RESOLVER EL MISTERIO del origen de
la vida en el planeta Tierra preocupa al hombre casi desde que
evolucionó desde sus precursores simios. Los primeros seres
vivientes admitidos por la ciencia son las cianofitas, unas algas
azules unicelulares sin núcleo, que se arraciman formando
filamentos. Aparecieron a finales de la era arqueozoica en los
mares que aún estaban muy calientes, junto a otras bacterias muy
simples (aproximadamente hace unos 3.500 millones de años). A pesar
de ser organismos tan antiguos, siguen acompañándonos, sin casi
experimentar modificaciones, en lugares tan cercanos como el agua
de nuestras peceras, donde forman una telilla muy fina verde o
rojiza. Gracias al aporte de oxígeno que proporciona la función
clorofílica de estos organismos, la atmósfera exterior a los
océanos, donde ya estaban presentes metano, amoníaco e hidrógeno,
fue alcanzando la calidad adecuada para permitir la aparición de
vida diversificada. Los rayos de las permanentes tormentas fueron
ionizando esta mezcla, produciendo grandes cantidades de ozono (O
3
),
responsable de detener los rayos ultravioleta. Gracias a esto, los
organismos primitivos pudieron vivir, multiplicarse de modo
exponencial y evolucionar paulatinamente hacia otras formas
superiores.
En 1953, Stanley L. Miller y Harold
C. Urey, investigadores de la Universidad de Chicago, realizaron un
experimento que permitió comprobar esta dinámica. Recrearon las
condiciones de la atmósfera primitiva en un matraz, introduciendo
agua y los gases mencionados (CH
4
, NH
3
, H
2
y H
2
O). Luego,
en esta «maqueta» del caldo primigenio, hicieron saltar chispas
eléctricas de alto voltaje. Al cabo de algún tiempo observaron la
aparición de largas cadenas orgánicas –carbonadas– que se unían
unas con otras formando aminoácidos. Cuando se juntan varios de
ellos en una molécula, aparecen agrupaciones denominadas péptidos
(de 1 a 5), oligopéptidos (de 5 a 10) y polipéptidos (hasta 50).
Por encima de este número, ya hablamos de proteínas, biomoléculas
compuestas por carbono, oxígeno, hidrógeno y nitrógeno. Algunos
tipos pueden contener también azufre, magnesio, cobre, hierro y
fósforo.
Esquema básico del experimento de Miller y
Urey, buscando cómo pudo ser la génesis de la vida.
Severo Ochoa y A. Kinberg recibieron
en 1959 el Premio Nobel de Fisiología y Medicina por sus
descubrimientos sobre la biosíntesis de los ácidos nucléicos,
relacionando directamente las proteínas con la aparición de las
células destinadas a formar organismos.
En 1961, el ilerdense Juan Oró,
profesor de la Universidad de Houston, defendió la teoría del
origen extraterrestre de los materiales que dieron lugar a la
aparición de la vida. Habrían llegado en el hielo de los cometas.
Al fragmentarse y caer sobre la Tierra, y por efecto del gran calor
reinante, se deshelaron y dieron lugar a la aparición de las
primeras masas de agua. Estos fragmentos eran portadores de grandes
cantidades de carbono y otros minerales que dieron lugar a la
aparición de las primeras cadenas orgánicas. Sus hipótesis se
vieron confirmadas en el transcurso de sus experimentos
posteriores, como la obtención de la primera síntesis prebiótica
del nucleótido Adenina, a partir de cianuro e hidrógeno. Junto a
Timina, Citosina y Guanina, constituyen la «biblioteca de
programas» que realizan tareas necesarias para la génesis y
diferenciación de los seres vivos. En efecto, los aminoácidos que
aparecieron en la «Ampolla de Miller», se definían por secuencias
de un trío de nucleótidos, conocidos como genes, responsables de
las diferencias que se dan entre los seres vivos.
Según el biólogo español Juan Oró, profesor
de la Universidad de Houston, la vida tiene origen extraterrestre.
Vino en la cola de los cometas.
