EMMA SE ALEGRABA mucho de la visita de Linda. Se había asegurado en persona de que en la suite estuviera todo a punto, de que en la mesa hubiera el chocolate favorito de Linda y de que las rosas amarillas adornaran tanto el dormitorio como la sala de estar. Eran las flores favoritas del padre de Linda, y Emma sabía que a ella le encantaba verlas en el Flanagans. En su honor, durante esa semana el comedor y el salón del hotel también estarían decorados con las mismas flores.
Los miembros del personal de los tiempos de Linda que quedaban estaban igual de emocionados que Emma, dado que había sido una directora muy querida y no había sido fácil de sustituir.
Aunque Emma y Elinor eran quienes habían demostrado más ambición y las que habían trabajado más duro de todos los empleados, para muchos veteranos fue demasiado que Linda les cediera el hotel en propiedad. Pero nadie más había sacrificado tanto por su trabajo. A base de esfuerzo, las dos amigas habían pasado de la cocina del sótano a los salones, y de allí al apartamento del director porque lo merecían, pese a lo que dijeran algunos.
A Linda no le habían importado lo más mínimo esos comentarios.
—Tendríais que haber visto lo que pasó cuando tomé el relevo de mi padre al frente del hotel —había dicho, riéndose—. Mis primos y la mayoría de los empleados pensaron que era algo terrible. Primero habían querido a mi padre y luego habían temido a Laurence. Cuando llegué, era una hoja en blanco de la que nadie sabía nada. Me costó muchos años demostrar que era una buena directora.
Al día siguiente Linda, lady Mary, Elinor y Emma se encontrarían y «conferenciarían», como ellas decían. Terminarían pronto con el papeleo y las cuestiones relativas al hotel. El Flanagans se gestionaba con minuciosidad y Linda se sentiría satisfecha. Después de hablar sobre la transformación del comedor del desayuno en club nocturno, dedicarían el resto del día a los cotilleos, las risas y los recuerdos. Beberían té en el salón, cenarían en el comedor y a la mañana siguiente disfrutarían de un desayuno muy largo bajo las arañas de cristal que el padre de Linda tanto apreciaba.
Cuando llegó, justo después de las ocho, Elinor no parecía nada descansada.
Emma sirvió una gran taza de café con leche y se la dio a Elinor.
—Toma, bebe —dijo.
—¿Hay algo para comer? —preguntó Elinor—. No he desayunado.
—¿QUIERES QUE LLAME por teléfono? ¿Huevos y beicon?
—Uf, no, ¿no tenemos galletas o algo parecido?
—Sí. —Emma abrió el cajón de su escritorio, sacó un paquete de galletas y lo dejó sobre la mesa.
Elinor lo abrió y se metió rápidamente dos galletas en la boca que hizo bajar con varios tragos de café.
—Nos vamos a divorciar —dijo después, y se secó la boca con la mano. No usar una servilleta no era propio de Elinor, pero un divorcio llevaba a la gente a hacer cosas muy raras. No había más que ver a Emma, que después de divorciarse había acabado acostándose con su exmarido.
—Vaya. ¿Cómo te encuentras? —le preguntó.
—Bien —respondió Elinor y alargó la mano en busca de otra galleta.
Emma apartó el paquete.
—¿Bien?
—Por lo menos mejor de lo que creía. Dame las galletas.
Le acercó el paquete.
—¿Por qué os divorciáis?
—Pregúntaselo a mi marido. A lo mejor quiere ahogar sus penas en alcohol sin avergonzarse por que yo esté delante.
—¿Vuelve a beber?
—Sí, hasta el punto de que tuvo que ir al médico. Al de su madre —dijo Elinor, limpiándose con la lengua una miga que se le había quedado en la comisura de los labios—. ¿Sabías que ella es la propietaria de nuestra casa?
—¿Tu suegra?
Elinor asintió.
—Lo más probable es que tenga que marcharme.
—Pues vivirás aquí, nos repartiremos el apartamento. Hay dos dormitorios.
—No, mientras tanto prefiero vivir en mi pequeña suite. Es más que suficiente, y cuando Billie venga en verano, seguro que podrá vivir en casa de Sebastian, si a su madre no se le ocurre vender la casa.
—Elinor, ¿has tomado alguna medicina?
—¿Qué? No. ¿Por qué lo preguntas?
—No pareces tú.
—Nunca me había divorciado antes. Puede que esté en estado de shock. —Partió una galleta y le ofreció a Emma un trozo.
—No, gracias. Sí, te pasa algo, porque no pareces tú. —Emma miró detenidamente a Elinor, que mordisqueaba la galleta como si fuera un hámster.
—Bueno, anoche Sebastian me dio algo cuando estaba muy triste, quizá había algo en esa pastilla. Fuera lo que fuera, funcionó, porque dejé de llorar enseguida y he dormido como un tronco toda la noche.
Claro. Emma arrugó la frente. Sebastian debía de tener una farmacia entera en casa. Pero Elinor no estaba acostumbrada y debería haberla dejado llorar en vez de intentar mitigar lo que le hacía daño. Dios mío, todavía estaba drogada, al cabo de doce horas. La cuestión era si estaría en condiciones de recibir a Linda y a Robert.
—No me siento destrozada, ¿debería estarlo? —dijo Elinor.
—No, pero quizá tampoco tan contenta —respondió su amiga.
—No sé si estoy contenta, pero en todos estos años me ha dado pánico la idea de que él me dejara, y ahora no siento casi… nada.
—¿Habrías elegido tú también el divorcio?
—No. Ha sido decisión suya al cien por cien. Pero eso no significa que tal vez sea más fácil de aceptar de lo que creía.
Sebastian era libre. ¿Todavía significaba algo para ella? Emma intentó sentir alguna cosa, lo que fuera, pero solo experimentaba indiferencia.
—¿Qué pasará ahora? —le preguntó.
—No lo sé. Supongo que uno de los dos tendrá que irse, y si mi casa ya no es mía, tendré que ser yo.
—¿Habrías preferido quedarte tú?
—Quizá no. Es demasiado grande para una persona, que además nunca tiene invitados. Es probable que Billie no vuelva más que en vacaciones. El día que mis padres sean mayores y estén delicados, me gustaría que vivieran conmigo, pero por suerte todavía no hemos llegado a ese punto. Cuando llegue ese día, a lo mejor ya me habré comprado una casa. No en Belgravia, porque nunca me lo podré permitir, pero sí fuera de la ciudad.
Después de cinco galletas y dos tazas de café volvía a ser la de siempre. Estaba pálida, pero no tan acelerada como hacía solo un rato.
—¿Te sientes con fuerzas para recibir a Linda? —preguntó Emma.
—Sí, tengo ropa y maquillaje en la suite. ¿Cuándo llega?
—A las cinco.
Elinor echó un vistazo al reloj de la pared.
—Entonces tengo el día entero para mí. —Y entonces fue como si el tranquilizante hubiera dejado de hacer efecto y se echó a llorar—. Quise tenerlo todo —dijo sollozando—. Eso siempre se castiga.
—No digas eso. ¿Qué has deseado que no fuera lícito?
—Se me castiga por lo que he hecho para conseguirlo. Y no sé cómo voy a librarme de la culpa.