a vivir a Francia.

—¿Y entonces por qué se acostó contigo?

—Al parecer, soy irresistible —respondió Emma con una media sonrisa—. No debería haberlo hecho, pero me sentía un poco celosa y parece que esa era la mecha que faltaba.

—¿Estuvo bien, entonces? —Elinor la miraba con curiosidad.

—Sí. Él estaba muy atractivo y me excitó. —Se echó a reír—. Es lo que yo creía, somos mejor compañía cuando estamos separados. —Luego se puso seria—. En todo caso, quiere que Frankie vaya a visitarlo. Él y su nueva pareja van a abrir un restaurante en Calais. Quizá a Frankie le vendría bien pasar un mes allí en verano.

Elinor asintió.

—Yo también estoy pensando en aceptar la idea de ir a Italia con Sebastian. Propuso que fuéramos en coche, él y yo solos. En cuanto Frankie se encuentre mejor y yo pueda dejar el hotel unos días, por supuesto.

Fue un golpe para Emma. Siempre le dolía cuando Elinor y Sebastian hacían algo juntos. Todavía esperaba que sus sentimientos desaparecieran. No había sentido los manos de Sebastian en su piel en más de diez años. Y era el marido de Elinor. No se acercaría a él ni aun en el caso de que se separasen. El marido de una amiga estaba prohibido, aunque fuera un ex.

—Parece un buen plan. Frankie tiene que salir de esta. Haré todo lo que pueda por ayudarla. La idea es pasar una semana en vuestra casa y después llevarla a un centro de desintoxicación. Por lo que tengo entendido, la gente pasa allí bastante tiempo, a veces incluso meses. El problema es que Frankie es mayor de edad. Si no quiere, entonces… — Casi no se atrevía a pensarlo.

—¿Cuándo vas a ir a buscarla?

Emma miró su reloj.

—Dentro de tres horas. Y antes tenemos que repasar un par de cosas en el despacho. En tu ausencia, he elegido a los candidatos para el puesto de jefe de recepción. Y en la cocina hemos hablado de nuevos menús que quiero que te preparen para que los pruebes. Me parece que esto es lo más importante que tenemos que dejar resuelto antes de que me vaya. De todo lo demás ya me he encargado yo.

 

 

EMMA SE SENTÓ junto a Frankie en la cama del hospital.

—¿Estás lista? —le preguntó.

La joven asintió.

En el coche, las dos se pusieron el cinturón en silencio, y Frankie no reaccionó hasta que se habían alejado un poco del hospital y se dio cuenta de que no se dirigían al Flanagans.

—¿Adónde vamos? Quiero ir a casa.

—Vamos a la costa, a la casa de verano de Elinor y Sebastian.

—¿Qué vamos a hacer allí?

—Pasar un tiempo juntas.

—¿Tú y yo? —Frankie se rio, afónica.

—Sí. Lo necesitamos.

—Mamá, ¿cómo sabes lo que yo necesito? Nunca me lo has preguntado.

Emma no lo negó.

—Tienes toda la razón. Pero pienso averiguarlo esta semana.

—¿Piensas recuperar doce años en una semana?

—Doce años, ¿a qué te refieres?

—Hace doce años que te marchaste de nuestra familia —dijo Frankie—. Y no has vuelto.

Emma quiso defenderse aduciendo que su hija no la había dejado volver, pero lo dejó estar. Ya tendrían tiempo de hablar de ello más tarde.

 

 

EMMA NO HABÍA vuelto a la casa desde que estuvo con Sebastian. Por fuera le habían dado una capa de pintura, pero dentro estaba todo igual, según constató cuando Frankie se tomó una ducha y pudo darse una vuelta.

Encendió un fuego en el salón para que Frankie no tuviera frío cuando saliera del baño y sacó los ingredientes para la cena. Prepararía pollo al curry, un plato que a su hija le encantaba desde que era pequeña.

Troceó los filetes de pollo y buscó en el cajón un cuchillo para cortar la cebolla.

Traer a Frankie hasta aquí había sido más fácil de lo que esperaba. Después de un par de protestas, se había reclinado en el Land Rover para relajarse. Como era de esperar, se podía ir cuando quisiera, pero Emma esperaba ser capaz de acercarse a su hija y que prefiriera quedarse.

Frankie tenía razón. Emma se había marchado cuando Edwin murió. Lo único que la ayudó a sobrevivir fue el trabajo. Demasiado a menudo se quedaba a dormir en el despacho, en lugar de ir a casa. Se acurrucaba en una esquina del pequeño sofá y se tapaba con una manta sin pensar en su hija. Alexander no dudaba en decirle a Emma que se equivocaba, y cuanto más discutían menos ganas tenía ella de ir a casa. No pasó mucho tiempo antes de que su marido creyera que era un amante lo que la retenía en el Flanagans, y los celos provocaban unas discusiones interminables.

