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SEBASTIAN MIRÓ EL carrito de bebidas. El alcohol nunca le había dado tanto miedo como ahora. Si se tomaba una copa, no podría parar de beber. Moriría con la botella en la mano, tan fuerte era su deseo de aturdirse. Desaparecer en una agradable neblina. Si Elinor le quitaba a su hijo, se separaría de ella. «No se puede vivir con alguien que te causa tanto dolor, es imposible», pensaba mientras subía la escalera camino del dormitorio.

Ella se alojaría en el Flanagans unos cuantos días, hasta que «él se calmara», como había dicho. Sebastian odiaba sus reprimendas. ¿Era extraño que sintiese ira? Lo hacía callar como a un niño mientras él sentía un deseo infantil de tirarle de los pelos. Pero no lo hacía. En lugar de eso, había discutido con ella a gritos por primera vez; eso era mejor que quitarse de en medio y beber, y eso era lo que no le gustaba a la señora Lansing. Porque, cuando él bebía, ella conseguía una ventaja que sabía aprovechar. Detestaba que él se emborrachara, pero entonces quedaba claro que ella era la mejor de los dos, la que aguantaba el tipo y lo hacía todo bien. Su mujer no tenía debilidades, o por lo menos, no las mostraba.

Lo único que le hacía ilusión de la fiesta era Billie. Los demás invitados al cumpleaños de su madre eran unos indeseables. Sin embargo, sabía que les dedicaría su sonrisa más falsa y que después todos elogiarían a su madre por aquel hijo suyo tan amable. Como era de esperar, también volverían a lamentar la muerte de Laurence, como si les importara lo más mínimo.

Él mismo pensaba de vez en cuando en su hermano mayor, pero en esas ocasiones casi siempre se preguntaba en qué momento se había ido todo al garete. La verdad era que a ninguno de los dos hermanos se le daba muy bien manejar los contratiempos o los conflictos. Laurence pegaba a quienes decía querer, y Sebastian se acostaba con distintas mujeres o se emborrachaba hasta perder el sentido. Se había consolado pensando que, por lo menos, él no era violento, pero lo cierto es que había utilizado a las mujeres para acostarse con ellas sin que en realidad le importaran. Y era mucho peor cuando lo había hecho con mujeres jóvenes que cuando se trataba de mayores y casadas. Las jóvenes se hacían ilusiones. Hacía más de veinte años que se había acostado por primera vez con Emma, pero todavía podía ver la decepción en su mirada cuando pasó a su lado sin saludarla siquiera después de aquello. Era un milagro que entonces no lo hubiera desenmascarado delante de Elinor, pero tuvo su castigo cuando volvió a acostarse con ella diez años más tarde. Si ella le hubiera dicho que sí, a lo mejor habría abandonado a su mujer de tanto como lo había deslumbrado.

Las dos mujeres podían irse al diablo, pensó, y le tembló la mano mientras se abrochaba el botón de arriba de la camisa del frac. Una copa lo habría calmado. Tenía tantas ganas de beber que no sabía cómo iba a resistir toda la noche.

—¡Papá! —oyó que lo llamaban desde el piso de abajo.

—Estoy aquí, enseguida estoy listo —contestó. Tenía que espabilarse por Billie.

—Mientras tanto le ofreceré a Annika una copa de vino.

—Muy bien, cariño.

Respiró hondo y se estiró la parte de atrás del chaleco blanco. Esa noche escoltaría a Billie y a su amiga. No podía pensar más allá.

 

 

—¿POR QUÉ NO celebráis la fiesta en el Flanagans? —preguntó Annika cuando se dirigían en una limusina a la sala de fiestas del Hotel Corinthia.

Sebastian pensó que la amiga de su hija era agradable y bien educada. Seguro que le caería en gracia a su madre.

—Porque mi madre y mi abuela no se llevan bien —dijo Billie.

—¿Ni siquiera para celebrar su cumpleaños?

Billie negó con la cabeza.

Sebastian las dejaba hablar. Tenían que recorrer unas cuantas manzanas para recoger a la cumpleañera antes de ir a la fiesta. Esperaba que ya estuviera lista y que pudiera esperarla en el coche. Seguro que su gobernanta la ayudaría.

Cuando era pequeño, él y su hermano tenían una niñera para cada uno, y en la casa había también una cocinera, un mayordomo y una gobernanta. Pero cuando su padre murió prematuramente, su madre se vio obligada a reducir el personal. La gobernanta lo hacía todo y, sin ella, su madre estaría desvalida.

Hacía muchos años que Sebastian no sentía afecto por su progenitora. Aunque la cosa había mejorado un poco desde que aceptó a Billie, en el fondo pensaba que era una bruja: cursi y obsesionada con las apariencias. Dios mío, qué furiosa se había puesto cuando Linda se negó a ceder el Flanagans. No lo demostró públicamente, por supuesto. Era en casa donde sus hijos tenían que oír lo nefasta que sería su prima como propietaria del hotel. Sebastian acabó creyendo lo que decía su madre.

