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1961

 

 

 

HABÍA MUCHO POR lo que preocuparse. Elinor no podía dejar de pensar que algo iba mal, puesto que el bebé no quería nacer. Ya había pasado una semana entera desde la fecha prevista y estaba asustada. Todo caería como un castillo de naipes si tenían una hija que no fuera perfecta.

—Nuestra hija será un precioso bebé mulato perfecto y con el pelo rizado —anunció Sebastian con total tranquilidad, y se encendió un cigarrillo. Un anillo de humo tras otro subían hacia el techo.

¿Siempre tenía que decir de qué color sería la piel de su hija?, pensó Elinor. Un bebé precioso ya era suficiente, ¿no?

—Te preocupas demasiado. El médico dijo que tenías que descansar y pasarlo bien con tu marido los últimos días antes del parto.

Estaban sentados en el sofá del gran salón. Magda había encendido la chimenea antes de irse y hacía un calor muy agradable. Sebastian había echado una manta sobre las piernas de Elinor y se había sentado en el sofá muy cerca de ella. Y pensar que hacía solo unos meses ella vivía en una habitación en el sótano del Flanagans. Ahora tenía todo cuanto podía desear, pero también podía perderlo todo.

Sin embargo, era agradable que Sebastian no viera las cosas con tanta preocupación como ella. Ojalá su entusiasmo fuera más contagioso. Elinor lo miró y el amor le brotó por todo el cuerpo.

Todo había ido muy deprisa desde que estuvo a punto de abortar hasta que se convirtió en una mujer recién casada y se instaló en la casa que habían comprado en el centro de Londres; a veces tenía la sensación de que no podía asimilar todo lo que le había ocurrido. Una joven negra de Notting Hill no podía tener una vida tan perfecta. Eso solo sucedía en los cuentos, nunca en la realidad. Sin embargo, ahora vivía en esa casa tan bonita de Belgravia. Tenían una criada, disponía de una cartera llena de dinero y junto a su habitación había un dormitorio infantil con el papel pintado más bonito que había visto nunca.

Por eso no era nada raro que tuviera miedo de que le quitaran todo aquello.

Habían decidido que en cuanto naciera el bebé contratarían a una niñera. La ambición de Elinor de convertirse en la directora del Flanagans no había cambiado por el hecho de haberse casado con el primo de la propietaria. Más bien al contrario, ahora todavía tenía más cosas que demostrarle a Linda Lansing. Por eso su hija tenía que ser perfecta.

Emma habría entendido su inquietud y no se habría reído de ella. No hacía mucho que las dos habían compartido sus sueños en el sótano del hotel, pero desde que su amiga se casó, no se habían vuelto a ver.

Se había ido a vivir a casa de su madre y al principio se habían escrito cartas, pero en los últimos meses la correspondencia venía devuelta. Eso la preocupaba. ¿Se habría ido Emma de casa de su madre? No sería nada extraño porque no se llevaban bien, de hecho, esa había sido la razón por la que Emma había venido a Londres y había empezado a trabajar en el Flanagans la Nochevieja de 1959. Pero, en tal caso, ¿dónde viviría ahora? Había prometido que pronto volvería a Londres y al Flanagans. Elinor echaba mucho de menos a su mejor amiga. ¿Podría volver a ser todo como antes entre ellas? ¿Sería posible?

Elinor había hablado con Alexander. El muchacho que trabajaba en la recepción se había enamorado de Emma desde que la vio por primera vez y también quería que volviera. Preferiblemente con él, había dicho.

Elinor suspiró.

—¿En qué piensas, cariño? —preguntó Sebastian—. ¿Te preocupa el bebé? —Se sirvió una copa de vino.

—Nada, es una tontería, pero no puedo evitar pensar en Emma y desear que estuviera aquí. —Negó con la cabeza cuando él acercó la botella de vino a su copa—. La echo de menos y me pregunto cómo estará.

—Por lo poco que la conozco, parece una joven que sabe apañárselas muy bien —afirmó y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá. Su mano fue al encuentro de la de ella. Se la llevó hacia la boca y le besó la palma. Le hizo cosquillas con la punta de la lengua—. ¿Qué me dices, cariño, te apetece que nos acostemos? —Tenía un brillo travieso en los ojos—. El doctor dijo que podía acelerar el proceso.

—Hazme primero un masaje en los pies y ya veremos —propuso ella sonriendo, y le puso los pies encima de las rodillas. Elinor gimió cuando Sebastian le presionó el puente del pie con el pulgar —. Oh, qué bien, sigue así —murmuró inclinándose hacia atrás.

 

 

ACABABAN DE LEVANTARSE de la cama —ahora no podían tener sexo en ninguna otra parte— cuando se formó un gran charco de líquido en el suelo, entre los dos.

Sebastian bajó la vista.

—¿Es… que… te has hecho pis?

Elinor miró en la misma dirección y luego hacia su marido.

—No, por lo menos no lo creo. —Volvió a mirar el charco—. Parece agua.

—Pero entonces tenemos que… tenemos que ir… al hospital. —Dio dos vueltas sobre sí mismo y dijo, completamente turbado—. Tengo que… ropa… yo… ¿dónde diablos está mi ro…?

Elinor lo agarró el brazo.

—Cálmate, Sebastian. Llegamos a tiempo. Trae la ropa, llama a mi madre y dile que se encuentre con nosotros en el hospital, y luego llama a un taxi. Mientras tanto buscaré algo que ponerme. Mi bolsa está preparada, la dejé al lado de la puerta.

Su marido se detuvo y la miró a los ojos.

—Vamos a tener una hija —logró decir.

Elinor se agarró la espalda cuando el dolor casi la noquea.

—Aquí en casa, como no espabiles —gimió.

—Has dicho que no había prisa. —La miró asustado cuando vio sus muecas de dolor.

—Era mentira. Date prisa.

 

 

BILLIE ISADORA LANSING nació cuatro horas después y era tan perfecta como Elinor había deseado en sus plegarias desesperadas.

En cuanto Sebastian tuvo a su hija en brazos, no la soltó. La arrullaba, le cantaba y le hacía muecas como si creyera que el bebé ya se podía reír.

—¿Puedo? —pidió Ingrid, la madre de Elinor, y alargó los brazos hacia su nieta.

—De ninguna manera —dijo Sebastian, retrocediendo un paso—. Tú estabas aquí cuando nació, ahora me toca a mí—. Miró a la niña, que estaba callada—. Billie, Billie, Billita —cantó en voz baja—. Tendrás todo lo que quieras. Todo, todito, todo.

Elinor se rio.

—No, mi querido esposo, no lo tendrá todo, todito, todo.

Sebastian continuaba mirando fascinado a su hija.

—Pero ¿cómo voy a poder negarle nada? —dijo distraído.

—Dámela a mí —pidió Elinor—. Será una niña fuerte, autónoma y una estudiante brillante. Y no lo será si se le da todo lo que quiera. —Esbozó una amplia sonrisa. Su marido estaba como loco. Sería un padre maravilloso, estaba segura de ello.

—No escuches a tu madre —musitó él, acariciándola—. Querrá que llegues a ser primera ministra, pero entonces te perderás todas las cosas divertidas de la vida. Y viendo lo guapa que eres, tu madre y yo vamos a ponernos manos a la obra para darte un hermanito.

La sonrisa se esfumó del rostro de Elinor, que miró horrorizada a su marido. Había oído hablar a otras madres de su embarazo y ninguna de ellas había tenido tanto miedo. Ninguna. Todas estaban siempre tan alegres y contentas; a lo sumo, vomitaban de vez en cuando. El miedo de Elinor se había adueñado de su vida, había dominado cada hora de vigilia del último medio año. Había sido insoportable admitir que el hecho de tener un hijo le causaba más miedo que alegría.

—No. Nunca podría pasar por esto otra vez. Seamos felices con esta niña tan guapa. —Alargó las manos hacia Billie cuando la pequeña empezó a gemir en los brazos de su padre.

—Pero, cariño, mírala —dijo Sebastian mientras se la entregaba a Elinor.

Era adorable. Pero ¿cómo iba a poder proteger a su hija de toda la maldad del mundo? Para abrirse camino, tendría que estudiar el doble que los demás; para ser aceptada en los círculos de los blancos, tendría que ser más simpática que los demás, y si luego quería tener un buen trabajo, tendría que ser más competente que el resto. Era el duro destino de una niña negra, aunque hubiera nacido en 1961 y fuera hija de Sebastian Lansing.

Sebastian nunca lo entendería, no porque no fuera inteligente y cariñoso, que lo era, sino porque le faltaba la experiencia. Él era un hombre blanco de clase alta. Le tocaría a ella explicarle a su hija cómo eran las cosas, y muchas veces sería difícil. Pero lo haría por amor.

Se le desbordó el corazón cuando acarició la mejilla de su hija. «Todo —pensó—. Haré todo lo necesario para que te vaya bien.»

—Es maravillosa —pronunció con devoción.

Sebastian se sentó en el borde de la cama y rodeó con el brazo a su mujer. La besó en la frente.

—Solo uno más —la tentó—. Un pequeñín.

Ella lo miró a la cara.

—No, Sebastian, lo he dicho muy en serio. No quiero volver a pasar por esto nunca más. Prométeme que me apoyarás en esta decisión.