Creación, evolución y
diversificación han conseguido que la Tierra, sometida a la
influencia y los aportes de un universo lleno de misterios, se haya
convertido en el único planeta habitado que conocemos por ahora.
Son realmente los escultores, desde la era arqueozoica, de la rica
multiplicidad de seres que pueblan una estrecha franja llamada
biosfera. Una casa en la que sus habitantes han ido enriqueciéndose
lenta y machaconamente, dotando a sus células de tareas
específicas, responsables de la regulación, supervivencia y
extensión de la vida. Es el denominado «código genético». El
«software» –recurriendo a la jerga informática– del que se valen
los organismos para perpetuarse. Sus programas tienen multitud de
fragmentos; de unos conocemos la función; de la mayoría no sabemos
nada y constituyen el mayor misterio que rodea al ser humano.
Posiblemente ocultan la clave de la curación de muchas enfermedades
que conducen al dolor y la muerte. Este conjunto de rutinas
automáticas imprescindibles muestra frecuentemente un carácter
frágil, inexacto, aparentemente injusto y caprichoso. Un inexorable
determinismo, incomprensible y ciego. Los errores genéticos son los
responsables de la fragilidad de los seres vivos, zaheridos por las
debilidades que les acompañan desde el nacimiento y conducen a la
muerte en un período más o menos dilatado. Los temidos procesos
cancerosos que no han sido originados por causas medioambientales
(trabajar con amianto, exponerse al sol excesivamente, una mala
alimentación, accidentes, uso y abuso del tabaco y del alcohol,
etc.) son de naturaleza degenerativa originada por un deficiente
funcionamiento del sistema, tanto si hablamos de hombres como de
animales y plantas, sujetos como nosotros a distintas
tumoraciones.
Sin embargo, y a pesar de todo, los
humanos han sido capaces de desarrollar un instrumento que ha
permitido hacerles transitar de «primate feliz», a «bípedo
pensante», una impresionante y desconocida herramienta: el cerebro,
que no sólo es el regulador de todo, sino que proporciona al hombre
consciencia de su condición de ser vivo. Curiosamente, no hay
diferencia esencial entre aquel que permitió bajarse del árbol al
homínido, y el que hoy ha concebido y desarrollado los ordenadores.
Sin embargo sus limitaciones para interpretar y procesar
correctamente la gran cantidad de mensajes que recibe por la vía de
los sentidos, le han conducido frecuentemente a conclusiones
erróneas.
Algunos piensan que el Paleolítico
fue una Edad de Oro, la mítica Arcadia feliz en la que todo
dependía de unas leyes naturales particularmente benignas. Sin
embargo, nuestros abuelos estaban sometidos a una vida azarosa, e
interpretaban el mundo con claves incorrectas. Las investigaciones
arqueológicas y la antropología nos muestran a los hombres como una
especie débil y desvalida en medio de un mundo extraordinariamente
agresivo. Entendían que sus dificultades tenían su origen en entes
fabulosos dotados de fuerzas negativas de carácter caprichoso e
impredecible, que sólo en ocasiones actuaban positivamente. Les
asignó desde el principio historias dramáticas que respondían a sus
creencias, atribuyéndoles grandes poderes. Así se dio la paradoja
de que los dioses, una construcción intelectual del propio hombre,
terminaron por dominarle.
Entonces fue necesario crear
intermediarios para controlarlos; individuos singulares, llamados
chamanes, brujos o sacerdotes, que se asociaron constituyendo
grupos cerrados. Así nacieron dos formas distintas de relación con
lo extrahumano: magia y religión.
Las cavernas fueron la primera
vivienda del hombre, el primer hogar donde encontró lo
imprescindible: abrigo, temperatura constante y defensa efectiva
contra los depredadores que les acechaban como una presa más. En la
oscuridad de sus antros es donde comenzaron a dejar huella de la
experiencia de sus enfrentamientos con las fuerzas de la naturaleza
y sus esfuerzos para dominarlas.
Sus primeras representaciones nos
hablan de los animales que era preciso cazar para satisfacer
regularmente una de sus tres necesidades básicas: la de nutrición.
