20

 

 

 

 

 

ALEXANDER SE MALDIJO. Nunca aprendería que Emma era una droga de la que tenía que apartarse completamente.

Su novia, Angelica, era guapa y, sin duda, una compañía más agradable que su exmujer. Emma era tan atractiva que era completamente imposible estar cerca sin sentirse rechazado. ¿Cuántas noches había pasado junto a ella sin que le diera ni siquiera un beso de buenas noches? Suspirando como un adolescente, se había preguntado dónde diablos lo llevaría todo aquello. Al día siguiente Emma se mostraba tan dulce y encantadora como inaccesible la noche antes.

Cuando los niños eran pequeños, habían pasado varios años en los que su vida en común evolucionó y se volvió más íntima. Ella se abrió, le contaba más cosas de sí misma. Hacían el amor a menudo y, después, ella siempre quería quedarse a su lado. Con la muerte de Edwin, todo cambió. Él dijo cosas de las que se arrepentía y por las que pidió perdón. Ella dijo cosas de las que debió de arrepentirse y por las que no pidió perdón. Si alguna vez hacían el amor, al terminar, ella se daba la vuelta y se dormía inmediatamente. Como si albergara a un tipo engreído en el cuerpo de una mujer. Él se sentía rechazado por completo.

Cuando Frankie se fue de casa, vio una oportunidad para liberarse. También él podía desear sentirse amado. Angelica lo había seducido después de una noche en un pub un par de años atrás. Era una viuda joven, siempre tenía ganas de sexo y no le exigía nada. Por supuesto, sabía que él tenía una familia, pero parecía que no le importaba. Se conformaba con poder verlo de vez en cuando.

Se avergonzaba porque, en cierto modo, mentía a dos mujeres. A una con su infidelidad, y a la otra, dándole a entender que la amaba. Aunque nunca se lo hubiera dicho, Angelica lo creía. En cuanto a Emma, estaba convencido de que había tenido sus pequeñas aventuras y, al pensar en ello, se convencía de que era más que justo que él también tuviera una.

Desde la separación, vivía en casa de Angelica. Ella cocinaba, por las noches quería dormir abrazada a él y, cuando un buen amigo del sector le habló del restaurante con casa en Calais, no fue difícil convencerla. Desde luego, quería ir a Francia con él.

Pero después de su último encuentro con su exmujer no podía dejar de pensar en ella.

Que Dios lo ayudara.

 

 

«ESTO SÍ QUE es agradable», pensó más tarde, cuando Angelica estaba echada sobre su brazo y los dos hacían planes para el futuro. «La necesito a ella y su amor sencillo para curarme. Si me concentro en hacerla feliz, yo obtendré el doble de felicidad. A partir de ahora Emma ya no existe para mí.»

La visita al banco, esa misma tarde, no presentaba ninguna complicación. Alexander tenía mucho dinero ahorrado, y obtener el préstamo que necesitaba para completar su inversión no debería ser ningún problema, habida cuenta de su reputación. Así pues, entró con confianza en el banco en el que Emma y él habían confiado durante todos aquellos años, tanto para sus cuentas privadas como para el hotel. Su banquero tenía la mano muy larga, y más de una vez Emma, al reunirse a solas con él, había tenido que ponerlo en su sitio. A ella eso se le daba muy bien, no era el único hombre de la ciudad al que tenía que pararle los pies. Sin embargo, su habilidad para las inversiones y sus buenos consejos hacían que Emma prefiriese pasar por alto sus modales. Ella era la propietaria del Flanagans y, por tanto, la que tomaba las decisiones.

Jeffrey Fitzgerald lo recibió dándole la mano.

—Entre —dijo señalando un sillón de su despacho—. ¿Té, café?

—No, gracias.

—Siéntese, por favor. De modo que quiere abrir un negocio en Francia.

—Sí, ya es hora de tener un negocio propio —contestó Alexander.

Jeffrey lo miró con una amplia sonrisa.

—Sí. Con la buena fama de su mujer no va a haber ningún problema, desde luego —asintió el banquero—, y si el Flanagans respalda la inversión…

Alexander levantó la mano.

—No, ha malinterpretado la situación. Soy yo el inversor, mi exmujer no tiene nada que ver con esto.

El hombre lo miró con cara de asombro.

—¿Su exmujer? El banco no tenía constancia de ello —dijo, hojeando los papeles que tenía sobre la mesa.

Alexander arrugó la frente.

—Qué extraño.

—¿El divorcio se ha oficializado hace poco?

—Sí, lo daba por supuesto, pero ¿tiene alguna importancia? Yo tengo dinero ahorrado y puedo financiar una buena parte.

