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EN SU HOTEL de Uppsala, Elinor estaba arrodillada ante la taza del váter, pensando en lo que Billie había dicho de su novio. Trabajaba en el bar. En un hotel. El mismo hotel en el que se había alojado la última vez que estuvo en Uppsala.

¿Sería posible? ¿De verdad podía ser Dios tan indecente? ¿Qué había hecho ella para provocar su cólera? Elinor alargó el brazo en busca de la toalla. Por supuesto, no podía ir a aquella cena, era imposible. Diría que estaba mal del estómago, lo que por otro lado no era mentira.

Había oído decir que a los cuarenta la vida era perfecta. Los hijos ya eran mayores, una tenía más tiempo para su relación y se encontraba en una buena posición económica. Pero Elinor tenía la sensación de que debía volver a empezar. Con todo.

Esa era la gota que colmaba el vaso. Pero no podía negarse a conocer al novio de Billie, era algo impensable. Se levantó con esfuerzo del suelo frío, entró en la habitación arrastrando los pies y sacó la agenda donde tenía el número de teléfono de su hija. Tenía el pulso acelerado cuando marcó el número y le pidió a ese Dios que parecía odiarla que fuera amable por el bien de su hija.

—¡Billie! —gritó alguien que había contestado al teléfono del corredor de la residencia de estudiantes—. Tu madre.

Justo después oyó:

—Mamá. ¿Qué ocurre?

—Estoy mal del estómago —dijo Elinor—. Esta noche no puedo salir.

—¡Oh, no! Hoy que ibas a conocer a Karl-Johan… —La voz de su hija traslucía una enorme decepción.

—Lo sé, cariño. Es una pena. —Estaba convencida de que mentía para proteger a Billie—. Pero te prometo que, me encuentre como me encuentre, mañana por la tarde estaré en el estreno.

—¡Socorro! ¿Y si me has contagiado? —dijo Billie.

—Creo que ha sido algo que comí en el avión. —De su boca salía una mentira tras otra y se sonrojó de vergüenza.

—Yo también lo espero. De acuerdo, acuéstate pronto y hablamos mañana.

—Gracias, corazón. Que duermas bien.

 

 

ELINOR DURMIÓ MUY mal y tuvo unos sueños que no la dejaron en paz, y cuando se despertó por la mañana, no había descansado casi nada y no había comido ni un bocado en casi veinticuatro horas.

¿Era posible que tuviera realmente una gripe intestinal? Se sentía mejor pensando eso y no que se encontraba mal porque era mala persona. Pidió que le subieran el desayuno a la habitación con el firme propósito de recuperarse durante el día, porque no quería perderse el estreno de Billie por nada del mundo. Cuando acababa de servirse la primera taza de café, sonó el teléfono.

—Hola, cariño, ¿cómo te encuentras? —contestó.

Al otro extremo de la línea se oyó un carraspeo y Sebastian respondió:

—Eh… muy bien. ¿Y tú?

Elinor se rio sorprendida.

—¡Anda! Creía que era Billie.

—Estoy en el hotel. ¿Te encuentras bien? ¿Puedo subir?

—¿Estás aquí? ¿Ahora? —Confusa, echó una mirada por la habitación buscando su bata—. Claro, ven.

Cuando Sebastian llamó a la puerta, Elinor estaba justo detrás. Incluso había tenido tiempo de ponerse unas bragas.

—Entra. No tenía ni idea de que vendrías al estreno de Billie.

—No me dijiste nada.

—Teníamos otras cosas de las que hablar, y doy por sentado que llamas a tu hija de vez en cuando —dijo Elinor, cerrando la puerta—. ¿Quieres café o té? —Había pedido las dos cosas porque no sabía cuánto tiempo se quedaría en la habitación—. Hay tostadas y… —agarró una servilleta blanca de un cesto— huevos.

Sebastian se sentó en la única butaca de la habitación y miró a su alrededor.

—Puedo tomar una taza de té. ¿Por qué has reservado esta habitación? ¿No tenían suites?

—A mí estas cosas no me importan tanto como a ti —dijo con una sonrisa—. Además, pronto seré una mujer divorciada y tengo que empezar a pensar en mis gastos. —Le sirvió el té y por un momento pensó en volcar la taza para que el té le cayera sobre las rodillas.

—Ya sabes que no te dejaré en la ruina —dijo Sebastian al tiempo que abría el paquete de los terrones de azúcar.

—¿Cómo voy a saberlo, si me echaste de casa? —Elinor sonrió con los labios, pero no con los ojos.

—Sí, porque es de mi madre.

Ella se encogió de hombros.

—Sea como sea, ahora estoy en la calle. Todavía tengo que recoger algunas cosas y pensaba hacerlo la semana que viene, si te parece bien.

—Claro. —Sebastian estiró sus largas piernas.

—¿Cuándo has llegado?

—Ayer por la tarde. Le di una sorpresa a Billie, la llamé cuando ya había aterrizado y me dijo que te encontrabas mal. Tuve el gran placer de conocer a su novio. Cenamos en el Gillet, el hotel donde él trabaja. También me alojo allí. Un chico muy majo. Dice que Billie tiene un gran talento para el teatro. Figúrate, con lo tímida que era…

—Sí. Nunca lo habríamos imaginado. Y bien, ¿qué has venido a hacer a mi habitación?

