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LINDA Y MARY casi echaron a Emma. Afirmaron que podían encargarse del Flanagans un par de días sin el menor problema. Es más, parecía que a las dos les parecía estupendo volver a estar al frente del hotel.

—Vete a Francia a ver a tu hija —dijo Mary—. Que los hijos pidan una visita no es algo que pase muy a menudo.

—¿Estáis seguras? Tú tenías que volver a Bergsbacka.

Linda sacudió la mano.

—Sí, pero Bergsbacka seguirá estando en su sitio. Este año voy a pasar mucho tiempo allí. —Se sentó y se arrellanó en la vieja silla de escritorio de su padre, que estaba en una esquina como un recuerdo del pasado, justo debajo de su enorme retrato. Emma y Elinor no habían cambiado nada en el despacho cuando tomaron el mando. Se limitaron a subir los escritorios que tenían en sus antiguos despachos del sótano y a colocarlos el uno frente al otro.

—De acuerdo. Mientras tanto, podéis seguir hablando del club nocturno —dijo Emma con una sonrisa—. Si vais a encargaros de mi trabajo, no podéis holgazanear.

—Anda, lárgate. Y diles a Frankie y a Alexander que los echo de menos —le pidió Linda, que en su día había fichado a Alexander cuando trabajaba en el Ritz.

—Se lo diré.

 

 

EL VIAJE EN coche hasta Dover le llevaría poco más de dos horas. Emma había metido tres casetes en su bolso, y cuando entró en la autopista subió el volumen del reproductor del coche. «Put on your red shoes and dance with me», cantó, moviendo el trasero en el asiento de piel mientras conducía hacia el sur.

Aquella semana había sido estupenda. Reuniones productivas, la cena con Linda y Mary, y, como guinda, la llamada de Frankie. Incluso Elinor había revivido, y bien que lo necesitaba, porque la pobre se había quedado sin energía. Emma ya solo pensaba en Sebastian con indiferencia. Todo lo que había sentido por él había desaparecido. Había sido la huida de un profundo dolor y, luego, una fantasía de la que nunca se había podido liberar. Viviría el resto de su vida con la vergüenza por lo que le había hecho a Elinor. Que él fuera el padre de Frankie, que la atracción por él hubiera sido demasiado fuerte después de la muerte de Edwin, no eran excusas. Si Elinor llegaba a enterarse, su amistad terminaría para siempre, y Emma solo podía rezar por que Sebastian ya hubiera castigado lo suficiente a su mujer y no le revelara aquella aventura. Ella nunca lo entendería, puesto que era de una bondad sin fisuras, y una traición como aquella…

Volvió en sí. Ahora quería centrarse únicamente en su hija. Cuántas ganas tenía de llegar a Calais para poder abrazarla.

«Little China giiiiiirl», canturreó, y decidió que le preguntaría a Frankie si no podían ir juntas a ver a David Bowie. Podía conseguir buenas entradas para Wembley en junio, si Frankie se decidía a ir a casa unos días.

 

 

EN EL FERRY entre Dover y Calais, Emma se situó en la borda y se colocó las gafas de sol en la cabeza. El buen tiempo aguantaba. El verano no tardaría en llegar, y en el Flanagans se alojarían más turistas que hombres de negocios y estrellas del pop. Los turistas podían ser puntillosos. En la carta del día había condimentos a los que no estaban acostumbrados, o el té estaba demasiado fuerte o demasiado aguado, según el lugar de donde procedieran. Los días lluviosos eran un desafío, mientras que los días de sol los turistas sonreían un poco más.

Emma había metido un bikini en la maleta por si Frankie quería que tomaran el sol, pero en realidad no sabía los planes que tendría su hija. Le daba igual lo que hicieran con tal de que estuvieran juntas. Se sentía feliz por primera vez desde hacía mucho tiempo.

La travesía aún duraría otra hora, y para que el tiempo pasara más deprisa, fue a la cafetería, pidió té en una taza de cartón, se sentó a una mesa y tomó un sorbito. Sobre la mesa tenía también su periódico, pero estaba demasiado nerviosa para leer. Se dedicó a mirar a la gente. A bordo del ferry había una mezcla alegre de turistas británicos, franceses y de otros países. Parecía que era la única que viajaba sola. Bueno, quizá ahora estuviera soltera, pero no se sentía sola. En realidad, hasta ahora no había podido vivir la vida que había soñado a los dieciocho. Aunque, desde luego, habían pasado muchos años desde entonces. Si se tenían sueños, no era óptimo tener una hija y casarse antes de cumplir los veinte. El humor de Frankie cuando era un bebé no la dejaba dormir, y cuando nació su segundo hijo, Emma olvidó lo que era dormir una noche entera. No obstante, en comparación con su exigente hermana mayor, Edwin había sido un ángel.

