HABÍA GENTE QUE decía que no se acordaba, que todo había quedado cubierto por la niebla.
Pero Emma nunca olvidaría el chirrido de los neumáticos al frenar, al conductor saliendo a toda prisa del coche, conmocionado, la cara petrificada de Frankie y a su querido Edwin yaciendo inmóvil en la calle, junto a la bicicleta.
Ella sabía la hora precisa en la que ocurrió y los minutos que la ambulancia tardó en llegar. Al cabo de una hora supieron que Edwin había muerto, y cuando Elinor y Sebastian llegaron al hospital, ella se sentó al lado de Emma y ya no la dejó sola ni un segundo. Alexander estaba desconsolado y la niñera se encargó de Frankie.
Emma rechazó todos los tranquilizantes que le ofrecieron. Quería estar plenamente consciente en el entierro de su hijo y recordar cada detalle. La música, los compañeros de clase de Edwin, que estaban destrozados, los amigos del equipo de fútbol, el llanto desgarrador de Frankie, la postura rígida de Alexander y la mano de Elinor, que no la soltó en ningún momento.
Alexander, Sebastian, Charles y Robert, el marido de Linda, llevaron el ataúd junto con el maestro favorito de Edwin y su entrenador de fútbol. Emma recordaba el crujido de sus zapatos sobre el camino de grava y que todo el mundo contuvo el aliento cuando bajaron al niño de nueve años a la fosa. Solo se oían los murmullos de los árboles. Cuando las flores cayeron sobre el ataúd, se oyó el alarido que hasta entonces Emma había enterrado en lo más profundo de su ser.
En aquel momento creyó que gritaría de esa manera durante el resto de su vida.
UN MES MÁS tarde llegó la primera acusación.
—No entiendo cómo pudiste perderlo de vista —dijo Alexander.
Emma se volvió amenazadora.
—¿Qué has dicho?
—No lo entiendo, Emma. ¿Qué era más importante?
—Pero es que me llamaste.
—Podrías haber contestado sin volverte, ¿no?
—Puedes meterte tu maldita culpa por donde te quepa —replicó ella.
—Pero es culpa tuya que ya no tenga a mi hijo —dijo Alexander—. Y no sé cómo voy a poder perdonarte.
Él se echó a llorar. Emma había perdido de vista a su hijo y no debería haberlo hecho.
Al cabo de un par de meses, Alexander ya no estaba enfadado con ella y le pidió perdón mil veces por lo que había dicho. Se deslizaba hasta su lado de la cama, quería abrazarla, pero de lo que antes había sido una vida conyugal bastante plácida y sencilla ya no quedaba nada. Casi siempre lo apartaba con un empujón. Su pena era tan profunda que nada podía llegar hasta ella, y mucho menos Alexander. Comprendía que él estaba igual de desesperado, pero era incapaz de consolarlo. No tenía nada que ver con sus acusaciones. Tenía razón al decir que era la culpable de la muerte de Edwin.
—¿CÓMO ESTÁIS? —PREGUNTÓ Elinor preocupada cuando Emma volvió al trabajo. Ahora cada una tenía un pequeño despacho, uno al lado del otro. Elinor era la jefa de personal y Emma, jefa del restaurante. Ya hacía diez años que trabajaban juntas.
Emma suspiró.
—Fatal. Él quiere que nos acostemos y yo vomito solo de pensarlo.
—¿El problema es él o el sexo?
—El sexo. Creo he perdido las ganas para siempre. No quiero que Alexander se me acerque, es difícil describir cómo me siento, pero me retraigo cuando siento sus manos cerca. Como si fueran a hacerme daño. Ya sé que no es así. Alexander es amable y jamás haría nada que yo no quisiera, pero no puedo evitar esa sensación.
—Pobrecilla —dijo Elinor—. ¿Y cómo está Frankie?
Al pensar en su hija, a Emma le entraban ganas de llorar.
—Ella tampoco está bien. Ya sabes cuánto quería a Edwin y lo buena hermana mayor que era. Ahora está irreconocible. Nada de lo que hago le parece bien. Incluso a Alexander le dice que es un mal padre. Con lo que ella siempre le había adorado.
«Su padre.» Emma siempre lo decía aunque no fuera verdad, pero era el único padre que Frankie conocía. Él mismo se había ofrecido a reconocerla como hija suya si Emma se casaba con él y le daba un hermano a Frankie. Nunca habían hablado de su padre biológico, al parecer porque Alexander era demasiado celoso y no quería saberlo. En cualquier caso, nunca había preguntado.
—Tienes que darle tiempo a la niña —le aconsejó Elinor—. Cada uno de vosotros llevará el duelo de forma distinta. Ahora mismo Alexander necesita cercanía, tú necesitas distancia y Frankie necesita que los dos la queráis sin condiciones.
—Es una ecuación imposible —dijo Emma con voz temblorosa. Siempre estaba al borde de las lágrimas, y no sabía qué le provocaba el llanto. Pero la mera idea de que Frankie, su hija de once años, no recibiera lo que necesitaba porque sus padres estaban demasiado ocupados con su propia pena…
—Ayúdame, Elinor, ¿qué harías tú?
—Ve a nuestra casa de Weymouth —le propuso—. Sebastian estará allí hasta el próximo fin de semana para acondicionarla de cara al verano. Ve con él y quédate cuando vuelva. Creo que te vendrá bien estar sola.
—Pero tengo que trabajar.
—Miss Lansing entenderá que te tomes unos días libres. Ya habrá alguien que se encargue del restaurante durante una semana . ¿Quieres que hable con ella?
—No, ya se lo diré yo. ¿No crees que abandono a Frankie?
—Estaré encantada de ir a verla mientras tú no estés. La invitaré a tomar el té en el salón. Le gusta mucho. Siempre nos hemos llevado bien. A lo mejor se abre conmigo.
SEBASTIAN SUSPIRÓ.
—No soporto a Emma —dijo cansado.
Billie ya se había acostado, al día siguiente tenía que ir a la escuela. Sebastian se retrepó en el sillón de piel y dio vueltas al vaso que contenía su bebida—. Emma es una persona triste y… rara.
—Supongo que sabes por qué, ¿no? —le preguntó Elinor. Aquello era importante para ella, pero nunca entendería hasta qué punto lo sería.
—De acuerdo, lo haré, pero ¿no puedo ir a Weymouth, abrir la casa y luego darle las llaves para que ella vaya por su cuenta?
—Pero de todos modos tendrías que ir, ¿no?
—Sí.
—De verdad que necesito que me ayudes con esto —dijo levantándose—. Voy a acostarme. ¿Vienes?
—Sí. —Apuró el vaso y lo dejó en la mesa junto al sofá.
—Magda tiene el día libre, así que haz el favor de llevar el vaso a la cocina. Y apaga el televisor. —Elinor se dio cuenta de lo mandona que parecía, pero Sebastian había crecido con servicio las veinticuatro horas del día, y durante los diez años de matrimonio no había dejado de creer que alguien limpiaría todo lo que él ensuciaba.
Cuando sonó el teléfono, se miraron sorprendidos y luego al teléfono de la pared.
¿Quién llamaría a esas horas?
Elinor se quedó de pie en el umbral de la puerta mientras Sebastian respondía. Vio sorprendida cómo el auricular le resbalaba de la mano y caía al suelo.
—¿Sebastian?
—Laurence ha muerto. Se ha pegado un tiro —respondió él con voz monocorde.
El hermano de Sebastian había sido un canalla, y hacía tiempo que los dos hermanos no tenían ningún contacto. Cuando Laurence violó a lady Mary Carlisle, Sebastian tuvo suficiente. Hacía doce años de eso, pero Elinor sabía que echaba de menos al hermano que había tenido. Hubo un tiempo en el que habían sido uña y carne.
—No sé qué decir —dijo Elinor, buscando la mirada de su marido—. Lamento que no hayas podido tener una buena relación con él.
Él se encogió de hombros.
—Ve a acostarte, cariño. Yo me tomaré otra copa. Cuando suba no haré ruido.
—Despiértame si quieres hablar.
—¿Cuándo he querido hablar de este asunto? —Sebastian sonrió a medias.
—Tal vez ahora sea una buena ocasión. —Su esposa vio lo conmocionado que estaba y decidió no dejarlo solo—. Me quedaré contigo. No tenemos por qué hablar si no te apetece.
Él meneó la cabeza.
—No, quiero estar a solas un rato y asimilar lo que ha ocurrido. En serio. Iré enseguida.
Ella lo besó en la mejilla.
—¿Estás seguro?
Él asintió.
