FRANKIE NO TENÍA la menor intención de volver a visitar a aquel artista, pero pensaba en lo que le había dicho su madre, que ella tenía talento, de tal manera que decidió acompañar a su padre cuando viajara a Inglaterra a comprar más muebles para el restaurante.
—Tengo algunas cosas en casa que quiero recoger —dijo.
—¿En el apartamento del Flanagans?
—Sí. Si mamá no las ha tirado.
—Eso no lo haría jamás. ¿Le has dicho que vienes conmigo?
—No, no estoy muy interesada en verla. ¿Tú, sí?
Frankie podía jurar que algo había atravesado la mirada de su padre. Le sonrió burlonamente.
—Pero papá…
Alexander la miró con gesto airado, y Frankie pensó que más valía callarse. Pese a todo, era él quien tenía que llevarla a Londres.
Se despidieron de Angelica junto a la verja del jardín. Llevaba un delantal sobre el vestido corto y, con el pelo revoloteándole alrededor de la cara, parecía muy joven. Iban a pasar dos noches fuera, pero besó a Alexander como si se fuera a la guerra. A veces se pasaba un poco, pero mejor eso que la insensibilidad de otras…
—¿Te alojarás en casa de mamá? —le preguntó Alexander cuando había cerrado la puerta del coche.
—En el Flanagans, pero no con mamá. John tiene debilidad por mí y me reserva una habitación.
Alexander soltó un suspiro.
—¿Qué has hecho con el pobre John?
Ella sonrió satisfecha.
—Nada que no le gustara.
—¡Frankie! —gritó Alexander.
—Tranquilízate. Me reserva una habitación, es todo lo que tienes que saber.
—Entonces deja de decir esas cosas. No quiero saber más, ¿entendido?
—Y yo que creía que teníamos que contárnoslo todo ahora que soy adulta.
—Puedes olvidarlo.
Frankie se dio cuenta de lo contenta que estaba de haber ido a vivir a Calais con su padre. Era un buen hombre. Rápido de mente y de lengua, y muy divertido. Era como si esa faceta suya apareciera ahora que no estaba ocupado discutiendo con mamá. Como marido no había sido muy divertido, casi siempre estaba enfadado. Pero ahora su mal humor se había esfumado y Frankie casi podía considerarlo encantador. Y bastante guapo.
—¿Qué estás mirando? —le preguntó.
—A ti. Te sienta bien ese peinado —dijo Frankie.
—¡Pero si no tengo ningún peinado!
—Sí, corto por delante y más largo por detrás. Casi parece que vayas a la moda.
—Gracias.
Frankie abatió el asiento.
—Despiértame cuando lleguemos a Londres.
CHARLES ESTABA EN la puerta del Flanagans y recibió a Frankie cuando su padre la dejó.
—Bienvenida a casa, señorita Nolan —dijo alargando el brazo hacia su maleta.
—Gracias, Charles, la llevaré yo misma. —Se le acercó para susurrarle—: No quiero que mi madre sepa que ya estoy aquí. ¿La has visto?
Charles puso la misma cara que cuando ella era pequeña y los dos compartían el secreto de que él siempre tenía chucherías en el bolsillo para ella. Negó con la cabeza.
—La señora Nolan y la señora Lansing tenían una reunión.
—Espléndido. —La joven se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla, luego fue corriendo al pasillo, entró a escondidas en el cuarto de la ropa blanca, llamó a recepción desde allí y pidió que la pusieran con John.
—Ahora mismo no está aquí, ¿en qué puedo ayudarla? —dijo la voz al teléfono.
Frankie se aclaró la garganta.
—Soy Frankie Nolan, quiero sorprender a mi madre, y John prometió que me reservaría una habitación.
—Un momento, señorita Nolan, voy a ver… En efecto, aquí tengo su nota.
—Estupendo, ¿qué habitación tengo reservada?
—La 318.
Frankie asintió, satisfecha. «Gracias, John.»
—¿Es posible que un botones venga a la habitación y me abra la puerta? No quiero que nadie me vea, es una sorpresa.
—Naturalmente. ¿Cuándo quiere subir?
—Ahora mismo —dijo Frankie echando un vistazo a través de la puerta. Estaba despejado, solo tenía que subir corriendo las escaleras—. ¿Y sería tan amable de pedirle a John que llame a la habitación en cuanto vuelva?
—Desde luego, cuente con ello.
—Muchísimas gracias.
FRANKIE SE DEJÓ caer en la cama y miró contenta aquella suite que tan bien conocía. Era la mejor de todo el hotel. Estaba a salvo de las miradas, tenía un sofá muy bonito delante del televisor y en la cama había espacio para tres personas. Si se quería, claro. Se preguntaba qué nombre habría usado John para la reserva. Seguro que miss Jones, o algo parecido. Si no quería meterse en un lío, tendría que decirle a su madre que estaba aquí, pero todavía no.
Frankie había procurado no pensar en Carol, puesto que había resultado ser una traidora, pero estando en Londres era más difícil. No la había ido a ver ni una sola vez al hospital. ¿Quizá tenía miedo de que Frankie se chivara? Ni se le pasaría por la cabeza hacerlo. Incluso había obligado a su madre a no decir ni una palabra sobre Carol a la policía. No era culpa suya que Frankie hubiera sufrido una sobredosis. Le importaba un comino el dinero que Carol le debía, era la traición lo que la fastidiaba. Pese a todo, habían sido pareja.
