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EMMA SE ESTABA cambiando cuando Elinor llamó, y después de la breve conversación se dejó caer en el sofá. Así que Elinor y Sebastian se estaban acostando entre viñedos. Emma se había reído con el tono apropiado cuando Elinor le había hablado acerca del deseo sexual que la pareja había redescubierto y los había animado a alargar el viaje. Pero después de la conversación la había invadido la inquietud. Nunca había analizado a fondo lo que sentía por Sebastian, siempre había intentado evitar pensar en ello. ¿Era un error? ¿Tal vez debería hablar del tema con alguien? A veces tenía la sensación de estar a punto de estallar por cargar con tantos secretos.

Era agotador tener tanto que esconder, pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Acaso un terapeuta podría darle buenos consejos? Tenía enquistada la pena por la muerte de Edwin, todavía sentía vergüenza por haberse acostado con el marido de Elinor, a pesar de los muchos años transcurridos desde entonces, y ahora estaba celosa de lo que Alexander había construido en Francia. Ella, que nunca lo había amado de la forma en que debería haberlo hecho, de repente lo echaba de menos. Y cuando pensaba en Frankie tenía ganas de llorar.

Soltó un hondo suspiro y miró el reloj. Las dos y media, tenía que darse prisa. El Flanagans todavía tenía cuatro turnos para el té de la tarde y ella siempre procuraba ir de mesa en mesa, charlar un poco con los clientes y rellenar las tazas de té para que se sintieran bienvenidos. Era una estrategia de marketing. Los clientes del Flanagans podían hablar con los dueños. Había sido así desde los tiempos del padre de Linda, y los clientes lo valoraban mucho. Tenían la posibilidad de quejarse, pero también de hacer cumplidos y de contar que aquello los diferenciaba. Había muchos que venían una vez al año, casi siempre por Navidad, cuando el hotel resplandecía del suelo al techo.

La Navidad en el Flanagans empezaba el último viernes de noviembre, a las once en punto de la noche: en ese momento, el hotel entero se convertía en un paraíso navideño. Todo el personal echaba una mano, y cuando Frankie y Billie eran pequeñas, aquella noche había sido mágica. Cada año era igual de emocionante ver el resultado. Linda Lansing siempre lo había comparado con la primera vez que se veía la nieve sobre la hierba en Bergsbacka. Era maravilloso observar a los huéspedes cuando bajaban a desayunar por la mañana. El árbol de Navidad era enorme, las guirnaldas verdes con cientos de luces rodeaban las barandillas de la escalera y las entradas a los distintos comedores. Junto al piano de cola del vestíbulo, un coro cantaba villancicos , y en el mostrador de la recepción prendían velas en altos candelabros. Los huéspedes se detenían, señalaban y se veía la alegría y la sorpresa en sus ojos. Gente que raras veces se alojaba en el hotel reservaba habitaciones en diciembre para disfrutar de aquel ambiente.

Emma y Elinor habían dedicado mucho tiempo a pensar si se podría hacer algo parecido en la época estival, y desde hacía unos años celebraban el solsticio de verano con el típico palo de mayo, un mástil decorado alrededor del cual se hacían bailes, música de acordeón y un bufé. Los botones llevaban el traje nacional sueco, lo mismo que Elinor y Emma. Ese día las dos trabajaban en el comedor y el salón de té, pero casi siempre —como hoy— Emma era la responsable de todo lo que tenía que ver con los comedores. Ahora sus jornadas de trabajo empezaban pronto y terminaban tarde, pero era lo único que la mantenía en pie. Era tan fácil darle vueltas a la cabeza… Las noticias de Calais confirmaban que Frankie estaba bien, y era maravilloso. A Emma le preocupaba que su hija sufriera una recaída. Al parecer, había congeniado enseguida con la nueva pareja de su exmarido. Fue el propio Alexander quien se lo dijo cuando Emma lo llamó, ya que Frankie se negaba a hablar con su madre. Ya habían pasado varias semanas y estaba desesperada.

—Pero, ¿qué es lo que le he hecho? Yo solo quería que la ayudaran —había dicho Emma—. ¿Puedo por lo menos pedirle perdón por no haberle dicho lo de la clínica de rehabilitación?

—No quiere hablar contigo y yo no la puedo obligar. —Alexander había hablado en voz baja. Al parecer aquella Angelica vigilaba todos sus pasos.

