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FRANKIE ALBERGABA UNOS sentimientos nuevos que no lograba identificar del todo. Se sentía amable. Era un sentimiento muy raro, pero así era. Miraba a las personas que había en el restaurante y sentía el impulso de abrazarlas. A todas menos a Angelica, puesto que a ella la odiaba con todas sus fuerzas. No se lo había contado a su madre porque no era asunto suyo, pero creía que su padre debía saber lo que Angelica se traía entre manos.

Carol había llamado el día anterior y le había dicho que quería ir a visitarla. Frankie había intentado averiguar si aún sentía algo por ella, pero Carol parecía colocada y Frankie no quería volver a acercarse a ella. No creía que fuera a tomar nada… pero valía más no arriesgarse. Así que le había dicho que no fuera y había añadido que no hacía falta que volviera a llamar. Se sintió bien. Ya no necesitaba ninguna novia. Ni ningún novio. Ahora solo quería ser Frankie, la persona más amable del mundo.

Este año le compraría un regalo de cumpleaños a su padre. ¿Cuándo fue la última vez que lo había hecho? Ni se acordaba. Aunque sí recordaba el regalo que le había hecho a su madre, aquel libro sobre cómo convertirse en una buena madre, y sintió vergüenza. Pero eso fue antes de que sintiera toda esa amabilidad en su interior. Si tuviera que regalarle algo a su madre, quizá serían clases de canto o una camiseta con un estampado molón. Sería un regalo apropiado. Era mayor, sí, pero no era un vejestorio.

Faltaban tres días para el cumpleaños de su padre. No sabía qué iba a comprarle y por eso iba paseando sin rumbo por la ciudad mirando escaparates. Su madre era un poco más cool que su padre, y a Frankie le resultaría más fácil encontrar algo para ella. Vio unos pendientes de color neón que le habrían sentado de maravilla. «¿Sería buena idea comprarle un walkman a papá?» Se detuvo delante de la tienda de electrónica. «¿Cuándo tendría tiempo de escucharlo? —pensó—. Se pasa el día trabajando.» Todos los demás tenían tiempo libre de vez en cuando, pero él no. Que se hubiera tomado una noche libre para cenar con su madre y con ella era muy poco propio de él, pero había sido muy amable por su parte, porque Frankie sabía que lo hacía por ella. ¿Una corbata, un jersey, calcetines? Desechaba todas esas ideas mientras iba andando por la calle de las tiendas. En realidad, no era tan difícil comprarle un regalo a papá, porque era de esas personas que se alegraban cuando les hacían cualquier regalo. Se acordó de que, de pequeña, había hecho un dibujo muy feo que su padre colgó en la cocina con una chincheta junto al horario laboral de su madre en el Flanagans.

¡Demonios! Por ahí venía Angelica cargando con un paquete muy grande. ¿Un cuadro? ¿Un regalo de cumpleaños para papá? A Frankie no le habría sorprendido lo más mínimo que se lo hubiera comprado a su artista; eso era lo que hacían las mentirosas infieles. No tenían escrúpulos.

Desde que Frankie había visto al pintor y a Angelica juntos, la había evitado. Rechazaba todos los intentos de Angelica de acercarse a ella. Con quien debía hablar era con Alexander, no con ella.

Su padre se merecía un buen regalo, no había vuelta de hoja. Volvió a la tienda de electrónica y compró un walkman, y después buscó entre los casetes la música que sabía que le gustaba. Pagó con las propinas que le habían dado unos hombres que eran tontos. Le encantaba que le tocaran mesas con hombres solos, porque era muy fácil sacarles dinero. En realidad, sentía ganas de vomitarles encima, pero prefería quedarse con el dinero. Vivía de las propinas sin tocar el sueldo, tal como había pensado hacer.

Mientras la dependienta envolvía los regalos y ataba un gran lazo rosa alrededor del paquete más grande, pensaba en el cumpleaños de su padre. ¿Cómo iba a poder mirarlo mientras abría el paquete de Angelica y no decirle lo que sabía? Sería estupendo si pudiera darle su regalo más tarde. Su turno de trabajo no empezaba hasta las cuatro y podía quedarse en la habitación durmiendo hasta tarde. Pero su padre se llevaría un chasco si no bajaba por la mañana a felicitarlo. Lo mejor sería que no estuviera allí. Tenía veintidós años, no necesitaba que le dieran permiso para irse de Calais. Podía ir a ver a su madre.

