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A ELINOR NO se le había borrado el recuerdo de aquel chapucero que casi le practicó un aborto ilegal. Afortunadamente, en los últimos veinticinco años las cosas habían cambiado. Le harían un raspado con anestesia local, le había dicho la ginecóloga. En 1960 había tenido que bajar a escondidas a un sótano; en la década de 1980 los abortos se hacían en un hospital y con unos cuidados ejemplares. El instrumental y la impericia de aquel hombre le habían dañado la región genital, pero, milagrosamente, Billie había sobrevivido. Elinor quería tenerla. Y Sebastian también. Su implicación después del nacimiento, cuando ella no se encontraba nada bien, había sido impagable, y no había dudado ni un momento en ocuparse de su hija, algo muy poco habitual en los hombres. Ahora tendría que decirle que quería abortar.

Habría sido más fácil si él no hubiera cambiado tanto en los últimos tiempos. Ya no bebía y era estupendo estar con él. Seguro que no le preocupaba volver a ser padre a pesar de tener más de cincuenta años, pues se proponía llegar a ser muy mayor y continuar siendo tan viril como hasta entonces. Se lo había dicho hacía solo un par de días.

Cuando pensaba en lo que tenía que decirle, se le hacía un nudo en el estómago. Oyó cerrarse la puerta de la calle y, sentada en el dormitorio, en el piso de arriba, notó que se tensaba como la cuerda de un violín. «Díselo —se dijo a sí misma—. Suéltalo de una vez y ya está.»

—Mamá —se oyó gritar a Billie, y luego pasos en la escalera. Elinor se levantó de la cama, sorprendida. ¿Billie?

De repente, su hija apareció en la puerta más resplandeciente que nunca y se arrojó a los brazos de su madre.

—Pero… ¿estás aquí? —preguntó Elinor sin salir de su asombro—. Qué alegría, mi niña. ¿Sabía papá que ibas a venir?

—Sí, pero quería darte una sorpresa —respondió con una sonrisa—. Mañana es la fiesta de la abuela.

¿Cómo pudo haberlo olvidado?

—Déjame verte —dijo dando un paso hacia atrás. Su hija parecía feliz. Gracias a Dios.

Billie le tiró del brazo.

—Ven, tienes que saludar a Annika.

—Qué bien, ¿ha venido contigo? Le pediré a Magda que le prepare una cama.

—No. Nos alojaremos en el Flanagans. —Y añadió, bajando la voz—: Annika no está acostumbrada al lujo, así que la voy a mimar un poco. Puedo, ¿verdad?

—Sí, claro que puedes. Déjalo en mis manos. —Salió del dormitorio y bajó la escalera seguida por Billie—. Annika, ¡qué alegría volver a verte! —le dijo a la muchacha rubia que le habían presentado en Uppsala.

Annika tomó la mano que le tendía y la agitó con fuerza.

—Hola, es estupendo estar aquí.

Se abrió la puerta detrás de ellas y Billie soltó un grito de alegría:

—¡Papá!

Sebastian tenía la cara radiante de dicha cuando abrazó a Billie.

—Por fin estás en casa. Por desgracia, ahora ya no te dejaremos volver a Suecia—. Y, volviéndose hacia la amiga de Billie, añadió—: Tú eres Annika, ¿verdad?

—Sí, soy yo —dijo afirmando con la cabeza.

—Bienvenida a Londres. —Sebastian la saludó y la besó en las mejillas.

Elinor vio la mirada sorprendida de la chica, que enseguida mutó en una sonrisa de aprobación y un rubor que se le extendió por toda la cara.

—¿Os habéis registrado en el hotel? ¿Te gusta?

—Nunca había visto nada igual —dijo Annika—. ¿Sabíais que ni siquiera tienes que cargar las maletas tú mismo?

Elinor asintió.

—Sí, ya lo había oído. —Estaba tan acostumbrada al lujo que casi había olvidado cómo fue su primera experiencia en el Flanagans. Entonces trabajaba en el sótano y subía muy pocas veces al vestíbulo, pero era de verdad imponente, con las arañas de cristal, el suelo de mármol y la madera de caoba.

—Tomaremos un té por la tarde, y por la noche llamaremos al servicio de habitaciones. —Annika estaba tan emocionada que casi no podía controlarse.

—Y mañana es la fiesta —dijo Sebastian.

—¿Vas a ir con Annika? —le preguntó Elinor a Billie.

—Sí, ella cree que va a ser divertido, ¿verdad?

—¡Claro!. Lo estoy deseando. Londres es muy excitante. No entiendo cómo te puede parecer más divertido estudiar en Uppsala.