El mérito de la supervivencia del matrimonio no había recaído en ella; el hecho de que, pese a todo, hubieran continuado juntos durante tanto tiempo había sido mérito exclusivo de Alexander. Ella había huido, tanto de pensamiento como de acción, cosa que él nunca había hecho. Había sido firme como una roca y, en su interior, lo había dado por descontado. Había muchas cosas dentro de sí con las que había entrado en contacto después del divorcio y la sobredosis de Frankie. Una vulnerabilidad que siempre había escondido muy bien.

Ser rechazada por su hija era una medicina amarga, y en su desesperación, Emma había pensado muchas veces que la culpa era suya. Tuvo que reconocer que tras la muerte de Edwin había tenido mucho miedo de perder también a Frankie, y en lugar de acercarse a su hija, la había alejado para aproximarla a Alexander. Como si él debiera protegerla de todo mal, puesto que ella no había sido capaz de hacerlo.

Emma sintió que, al pensar en él, la invadía una oleada de gratitud. Era un hombre fantástico. Y, siendo sincera, quizá sintiera algo más que eso. Aunque ahora no tenía ninguna importancia, puesto que estaba allí solo para ver a su hija.

Cuando estaban a punto de llegar, fue hacia su coche, como todos los demás pasajeros. Por lo que había visto en el mapa, tardaría unos diez minutos en llegar a Calais, y luego por fin vería a Frankie.

 

 

¡MALDITO MAPA! TREINTA minutos después de salir del ferry se detuvo irritada en la cuneta de la carretera para mirarlo otra vez. Derecha, derecha, izquierda, recto, y luego a la derecha otra vez. Eso era exactamente lo que había hecho. Y por el otro carril, además, porque a los franceses no les daba la gana de adaptarse al sistema de circulación de Inglaterra.

Al reincorporarse a la carretera condujo a paso de tortuga para que le diera tiempo de leer los letreros. Según las revisiones anuales, su vista estaba perfectamente. Los letreros franceses eran demasiado pequeños, ese era el problema. «Francia tiene muchas cosas que mejorar», pensó.

Cuando llegó finalmente al hotel donde se alojaría, estaba empapada. Las ventanillas bajadas eran una pobre defensa contra aquel calor. Tenía el pelo completamente alborotado por culpa del aire, y, cuando se miró un momento en el espejo, vio que el rímel se le había corrido. Estaba tan cansada de David Bowie que tenía ganas de tirar el casete a la basura, y ya se le había quitado de la cabeza lo del concierto de Wembley.

Metió todo lo que había dejado en el asiento del copiloto en el bolso, y, al alzar la vista, vio a Frankie y a Alexander sonriendo.

Emma se asomó por la ventanilla.

—Una palabra y me voy de vuelta.

Mientras abría la puerta del coche y salía, no quitó los ojos de su pequeña familia. O de lo que quedaba de ella, según se mirara.

—¿Ya habéis visto bastante? ¿Vamos a ver si me dan una habitación?

Frankie hizo balancear una llave.

—Tienes una habitación muy bonita gracias a papá. Conoce a todos los hoteleros de la zona.

Emma agarró la llave.

—¿Suite o habitación?

—Habitación.

—¿Con ducha?

—Sí.

Emma respiró aliviada.

—¿Vamos?

Alexander carraspeó.

—Parece que estoy invitado a cenar con vosotras —dijo—. Espero que no tengas nada en contra.

—En absoluto. Nos vemos luego, pues. ¿A qué hora? ¿A las siete, como siempre? —Cuando él asintió, Emma sonrió y se volvió hacia Frankie—. Prefiero abrazarte cuando me haya lavado, ¿te importa? Estás tan guapa con este… —Miró la vestimenta de su hija con aire indeciso.

—Caftán.

—Eso, gracias. Supongo que no querrás que te lo manche de sudor.

