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DESDE LA PUERTA del salón, Frankie vio cómo sus padres hablaban del tiempo, del viento y del Flanagans. Su madre tonteaba con afectación y su padre parecía que se la quisiera comer con los ojos.

«Vaya, mis padres, a pesar de todo, no son indiferentes el uno para el otro», pensó. «Ni siquiera mamá. Está intentando seducir a papá, pero ¿por qué ahora que se ha escapado de sus celos?» Frankie nunca entendería a aquella pareja.

Carraspeó.

—Ven, corazón. —Su madre alargó una mano hacia ella—. Aquí hay un aparato de vídeo. Papá sabe cómo funciona—. Le pasó a Frankie un montón de películas—. Escoge tú.

Ella miró las películas. Ahí estaba Roger Moore, el amigo de su madre; ni hablar. Pero también estaba Dudley Moore. Le dio a su padre una película protagonizada por él y Liza Minelli.

—Esta.

—También podemos asar malvaviscos, ¿no? —preguntó Emma.

¿Por qué se mostraba tan estúpida? ¿Qué se proponía? Frankie se quedaría unos días, pero no más. Aquello era muy bonito, con el mar y las vacas, pero en el campo se aburría mucho. Quería irse de allí lo antes posible. Y su madre estaba cada vez más rara. Tan encantadora. Era casi desagradable.

—¿Vemos ahora la película? —dijo animada. Frankie la miró inmóvil. No bebía alcohol, por lo que tenía que ser otra cosa lo que la ponía de buen humor. «Si la causa de esta alegría es papá, es que está loca», pensó.

—Cariño, si pones los malvaviscos en la brocheta, los asaré. —Su madre señaló la bolsa que había dejado en la mesa—. Yo veré la película desde aquí.

La película era muy divertida. Cuando Frankie se reía a carcajadas, su madre alargaba la mano y le alborotaba el pelo. Era como si la premiara por estar alegre. Quizá debería probar a llorar delante de su madre y ver qué ocurría entonces. Emma nunca lloraba. Ni siquiera cuando Edwin murió; al menos, ella no la había visto hacerlo. Si se hubiera tratado de su hijo, Frankie habría llorado todo el tiempo. Porque eso era lo normal cuando atropellaban a tu hijo, ¿no?

El día anterior hablaron de un montón de cosas y había estado muy bien. Su madre le dijo que había querido que Frankie se sintiera libre, que lo había decidido así desde el día en que nació. Al parecer, la abuela había sido muy controladora y su madre era muy joven cuando se escapó a Londres.

Era difícil aceptar aquello. Es cierto que era creyente y esas cosas, pero era muy amable y simpática, y quería a papá. Era como si la abuela pensara que había salvado a mamá. Como si Emma no pudiera apañárselas sola. Frankie pensaba más bien lo contrario sobre sus padres.

Ya hacía algún tiempo que no veían a la abuela. No soportaba el Flanagans, y era comprensible. Era demasiado elegante para ella. Decía que no sabía cómo tenía que vestirse ni cómo debía hablar. Mientras vivieron en el apartamento, había ido a visitarlos, pero desde que se mudaron al hotel no había ido a Londres más que dos veces. A su madre le parecía muy bien, puesto que tenían una relación muy rara. Su madre siempre era fría, pero con la abuela lo era todavía más.

Después de la película, Alexander dijo que iba a comprar una casa en Francia. Con otra mujer. Frankie miró de reojo a su madre. Parecía impasible. Qué raro. Hacía un momento…

—Y quiero que vengas con nosotros en verano —dijo—. Podrías venir después de tu tratamiento.

Su madre lo miró como si lo atravesara y Frankie entendió de repente por qué estaban allí, tan lejos de casa. Querían convencerla para que se sometiera a un tratamiento de desintoxicación. Ya podían quitárselo de la cabeza. Toda la charla de su madre de que iban a pasar una semana agradable las dos juntas era mentira. Lo había sabido desde el principio. La bruja la había vuelto a traicionar.

Se levantó de un salto de la alfombra de pelo donde había estado sentada durante la película y salió al vestíbulo.

—Mira lo que has hecho, idiota. —Oyó que su madre echaba chispas en el salón.

Metió la mano en la chaqueta de su madre y sacó su cartera. Sacó todos los billetes antes de devolverla a su lugar, subió las escaleras y empezó a hacer la maleta.

