—¿ME SUBES LA cremallera, por favor? —Emma se miraba en el espejo del armario del apartamento del Flanagans. El reluciente vestido plateado no era nuevo, pero seguía siendo bonito. Lo combinaría con pendientes de strass y un pequeño clutch; eso sería suficiente. Sería un suplicio llevar toda la noche aquellos tacones tan altos, pero era Nochevieja y no había otra opción.
Alexander le subió lentamente la cremallera y la besó en la nuca. Ella se estremeció, pero no de placer.
—Ahora no —dijo, dirigiéndose a su tocador.
—Tampoco me había hecho ilusiones —le comentó su marido—. ¿Estás lista? —preguntó mientras se anudaba la corbata frente al espejo.
—Enseguida. Solo tengo que ponerme los pendientes —repuso ella al tiempo que abría el joyero—. Pero tengo que hacer un par de cosas en el despacho. Quizá me lleve un cuarto de hora. Tómate una copa mientras tanto. —Le sonrió mientras se prendía un pendiente en el lóbulo de la oreja.
—Te acompaño.
—No, no. No hace falta. Te daré un toque cuando esté lista. Tómate una copa —volvió a proponerle.
No le importaba demasiado si lo hacía o no. Necesitaba unos minutos para ella sola antes de que empezara la celebración. En cuanto bajara al salón, apenas podría respirar hasta mucho después de medianoche, y todavía faltaban muchas horas hasta entonces. Emma no se sentía con fuerzas en ese momento para pensar en Frankie, pero no podía quitársela de la cabeza. ¿Volvería a sentirla cerca? Tiempo atrás habían estado muy unidas, y lo echaba tanto de menos que le dolía en el alma. Pero ¿qué podía hacer?
Alexander, como si le hubiera leído el pensamiento, le preguntó:
—¿Dónde está nuestra hija?
—No lo sé. Se ha escapado hace un rato. Seguro que pensó que no me daría cuenta.
—¿No va a pasar la noche con nosotros? —preguntó Alexander, mirando a su esposa con asombro.
Ella meneó la cabeza compungida.
—No lo creo.
Por primera vez tendrían que celebrar el Año Nuevo sin Frankie.
BILLIE SALIÓ DE su habitación en la gran casa del barrio de Belgravia, y se encontró a su padre en el vestíbulo.
—¡Qué guapa estás! —la alabó Sebastian con total sinceridad, y sonrió—. ¿Dónde está tu madre?
—Estoy aquí —anunció Elinor nada más aparecer en la puerta del dormitorio.
Su esposo silbó.
—¡Corta el rollo, papá! —dijo Billie—. ¿Nos vamos?
El vestido ajustado que llevaba su madre le marcaba todas las curvas del cuerpo, y su tez morena brillaba por efecto de la crema con la que se embadurnaba la cara. Billie se sentía ridícula al lado de aquellos padres tan atractivos. Su piel era mucho más pálida que la de su madre: por sus venas corría la sangre de demasiadas personas blancas como lo nieve. Su madre era más guapa que ella, aunque fuera mayor; aquello no tenía ni pies ni cabeza. El vestido que llevaba Billie tampoco mejoraba las cosas. ¿No era ella la que debería llevar un vestido tubo?
Sebastian le ofreció un brazo a cada una de ellas y así recorrieron el pasillo hacia la escalera.
Billie odiaba que Frankie se hubiera emancipado hasta el punto de que pudiera despreciar una Nochevieja en el Flanagans. A ella ni siquiera se le habría ocurrido decir que no quería asistir a la fiesta. Como de costumbre, dentro de un momento estaría entre su madre y su padre en la famosa escalera del Flanagans, sintiéndose como una niña, pese a que pronto cumpliría veintidós años. A su edad, su madre ya era la primera directora negra del Flanagans, se había casado con su padre y había tenido una hija.
¿Y qué hacía Billie con su vida? Nada, hasta el momento. No tenía que trabajar para ganar dinero, porque su padre se lo daba cuando su madre no lo veía, y aunque cursaba algunas asignaturas sueltas y trabajaba en el hotel, lo que se dice hacer, no hacía nada.
Por otro lado, Frankie se comportaba como una fulana, bebía, se drogaba y desaprovechaba sus privilegios. Aunque tampoco es que hiciera las cosas de manera más razonable que Billie. Frankie era guapa, de una inteligencia deslumbrante y tenía una respuesta preparada en cualquier situación; había superado todos los cursos sin ningún esfuerzo y con unas notas brillantes a pesar de que la habían expulsado por su descaro, mientras que Billie había tenido que hincar los codos para acabar obteniendo peores notas que Frankie. Era la mar de injusto. Billie era siempre formal, y por eso llevaba aquel vestido tan poco sexy y parecía que tuviera catorce años.
«Mil novecientos ochenta y tres será mi año», pensó en el coche de camino al Flanagans. «Se lo demostraré a todos.»
ELINOR SE ACERCÓ un par de pasos hacia Emma cuando sus respectivos maridos y Billie las dejaron solas después de las habituales fotografías de familia en la escalera. Ahora se disponían a inmortalizar solo a las propietarias.
—Creo que Sebastian tiene otra aventura —susurró al oído de Emma.
—¡Vaya! ¿Por qué lo crees?
—No lo sé. Es solo una sospecha. —Mostró una sonrisa gélida y saludó a alguien que conocía mientras continuaba susurrando—: ¿Qué harías si se tratara de Alexander?
Emma se encogió de hombros.
—Casi deseo que tenga una amante. Me casé con él solo por Frankie, ya lo sabes —dijo con sinceridad.
—Ya lo sé. Pero también sé que has llegado a quererlo mucho con los años. —Elinor saludó a otro conocido que estaba al pie de la escalera. Eso les encantaba a los fotógrafos, que disparaban los flashes sin parar. A su alrededor deambulaban hombres y mujeres vestidos de fiesta.
—¿Qué harás si vuelve a serte infiel? —quiso saber Emma.
Las infidelidades de Sebastian afectaban mucho a Elinor. Había perdido la cuenta de las veces que la había herido. Los últimos diez años habían sido muy duros.
—No lo sé —susurró.
—¿Lo sigues queriendo? —preguntó Emma.
¿Qué podía responder Elinor? Por muy duro que fuera de vez en cuando, era incapaz de imaginarse la vida sin su familia. Tendría que superar también ese mal trago.
—Sí, claro, pero ¿un matrimonio no es más que el amor? —dijo—. Siempre he pensado que es algo más grande, una relación implica muchas cosas que no tienen nada que ver con el amor. Nos hemos comprometido para lo bueno y para lo malo, somos una familia. Quiero a mi familia.
—En mi opinión, lo tienes todo. Un hombre al que quieres, una hija divina con la que te llevas bien y un trabajo que te hace feliz. Además, estás sana. —Antes de darse la vuelta, Emma sonrió por encima de la barandilla hacia la lente de una cámara.
Su amiga soltó una risita.
—Tienes razón, lo tengo todo. —Se le hizo un nudo en el estómago. «Eso significa que puedo perderlo todo», pensó cuando sus miradas se cruzaron. Luego le hizo la misma pregunta de siempre—: ¿Qué deseos tienes para el nuevo año?
—Que Frankie y yo volvamos a estar unidas —afirmó Emma sin dudar—. ¿Y tú?
—Que mi matrimonio sobreviva a 1983.
Después de una leve inclinación de cabeza y una sonrisa que confirmaba la profunda amistad y confianza que se tenían bajaron la escalera y fueron, cada una por su lado, a atender a los invitados del Flanagans.
El nudo en el estómago de Elinor seguramente también se acabaría aflojando en esa ocasión.