Con gran habilidad, cortó la cebolla en rodajas finas y picó el ajo. ¿Dónde había metido el arroz?

—Una casita cojonuda —dijo Frankie cuando apareció en la cocina. Se sentó en el sofá. Llevaba el pelo envuelto en una toalla y tenía las mejillas coloradas del calor de la ducha.

Emma se secó las manos con el trapo que había junto a los fogones y abrió el paquete de arroz basmati.

—¿Tienes hambre? ¿Echo mucho arroz? —Levantó el cartón.

—No mucha —respondió Frankie, y miró por la ventana que había junto al sofá—. ¿Se puede uno bañar ahí fuera?

Emma miró por la ventana de encima del fregadero.

—Quizá. No lo sé, la verdad. Luego podemos dar un paseo, si quieres.

—¿Un paseo? Mamá, no soy una vieja. Podemos ir luego, pero… ¿a pasear? Yo no hago eso. Yo voy a los sitios.

—Entonces podemos ir, si a la señorita le parece mejor.

Frankie sonrió y asintió mientras se quitaba la toalla. El pelo rizado y mojado se le derramó sobre la espalda.

—Creo que hay un secador arriba, en uno de los dormitorios —dijo Emma.

—Me lo secaré antes de salir. Creo que voy a dejar de hacerme la permanente. Papá y tú tenéis el pelo rizado, así que quizá lo tenga yo también.

«No —estuvo a punto de decir Emma—. Tú no lo tienes. Tú has heredado el pelo liso de Sebastian. Grueso y bonito, pero sin rizos.»

Midió el arroz. Con tres decilitros habría de sobra, pero mejor pasarse que quedarse corto.

—¿Te he contado que cuando era nueva en el Flanagans trabajé en la cocina con Elinor?

—Muchas veces. Fue allí donde aprendiste a cocinar. Ya lo sé, mamá. Lo malo es que no lo hicieras muy a menudo en casa. Cuando Edwin vivía sí, pero luego… —No terminó la frase.

—¿Qué recuerdas de Edwin? Tú y yo casi nunca hemos hablado de tu hermano pequeño.

—¿Y de quién es la culpa?

Mía, por supuesto, yo cerré la tapa y casi no la he abierto hasta ahora. Pero ahora no tengo ningún problema en hablar de lo que pasó, y de Edwin.

—Tú solo querías pasar página, olvidarlo. ¿Cómo crees que me sentía yo?

—Yo no quería olvidar. Yo…

—Él era lo mejor que yo tenía. —La pena que resonaba en la voz de su hija se abrió paso en el interior de Emma, que tuvo que contenerse para no echarse a llorar. Frankie continuó—: Estaba tan orgullosa de ser la hermana mayor… Orgullosa, ¿sabes? Nunca había tenido nada tan bonito como él. Lo quería, mamá, ¿lo entiendes? Y tú eras incapaz de hablar de él. De lo más bonito que teníamos.

Emma alargó la mano hacia Frankie, que se retiró.

—Papá y yo estábamos desesperados y tú nos abandonaste —dijo—. Lo abandonaste todo menos el Flanagans. Odio esa mierda de hotel.

Entonces brotaron las lágrimas. Bañaban las mejillas de Frankie, y esta vez Emma tuvo permiso para abrazarla y mecerla.

—Me acuerdo de la primera vez que lo sostuve entre mis brazos. ¿Tenía tres años entonces?

Emma asintió.

—Estabas a punto de cumplirlos —respondió en voz baja.

Aquel día Frankie estaba tan excitada que no podía estarse quieta. Tuvo que subirse al sofá y sentarse bien antes de que Alexander le depositara con cuidado a su hermano pequeño entre los brazos. Primero no hizo más que mirarlo, pero una vez pasada la tensión del primer momento, le rodaron unos lagrimones por los mofletes, igual que ahora. Frankie alzó la cara hacia su madre y dijo: «Es muy guapo».

Emma tenía grabada en el corazón la imagen de sus dos hijos.

 

 

ESTABAN CANSADAS, Y, después de haber paseado junto al mar, se dieron las buenas noches. Emma acarició la mejilla de Frankie junto a la puerta de su dormitorio.

—¿Quieres algo para leer? —le preguntó. Frankie solía devorar libros, pero ya hacía algún tiempo que Emma no la veía leer.

—Tengo un libro de Jane Austen en la bolsa, el que me diste en el hospital. Lo leeré un rato.

—Muy bien, corazón. Que duermas bien.

—Tú también, mamá.