Vio a los dos junto a la puerta cuando bajó con la maleta. Intentaban cerrarle el paso. Suplicaban e imploraban. Frankie no quería quedarse ni un segundo más.

—Dejadme salir —aulló intentando abrirse paso.

—¿Dónde vas a ir? —dijo su madre. Parecía a punto de echarse a llorar, pero no le salió ni una lágrima, por supuesto. Aquello era una ofensa a su ego, nada más.

—Y a ti qué te importa.

—No me hables así. No vas a ninguna parte.

—¿Y eso de la libertad de escoger la propia vida que te parecía tan importante cuando hablamos ayer? Eres una mentirosa, mamá, dices lo que te conviene en cada momento.

—Es por tu propio bien, Frankie —le imploró su madre.

—Tonterías. Quieres encerrarme en una clínica para ahorrarte las molestias—. Me largo y tú no tienes nada que decir. —Se quedó mirando a su padre, que todavía le cerraba el paso—. Quítate de ahí —le ordenó furiosa.

—Alexander, llévala a Londres, puesto que es allí adonde quiere ir —dijo Emma.

—De acuerdo —convino él mientras se ponía la chaqueta—. ¿Te parece bien? —le preguntó a su hija, que había pasado entre los dos y estaba en los escalones de la entrada.

La joven asintió. Confiaba más en su padre, siempre había sido así.

—Pero te aviso de que si intentas llevarme a otro lugar, saltaré del coche en marcha.

 

 

DURANTE LOS PRIMEROS kilómetros ninguno de los dos dijo nada. Luego su padre intentó defender a su madre. Claro, Frankie no esperaba otra cosa.

—Desea lo mejor para ti.

—Corta el rollo. Quiere lo mejor para ella, nada más, lo sabes tan bien como yo.

—No sé si me ha querido a mí, pero a ti siempre te ha tenido junto a su corazón. Eso sí que lo sé. Pero le cuesta demostrarlo, así que entiendo que no te hayas dado cuenta.

—¿Que no me he dado cuenta? —Se echó a reír—. Mamá solo se quiere a sí misma. Piensa en cuando Edwin murió. Ni siquiera lloró.

—No, en lugar de llorar se volvió de hielo. No hay una sola forma de llorar una muerte, tú deberías saberlo, también te cuesta llorar. —Alexander la miró un instante antes de volver a dirigir la vista a la carretera—. Se puede estar triste sin llorar, ¿no? Le has hablado así a mamá porque estás triste y decepcionada, ¿verdad?

Papá psicólogo. A veces se sacaba esa carta de la manga. Y a Frankie siempre le costaba reprimir la risa. ¿Qué sabía él de las otras personas? Nada, puesto que ni siquiera se conocía a sí mismo. La psicología tenía que empezar por uno. Era la marioneta de mamá y, como no se daba cuenta, Frankie no pensaba aceptar ningún consejo suyo.

—¿Quién es tu nueva pareja? —En realidad, se alegraba por él. Si estaba enamorado de otra, le costaría menos olvidarse de mamá.

—Se llama Angelica. Intentaré que os conozcáis lo antes posible. Es muy amable, guapa y parece que le gusto —dijo sonriente.

—Todo un cambio. Felicidades, papá. ¿Así que ahora voy a tener hermanitos?

Él se echó a reír.

—No, no lo creo. No hemos hablado de eso, la verdad.

—¿Cuándo os vais a Francia?

—En cuanto arregle todo el papeleo. Tengo la firma de mamá —dijo, dándose una palmada en el bolsillo del pecho—, e iré al banco mañana. —Reflexionó un momento—. ¿Quieres venir?

—¿Al banco?

—No, a Francia. Como te niegas a ir a una clínica y no quiero que estés dando vueltas por Londres, puedes trabajar en nuestro nuevo restaurante.

—¿Seguro?

—Pero haremos un trato. Puedes venir, pero a la mínima que husmees siquiera un narcótico, ingresarás en una clínica de desintoxicación.

Simuló pensar un momento, y luego dijo:

—De acuerdo, trato hecho. —Estaba contentísima. No había dicho que primero tenía que conocer a Angelica, lo había decidido sin más—. Está claro que tendré que trabajar duro. Y no me drogaré, lo prometo.

—Si lo haces, tendrás que ir a una clínica. Lo digo en serio, Frankie. Se ha acabado esta mierda, ¿de acuerdo?

Ella asintió.

—Lo prometo y lo juro.