EL PROYECTO DEL restaurante en Calais era todo lo que Alexander había deseado, y más aún teniendo a Angelica y Frankie a su lado. No sería fácil encontrar a una persona más dispuesta a colaborar que su novia. Mostraba una sonrisa perenne, una actitud con la que parecía decir «No hay ningún problema», y era fuerte y resistente. Además, se había ganado a Frankie y la hacía sentirse como una parte de lo que Alexander esperaba que fuese un éxito.
Todavía faltaban un par de semanas para la inauguración y quedaban un montón de cosas por hacer. Alexander había comprado los bienes concursales de un negocio parecido que había quebrado en Inglaterra, y había conseguido mesas, sillas y vajilla a precio de saldo. Solo tenía que transportarlo todo hasta Calais, cosa que haría en cuanto hubieran colocado el suelo nuevo.
Angelica se encargó de acondicionar la vivienda. De momento estaban un poco apretujados, pero la idea era que al final hubiera tres dormitorios recién pintados y relucientes, un salón espacioso y una pequeña cocina. En verano comerían casi siempre de pie, puesto que se pasarían todo el día trabajando, así que tener un lugar para comer no era una prioridad por el momento. La barra de la cocina, que era abierta y daba al salón sería suficiente.
La casa estaba llena de electricistas, fontaneros y pintores, y Angelica dirigía las obras con calma y amabilidad, siguiendo un plan metódico. Alexander sabía que se hacía pesado elogiándola, pero no lo podía evitar. Para casi todo el mundo, una persona amable, empática y agradable era de lo más normal, pero él no estaba acostumbrado a esas maravillas.
Su estrategia de supervivencia consistía en centrarse en las partes negativas de Emma para no pensar en las que le gustaban tanto que era imposible librarse de ellas, y que veía reflejadas en su hija. La energía desbordante y el encanto magnético que hacían que la mayoría de la gente no pudiera dejar de mirarla los había heredado de su madre. Era tan incontrolable como lo había sido Emma y, al igual que ella, un espíritu libre. Frankie sabía cómo conseguir que la gente hiciera lo que ella quería, y Alexander notaba enseguida cuándo la invadía la excitación y la vencía el pícaro impulso de liarla. Casi siempre lo conseguía flirteando con los trabajadores; a veces llegaba tan lejos que estos creían que tenían carta blanca.
«¡Alto!», había gritado a uno de los jóvenes que había respondido a la provocación de Frankie y había intentado besarla. Se había llevado a su hija al almacén y había tratado de explicarle con toda la calma de la que fue capaz por qué no podía seguir por ese camino.
—Tú te burlas de ellos y ellos se lo toman en serio. Así no terminaremos a tiempo —le dijo con severidad.
—Si son tontos, no es culpa mía.
—Sí es cosa tuya que se vuelvan tontos. —Se disponía a salir del almacén, pero se arrepintió y le preguntó—: ¿No te encuentras a gusto, Frankie? —No temía que su hija volviera a tomar drogas. Hablaban a menudo sobre ello y parecía que era tan sincera como había prometido.
Frankie se encogió de hombros.
—Estoy cansada —reconoció.
—Intenta encontrar alguna otra cosa que hacer —le propuso su padre—. No tienes que estar aquí todo el tiempo. Explora la ciudad, es bonita. Hay mucho que ver. Pero deja trabajar en paz a los muchachos, por favor.
—De acuerdo.
La besó en la frente.
—Mamá ha vuelto a llamar. ¿No podrías hablar con ella para que vea que estás bien? Ahora mismo está muy preocupada por ti.
—Otro día, quizá.
Salieron juntos del almacén y Frankie miró al joven que había intentado besarla. Pero Alexander vio que también le guiñaba el ojo y sonreía. Maldita sea.
—Aquí estáis. —Angelica se acercó a ellos—. ¿Comemos algo? Vuelvo a tener hambre.
Angelica era una glotona muy sexy. La comida le sentaba bien. Sus exuberantes formas eran un placer para la vista y una delicia para el tacto, y cuando comía cerraba los ojos henchida de placer. Le encantaba probar platos nuevos y en la mesa siempre era la última en terminar.
—Yo no —dijo Frankie, a la que no le importaba lo más mínimo comer lo mismo todos los días ni engullir de pie—. Le tomo la palabra a mi padre y me voy a explorar. Comeré fuera.
—Estupendo, nos vemos más tarde —respondió Alexander, pensando que con su hija fuera por fin podría acostarse con Angelica. Lo necesitaba. Le inquietaba pensar que Emma cumpliera la amenaza que había proferido en su última conversación telefónica, cuando tampoco consiguió hablar con su hija. «Tienes una semana de margen, si no vendré a visitaros», le había dicho. Angelica haría que se olvidara de ella durante un rato.
En cuanto su hija volviera, la obligaría a llamar a su madre. La visita de Emma sería una catástrofe. Si se sintiera amenazada por la relación de Angelica y Frankie, a saber lo que podía ocurrir. Sabía de qué era capaz su exmujer.
Atrajo la mirada de Angelica, que, sin mediar palabra, pareció entender que él quería pasar un rato a solas con ella. Como si fuera la cosa más normal del mundo, ella hizo salir a todos los que estaban trabajando en su pequeña vivienda y llevó a Alexander al dormitorio. Una vez allí, se desnudó primero, luego a Alexander, y se empleó a fondo para insuflarle alguna forma de vida a su fláccido pene. Pero no hubo manera. Ni siquiera lo consiguió después de que él la satisficiera, y eso que aquello siempre lo excitaba.
—No pasa nada —lo consoló ella—. Estás estresado, es normal.
—¿Cómo puedes decir que no pasa nada? —dijo él, enrabietado—. Claro que pasa. A ti te gusta el sexo y que te penetre. Te pone a cien.
—Pues sí, pero no creas que no se te va a volver a poner dura —le aseguró ella sonriendo—. No te lo tomes tan a pecho, amorcito.
Alexander le volvió la espalda para vestirse y luego le dijo:
—No vuelvas a llamarme «amorcito» nunca más.
Sabía que volvería a empalmarse. Solo tenía que pensar en su exmujer para que su pene reaccionara. Maldita sea.
Cuando Angelica bajó al restaurante y él vio lo triste que estaba, se sintió avergonzado. Ella no era la causa de su impotencia pasajera.
—Perdona —le dijo, levantándole la barbilla—. Perdóname, cariño.
Angelica tenía lágrimas en los ojos.
—No pasa nada —musitó, como si sus sentimientos no fueran importantes.
—Sí que pasa. No te mereces esto. Lo siento mucho.
La abrazó con fuerza, pero la soltó al oír la puerta cerrarse de golpe.
—¿Estás bien? —le susurró mientras volvía el pelotón de trabajadores.
Ella asintió con la cabeza.