De momento, 1983 había sido un año horrible. Todos tenían pareja, Emma era la única que estaba sola. Pero ¿qué había esperado que pasara cuando no era capaz de amar a su propio marido y el hombre con el que tenía fantasías ridículas pertenecía a otra mujer?

La noche anterior había visto Lo que el viento se llevó y se identificó con la pobre Scarlett O'Hara. «Me está bien empleado que nadie me quiera», pensaba ahora, y se calzó los zapatos de tacón alto que usaba cuando iba a saludar a sus clientes en el salón de té. «Yo me lo he buscado.»

 

 

DESDE EL VESTÍBULO, Emma oyó los murmullos del salón. El hotel estaba lleno, y también lo estaba el salón de té. El Flanagans era una maquinaria bien engrasada que en muchos aspectos funcionaba por sí sola, pero tanto Emma como Elinor sabían que, si se distraían lo más mínimo, había muchos hoteles respetables de Londres haciendo cola para llevarse a los clientes famosos del Flanagans. Emma fue de mesa en mesa dando la bienvenida a todos. En aquel momento, un magnate del petróleo de Texas estaba enfrascado en una conversación con un jeque de Dubái. Al pasar por su lado, Emma alcanzó a oír que hablaban de un puerto que se acababa de abrir. Pero no estaba interesada en saber de qué hablaban sus clientes, se conformaba con que se gastaran el dinero en su hotel. Cuando llegaba una familia de Oriente Medio, alquilaban una planta entera durante un mes. Y el millonario de Texas no quería ser menos, puesto que había reservado una planta para él y su familia, formada por cuatro mujeres muy jóvenes y guapas. Ni siquiera se tomó la molestia de fingir que no eran prostitutas. Al contrario, parecía orgulloso. Cuando llegaron, Emma no perdía de vista a aquellas mujeres, presta a actuar ante la más mínima incorrección. Cuando una de ellas se puso enferma del estómago, se hizo pasar por limpiadora y se enteró de que el millonario tejano era homosexual. Los periódicos que tenía junto a la cama lo habían delatado, y al parecer aquellas mujeres jóvenes no eran más que una tapadera.

Pobre hombre. Ni siendo tan rico era libre.

—¿Está todo correcto? —preguntó con una sonrisa a una pareja mayor que visitaba el hotel por primera vez, y en cuanto recibió por respuesta un «Oh, sí, gracias, estamos muy contentos», se dirigió rauda a la siguiente mesa. Lo mismo todos los días, pero era agradable. Elinor prefería quedarse en el despacho y encargarse del trabajo administrativo, de forma que se complementaban a la perfección. Aunque se ayudaban, cada una tenía sus tareas favoritas. Emma se relajaba en los comedores y, cuando era necesario, echaba una mano tanto en la recepción como en el equipo de gobernantas; los huéspedes la hacían olvidar sus preocupaciones.

Pero esa noche estaba tan agotada que prefirió quedarse en casa y ver Dinastía en lugar de acudir al hotel. Incluso había pedido que le subieran la comida, cosa que hacía muy pocas veces. Solía comer antes de que empezara el servicio de cenas, sola en el comedor, para tener un poco de paz y tranquilidad antes del siguiente turno de trabajo.

Si le hubieran servido la comida en su apartamento, la distancia con los trabajadores habría sido demasiado grande. Se acordaba de cómo era en tiempos de Linda Lansing, cuando los trabajadores casi la temían. Ahora era distinto, gracias a Dios. Ningún miembro del personal tuteaba a Emma o a Elinor, pero le costaba creer que las vieran como jefas autoritarias.

Emma sonrió cuando Krystle Carrington apareció en la pantalla del televisor. Su melena rubia y su espalda derecha le recordaban a Linda.

Hasta que Linda y Robert no se convirtieron en pareja, Emma no comprendió lo sola que Linda se había sentido antes. Fue una gran responsabilidad hacerse cargo del Flanagans con veintiún años. Más joven de lo que Frankie era ahora. Es cierto que al principio Linda había contado con la ayuda de Mary, su mejor amiga, pero después de que esta se casara y se marchara de Londres, en la época en la que los primos se portaban tan mal con Linda, su soledad debió de ser muy difícil de soportar. Sebastian no era muy agradable en aquella época, pero demostró ser un buen hombre y, cuando se casó con Elinor, todos lo quisieron.

