EMMA SE LAVÓ los dientes y al cabo de un momento ya estaba en la cama, despierta. Era imposible dormir. Ocurrían demasiadas cosas al mismo tiempo en su vida, y cuando no sabía por qué cabo empezar a desenredar la madeja, no podía relajarse; siempre había sido así. Algunos de los problemas no tenían que ver con ella. Elinor estaba embarazada y su marido no lo sabía. No era el primer embarazo del que Sebastian no sabía nada, pensó Emma al tiempo que se destapaba. Estaba sudando y era agradable sentir en su cuerpo desnudo el aire fresco de la habitación. Tumbada de lado, con las manos debajo de la almohada, pensaba que parecía que Sebastian y Elinor hubieran recuperado la excitación sexual. ¿Estaba triste? No, por raro que fuera. Era extraño pensar en él sin que su cuerpo reaccionara. Aunque si él hubiera estado ahí y le hubiera acariciado las curvas solo con la mirada, se habría excitado. Pero la verdad era que en ese momento cualquiera que la hubiera tocado habría logrado el mismo efecto. Cuando se estaba sola, servía casi cualquiera.
¿Tal vez debería buscarse un amante? No le resultaría muy difícil, casi cada día los hombres le hacían proposiciones. Pero ahora, en la cama, en la oscuridad, eran más interesantes que a la luz del día. Los que solían echarle los tejos no eran jóvenes solteros, sino viejos con la mujer en casa. Sebastian también era un viejo, pero uno atractivo. «Un viejo atractivo y alcoholizado», recordó, aunque Elinor decía que había reducido el consumo de alcohol. Era posible, desde luego. Emma no había visto a Sebastian desde que ella salió de su casa con las llaves en la mano y el pulso acelerado. Ahora Elinor y él tenían una «vida sexual vibrante».
Emma suspiró. «Y aquí estoy yo, como una vieja solterona, fantaseando con una relación en la que pueda ser yo misma, en la que pueda entrar y salir como quiera y en la que el sexo sea desinhibido», pensó.
Se dio la vuelta para colocarse boca abajo y abrazar la almohada. «Claro que eso nunca sucederá. El único hombre que conozco que confía lo bastante en sí mismo es Sebastian —pensó—, y está descartado.»
¿El sexo desinhibido era pedir demasiado? ¿Y con quién se atrevía uno a practicarlo en esos tiempos? La gonorrea y el herpes circulaban como el resfriado; nadie tenía cuidado con las enfermedades de transmisión sexual. Deseaba haber tenido más relaciones sexuales en su juventud; si hubiera sido así, quizá ahora no se sentiría de ese modo. Se había acostado con muy pocos hombres, esa era la verdad. El fin de semana con Sebastian en la casa de verano era lo más excitante que había experimentado, y era algo parecido lo que quería volver a vivir. Sin arriesgarse a contraer ninguna enfermedad, claro está.
Y Alexander no había estado nada mal la última vez. Al contrario, había resultado muy excitante. Viril, decidido y abierto. Si ahora apareciera en su habitación, no le diría que no.
«Duérmete —se dijo a sí misma—. Eso de fantasear con tu exmarido es señal de que estás cansadísima.»
CUANDO EL DESPERTADOR sonó temprano a la mañana siguiente, Emma estaba agotada, pero tenía varias entrevistas durante el día y no podía remolonear en la cama y volverse a dormir.
En el baño se maquilló más que de costumbre. Se recogió el pelo y se roció los rizos con laca para que ni un cabello se moviera de su sitio, y luego, andando desnuda sobre la moqueta, fue al vestidor de la suite, que tras la marcha de Alexander aún parecía vacío. Pensó en cómo reorganizaría aquel espacio. ¿Un gran espejo, quizá? ¿Una silla exquisita para sentarse y probarse los zapatos? Agarró una chaqueta, una blusa y una falda y se fue al dormitorio. Eran las ocho en punto y ni siquiera se había vestido.
Un cuarto de hora más tarde bajaba las escaleras con unos tacones altísimos y se dirigía al comedor, donde se encontraría con Elinor. Allí podrían sentarse la una al lado de la otra y hablar mientras observaban a los clientes. Nadie oiría ni una palabra de lo que dijeran.
Al cabo de cinco minutos llegó por fin su amiga, y su tez, siempre tan hermosa, mostraba un tono verdoso.
—Creo que no podré comer nada —se quejó, mirando a Emma con expresión desvalida.
—Pareces enferma. Empiezas a parecerte a una británica pálida que ha pasado varios años sin que la toque el sol.
—Gracias —dijo Elinor con media sonrisa—. He tenido que limpiar el váter del despacho. Menos mal que me dio tiempo a llegar hasta allí.
Al cabo de un momento les trajeron té, café y tostadas. La camarera no advirtió que Elinor no se encontraba bien y Emma se apresuró a decir que podían servirse ellas mismas. Llenó la taza de té de su amiga y untó con mermelada una tostada, pero la otra negó con la cabeza ante el plato que le alargaba.
—Uf, no, cómetela tú —dijo, estremeciéndose.
Emma agarró la cafetera y se llenó su taza. Aquella mañana necesitaba café. Luego atacó la tostada que Elinor había rechazado. Tenía hambre y se comió dos antes de volverse hacia ella, dispuesta a hablar de su problema.
—No puedo ni pensar en ello —dijo Elinor cuando Emma le preguntó si había tomado alguna decisión—. Hablemos de otra cosa.
—De acuerdo. Creo que debemos considerar el asunto del que ya hemos hablado alguna vez, lo de hacer algo con el comedor del desayuno. Deberíamos aprovechar la entrada desde la calle. En Londres hace falta un nuevo club nocturno elegante, y nosotros podríamos abrirlo aquí.
Elinor parpadeó con fuerza.
—No puedo pensar con claridad. Pero si haces un plano y un cálculo, podemos volver a hablar del tema cuando mi problema esté… liquidado.
Emma se limpió la boca.
—¿Quieres hablar de ello ahora?
—No sé qué decir —dijo Elinor con cautela—. Cuando nació Billie supe que no volvería a pasar por aquello. Y ahora tengo más de cuarenta años. No puedo, Emma, no puedo. Pero no tengo más razones que esta, y siento que no es suficiente. —Miró hacia la mesa y dejó caer los hombros, apesadumbrada—. ¿Y cómo voy a hablar de ello con Sebastian? No se puede mantener un secreto tan grande, eso destrozaría nuestro matrimonio.
«¿No se puede? —pensó Emma—. Tu marido carga con algunos más de los que tú te crees.»
—Sea cual sea tu decisión, me tendrás a tu lado. Si decides abortar, te apoyaré, ya lo sabes.
—Gracias. No pienso volver a mi ginecólogo, intentaré buscar otro.
—El mío es una mujer de nuestra edad. Dime si quieres que te pida una cita con ella.
—¿Podrías hacerlo? Te lo agradecería mucho. Quiero que me vea un médico que se centre en mí, no en lo que vaya a decir mi marido.
—Ningún problema, la llamaré cuando volvamos al despacho.