—No veo que tenga una cuenta propia —murmuró Jeffrey con la nariz dentro del montón de papeles—. Parece que todavía la comparte con su mujer… perdón, con su exmujer, Emma Nolan. —Al pronunciar ese nombre, los ojos del banquero adquirieron un brillo de picardía.

Los celos lo desgarraron por dentro. Que Alexander estuviera divorciado de Emma no cambiaba nada. Odiaba que ese hombre se sintiera atraído por ella.

—El divorcio y la división de las cuentas deberían ser muy sencillos, según mi abogado —afirmó Alexander —. ¿Quiere decir que no tengo acceso a mi propio dinero?

—No mientras esté en una cuenta que pertenece a los dos. Le recomiendo que hable con su abogado y con su exmujer… Así que están divorciados, qué interesante.

«Ya lo supongo, pedazo de pervertido.» Tuvo ganas de darle un puñetazo.

—Entendido, hablaré con mi abogado y volveré. —Solo quería irse de allí cuanto antes. Cuando todo estuviera arreglado, lo primero que haría sería cambiar de banco.

Tardó bastante en poder contactar con Emma en Weymouth aquel mismo día.

—Oh, cuánto lo siento, se nos debió de pasar cuando ocurrió lo de Frankie. Desde luego, no quiero poneros palos en las ruedas a ti y a tu… amiga —dijo con retintín.

—Se llama Angelica. ¿Cuándo vuelves a casa? Tienes que firmar.

—No lo sé, la verdad. Frankie tiene que ir a una clínica y todavía no he hablado con ella sobre eso. Ven aquí con los papeles y los firmaré —le propuso—. Será más rápido que si los mandas por correo. Frankie y yo te invitamos a cenar, te dejaremos un cuarto de invitados y así podrás volver a Londres al día siguiente.

Hacía que sonara muy fácil, pero para él no lo era en absoluto. En realidad, no quería volver a ver a su exmujer nunca más.

—Desde luego, me gustaría estar con Frankie —dijo con un suspiro. Comprendió que esta vez estaba obligado a ver también a Emma.

—Muy bien, quedamos así, pues. Ahora tengo que irme, pero avísame cuando llegues. Eres más que bienvenido.

 

 

ALEXANDER SE ASEGURÓ de que él y Angelica tuvieran una sesión de sexo agotador y satisfactorio la misma mañana en la que se metió en el coche para ir a la costa. Durante los primeros kilómetros vio ante sí a su nueva pareja, pero luego fue como si desapareciera detrás de la bruma de la mañana. Ahora pensaba en la sonrisa de Emma, la que le había hecho perder la cabeza hacía más de veinte años.

Cuando aparcó junto a la casa, Frankie salió a recibirlo. Saludó con la mano y se acercó al coche a paso ligero.

—Hola, bienvenido al paraíso familiar —dijo con una sonrisa irónica—. Hoy no os vais a pelear, ¿verdad?

Él se echó a reír.

—No, las peleas se han terminado. Qué bien, ¿no?

La chica se encogió de hombros.

—La gente normal no se pelea. En todo caso, no tanto como vosotros lo hacíais.

Las riñas les habían consumido toda la fuerza y la energía —por lo menos, las de él—. Frankie no había dicho ningún disparate y tal vez ahora podrían ser normales.

—Siento que nos hayamos peleado tanto, cariño.

—Sí, sí, pero ahora estamos aquí. Entra en casa. Mamá está cocinando.

—¿Qué?

—Pollo al curry. Todo lo demás me hace vomitar.

—¿Cómo te encuentras? —La rodeó con el brazo mientras iban hacia la casa.

—Bien. No tengo ganas de drogarme, si es lo que quieres saber —dijo con media sonrisa.

Él se echó a reír.

—Pues… sí, eso era más o menos lo que quería saber.

Frankie se encogió de hombros.

—No soy una yonqui, ¿entiendes? Solo tomaba drogas porque estaba aburrida.

—No le quites importancia. Podrías haber muerto —dijo serio, y, deteniéndose de repente, la miró a la cara—. Yo no tengo ninguna experiencia con las drogas, a tu edad era el padre de dos hijos y me divertía contándoles cuentos cuando se acostaban.

—¿Nunca lo has probado?

—¿El qué, las drogas?

—Hay grados en el infierno, papá. Me refiero a la cocaína o a alguna otra cosa que te alegre.

—¿Que te alegre? Me preocupa mucho oírte decir eso.

—Ya lo sé. Pero la verdad es que a mí me alegraban.

—¿Puedes aprender a estar alegre sin drogas?

—Sí, ya se me han quitado las ganas. ¿Cómo crees que lo pasé cuando estaba en el hospital y la gente creía que me quería suicidar?

Alexander le apretó el hombro.

—Si te hubiera pasado algo, mamá y yo no habríamos podido sobrevivir. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé.