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BILLIE LLEVABA MÁS de tres meses en Suecia y no echaba nada de menos Inglaterra. Era un incordio pensar que el viernes tenía que volver a Londres para celebrar el cumpleaños de su abuela.

Karl-Johan se asomó desde el baño y miró a Billie, que estaba sentada en la cama de él, esperando a que terminara.

—Estás hablando sola.

—Bueno, me estaba quejando. En Londres te echaré de menos —dijo mirándolo mientras él se le acercaba.

—Puedo ir contigo. Tengo vacaciones.

—¿No estás bromeando? —Se levantó de un salto y se arrojó a sus brazos—. ¡Hurra! —exclamó con entusiasmo, cubriéndole la cara de besos—. Voy a llamar a mi padre para pedirle que reserve otro billete.

—No, yo me pago el mío —dijo él con tono decidido.

—De acuerdo.

En cualquier caso, iba a llamar a su padre para decirle que ella y Karl-Johan querían una suite en el Flanagans. Cuando viera el hotel, seguro que su chico no protestaría.

Billie lo miró con los ojos brillantes. No había pensado en cómo iba a hablarle de su próspera familia, y ahora se preguntaba cómo le diría que tendría que llevar frac para la cena. Su abuela era un poco anticuada en asuntos de vestimenta, pero, al fin y al cabo, era su cumpleaños.

Él miró por la ventana el cielo gris de Uppsala y, suspirando, se puso un jersey más grueso. Los vaqueros le colgaban de sus estrechas caderas, y Billie no había visto nunca nada más sexy.

—Cuando lleguemos a casa quizá puedas volver a quitarte esos vaqueros —le dijo.

Él se volvió hacia ella, la acarició con los ojos, y eso bastaba para excitarla. Ahora. Pero la primera vez que lo había hecho con Karl-Johan había sido tan horrible que creyó que nunca más querría repetir. Le dolió tanto como cuando perdió la virginidad. Pero la segunda vez había ido mucho mejor, y en la tercera había llegado al orgasmo cuando él la acarició.

Annika y Billie hablaban de sexo a menudo, y Annika decía que soñaba con acostarse con alguien de quien estuviera enamorada. O que estuviera enamorado de ella.

—Tienes mucha suerte de haber encontrado a Karl-Johan —le comentó.

Como Annika no encontraba el amor, se acostaba con chicos que eran buenos en la cama. No iba a quedarse con las manos vacías. Todo el mundo sabía quiénes eran esos chicos. Se acostaban con chicas que brillaban como soles cuando luego hablaban sobre cómo era el sexo con ellos. Ninguna parecía herida, lo que era difícil de entender para Billie. Cuando una se acostaba con alguien, era porque estaba enamorada. Por lo menos así lo veía ella.

Circuló el rumor de que Stefan, al que todas perseguían, estaba difundiendo la gonorrea. Cuando Billie se lo dijo a Annika, esta se echó a reír.

—Sí, pero entonces solo hay que tomar pene-cilina. Merece la pena, te lo aseguro. Separó las manos con los ojos muy abiertos, para dar a entender lo que lo hacía tan especial.

Billie miró con gratitud la espalda de Karl-Johan mientras cerraba la puerta con llave y lo siguió por el pasillo.

Gracias a Dios era suyo, aunque hubieran decidido no mostrar a los demás lo que sentían el uno por el otro. A nadie le importaba la relación que tuvieran. Ella lo sabía, y eso bastaba.

Ahora Billie iba con paso ligero a los ensayos de teatro, pero las primeras veces había sido horrible. Había acudido solo porque quería tener contacto con Karl-Johan y para ser amable con Annika, que le daba la lata. Pero la cuarta vez que pisó el escenario ocurrió algo en su interior. Era como si saliera de sí misma y se metiera en la piel de Nora, el personaje que le había tocado interpretar. De repente entendió el tormento de la joven, incluso podía sentirlo. Y entonces todo cambió. Los nervios se esfumaron y podía actuar sin miedo. Hasta que todos se ponían las chaquetas para irse a casa, ella era Nora.

