COMO FRANKIE YA no se deslizaba por las barandillas desde la última planta del Flanagans, donde se encontraba el apartamento de la familia, bajó las escaleras corriendo. Su madre siempre le decía que fuera despacio, que disfrutara de todas las cosas bonitas y que pensara en lo que representaban, pero Frankie se había pasado la vida correteando por el hotel. Sabía exactamente qué diseño tenía la moqueta, quién estaba retratado en cada cuadro y que la anterior propietaria del hotel era una mujer llamada Linda Lansing; que las arañas de cristal se limpiaban una vez al año, antes de Navidad, que los suelos de mármol eran resistentes, lo que era una suerte teniendo en cuenta la cantidad de pares de zapatos que andaban sobre ellos todos los días; y que su madre y Elinor habían llegado a lo más alto de la jerarquía a fuerza de trabajo. Podía recitar todo eso incluso dormida.
Tenía que irse lo más rápido posible si quería evitar más preguntas sobre la fiesta de Nochevieja, así que pasó como una exhalación junto a Charles —a esas alturas debía de tener por lo menos cien años —, que le llevaba la maleta a un huésped. Lo saludó con la mano, y él asintió con la cabeza y pestañeó con aire de complicidad.
Después se agachó para pasar por delante de la recepción, porque allí estaba su padre y no le apetecía nada tener que responder a sus preguntas. Se armaría una buena cuando se enterara de que se había ido del Flanagans en Nochevieja, pero sería su madre quien tendría que aguantar el chaparrón. Discutían todas las noches, así que no pasaba nada si aquel día lo hacían por culpa de Frankie. No había en el mundo entero una pareja más infeliz.
Una vez en el exterior del hotel, en Mayfair, se puso los guantes y se levantó el cuello del abrigo de piel. Hacía frío, pero se podía soportar, y tardaría veinte minutos como mucho en llegar al apartamento de Carol, en Covent Garden. Era estupendo escaparse del Flanagans.
Sabía muy bien cómo transcurriría la velada en el hotel, ya había asistido demasiadas veces. Primero, sus padres aparecerían en la escalera, sonrientes, uno al lado del otro, frente a los invitados y los fotógrafos de la prensa reunidos al pie de la escalera, y luego se les acercarían Elinor, su marido, Sebastian y su hija, la cursi de Billie. Su padre saludaría con la cabeza a Sebastian y diría: «Sebastian», y este lo miraría a los ojos, inclinaría la cabeza y diría: «Alexander». Luego reirían sin dejar de mirar a las cámaras, y al día siguiente la prensa hablaría del formidable éxito que Emma y Elinor habían cosechado junto a sus maridos.
La única pega era que su padre y Sebastian se odiaban. Odio quizá era una palabra muy fuerte, pero Frankie siempre había intuido que no se caían bien. Su relación era tan gélida como la que existía entre Frankie y Billie. Si alguien le hubiera preguntado el porqué, Frankie no habría sabido qué contestar. Simplemente, había ciertas personas que no se llevaban bien. En cuanto se apagaran los flashes, su padre y Sebastian se irían cada uno por su lado. El primero pondría mala cara y el segundo se emborracharía. No era la primera vez que pasaban juntos una fiesta de Nochevieja.
A continuación, su madre, Elinor y Billie se pasearían por el salón saludando a los huéspedes. Diana y Carlos seguro que estarían. Y Elton. Su madre se ocupaba de ellos con la ayuda de Elinor y Billie. Amaban a sus huéspedes, sobre todo a los famosos. Si su madre hubiera invitado a Kim Wilde o a Bowie, Frankie habría considerado la posibilidad de quedarse. Pero… ¿Elton?
Habían limpiado las arañas de cristal y los cubiertos durante las semanas anteriores. El personal de servicio llevaba camisas nuevas y tenía orden de hablar con los invitados solo si estos les dirigían la palabra. Las camareras debían recogerse el pelo, ¡y pobre de la que tuviera las uñas cortas y sin pintar! Los hombres no podían llevar bigote, a menos que tuvieran un parecido sorprendente con Tom Selleck, que no era el caso. Su madre les pasaba revista con detalle antes de que llegaran los invitados. Era ridículo, pero así eran las reglas en el Flanagans.