—Pues no, la verdad. Me lo he comprado en un mercadillo que montan en una plaza.

Emma sonrió.

—Ven conmigo, no tardaré nada. —Se despidió de Alexander con la mano—. Nos vemos dentro de un rato.

 

 

MIENTRAS SE DUCHABA, cantó en voz alta la última canción que había escuchado en el coche y siguió canturreándola mientras se secaba. «And I've been putting out the fire with gasoline. Putting out the fire. With gasoliiiiine.»

Frankie asomó la cabeza dentro del cuarto de baño.

—Lo siento, mamá, pero no tienes oído para la música.

—No sabes lo que dices. Si continúas hablándome así, no sacaré dos entradas para el concierto que Bowie dará en Wembley en junio.

—¡No fastidies! ¿Puedes conseguirlas? Tendré que pensar en a quién voy a invitar.

Emma se quedó mirando a su hija. ¿Qué quería decir? Lo entendió todo al ver la sonrisa burlona de Frankie.

El corazón se le inundó de amor y golpeó a su hija con la toalla.

 

 

FRANKIE QUERÍA ENSEÑARLE el centro histórico de Calais a su madre, y enseguida llegaron a los callejones que bullían de gente entre tiendas de souvenirs, galerías de arte y pequeños restaurantes.

—Quiero hablar sobre Edwin —anunció Frankie mientras toqueteaba un fular de colores claros de una tienda en la que vendían de todo.

—Muy bien —dijo Emma. Estaba sedienta, y en ese momento iba a abrir la nevera que había junto a la caja.

—Siempre creí que había sido culpa mía.

Emma se detuvo en pleno movimiento.

—Pero, Frankie, ¿cómo puedes pensar eso? —Miró a su alrededor—. Vamos a sentarnos ahí fuera, en la fuente. Solo un momento… —Agarró dos latas de refresco y dejó diez francos en el mostrador de la caja—. Merci —dijo, apresurándose a seguir a su hija.

—¿Has cargado con eso todos estos años? —le preguntó cuando se hubieron sentado. Abrió la lata de naranjada y se la dio a Frankie.

La joven asintió.

—Aunque lo había reprimido a medias. Es muy difícil de explicar. Lo había casi olvidado, pero no del todo. —Bebió un par de tragos—. Cuando vi los dibujos fue como si todo encajara.

—¿Has hablado con papá?

—Sí, es muy fácil hablar con él. Hemos charlado mucho desde que llegamos aquí. Ha sido como descubrirlo de nuevo. Yo lo veía como un calzonazos, pero ahora que está aquí es como si fuera más libre.

—A papá siempre se le ha dado bien escuchar a los demás. Me alegro de que pueda ayudarte. —Que Frankie se culpara a sí misma… —Siento mucho que hayas tenido que llevar ese peso tú sola. Tenías once años. —A Emma se le hizo un nudo en la garganta cuando pensó en lo abandonada que debió de sentirse su hija. Intentó beber un poco, pero le resultaba casi imposible.

Frankie apoyó la cabeza en el hombro de su madre.

—Y yo siento haberme portado tan mal contigo. He estado pensando en por qué lo he hecho y creo que te culpaba por no haber evitado que le cortara el camino a Edwin. Si lo hubieras hecho, él no habría… ya sabes.

—Creo que tienes razón —murmuró Emma con la boca contra el pelo de Frankie—. Pero esto no cambia el hecho de que fuera un accidente. Si hubiera podido hacerlo… Pero todo fue muy rápido, no pude avisarte a tiempo.

—Ya lo sé. Ahora entiendo lo que no comprendí cuando era pequeña. Hay ciertas cosas que tan solo ocurren, y son tan horribles que la gente prefiere intentar olvidarlas en lugar de hablar de ellas. Pero en mi cabeza se volvieron cada vez más grandes. Todo lo que decías y hacías para mí era como una especie de prueba de que no te importaba. Y si eras una madre a la que no le importaban sus hijos, toda la culpa era tuya, no mía. Aunque no fue así, mamá. Fue un accidente.

Las lágrimas de Emma mojaban el pelo de Frankie.

—Quiero que intentemos ser amigas, mamá. Como Elinor y Billie. —Pensó un poco lo que acababa de decir—. Aunque nunca seré tan tonta como ella, para que lo sepas.

—Yo también lo deseo, Frankie. Más que nada en el mundo.