EL DÍA DE Año Nuevo Frankie llegó a casa y llenó dos grandes maletas.
—Gracias por todos estos años. Me voy de casa. —Su mirada rebelde se cruzó con la de Emma.
Su madre se quedó de piedra. Quería tirar de ella y gritar que no, ahora no. No ahora que estaban tan distantes la una de la otra. Pero, por supuesto, no lo hizo.
—¿Cómo? ¿Y eso? ¿Tan de repente? ¿Adónde irás? No quiero que te vayas.
—Voy a vivir en casa de Carol. El número de teléfono está en la cocina. ¿Algo más?
Como de costumbre, hablaba con un tono conciso y tajante al que Emma era incapaz de acostumbrarse, pero intentó que no notara lo triste que se sentía. Ella misma se había escapado de casa cuando tenía dieciocho años, ¿cómo iba a juzgar a Frankie, que era varios años mayor?
—Por favor, Frankie, querida, ¿no podríamos hablarlo, por lo menos? ¿Vas a trabajar? ¿Estudiarás? ¿Necesitas un trabajo en el hotel? ¿Quién es esa Carol? Ven, tómate el desayuno conmigo, puedes irte después. Pediré el coche y Charles te llevará. —Miró a su hija con aire suplicante.
Pareció que Frankie dudaba un momento, pero después agarró sus maletas.
—Dile a papá que lo llamaré —dijo antes de irse.
¿Qué podría haber hecho Emma para detenerla? Sin duda, podría haber sido tan estricta y controladora como su madre, pero, ¿adónde había conducido aquella actitud? Emma no había querido hacer de Frankie su prisionera, sino que deseaba para ella una adolescencia más libre. Sin embargo, ahora se desesperaba porque Frankie no daba la menor muestra de querer suavizar su comportamiento. Estaba siempre furiosa. No solo con Emma: Alexander y Billie también recibían dosis de su rabia. La única a la que parecía aguantar era a Elinor. A Sebastian no le hacía el menor caso. «El borracho de Belgravia», lo había llamado el otro día, y Alexander se rio como si hubiera dicho algo gracioso, pero Emma la había gritado. Había ciertos límites y su hija no podía llamar a otras personas como le diera la gana. Puede que especialmente a Sebastian.
Cuando Alexander se sentó a la mesa del desayuno, Emma le sirvió té y le acercó el plato con los bollos.
—¿Era Frankie la que ha dado un portazo? —preguntó su marido.
Ella asintió.
—¿No va a comer nada?
—Estaba de paso —dijo Emma—. Al parecer, se muda a casa de su amiga Carol, a un apartamento de Covent Garden.
Dio un sorbo al té caliente mientras miraba la mesa sin ver nada. ¿Era aquello un castigo porque Frankie no había sido una hija deseada? El amor ardía en su pecho, pero había estado a punto de abandonarla. ¿Lo intuía Frankie? ¿Le habrían llegado atisbos de la verdad, pese a que Emma y Alexander habían acordado no contarla nunca? La única que conocía toda la verdad era la propia Emma y se llevaría el secreto a la tumba.
—¿Emma?
Ella levantó la vista.
—¿Sí?
—Estás absorta.
Asintió con la cabeza.
—Estoy preocupada por Frankie —pronunció a media voz—. Cada vez se aleja más de mí. No sé qué hacer.
La discusión de la noche anterior había terminado, como solía ocurrir últimamente. Ambos estaban cansados y ninguno de los dos tenía fuerzas para retomar la pelea donde la habían dejado unas horas atrás. Las quejas de Alexander de que a ella no le importaba, de que no quería hacer el amor con él pero no tenía ningún problema en flirtear con todos los demás hombres, eran siempre las mismas.
—¿Más té? —preguntó Emma.
—Sí, gracias —convino él con una sonrisa.
—Si Frankie se ha ido de casa, yo también te dejaré —dijo sin inmutarse mientras ella se servía té en su taza—. Encontrarás a quien me sustituya como jefe de recepción. Creo que estamos de acuerdo en que nuestro matrimonio está acabado.
Ella lo miró con escepticismo mientras intentaba pensar en algo que decir. ¿Debía decir que no estaba de acuerdo, que tenían que darse otra oportunidad? Puede que se quedara un día más si iba con él al dormitorio y le daba lo que deseaba. Pero entonces tendría que hacerlo con regularidad, y no sería capaz. Hacía mucho que había perdido el deseo sexual. No era culpa de él, ni tampoco de ella. Era así, sin más.
—¿No tienes nada que decir después de tantos años plegándome a tus condiciones? —Lo dijo como si quisiera que ella protestara.
Emma apartó la silla y se levantó mientras se secaba la boca con la servilleta de lino que tenía en la rodilla. La dejó lentamente encima de la mesa.
—No, no tengo nada que decir. —Le volvió la espalda a su marido y salió del apartamento. Iba a empezar un nuevo día de trabajo.
AL LLEGAR AL despacho, Emma se sorprendió al encontrar a Elinor sentada frente al escritorio.
—Buenos días. Ya sé que este año me tocaba a mí tener el día libre en Año Nuevo, pero quería asegurarme de que todo estuviera en orden —dijo su amiga. Llevaba una chaqueta con grandes hombreras, tal y como empezaba a dictar la moda, y toda ella irradiaba eficiencia.
—Ya debes de saber que eres una obsesionada con el control, ¿verdad? —repuso Emma con una sonrisa, contenta de que su mejor amiga y socia estuviera allí. Necesitaba aligerar su corazón con alguien, y nadie mejor que Elinor.
Esta señaló el teléfono con un gesto de la cabeza.
—Saludos de Linda. Robert y ella vendrán en primavera.
Emma dirigió una mirada al retrato de Linda que estaba colgado en la pared, como hacía cada vez que hablaban de ella, algo que ocurría a menudo. Así, la anterior propietaria del hotel, que había sido mentora de ambas, estaba siempre presente. Emma y Elinor esperaban sus escasas visitas con ilusión durante semanas.
—Adoro a Linda —confesó Emma sonriendo, y se acercó a Elinor—. Todavía tengo mucho que aprender de ella. Muchas veces me pregunto cómo solucionaría ella los problemas que se presentan.
—Tampoco es que tengamos muchos —dijo Elinor—. Puedo afirmar que ayer volvimos a batir el récord de caja.
—Sí, el Flanagans va bien. Pero esta mañana mi marido ha decidido dejarme. Y mi hija también. Se ha mudado a casa de su amiga Carol. No sé dónde irá Alexander. —Se encogió de hombros con resignación.
Elinor soltó el bolígrafo.
—Querida Emma. —La miró preocupada por encima del escritorio.
—Así que ahora la cuestión es si tengo que perseguir a alguno de los dos o zambullirme en el trabajo.
—Es evidente que no puedes perder de vista a Frankie, pero ¿quieres retener a Alexander?
La otra negó con la cabeza.
—No, la verdad es que no. Aunque como amigos nos llevamos bien.
—¿Es eso lo que quieres?
«No, yo deseo a tu marido. Siempre lo he deseado», le pasó por la cabeza mientras se sentaba delante de su escritorio. Se apresuró a alcanzar un informe que tenía ante ella.
—¿Quieres un buen consejo? —le preguntó Elinor.
Su amiga asintió desde detrás del papel hasta que sintió que el rubor desaparecía de su rostro, entonces lo dejó encima del escritorio.
—Deja que se vayan.
ELINOR MIRÓ A Emma y se compadeció de su mejor amiga. Parecía un ángel, pero distaba mucho de serlo. ¿Quién era en realidad? Sonrió para sus adentros. Había mucho más en Emma de lo que mostraba. Tenía un corazón tan grande que no le cabía en el pecho, pero ni su hija ni su marido se daban cuenta. Ellos solo veían la ambición, la parte de Emma que podía pasar por encima de un cadáver para alcanzar un objetivo. Una cualidad que era excelente para el hotel, pero, desde luego, no tanto para practicarla en casa.
Era su mejor amiga desde 1960. Le había resultado imposible resistirse a su encanto chispeante, a su ingenio y a su generosidad. Una y otra vez había apoyado a Elinor, había tomado partido por ella y le había demostrado que no le daba ninguna importancia al hecho de que fuera negra. En aquel entonces, aquello tenía más importancia que ahora, y había sido su tabla de salvación contar con una amiga como Emma.
A comienzos de 1962, cuando se reincorporaron al Flanagans al poco de convertirse en madres, Elinor y Emma reanudaron su amistad. Durante los primeros años, sus hijas compartieron juegos con alegría, pero luego fue como si algo hubiera ocurrido, porque se ponían a gritar en cuanto se veían. Frankie le mordía y Billie le tiraba del pelo. Las dos eran culpables de cada pelea; ninguna daba su brazo a torcer, y Emma y Elinor pronto tuvieron que abandonar el sueño de que algún día las niñas siguieran sus pasos en el hotel.
Alexander y Sebastian tampoco se llevaban bien, se miraban con reserva y evitaban encontrarse. A veces no tenían más remedio, como la noche anterior en la tradicional fiesta de Nochevieja en el Flanagans, pero, de no ser así, se veían lo menos posible. No podían ser más distintos.
—Deja que se vayan —repitió Elinor—. Pero llama a Frankie de vez en cuando, aunque ella no quiera. Tienes el número de teléfono de esa Carol, ¿verdad?
—Sí —dijo Emma en voz baja.
—¿Dónde ha ido Alexander?
—No se lo he preguntado.
—Es un adulto, se las arreglará —afirmó Elinor al tiempo que sentía una punzada de inquietud. Le tenía mucho aprecio a Alexander, pero lo entendía muy bien. No era fácil vivir con alguien que te destrozaba el corazón una y otra vez. Lo sabía por experiencia—. ¿Quieres que hoy me quede en tu casa?
—No. Creo que deberías estar con tu familia.
—Sebastian se pasará la mayor parte del día durmiendo y Billie ha quedado con una amiga —dijo Elinor sonriendo—. Y me apetece mucho quedarme en mi pequeño apartamento del hotel. ¿Nos vemos allí y te invito a un té dentro de un par de horas?
—Gracias, me parece un plan estupendo. Deja que ponga un poco de orden y subo.
Elinor se levantó.
—Todo se arreglará, Emma, te lo prometo.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó con tono monocorde.
—Se te da bien tomar lo que la vida te ofrece, siempre ha sido así, por muy difícil que lo hayas tenido.
—Espero que tengas razón.
Elinor se dio la vuelta al llegar a la puerta.
—Nos vemos en un rato.
«En realidad, diez años atrás Emma y Alexander tenían una relación bastante buena. Fue después de la catástrofe cuanto todo se fue al garete», pensó Elinor con tristeza mientras miraba a su amiga, que estaba concentrada en los papeles que debía ordenar. ¿Ella también lo estaría pensando?