HACÍA UNA ETERNIDAD que Elinor y Sebastian no iban juntos en el pequeño Mercedes, y él estaba feliz como un niño cuando se pusieron por fin en camino. Habían surgido algunas cosas de las que Elinor tuvo que encargarse y habían tenido que aplazar el viaje dos veces, pero ahora viajaban hacia el Sur, tres semanas más tarde de lo que habían planeado en un principio.
—Esto es vida —dijo él mientras se dirigían a Estrasburgo. Aún les faltaban unas dos horas para llegar, ya que habían decidido hacer un largo trecho el primer día y, a partir de ahí, seguir en tramos más cortos.
Elinor le había dicho a Emma que estaría fuera ocho días, y esta le había contestado que aprovechara para desconectar. Nada había ido según lo previsto, y, como Frankie estaba con Alexander, podía trabajar todo lo que quisiera.
Elinor estaba preocupada. No por el Flanagans, sino por su amiga. Esperaba pasar una semana con Frankie y todo se había ido al garete. Pobre Emma. Y pobre Frankie, a decir verdad. Madre e hija no habían hablado desde que la joven se había ido a Calais con Alexander. Frankie se negaba. Todo era tristísimo.
—¿Cómo puedes refunfuñar cuando todo lo que se ve por la ventanilla es tan bonito? —dijo Sebastian.
Miró por la ventanilla. El paisaje había cambiado mientras ella estaba sumida en sus pensamientos. Hacía muchas horas que habían dejado un Londres gris y brumoso, y ahora brillaba el sol sobre los campos verdes de Francia.
—Estaba pensando en Emma y Frankie. —Bajó el parasol del coche y rebuscó dentro de su bolso hasta que encontró las gafas de sol.
—Olvídalo por un momento. ¿No sería estupendo dejar de pensar un rato?
Elinor miró de reojo a su despreocupado marido. ¿Cómo lo lograba? Se lo quitaba todo de encima como si fueran motas de polvo en la manga de su chaqueta. En cierto modo, era un desenfado maravilloso, pero tendía a resultarle irritante y superficial. Las únicas veces que Elinor había visto que algo afectaba de verdad a Sebastian fue cuando ella estuvo a punto de abortar, cuando nació Billie y por la muerte de su hermano. Fue al mostrar su faceta más íntima cuando más lo había querido. Ni siquiera se atrevía a pensar cuánto hacía de aquello. ¿Encontrarían un destello de afinidad durante ese viaje? Lo deseaba de veras.
—¿Cómo consigues no pensar? —le preguntó—. El mundo está lleno de problemas y parece que no te afecten en absoluto.
—Yo solo pienso en lo que puedo resolver. Me parece ocioso dedicar tiempo a todo lo demás.
—Pero ¿cómo puedes evitarlo? Es imposible decidir lo que uno siente, ¿no? —Su irritación iba en aumento, aunque sabía que debía esforzarse si quería que algo cambiara.
—No siempre. Pero no me interesa atormentarme con tonterías.
Aquella discusión no iba a ninguna parte. Lo único que podía ocurrir es que se enemistaran. Pero no podía parar. Parecía como si él se burlara de sus sentimientos.
—Así que mis preocupaciones son tonterías, ¿es eso lo que quieres decir?
—Para, Elinor, ya sabes que no me refería a eso. Me preguntabas cómo puedo dejar de pensar y te he respondido.
—No me digas que pare —dijo ella, furiosa.
Sebastian soltó un hondo suspiro, apartó las manos del volante y las levantó.
—Está bien, me rindo. Tú ganas. En adelante me comeré la cabeza sin parar.
El silencio se posó sobre el coche como una pesada capota. Casi no se podía respirar. La tensión duró hasta Estrasburgo, y si alguien le hubiera preguntado a Elinor qué había visto por la ventanilla, no habría sabido contestar. Había mirado sin ver, mientras iba pensando sobre su matrimonio.
Cuando aparcaron fuera del Hotel Cour du Corbeau, Sebastian le puso la mano sobre la rodilla.
—Me hacía mucha ilusión hacer este viaje contigo, cariño. ¿No podemos intentar pasarlo bien juntos? —dijo con tono suplicante.
—Sí, claro —aseguró ella—. Claro que podemos pasarlo bien. Perdona que me haya enfurruñado, no es culpa tuya.
ESTRASBURGO RESULTÓ SER una ciudad encantadora y, en cuanto se registraron en el hotel y tomaron una ducha, salieron en misión de exploración en busca de un lugar donde cenar. Una botella de vino más tarde, con una excelente vista del Rin desde La Petite France, se sentían mucho mejor. La irritación que Elinor había sentido en el coche había pasado, y Sebastian estaba alegre como unas castañuelas cuando vio que su mujer estaba de mejor humor.
A veces, no se reconocía a sí misma. Era como si se encontrara dentro de la piel de otra persona. En esos días no solo creía que Sebastian era idiota, incluso ciertos trabajadores del hotel podían sacarla de quicio. Intentaba no mostrar nada a los demás, pues sabía que el problema era ella.
Había hablado de ello en su revisión ginecológica anual, el día antes de salir de viaje, y el doctor le había dicho que o bien era parte de su ciclo menstrual, o bien menopausia precoz. «En la próxima visita haremos unos análisis de sangre.» Luego le había examinado los pechos y los ovarios y le había realizado una citología. «¿Tomas la píldora?», le preguntó, quitándose los guantes de plástico.