Laura Lansing los esperaba en la acera y, con la ayuda de su hijo, se sentó en la limusina, frente a las muchachas. Las estuvo examinando un buen rato antes de decir nada.

—Ropa de confección —dijo con un gesto despectivo de la mano—. ¿Ya no hay nadie que se haga la ropa a medida?

—¿Te parece que no vamos elegantes? —preguntó Billie con una sonrisa.

Su hija siempre había tenido buena mano con la abuela, pensó Sebastian. Porque no le tenía miedo, sin faltarle al respeto. Y su madre apreciaba esa cualidad. Sin embargo, a principios de los años sesenta, Elinor, con su piel oscura, nunca tuvo una oportunidad, pese a que tampoco le tenía miedo. Ni qué decir tiene que el padre de Elinor, de piel más oscura que ella, ni se acercaba a la casa de Laura Lansing. Su madre habría preferido morirse antes que darle la mano a aquel hombre. Se negaba a relacionarse con quien no fuera blanco como la nieve, y el hecho de que Sebastian estuviera casado con Elinor no cambiaba su actitud en absoluto. Billie no tenía la piel tan oscura como su madre, y solo por eso Laura Lansing era capaz de tolerar a su nieta.

Sebastian apreciaba a sus suegros, que, a diferencia de su madre, eran personas honestas. El padre, George, no hablaba mucho, pero tampoco era antipático. Ingrid trabajaba en el hotel y se la encontraba a menudo. Podían tomar té y pasarlo bien aunque Elinor no estuviera. La verdad es que, por edad, Ingrid estaba más cerca de Sebastian que su hija.

—Me parece que las dos estáis tan radiantes como un día de verano —dijo Sebastian, viendo que su madre no respondía a la pregunta de Billie—. Y tú también, mamá. No te echaría más de setenta y nueve.

La anciana resopló.

—Ya estoy acabada.

Llevaba años diciéndolo, pero tenía la mente lúcida, y su lengua no había perdido nada de filo con el tiempo.

—No digas tonterías, abuela —dijo Billie—. Estás estupenda para tu edad.

La mujer clavó la vista en ella.

—Vigila que no te desherede —le advirtió de mal humor.

—Está bien, entonces pareces una moribunda —replicó la joven alegremente—. No volveré a hacerte ningún cumplido, te lo prometo.

Sebastian sonrió ante el comentario de su hija mientras su madre miraba por la ventanilla. Sería una noche interesante.

 

 

SIN ALCOHOL EN el cuerpo, Sebastian se sentía rígido y estresado, y más de una vez alargó la mano cuando pasaba un camarero, pero la acababa retirando antes de que alcanzara la copa. No se lo podía permitir.

Allí estaban las hijas de Laurence. Su madre murió joven, así que sus abuelas eran más importantes para ellas de lo que seguramente habrían sido de no haber perdido a la madre. Ahora besaban a la abuela paterna en las mejillas y Sebastian miró más allá. Desde el fondo de la sala, varios invitados miraban a Billie. Podrían haberlo hecho para admirar su belleza, pero desde luego no era por eso. Había oído cómo la gente hablaba de su familia y cómo decían que él había tenido que casarse con Elinor porque se había visto obligado a ello. Nadie podía creer que estuviera enamorado de ella.

Había vuelto a sucumbir a ella durante el viaje, ironías del destino. Pero ahora mismo la odiaba.

Miró a su alrededor. El baile estaba a punto de empezar, el cantante de la orquesta estaba subiendo al escenario, y cuando Sebastian cruzó la mirada con una de las coristas, comprendió que aquella noche rompería la promesa que se había hecho a sí mismo de serle fiel a su esposa. Cuando acabara la fiesta, se aseguraría de que todos se hubieran marchado, y entonces iría con ella detrás del escenario.

Ninguna mujer le daba calabazas cuando estaba de aquel humor. Le sostuvo la mirada hasta que ella se ruborizó. No hacía falta nada más. Seguro que luego no tendría inconveniente en abrirse de piernas. La idea de acostarse con alguien en el elegante Hotel Corinthia, con el riesgo de que los viera algún empleado, lo ayudaría a pasar el resto de aquella fiesta tan abominable. Se daba asco a sí mismo, pero ¿qué otra cosa podía mitigar el dolor, si no podía beber? No conocía otro analgésico. Más tarde tendría que superar el rechazo hacia sí mismo de la mejor manera posible. Por el momento, volvía a latirle el pulso, y la expectativa le permitía reprimir otros pensamientos.

Le sonrió a la corista, que le correspondió con otra sonrisa radiante.