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EL DOCTOR ANDREAS Lieberman miró a Sebastian con preocupación.

—Una infección aguda en el páncreas —dijo en su inglés con acento hebreo. Negó con la cabeza y se puso las gafas—. Me parece que ya es hora de que tengamos una conversación seria. —Cruzó las manos sobre el escritorio.

Sebastian soltó un suspiro. Lo que le provocaba aquellas molestias era el alcohol. No era estúpido, sabía que estaba en apuros. No era la primera vez que alguien tenía con él una conversación como aquella.

—Ya lo sé, tengo que dejar de beber.

—Así es. Cuanto antes, de hecho. Te has destrozado el cuerpo con el tabaco y el alcohol, y si quieres llegar a los sesenta, ya es hora de dejarlo. Puedo recomendarte algún terapeuta, si necesitas ese tipo de ayuda para mantenerte a distancia de los venenos; eso es decisión tuya. Pero te lo vuelvo a decir: vas por muy mal camino, Sebastian. Si quieres llegar…

—… a los sesenta, sí, ya te he oído, Andy.

Tenía resaca, había tomado morfina y apenas podía hablar. Solo quería taparse con una sábana limpia y dormir veinticuatro horas seguidas. Menos mal que se había desplomado en casa de su madre y no en la ciudad; eso lo habría complicado más. El doctor Lieberman siempre trataba muy bien a su madre, y por eso lo había atendido tan rápido.

Demonios. Elinor debía de estar hecha una furia porque no se había presentado a su cita. Mañana se encargaría de eso, ahora solo quería volver al apartamento que había alquilado y dormir.

Miró al médico a los ojos.

—Yo me ocupo. Gracias por querer ayudarme.

—Ha llamado tu mujer. En tu lugar, yo pondría todas las cartas sobre la mesa y le diría lo que hay. Todo es más fácil si la familia está al corriente de ciertos problemas.

—Gracias, lo hablaré con ella.

«Mañana —pensó—, mañana lo haré.»

 

 

PESE AL CALOR de aquel día de finales de primavera, en el interior de la casa el ambiente era gélido. Elinor miraba a Sebastian como si este le hubiera hecho algo, cuando en realidad era ella la que le había provocado un dolor tan grande que él había intentado curárselo con alcohol.

—Quiero que le digas a tu madre que nunca volverá a poner los pies en esta casa.

—¿Mi madre? ¿Ha estado aquí?

—Sí, intentó abrir la caja fuerte y me dijo que no soy propietaria de la casa, que es de su propiedad.

—Puede que así sea, pero nos ha dejado vivir aquí.

—Yo siempre la he considerado nuestra casa.

—Sí, ha sido la casa de nuestra familia.

—Quizá deberías ajustar las cuentas con tu madre, porque tiene la intención de echarme. Ayer lo dejó muy claro.

—Echarte… ¿por qué?

—Porque al parecer le has dicho que nuestro matrimonio está al borde de la ruina. ¿Cómo pudiste decirle eso? Ya sabes que me odia.

—No te odia, solo es que tiene… problemas con ciertas cosas. Pero «odio» es una palabra muy fuerte.

—Quita a la vieja de mi vida, Sebastian. Resuelve el asunto de la casa. La mitad es mía.

—Mejor empecemos por asegurar que sea mía también sobre el papel, y luego ya veremos.

—¿Ya veremos qué, Sebastian? ¿Si vas a ser generoso o no? Por Dios, soy la madre de tu hija.

—Y la que me podría haber dado un hijo.

—Que habría tenido un padre alcohólico.

Eso era precisamente lo que él sabía que le echaría en cara. Todo era siempre culpa suya. Culpa del alcohol. Culpa de su familia. Culpa de los demás. Nunca era culpa de Elinor. Nunca había conocido a una persona que tuviera tanto miedo de no ser perfecta.

—¿Qué te ha dicho el médico? —preguntó su esposa.

—Que tengo que dejar de beber, pero eso tú ya lo sabías, ¿verdad?

—Sí, no necesito un médico para saberlo —dijo ella—. Pero tú no fuiste allí por eso, ¿verdad?

—No, me desplomé de dolor en casa de mi madre y ella se encargó de que el doctor me visitara. Inflamación de páncreas. No te imaginas cuánto me dolía.

—¿A causa del alcohol?

Él asintió.

—Y antes de que lo preguntes, sí, quiero dejar de beber, otra vez.