Después de que su padre diera una vuelta para ver que todo estaba en orden, volvería con su madre, la rodearía con el brazo y la besaría en la mejilla. Como si no fuera evidente para todos que ella apartaba la cabeza. Era imposible que Frankie fuera la única que se daba cuenta de que su padre la quería más a ella que ella a él. La reina de hielo, a la que no le importaba nada más que su hotel. ¿Cómo se podía estar enamorado de una persona así? Era algo inconcebible. Pero su padre lo había estado, por lo menos hasta hacía unos cuantos años. Ahora ya solo fingía por el bien del Flanagans.
Sebastian parecía ser el único que no adoraba el hotel, pero quizá fuera por lo mucho que bebía. Tal vez no se diera cuenta de nada. Ni siquiera de cuando sus padres se retiraran con disimulo a su apartamento para enzarzarse en la primera gran discusión del año. Era difícil decir si Elinor era feliz con Sebastian. Él era atento y gracioso, pero empinaba el codo y seguro que eso no tenía ni pizca de gracia.
Las discusiones de sus padres trataban siempre de lo mismo: él se daba cuenta de que ella tenía una gran necesidad de llamar la atención de los hombres y ella decía que no era cierto. A Frankie le parecía que su madre les daba exactamente la misma coba a todos, pero ¿qué sabía ella? Una vez había oído decir a su abuela que su madre era una casquivana. A lo mejor era cierto.
En todo caso, sería maravilloso librarse de todos esa noche.
Frankie dormiría en el apartamento de Carol. Seguro que su madre se moriría si supiera que Frankie y ella se acostaban juntas. Era posible que Tom estuviera en la fiesta y, en ese caso, los tres se entregarían a la cocaína y al amor. En cualquier caso, sería una Nochevieja memorable.
Frankie no abusaba de las drogas, no quería volverse adicta. Pero tomar cocaína de vez en cuando era fantástico. Cuando consumía, era invencible. El sexo se convertía en algo tremendamente ardiente y la vida se volvía en cierto modo cristalina. No es que ella estuviera enamorada ni de Carol ni de Tom, pero el sexo era maravilloso, y llevaba varios años tomando la píldora para no tener que preocuparse. Su madre tenía dieciocho años cuando se quedó embarazada. Seguro que por eso era tan fría. Debía de pensar que le había destrozado la vida. Frankie pronto cumpliría veintidós años, y nunca tendría hijos, porque no iba a repetir los errores de sus padres, ¿verdad?
A esas alturas, ya se había acostado con muchas personas. Se paró en Piccadilly y se puso a contar. ¿Treinta y tres? ¿No eran más? La última vez que lo había pensado, y de eso hacía solo un mes, calculó que debían de ser más de treinta chicos y once chicas. Pero dependía de cómo llevara la cuenta, porque a veces se acostaba con un grupo entero y mantenía relaciones sexuales con todos.
Había mucha gente junto a la estatua. Saludó a un par de chicos que conocía. Uno de ellos había traficado a troche y moche y lo habían pillado, pero por algún motivo se había librado de la cárcel. Buen trabajo. Frankie le sonrió de un modo alentador antes de bajar en diagonal hacia Trafalgar Square.
Cualquier otra madre habría reaccionado airadamente al ver que su hija llegaba a casa con un colocón como un piano, pero la suya se limitaba a suspirar, se ajustaba una hombrera que estaba a punto de escurrírsele y no miraba nunca a los ojos de su hija el tiempo suficiente para ver las pupilas dilatadas y los movimientos bruscos que le provocaba la cocaína. Y su padre estaba tan ocupado mirando a su madre que tampoco se daba cuenta de nada. Así pues, en la familia Nolan uno podía drogarse sin correr ningún riesgo. De todos modos, a nadie le importaba.
Llamó a la puerta del apartamento de Carol. Las alegres voces que salían del interior indicaban que la fiesta había empezado. Tom se acercó. Le metió mano antes de que pudiera quitarse el abrigo y, casi sin saber cómo, había esnifado una raya y se había sumado a la celebración. Fue un Fin de Año sensacional.