Elinor apartó un rizo que caía sobre la frente de su hija.

—¿Qué hacéis mañana por la mañana? ¿Vamos a comprar ropa para la fiesta? —propuso.

—Sí, encantada —aceptó Billie con una sonrisa—. ¿Te parece bien, Annika?

—Puedo acompañaros y echar un vistazo, no tengo dinero para ropa.

—Quiero compraros un vestido nuevo a las dos —dijo Elinor.

—No puedo aceptarlo.

—Claro que puedes —sentenció Billie—. Muchas gracias, mamá.

 

 

UNA VEZ QUE las muchachas se hubieron ido, Sebastian se sentó ante la mesa de la cocina mientras Elinor preparaba café para los dos. Magda estaba haciendo la compra. Había llegado el momento.

—Estoy embarazada y he decidido abortar —anunció mirándolo de reojo.

Él la miró sorprendido. «Di algo —pensó ella—. Lo que sea, pero di algo.»

—¿Estás embarazada? —dijo por fin.

Ella asintió.

—¿Y quieres abortar?

Volvió a asentir.

—¿Sin que lo hayamos hablado antes?

Apenas podía mirarlo, casi no podía respirar, y cuando él se levantó y se apartó de la mesa sin decir una palabra, dejó que se fuera. Sin duda, tenía que asimilar la noticia, como ella había tenido que hacerlo antes. Pero por su parte el asunto ya estaba zanjado. Había dicho lo que la angustiaba y había dejado claro que no se iba a hablar más de la cuestión.

Se sirvió café y se sentó. No había elegido el momento más oportuno, pero ¿qué alternativa tenía? Aquello tampoco era fácil para ella. Era espantoso interrumpir algo que podía acabar siendo tan bonito como Billie. No había ni una sola mujer que se alegrara por tener que abortar, fueran cuales fueran sus motivos. A diferencia del ginecólogo, la doctora no le había preguntado qué opinaba su marido, ni tampoco por sus razones. Con ella se había sentido en buenas manos. Aquello ya era lo bastante difícil para ella.

Se bebió el café y oyó cómo Sebastian trajinaba en el piso de arriba y luego bajaba la escalera con pasos pesados.

—No puedes decidir una cosa así sin hablar primero conmigo —oyó que le decía desde el recibidor. Cuando apareció en la cocina, parecía desesperado. Ni mucho menos tan enfadado como ella había temido. Solo triste.

—Elinor, no puedes… —Se sentó a la mesa y buscó su mirada—. Por favor, querida Elinor, tenemos todo lo que se le puede ofrecer a un niño.

—Ya lo sé, pero es que no puedo.

—Te has cansado de mí —dijo él.

—No, creo que hacía muchos años que no estábamos tan bien. Esto tiene que ver conmigo, con lo que quiero y con quien soy ahora. Soy demasiado mayor y no tengo fuerzas para criar a otro hijo. Y después de que naciera Billie, supe que no podría tener otro hijo. Tú también lo sabes. Lo hemos hablado muchas veces en todos estos años.

—Así pues, ¿tu trabajo de directora es más importante que tu familia? —Ahora el tono era otro.

—Sebastian, por favor, te lo suplico… no pienses que esto me resulta fácil. Pero es que no puedo, nada más. Por fin he visto que Billie ya es mayor para espabilarse sola, he dejado atrás mis años de constante lucha e inquietud. Tú tienes una capacidad para la paternidad de la que yo carezco. Eres más relajado, no te lo tomas todo tan en serio. Te ríes cuando nuestra hija echa a correr mientras que yo estoy muerta de miedo pensando que puede caerse. Nuestras diferencias no han sido nunca tan grandes como cuando criamos a Billie.

—Entonces deja que yo me encargue del niño —dijo en voz baja—. Tú podrás seguir trabajando.

—Pero, Sebastian, ¿no entiendes que no es posible? Lo que provoca mi inquietud y mi angustia es que quiero tanto a mi hija que me da pánico que pueda pasarle algo.

—¿Quieres decir que yo no la quiero tanto?

—No seas tonto, por supuesto que no estoy diciendo eso. Es tan solo que no tienes tanto miedo como yo, eres más confiado.

—Como hombre, no tengo nada que decir —dijo—. ¿Entiendes lo impotente que me siento?

Ella lo miró a los ojos y vio el dolor que le causaba, pero no podía hacer nada para impedirlo.

—No sabes cuánto lo siento, Sebastian.

¿Qué otra cosa podía hacer?