—Bien.

—Deberíamos hablar de nosotros —dijo él con voz apagada.

¿Todavía existía tal cosa? Cuando la miró, ella se sintió como si fueran dos desconocidos. Y era evidente que él lo entendió. Su madre era única en su género, y se arrepentía de corazón de haberse quejado delante de ella. Le pareció excelente que Elinor hubiera abortado. Había dicho que ya había muchos con aquel color de piel.

Sin embargo, no desaprovechó la oportunidad de apretarle los tornillos a su nuera y amenazarla con el desahucio. Una jugada estupenda si quería hacerle daño a Elinor, que había construido un hogar con tanto amor. No había nada en aquella casa que no tu tuviera su impronta. Era ella quien había adquirido las obras de arte. Los muebles, las alfombras, las cortinas y todo lo que había en la cocina los había elegido su mujer. Lo único que Sebastian había decorado por su cuenta era su despacho, y por eso tenía un sofá naranja.

—Has dicho que quieres divorciarte, Sebastian. Yo nunca he pronunciado esas palabras, de forma que te toca a ti, supongo.

—¿A qué te refieres? ¿A tomar una decisión al respecto?

—Sí.

—¿Todavía crees que nuestro matrimonio se puede salvar?

—Sí, lo creo. Esta primavera estuvimos muy bien juntos y nos reencontramos. Pero es una cosa que tenemos que desear los dos.

—No puedo digerir lo del aborto.

—¿Y no crees que con el tiempo…?

Sebastian negó con la cabeza.

—Ahora mismo me parece imposible.

—¿Ya has decidido que te quieres divorciar? ¿Es por eso por lo que querías que nos viéramos? Yo creía que hablaríamos, no que me comunicarías una decisión. —Sebastian no sabía si Elinor estaba enfadada o triste. Estaba llorando, pero podía ser porque estaba enfadada.

—Así quizá entiendas mis sentimientos en lo que respecta a tu decisión.

—Yo siempre he entendido tus sentimientos, pero tú no has hecho el menor esfuerzo por comprender los míos.

—¿Estás enfadada o triste? —preguntó Sebastian al ver que ella seguía llorando.

—Las dos cosas. Estoy muy triste porque estoy casada con un hombre que no me apoya, y estoy enfadada por la misma razón. Me has abandonado cuando deberías haber cuidado de mí. Y no es la primera vez. Me has engañado con otras durante muchos años, te has emborrachado hasta perder el conocimiento y has dicho cosas que yo ni siquiera podía repetir al día siguiente; le has hablado de nuestros problemas a tu madre, que no me soporta, y me has confundido al hacerme creer que esta casa era nuestra. Me has roto el corazón, Sebastian.

—Y tú has roto el mío. Yo deseaba tu compañía y tu cariño, sexo y una vida en común, pero tú siempre has antepuesto el Flanagans a todo lo demás. Nadie podía perturbar tu mundo perfecto, y menos aún un marido que necesita a su mujer. Creo que me consideras débil, lastimoso y patético. Y ¿sabes qué?, he comprado esa imagen y la he hecho mía. Pero no quiero seguir siendo así. Estoy de acuerdo contigo en que lo que sucedió en la Toscana fue maravilloso; volver a encontrarnos de esa manera, pero luego decidiste no hablar conmigo sobre el aborto. Comprendo que eras tú quien debía tomar la decisión, pero por lo menos podríamos haberlo discutido, ¿no te parece?

Tomó aliento y trató de contener el nudo que tenía en la garganta. Si empezaba a llorar, estaba seguro de que diría que era porque sentía lástima de sí mismo. Pero ¿sería algo tan raro? ¿Ella nunca se compadecía de sí misma? Se podría decir que no. Su mujer perfecta tenía sentimientos perfectos. En ese terreno no pecaba ni por exceso ni por defecto. Siempre serena y controlada, jamás perdía la compostura, como le pasaba a él con frecuencia.

Todo lo que había dicho era verdad. Él nunca lo había negado, ni sus deslices amorosos ni las tonterías que era capaz de soltar cuando estaba borracho. Había sido todo lo contrario a un marido ejemplar. Y casi habría sido un alivio que ella también hubiera sido capaz de perder el control alguna vez.

—Entonces, ¿dónde estamos, Sebastian? —le preguntó en voz baja—. ¿Nuestro matrimonio se ha acabado?