Al llegar a la puerta de la cocina, Elinor se volvió hacia él, pero parecía que no la viera. Estaba muy lejos, perdido en sus pensamientos.
ELINOR CONVENCIÓ A Sebastian para que fuera al entierro de su hermano. Pensara lo que pensara de su familia, tenía que ir.
Lily y Rose, las hijas de Laurence, estaban sentadas en la primera fila con su abuela.
Se oyeron susurros cuando Sebastian, Elinor y Billie entraron. Era como si no hubieran visto nunca a personas negras, y Elinor tuvo ganas de abofetear a los que clavaban la mirada en Billie. ¿Cómo se atrevían a ser tan descarados?
La suegra de Elinor la había invitado a su casa una sola vez. Laura sirvió el té, habló educadamente sobre el tiempo y luego dijo que su nuera era una vergüenza para la familia y que nunca la volvería a recibir. De eso hacía más de diez años y apenas se habían vuelto a ver desde entonces. Nunca se había interesado por su nieta.
Vista desde atrás, su suegra parecía una anciana. Tenía la espalda curvada y bajo el velo se entreveía el cabello gris metálico. Sin embargo, Elinor sabía que tendría la misma mirada fría de siempre. El hecho de haber perdido a un hijo no habría cambiado nada.
La versión oficial era que Laurence se había matado a trabajar, que se había exprimido durante tantos años que al final su corazón no había aguantado la presión. Pero eso también había hecho que sus negocios prosperaran mucho, habían escrito los periódicos en las largas necrológicas que le habían dedicado. Había dejado una cuantiosa herencia a sus dos hijas, cuya madre había muerto hacía muchos años.
—Qué ambiente más raro —susurró Billie mirando a su alrededor, cuando se sentaron un par de bancos más atrás de la madre y las hijas de Laurence.
—Es el que suele haber en los entierros —dijo Elinor, mirando el ataúd de su cuñado. Era de caoba y estaba cubierto por una decoración floral con rosas de color rojo sangre. Le cuadraba a la perfección.
—Sí, pero en este caso es distinto. No me quitan la vista de encima. —Billie parecía estar a punto de sacar la lengua a los que la miraban, pero estaba demasiado bien educada para hacer nada semejante.
—Es porque eres una niña muy guapa —susurró Sebastian—. Tienen envidia, nada más.
—Tonterías —sentenció Elinor—. Es porque tienes mi color de piel.
—Me gustaba más la explicación de papá —murmuró Billie.
Elinor sonrió y le dio una palmadita en la rodilla, contenta de que empezara a sonar el concierto para cuerdas de Vivaldi.
DESPUÉS SE VIERON obligados a saludar. Al final se acercaron a Laura y a las primas.
—Ajá, así que esta es tu hija, Sebastian —dijo la suegra, examinando a Billie con detalle mientras esta se inclinaba delante de su abuela.
—Sí, me llamo Billie. ¿Eres mi abuela? —preguntó con curiosidad.
—Sí, pero no debemos hablar de eso en voz alta.
—Algún día podría ir a tu casa a tomar el té —dijo Billie con franqueza, y a Elinor le dolía el corazón por la hija que creía que hablaba con una persona normal y corriente—. Me puedes explicar si estás triste. Nunca conocí a mi tío, pero era tu hijo. En la iglesia han tocado una música muy bonita. —La buena y empática Billie. Aún no había entendido la frialdad que segregaban algunos miembros de su familia.
La abuela primero se quedó callada y luego, para su sorpresa, Elinor vio que asentía con la cabeza.
—El viernes a las tres.
Sebastian se aclaró la garganta.
—Tengo que ir a Weymouth y por desgracia no podré acompañaros. —Se volvió hacia su mujer con una mirada interrogativa.
Elinor levantó las manos y se echó a reír.
—A mí no me mires, los viernes tengo mucho trabajo. Quizá puedas ir a ver a tu abuela en otra ocasión, Billie.
Miró a su hija con expresión implorante, pero sin éxito.
—Puedo ir con mi niñera, ¿verdad, abuela? —dijo contenta.
De camino al coche, Sebastian dijo que la abuela podía ser amable y aborrecible, y que Billie tendría que estar preparada para cualquier cosa.
—Lo estoy —respondió la niña—. Pero todas las personas deben tener la oportunidad de demostrar de lo que son capaces, o lo que realmente son; es lo que siempre dices, mamá.