—Sí, pero quiero tomar otra. —Su cutis había cambiado y había estado a punto de dejar de tomarla. Hacía meses que ella y Sebastian…
—Te recetaré algo nuevo —dijo el doctor—. Es posible que además te ayude con los cambios de humor. Pero ten en cuenta que las mujeres también tienen derecho a enfadarse.
«Un doctor inteligente. Continuaré yendo a su consulta», pensó cuando iban a hacerle la mamografía.
Después de la cena, cogidos de la mano, dieron un paseo junto al canal de Estrasburgo. Aunque solo estaban a finales de marzo y ya era de noche, la temperatura era agradable. De vez en cuando él le apretaba la mano, como si quisiera hacerle saber que eran una pareja.
Delante del hotel la besó, y a Elinor le atravesó el cuerpo una respuesta bien conocida y muy grata. Después de la excitación que había experimentado con el joven de Suecia, había pensado varias veces que, si Sebastian estaba sobrio alguna noche, podría seducirlo como había hecho tiempo atrás. Sin embargo, aunque él bebía menos ahora, el deseo de Elinor había continuado brillando por su ausencia. Ahora se despertaba con aquellos besos cada vez más profundos, y no tardó en arrastrar a su marido a la habitación con una sonrisa de satisfacción en el rostro.
LA MAÑANA SIGUIENTE, cuando atravesaron juntos el comedor del desayuno, Sebastian deslumbraba a todas las mujeres, igual que veinte años atrás. Eso asombró a Elinor. Tenía amigos de la edad de Sebastian que nunca eran objeto de esa admiración; al contrario, decían que había desaparecido en cuanto cumplieron los cincuenta. Pero el brillo de Sebastian no se había apagado, y las miradas descaradas de las huéspedes cuando rodeó la cintura de su mujer de piel oscura eran las de siempre. ¿Aquello no cambiaría nunca? No obstante, aquel día se sentía orgullosa. Sebastian era su marido, habían pasado toda la noche haciendo el amor como dos posesos y eso la ponía de buen humor.
—Ponte el cinturón —le dijo cuando se sentaron en el coche—. Ahora cruzaremos Suiza.
Iban a tardar cinco horas en llegar a Lugano, y las vistas eran como postales. De vez en cuando salían de la autopista y se detenían a contemplar el paisaje, y Sebastian aprovechaba para tomar fotografías. En el último segundo había metido la cámara en la maleta y ahora quería inmortalizarlo todo, desde las vacas de grandes cencerros hasta la boca llena de Elinor en el restaurante con terraza donde pararon a comer.
Intentaron llamar a Billie desde una cabina, pero colgaron al cabo de unas cuantas señales. Elinor no estaba preocupada en exceso. Si su hija necesitaba algo, podía ponerse en contacto con Emma, que la ayudaría en lo que hiciera falta.
—Seguro que a nuestra hija le va bien —dijo Sebastian, y retiró con cuidado una miga de pan de la comisura de los labios de su esposa. Ella le atrapó la mano y le besó la palma. Sebastian sentía un amor profundo por su hija y eso la conmovía. Era cierto que la malcriaba, pero ella era tan estricta que lo compensaba. Era agradable que Billie tuviera un padre generoso, como contraste.
—Señora Lansing, cuando hace esto pasan ciertas cosas en mi cuerpo.
Para su sorpresa, ella sentía lo mismo. Quería acostarse con él. Ahora. Enseguida.
—¿Falta mucho para Lugano? —le preguntó mirándolo a los ojos con expresión traviesa.
Él se giró para mirar el restaurante y el letrero que había en el tejado.
—Restaurante y habitaciones —leyó en voz alta.
—Ven —dijo ella, contenta de no tener que hacer el amor en el coche, que era lo que había pensado primero—. Podemos continuar el viaje dentro de un par de horas.
DOS DÍAS DESPUÉS, el viaje en coche entre Lugano y Pisa, que en teoría debería haberles llevado solo unas pocas horas, duró veinticuatro a causa de la redescubierta pasión de la pareja. Se paraban, alquilaban una habitación, hacían el amor y continuaban el viaje. Era desvergonzado y excitante, y Elinor disfrutaba de haber recuperado lo que los había unido desde el principio. El hecho de que el personal del hotel los mirara de soslayo cuando dejaban la habitación a las dos horas de haberse registrado le provocaba una sensación intensa y nueva. No le importaba nada, era estupendo escandalizar a los demás. En el Flanagans ocurría con frecuencia, e incluso ella había salido a hurtadillas de la habitación de Sebastian hacía tiempo, cuando era su amante.
Su marido había entendido lo que su relación necesitaba, aquel viaje había sido idea suya. La irritación que Elinor había sentido había desaparecido por completo. Podía volverse todo lo despreocupada que él quisiera si la acariciaba de esa manera. Solo les quedaban unos pocos días de vacaciones y ella no quería volver a casa.
—Entonces nos quedamos unos días más —dijo Sebastian—. Llama al hotel. Se las arreglarán. Luego vuelves a la cama y sigues haciendo de jefa. Dios mío, cómo me excita que me digas lo que tengo que hacer.