Junto a la de perpetuación de la especie y la de supervivencia, son
programas firmemente instalados en el código genético desde nuestra
etapa animal. Además, la pieza cazada no sólo era alimento, sino
también fuente de piezas de abrigo y de herramientas de
hueso.
El hombre primitivo dibujó a los animales en
un acto de magia simpática, buscando doblegarles mediante su
representación, que adquirió caracteres sagrados. Este ejemplo es
un cérvido del parque arqueológico de Villar del Humo, en la
provincia de Cuenca.
Podemos considerar que estas fueron
las primeras deidades que trazaron aprovechando las paredes de sus
santuarios para propiciar suerte y prosperidad en la caza. Con su
ayuda podrían aprovisionarse, según creían, de todo lo necesario
poder sobrevivir en aquel mundo lleno de peligros y carencias. Esta
práctica ritual, que deposita en un dibujo el poder y el dominio,
se llama magia simpática.
Las toscas líneas que arañaban las
paredes empezaron a hacerse poco a poco más esquemáticas, y de paso
constituir la prueba documental del segundo paso más importante que
dieron los hombres para ser gestores y dominadores exclusivos de la
creación, tras haber pasado de ser animales arborícolas a homínidos
erguidos.
La abstracción, una capacidad
exclusiva del ser humano para sustituir las cosas por una simple y
esquemática representación simbólica, es algo genuinamente humano.
Con el tiempo, estos dibujos evolucionaron hasta ser los primeros
alfabetos.
Petroglifos de herbívoros en Foz do Côa,
Portugal. Un paso en la senda de la abstracción.
Fue así como, en su incipiente
inteligencia, apareció la brecha que terminó por separar a los
animales del hombre: una «misteriosa necesidad de trascendencia»,
exclusiva de éstos.
En efecto, no se conoce en toda la
naturaleza ningún ser que entierre y rinda culto a sus muertos más
que el hombre (aunque algunos animales, como el elefante,
aparentemente tienen alguna relación muy primitiva con el más allá,
como es la existencia de un lugar donde acuden a morir cuando
sienten que llega el momento).
A pesar de todo, el hombre es
aparentemente el único ser vivo que ha incorporado a su existencia
elementos culturales conocidos como religiones que sirven para
establecer lazos entre mundos, el de lo sobrenatural e intangible y
el de lo material y tangible; el de lo que puede verse con lo que
no. Por cierto, también ha establecido ceremonias para invocar a
entes metahumanos y obligarlos a realizar prodigios que les
beneficiaran (magia blanca), o en perjuicio de sus enemigos
(goetia o magia negra).
La muerte pasó a ser un hecho
trascendental. Hubo quienes entregaban sus difuntos a las aves
rapaces situándolos en oquedades excavadas al efecto en rocas, como
demuestran las que existen en la localidad burgalesa de Quecedo, a
unos cincuenta kilómetros de Atapuerca. En la tosquedad de su mente
primitiva, debieron creer que su espíritu se incorporaba al de las
aves, y así viajaba por un cielo del que procedían la luz, el agua,
el fuego y el viento. Luego, arrojaban los huesos mondados a una
caverna. Posteriormente algunos servían como herramientas.
Como sabemos hoy día, sobre todo
gracias a los hallazgos aparecidos en las excavaciones de la
llamada Sima de los Huesos, por parte del equipo dirigido por Juan
Luis Arsuaga, esta especie de hombres ancestrales desapareció para
dejar paso a un ser coetáneo distinto y más evolucionado, aunque
físicamente más débil, el CroMagnon, que empezó a inhumar a sus
muertos de modo ritual, de modo aparentemente regular.
Para encontrar el lugar idóneo
donde realizar sus enterramientos, se basaron en su experiencia
directa en contacto con la naturaleza. Tenían entonces los sentidos
tan afinados como los animales, y eran capaces de detectar la
existencia de energías sutiles en ciertos lugares, capaces de ser
canalizadas, a las que atribuyeron la capacidad de facilitar la
comunicación con el más allá. Sin embargo las señales eran
demasiado débiles, aunque desde el principio se dieron cuenta que
podían ser amplificadas mediante acumuladores. Así sellaron un
pacto con las piedras y erigieron dólmenes, menhires, cromlechs,
taulas y túmulos, aparte de otro tipo de edificaciones destinadas a
potenciar estas energías en beneficio de los difuntos, y de paso de
ellos mismos. Como consecuencia se construyeron los primeros
santuarios, lugares donde la muerte se asociaba a la vida a través
de un soporte material que se constituía a su vez en una puerta
entre mundos.