Cuando se le ocurrió aquella idea, se dio cuenta de que la nueva y amable Frankie no tenía necesidad de mentir. Su padre pensaría que estaba muy bien que quisiera volver a ver a su madre tan pronto.

Pero ¿cómo iría hasta Londres sin coche?

 

 

—ESTOY PENSANDO EN ir a ver a mamá unos días —dijo cuando volvió al restaurante y pudo estar unos minutos a solas con su padre.

—¿Ahora?

—Sí, ¿puede ser?

—Claro que sí. ¿Cómo vas a ir?

—No lo sé. Si alguien puede acercarme hasta el puerto, no habrá problema. Hay un tren que va de Dover a St. Pancras, he llamado para preguntarlo.

—Estupendo. El martes tengo que ir a Londres un par de días y podrás volver conmigo.

—¿No va a venir Angelica? Será tu cumpleaños.

—No, solo yo. Y sí, puedes invitar a tu padre a una tarta en Londres, si quieres. A propósito de Angelica, todavía me preocupa vuestra relación. Aunque ya no le hablas mal, la evitas, y eso la pone muy triste.

—Ay, pobre Angelica. Pero ahora será mejor que vaya a hacer la maleta.

Alexander hizo un gesto de resignación con las manos.

—Muy bien, voy a buscar a alguien que te lleve al puerto.

 

 

EL RÍMEL AZUL le quedaba muy bien. Era la primera vez que lo usaba. Se lo había regalado su madre. Hacía tiempo que Frankie no se maquillaba, pero no quería tener un aspecto aburrido cuando llegara a Londres. ¿Se recogería el pelo o se lo dejaría suelto? ¿Se pondría una cinta? Al final decidió no recogérselo y escogió una cinta ancha que hacía juego con el jersey a rayas verdes y blancas. Una falda vaquera, un par de calentadores que no podía llevar en el restaurante porque a su padre no le parecía sensato, y zapatos blancos de tacón bajo.

Estaba guapísima y lista para Londres.

Su compañera Valerie la llevaría hasta el ferry y, cuando Frankie salió al jardín, ya la estaba esperando junto al coche. Su padre salió corriendo del restaurante y le deseó un buen viaje. Le dijo que la llamaría cuando llegara a Londres.

Era su día de suerte, porque al llegar al puerto el barco ya estaba allí, de manera que solo tuvo que comprar el billete y subir a bordo. En Dover tuvo la misma suerte. Estaba deseando llegar al Flanagans, cosa que nunca había creído que le sucedería.

Leyó tres páginas de Orgullo y prejuicio, levantó la vista, miró con desprecio a la pandilla de chicos del otro lado del vagón y volvió a dirigirla al libro. Le dieron ganas de sacar la lengua a aquellos mirones. O bien no habían visto nunca a una chica tan guapa como ella, con su maquillaje, o bien la miraban porque el rímel azul era lo más feo que habían contemplado en su vida. Le daba igual. Subió el volumen de sus auriculares, pero tuvo que volver a bajarlo porque crepitaban demasiado. Diablos. Ya no podía continuar sentada. No tardarían mucho en llegar a Londres, así que podía hacer de pie el resto del viaje.

Al cerrar el libro de golpe, vio que un papelito blanco caía revoloteando hacia el suelo. ¿Estaba dentro del libro? Se agachó para recogerlo.

 

Emma, esta noche duermo en el Ritz. Me registraré como Mr. Lester. Ven, por favor. Te necesito.

Sebastian

 

¿Qué? Se quedó mirando el mensaje. ¿Qué era aquello? ¿Sebastian necesitaba a mamá? ¿Qué tontería era aquella? ¡Pero si ni siquiera se hablaban! Frankie giró el papel. ¿Cuándo lo había escrito? ¿Podía tratarse de otra Emma y de otro Sebastian? La cabeza le iba a mil por hora. Pero la nota estaba dentro del libro de mamá. Y eso significaba… ¿Tenían Sebastian y Elinor una crisis y mamá era la única con la que él podía hablar, puesto que era la mejor amiga de Elinor? Tenía que pedirle a su madre que se lo explicara, porque sola era incapaz de entenderlo.

Bajó la maleta del estante, y al pasar junto al chico que estaba sentado más cerca del pasillo le gritó «¡Buh!» al oído. El chico dio un respingo, como si lo hubiera pellizcado, y solo quedaba por saber si también se había meado encima. Sonriendo, Frankie siguió andando por el vagón, mientras oía cómo el resto de la pandilla se reía.

Todavía se sentía amable. Pero solo con la gente que también lo era.