Hubo un tiempo en que Emma creyó que ella lo quería como los demás, pero no era así. Eran el deseo, los recuerdos y la maravillosa capacidad que tenía aquel hombre para hacerle olvidar sus penas lo que hacía que Emma sintiera tanta debilidad por él. Debía de ser eso. Y que Frankie se pareciera tanto a él. Era una copia de su padre biológico. Que nadie más que Linda hubiera advertido el parecido era un pequeño milagro. Frankie se parecía mucho más a Sebastian que Billie. Le daba muchísima pena que las dos muchachas no pudieran saber que eran hermanas, pero no había otra alternativa.

Cuando apareció el personaje de Joan Collins, Emma pudo librarse de sus remordimientos y se puso a pensar en la novia de Alexander. Seguro que era así. Guapa, lista y manipuladora.

«Mi querida Frankie, no hay nada que desee tanto como que seamos amigas», pensó mientras recogía las cosas después de la cena y apagaba el televisor. «Pero ¿cómo? ¿Qué puedo hacer?»

¿Debía ir a Francia y desafiar a Angelica? Frankie y Sebastian parecían haber perdido la cabeza por ella.

 

 

LA MAÑANA SIGUIENTE, Emma desayunó con los trabajadores en el sótano. Allí se sentía como en casa, pese a que cuando había trabajado en la planta baja siempre había querido trasladarse al piso superior. A fuerza de práctica, había logrado esconder su dialecto sueco bajo el inglés que se hablaba en los barrios que rodeaban el Flanagans, pero en el sótano volvía a resurgir.

Ya no recibía visitas de la familia. Su madre ponía como excusas sus achaques y el gato, pero Emma sabía que no venía porque se sentía inferior en el hotel.

Al principio había intentado que se sintiera a gusto en Londres, pero cuando Elinor y Emma se hicieron cargo del hotel, ya fue demasiado, y después de una primera visita al apartamento de su hija, había rechazado todas las invitaciones. Y ahora que Frankie ya era mayor, a Emma aquello la traía sin cuidado. No le gustaba la persona que era su progenitora. Era manipuladora, falsa y, veinte años después de que Emma descubriera que había nacido fuera del matrimonio, todavía no le había dicho quién era su padre. Aquello no se lo podía perdonar, y si de vez en cuando hablaba con su madre por teléfono, era más por deber que por otra cosa.

—¿Puedo sentarme? —le preguntó Emma a la nueva cocinera, que le habían robado a uno de los mejores restaurantes de Londres. Ahora Adele dirigía la cocina con mano de hierro, y pobre de aquel que sirviera un plato que no estuviera perfecto. Emma la admiraba; pese a tener solo veinticinco años, su aplomo inducía a pensar que había trabajado mucho más tiempo.

—Sí, claro, siéntate —respondió Adele, apartándose un poco con su plato.

La mesa se llenó enseguida: llegaron John, de la recepción, Ingrid, la madre de Elinor, del equipo de gobernantas, y Paul y Benji, del servicio de sala.

—Parece que Linda Lansing está a punto de llegar —dijo Ingrid.

—Viene todas las primaveras —confirmó Emma.

Ingrid asintió y miró a John.

—Tenemos una reserva a nombre de un tal mister Winfrey para dentro de unas semanas —dijo John.

Winfrey era el apellido de Robert. Pese a estar casada, Linda había conservado su apellido de soltera.

—¿Puede que venga solo Robert? —preguntó Emma, y le dio un bocado al sándwich. Era una buena idea sentarse allí entre amigos. Más tarde le daría un toque a Linda. Siempre le gustaba saber con tiempo que iba a venir de visita, pues tanto Elinor como ella querían mostrarle el hotel con su mejor cara.

Ingrid era un hacha como gobernanta. No solo se preocupaba por saber quién era cada huésped, sino que también anotaba sus costumbres para poder preparar la habitación aún mejor en la siguiente ocasión. No revolvía en las papeleras —había ciertos límites—, pero si encontraba en una mesa el envoltorio de una chocolatina, lo anotaba para que la próxima vez el hotel se la ofreciera al cliente a su llegada. Si alguien parecía preferir jabón líquido, lo sabía. Observaba las camas, si eran necesarias más colchas, y si se habían usado una, dos o tal vez cuatro almohadas. Era impagable, y cuando decía que pronto le llegaría el momento de jubilarse, Elinor y Emma protestaban con vehemencia. Primero tendría que enseñar a otra persona, y todavía no lo había hecho.

Cuando John se levantó para servirse más té, Emma le acercó su taza y le pidió que también se la llenara. Iba a quedarse un rato más. Se estaba muy a gusto en el comedor del personal del Flanagans.