La conocida como Cultura de los
campos de urnas, por ejemplo, encontró esas energías en la arcilla,
así que realizaba sus enterramientos en vasijas cerámicas que
tapaba con una chapa redonda en la que practicaba una abertura
triangular, para que «el alma del muerto entrara y saliera cuando
quisiera». Sería colocada
en un lugar que pudiese ser reconocido fácilmente por su espíritu.
Las energías presentes en la tanatópolis serían señales indicativas
de la senda para regresar.
El
dolmen de Bernuy-Salinero, en la provincia de Ávila.
Los pueblos prerromanos utilizaron
urnas cinerarias donde depositaban las cenizas de sus muertos. La
Dama de Baza, encontrada en la necrópolis ibérica del Cerro del
Santuario –la antigua Basti–, tiene una oquedad con esa función. La
Dama de Elche, cuya autenticidad es hoy cuestionada por John F.
Moffit en El Caso de la Dama de Elche, Crónica de una
leyenda (Destino, 1995), tiene también en su espalda un hueco
al efecto.
La cerámica sirvió para realizar gran número
de inhumaciones. Fue la llamada Cultura de los Campos de
urnas.
Una de las esculturas funerarias
más misteriosas de la cultura ibérica es la conocida como Bicha de
Balazote, descubierta en el paraje de Los Majuelos en fecha
indeterminada. Se encuentra en el Museo Arqueológico Nacional desde
1910. Es una especie de toro con cabeza humana y barba, esculpido
en un par de bloques de piedra caliza. Su origen podría ser griego
y estar relacionada con las deidades de los ríos, sobre todo al más
importante, el Arqueloo.
Los arqueólogos opinan que muy
probablemente era parte de un monumento más grande, en concreto un
túmulo funerario.
Curiosamente, en aquella región se
dan abundantes fenómenos extraños, que seguramente sucedían también
en el pasado. Es muy popular localmente el conocido como La Luz del
Pardal, que sucede en la cercana finca de La Quéjola.
Junto al río Tajo, en la frontera
de las provincias de Madrid y Guadalajara hay un cerro llamado La
Virgen de la Muela. En su cima están dispersos, removidos por
arados y tractores, los restos de la que podría ser la vieja ciudad
celtíbera de Caraca (aunque hay autores que la sitúan en Carabaña).
Allí vivió una tribu de plateros, ahora enterrados en cistas
formadas por lajas de yeso, cerca del río. Aquellos guerreros
buscaron un auténtico lugar de poder en el que descansar cuando sus
almas iniciaran el viaje hacia la morada celeste de sus dioses. Hoy
día, las piquetas han profanado esas tumbas, y llevado los ajuares
de plata y armas que les acompañaban al Museo Arqueológico
Nacional. Es el llamado Tesorillo de Driebes. Después, abandonados
los enterramientos a su suerte, han sido pasto de desalmados a
quienes no ha importado destruirlos, junto a los restos que quedan
de sus moradores. Hoy día son poco más que un montón de lápidas sin
función definida.
Son muchos los tipos de
enterramientos que el hombre ha ideado. Su denominador común:
suelen estar en lugares con un aura energética sutil que la mayoría
de las personas puede percibir como una sensación extraña
(inquietud, sosiego, etc.).
Dos damas ibéricas, la de Guardamar, y la de
Baza. Esta segunda tiene una oquedad destinada a las cenizas de
alguien indeterminado. Quizá la mujer representada.
Una de las pocas tumbas que quedan en la
necrópolis ibérica de la Virgen de la Muela, junto al río Tajo. Una
vez extrajeron los ajuares de plata, las dejaron a su suerte.