Volvió a mirar la suite. Podría vivir ahí. Comer cada día la comida del Flanagans, entrar y salir a su antojo y tener siempre un hogar limpio con una rosa fresca en el baño.
Aunque ella no quería vivir en el Flanagans, y tampoco había nadie que esperara que lo hiciera. El caso de Billie era distinto. La pobre tendría que dirigir este lugar cuando Emma y Elinor ya no pudieran más. Claro que todavía faltaba mucho tiempo para eso, porque las dos amaban el hotel más que cualquier otra cosa.
Emma y Elinor habían luchado mucho para llegar donde estaban ahora. Pero no era culpa de Frankie que ambas fueran tan condenadamente ambiciosas que sus familias resultaran perjudicadas. Si algún día llegaba a tener hijos, nunca haría lo mismo que su madre. Jamás.
Aunque tenía que reconocer que le gustaba el trabajo en el restaurante de su padre en Calais. Era estupendo ganar dinero, y con las propinas tendría en el futuro lo bastante para pagarse todo lo que necesitaba. El resto lo guardaría. Algún día podría necesitar lo que ahorrase.
UNA HORA DESPUÉS, Frankie estaba en el centro en busca de una tienda de bellas artes. Sabía dónde estaba, y no quedaba muy lejos del hotel. Aquel artista que parecía bailar delante de sus obras había resultado inspirador, aunque estuviera loco de remate.
Volver a andar por las calles de Londres le producía una sensación especial. No porque hubiera estado fuera mucho tiempo, sino porque aquí había tenido otra vida.
No conocía a nadie de su edad que fuera siempre sobrio. Exceptuando a la sosa de Billie, claro está, pero ella no contaba; era un caso aparte. Una boba que sin duda era guapa, pero que era demasiado tonta para aprovecharlo. Frankie se negaba a ser tan aburrida solo por el hecho de haber dejado las drogas.
Entornó los ojos. Vio a lo lejos la tienda que buscaba. Apretó el paso, tenía hambre y ya pensaba en llamar al servicio de habitaciones cuando volviera al hotel. Mañana pasaría el día entero en el Flanagans e intentaría entrar de un modo u otro en el almacén para recuperar los dibujos que había hecho después de la muerte de Edwin.
CUANDO VOLVIÓ AL Flanagans, Charles todavía estaba trabajando.
—¿Ya ha vuelto mamá? —le preguntó.
—No, que yo sepa —respondió con una sonrisa.
—Estupendo, gracias. Entonces subo a la habitación.
Había llegado más o menos a la mitad de la escalera cuando oyó desde arriba la voz de su madre.
—¿Fraaankie?
La joven forzó una sonrisa y se giró.
—Mamá.
—Pero, querida hija, no sabía que vendrías. Qué contenta estoy.
Emma subió corriendo la escalera, radiante de felicidad. Parecía convencida de que Frankie estaba allí por ella.
—Quería darte una sorpresa —mintió, esquivando el abrazo de su madre. Después de una pausa casi imperceptible, Emma le dio una torpe palmada en el brazo.
—Qué bien. ¿Cuánto tiempo te quedarás? ¿Te has instalado en el apartamento? Creo que tu cama tiene las sábanas limpias.
—No, estoy en la 318.
Emma parecía sorprendida.
—Bueno, pero qué bien que la hayas reservado. Supongo que solo has venido de visita. —La luz empezaba a desaparecer de su rostro.
—Me voy pasado mañana, temprano. Papá me vendrá a buscar a las siete.
—¿Dónde está?
—En el apartamento de Angelica. Tiene que comprar muebles para el restaurante.
—¿Por qué no venís los dos a cenar conmigo en el hotel? Por favor, Frankie —le rogó.
Ella se encogió de hombros.
—Claro, si papá quiere.
No se podía negar que el restaurante del Flanagans era el mejor de Londres. No solo por la comida. El ambiente era muy especial bajo las grandes arañas de cristal. Frankie recordaba cuando lo habían restaurado y lo importante que había sido que todo pareciera igual que antes. Entonces no había comprendido el sentido de renovarlo, pero ahora lo entendía. Tapizaron las sillas, limpiaron el techo, pusieron una moqueta nueva. Cuando volvieron a abrir, la gente formó largas colas para sentarse a las mesas.
—Y si papá no quiere, ¿podemos cenar juntas tú y yo?
Frankie asintió con la cabeza y se encogió de hombros.
—Claro.
No tenía por qué hablar con su madre, solo tenía que comer, darle las gracias y despedirse.
—Si tienes el número de teléfono del apartamento en el que está tu padre, quizá puedas llamar y preguntarle si le apetece venir —dijo Emma, y, al ver las bolsas que Frankie llevaba, le preguntó—: ¿Has ido de compras?
—Sí —contestó tajante—. Por cierto, aquellos dibujos de los que me hablaste hace poco, los que hice cuando era pequeña, ¿dónde están?
—En nuestro almacén privado. ¿Quieres que vaya a buscarlos?
—Sí, gracias.
Frankie retrocedió de golpe cuando las manos de su madre se volvieron a acercar.
—Ahora ya sabes dónde estoy. ¿A qué hora nos vemos en el comedor? ¿Está bien a las siete?
Emma soltó un suspiro y la miró con ojos tristes, un gesto que irritó a su hija.
—Vale, nos vemos entonces. Si papá no puede venir, te llamaré —dijo Frankie a toda prisa antes de seguir subiendo las escaleras.