Fue después de ese ensayo cuando Karl-Johan se le acercó, se la llevó aparte y le preguntó si se imaginaba representando ese mismo papel en la función. Como es lógico, dijo que sí, porque a esas alturas ya estaba enamorada de él. Karl-Johan le aseguró que su interpretación era de las mejores que había visto en un amateur y Billie se bebió a sorbos sus cumplidos. Estaba tan cerca de ella que podía sentir su olor. Un aroma especiado y viril. Quería quedarse allí toda la eternidad. Pero él tenía que irse. Le dio un leve abrazo y dijo que se verían la próxima semana. Se acordó de algo que le había dicho Annika: «Si quieres demostrarle a un sueco que te gusta, tienes que apretarte contra él cuando os abracéis.» Si este iba a ser el único contacto cercano que Billie tuviera jamás con él, pues… Apretó su cuerpo contra el de él tanto como pudo.

Él se rio y la abrazó igual de fuerte.

—No sabía si querías… —le susurró al oído.

—Sí que quiero.

 

 

SU PADRE PARECÍA contento cuando Billie llamó para comunicarle que un joven sueco la acompañaría a Londres y a la fiesta de la abuela.

—Sí, puedo reservaros una suite sin que mamá se entere —dijo riendo—, pero no creo que tenga nada en contra de que os alojéis en el Flanagans.

—No, pero seguro que piensa que basta con una habitación doble.

—Sí, seguramente. —Se calló unos instantes y luego dijo—: Ese sueco no hará que te quedes en Suecia el resto de tu vida, ¿verdad? —Ahora parecía preocupado.

—Todavía no lo sé, papá —dijo ella—. Pero, aparte de eso, ya es hora de que me marche de casa de verdad, ¿no crees?

—No, claro que no lo creo. Mamá y yo envejeceremos cien años sin nuestra hija en casa. —Volvió a reírse—. Bueno, por supuesto que ahora tienes que probar tus alas. Ya volverás al Flanagans cuando tengas que suceder a mamá.

Billie no contestó a eso. Lo había oído tantas veces a lo largo de su vida que le daban ganas de vomitar. Nadie le había preguntado si le apetecía ser la directora del Flanagans. A lo mejor tenía otros planes. ¿Ser actriz, quizá? En Suecia parecía exótica, en Inglaterra no era más que una británica corriente con la piel marrón claro y el cabello rizado sin necesidad de hacerse la permanente.

—¿Hola, Billie?

—Perdona, estaba pensando… ¿Así que nos reservarás una suite? Llamaré a mamá cuando estemos instalados. ¿De acuerdo?

—Ya sabes que no puedo negarte nada. Tengo muchas ganas de veros a los dos.

 

 

LA DECEPCIÓN FUE monumental cuando al día siguiente Karl-Johan le dijo que no podría ir a Londres con ella. A su sustituto en el bar donde trabajaba le había surgido algún inconveniente, y él no tenía más remedio que ir a trabajar. Así que, en lugar de volver a casa con un novio al que mostrar, llegaría sola, como de costumbre. Menos mal que Frankie no iba a estar allí. Su madre le había dicho por teléfono que vivía en Calais con su padre.

—Puedo ir a Londres contigo —dijo Annika.

—Oh, Annika, ¿de verdad? Te invito, por supuesto, ya sé que no andas muy bien de dinero.

—¿Es muy caro el billete de avión? Tengo algo ahorrado y podría pagármelo, con tal de que pueda alojarme en ese hotel de lujo que parece que odies y ames.

—No solo podrás alojarte allí, disfrutarás de todos los servicios que ofrece. El hotel planchará tu ropa, llenará el minibar y te llevará las maletas, y lo único en lo que tendrás que pensar es en tus tacones altos.

Billie reflexionó unos instantes y dijo:

—Y más vale que también te lleves un vestido largo. Si no tienes ninguno, te puedo prestar uno. Pienso llevarte a la cena de mi abuela.

—¡Es genial!

«¿Mi abuela?» Esa palabra no era la primera que se le ocurría cuando pensaba en el viaje que había planeado con su novio.

Pero a Billie ya se le había pasado la decepción. A diferencia de Karl-Johan, a Annika le encantaría que el Flanagans la mimara.