—Al parecer has hablado del divorcio, y quería asegurarme de que esta tarde nos comportaremos de un modo civilizado cuando estemos con nuestra hija y sus amigos. —Dio un gran bocado a la tostada que había untado con una gruesa capa de mermelada de naranja—. Mmm —dijo con los ojos cerrados.

Era el de siempre. El Sebastian superficial había vuelto con toda la fuerza, y si ella misma no hubiera formado parte del drama, nunca habría creído que aquel era un hombre que, desesperado por un aborto, acababa de iniciar un proceso de divorcio después de un matrimonio de veinte años.

Elinor estaba furiosa. Quería pegarle. Había luchado para conseguir a aquel hombre, había hecho daño a otras personas en su afán por convertirse en la señora Lansing, y ahora no entendía por qué. ¿Era por ambición o por el deseo de otra vida? Él le había dado lo que ella creía que quería: seguridad, dinero y una casa hermosa. Al casarse con él había conseguido todo eso. Y también amor. Habían estado enamorados. Él era todo lo que había soñado. Cuando la salvó de aquel hombre horrible que iba a practicarle el aborto, Elinor supo que tenía que casarse con él. No podía aceptar ser tan solo su amante. Así que ella le pidió la mano. Le dijo que su hijo debía tener un padre oficial.

Algún día tendría que hablar con Emma. Se lo debía. La asaltaba cada vez más la angustia por lo que había hecho y nunca había reconocido. La única forma de liberarse sería contarlo.

Miró a Sebastian, que tenía mermelada en la comisura de los labios. Era como un niño. Pero por alguna razón incomprensible, siempre lo había querido. Cuando mostraba su encanto era irresistible. Al mismo tiempo, entendía que de momento no podían vivir juntos. Cada uno tenía demasiadas cosas que aclarar consigo mismo.

—No voy a montar ninguna escena, si es eso lo que temes —dijo Elinor. Sintió que se le pasaba la rabia. En cierto modo, se alegraba de que estuviera presente cuando le presentaran a Karl-Johan. Interpretaría el papel de la esposa, cosa que era mucho más fácil con un marido al lado—. Ya que te he tranquilizado, debo pedirte que te vayas. Voy a llamar a Billie y luego necesito descansar un poco más. Pero ¿puedes recogerme en el hotel a las seis? Estaría bien que fuéramos al teatro juntos, ¿no te parece?

Sebastian se limpió la boca con la servilleta de papel de la bandeja del desayuno.

—De acuerdo, seguro que Billie se alegrará.

 

 

EN EL MOMENTO más lúcido de su vida, Elinor se dio cuenta de que Billie nunca la sucedería al frente del Flanagans. Era una actriz extraordinaria. Había nacido para el teatro. Después de su actuación, todo el público, que reunía a estudiantes y amantes de la cultura de mediana edad, se puso en pie. Antes, ese mismo día, Elinor había comprado unas flores y en la tarjeta había escrito que el ramo era de papá y mamá. Cuando Billie leyó la tarjeta en el escenario volvió la cabeza en su dirección y sonrió emocionada. Sebastian parecía entusiasmado mientras aplaudía tan fuerte que tenían que dolerle las manos.

—¿Cómo puede ser que no nos diéramos cuenta? —dijo Elinor mientras iban hacia la parte trasera del escenario. Estaba orgullosa y asombrada del enorme talento de su hija. Qué confianza tenía en sí misma. Interpretaba el papel de Nora con fuerza y aplomo, como si nunca hubiera hecho otra cosa.

Sebastian no hacía más que menear la cabeza.

—Aunque no he entendido ni una sola palabra de la obra, estoy fascinado.

Elinor tampoco había entendido todo el texto, pero era el esplendor de su hija lo que había sostenido la actuación, no las palabras que había pronunciado.

Detrás del escenario había un montón de gente, y en el centro estaba Billie con los brazos llenos de flores. Irradiaba una luz que Elinor se preguntó si había visto alguna vez. Entre todos sus compañeros también había personas con cámaras, libretas y bolígrafos. Elinor se detuvo y agarró el brazo de Sebastian.

—Dejemos que disfrute de este momento, ya la veremos más tarde.

—Ahí está su novio —dijo Sebastian, y a Elinor le dio un vuelco el corazón. Dios mío, se había olvidado de él.

—¿Dónde? —susurró.

—Aquel chico moreno a la izquierda, el del jersey gris.

—¿Aquel? —preguntó Elinor incrédula.

—Sí. ¿Qué pasa? ¿No te parece lo bastante guapo? —Sebastian se echó a reír.

—Sí, parece muy simpático. Pero, no sé por qué, me había imaginado un chico alto y rubio, en lugar de uno bajito y moreno. Si quieren, podemos cenar con ellos esta noche, ¿no? —Sentía un alivio tan grande que casi gorjeaba.

Su exmarido la miró y se encogió de hombros.

—No tengo nada en contra.

Billie los vio y los saludó con entusiasmo.

Elinor tenía lágrimas en los ojos cuando se acercó a su hija. La agarró de las manos y le dijo, mirándola a los ojos:

—Felicidades, cariño, has estado… uf, casi no puedo hablar de lo emocionada que me ha dejado tu interpretación.

—Mamá, yo…

—No tienes que decir nada. Lo he visto con mis propios ojos. Este es tu futuro.